En la zona del Alzamiento se establece oficialmente la «Marcha granadera» como himno nacional. Finaliza la batalla del Jarama. Los embajadores de Italia y Alemania presentan cartas credenciales ante el Gobierno nacional.
Burgos, 3 de marzo, miércoles
El tren llegó a su destino con cinco horas de retraso, lo cual no era mucho, dadas las circunstancias. George recogió su maleta del portaequipajes, bajó del coche y recorrió el andén hasta el vestíbulo de la estación. Allí lo estaba esperando, como le habían asegurado, un militar para conducirlo hasta el edificio en que se albergaba, de modo provisional, el Ministerio de la Gobernación del bando nacional.
El militar, un sargento de infantería, se ofreció a llevarle la maleta, pero George se negó. No necesitaba criados ni favores. Lo siguió hasta el exterior, donde tenía estacionado el automóvil con un soldado al volante. En las paredes de los edificios de todas las calles que siguió hasta su destino, pudo ver diversos carteles con consignas anticomunistas y otros con la efigie de un hombre hasta hacía poco casi desconocido para él: el general Francisco Franco Bahamonde. Solo sabía que había sido un héroe de la guerra de Marruecos y había alcanzado el máximo grado militar a edad muy temprana para ello. De hecho, en 1926 se había convertido en el general más joven de Europa desde Napoleón. Y ahora, nombrado por la Junta de Defensa Nacional, ostentaba los cargos de Generalísimo de todos los Ejércitos y jefe de Gobierno en la España sublevada contra la República.
Demasiado poder para un solo hombre, pensó George, aunque también evocó la figura del dictator que los romanos elegían en situaciones de extrema gravedad. Que un único hombre tomara, según su libre criterio, todas las decisiones importantes, podía ser beneficioso en casos de necesidad grave y perentoria. Pero el defecto del sistema radicaba en que cuando alguien goza del poder omnímodo suele resultar complicado que después renuncie a sus ventajas, que lo abandone pasada la crisis; e igualmente difícil resulta arrebatárselo por la fuerza. ¿Iba a ser ese el caso de Franco? ¿Dejaría el poder después de saborear las mieles del mando absoluto? Solo el tiempo lo diría.
De camino a la sede del ministerio, George pensó en los últimos días en cómo Ignacio Varela le había mostrado aquel enigmático libro medieval, aquella copia de un texto mucho más antiguo escrito por alguien que se llamaba a sí mismo Aristocles. Para toda persona versada en la cultura griega del periodo clásico, el nombre de Aristocles no era en absoluto desconocido, pues se trataba en realidad del verdadero nombre del filósofo Platón. Este último vocablo, no más que un seudónimo, un mote debido a cierto rasgo de su figura, tenía el significado de «el de anchas espaldas».
En un primer análisis de la obra, George no pudo llegar a una conclusión definitiva. El estilo del texto difería del habitualmente seguido por Platón. No había muchos diálogos, pero sí infinidad de referencias a su filosofía y ciertos giros que podrían considerarse platónicos de forma inequívoca. Si era obra de un impostor, este había hilado muy fino. Normalmente —y esto solía ocurrir a menudo en la Antigüedad—, cuando un autor trataba de suplantar a otro famoso, lo hacía con demasiado cuidado, y así llegaba a descubrirse el truco. Puede parecer un contrasentido, pero hasta los más grandes escritores cometen errores y se repiten a sí mismos, lucubran con ideas y pensamientos ya enunciados que ellos mismos quizá olvidan. Sin embargo, los impostores congelan al autor original y lo hacen demasiado exacto y preciso, demasiado artificial. Y siempre hay algún detalle que revela la verdad: una cita anacrónica, una extemporaneidad evidente, una mención incorrecta. Por el contrario, en aquel códice no había ninguno de esos errores. Al menos, que George hubiera advertido. Y ello a pesar de que había encontrado alguna que otra frase equívoca, palabras inadecuadas e incluso faltas de ortografía, seguramente debidas al texto original. Los copistas escolásticos eran tan perfectos como la maquinaria de un reloj suizo o el mecanismo de un teodolito alemán. Se limitaban a transferir con absoluta fidelidad lo que reproducían, embelleciéndolo con dibujos maravillosos, pan de oro y una insuperable caligrafía.
Pero todo aquello era secundario en comparación con lo que contenían las páginas finales. Aquellas páginas eran las responsables de que George hubiera cambiado de opinión y ahora estuviera, en un coche del Ejército nacional, de camino al Ministerio de la Gobernación en la castellana ciudad de Burgos. Se trataba de una escritura inaudita, incomprensible, compuesta por caracteres que jamás antes había visto. Los expertos que había mencionado Varela tampoco tenían noticia de algo similar. Estaban perdidos y, por ese mismo motivo, extremadamente intrigados.
La historia que narraba Platón en las páginas precedentes hablaba de una extranjera, una mujer desconocida, de mirada profunda y misteriosa, que encontró en la playa por casualidad, medio muerta, y a la que llevó a su casa. La mujer se recobraba por fin e iniciaba una serie de conversaciones con Platón que no se reproducían sino en parte. A menudo se decía que ella «no podía revelarle» ciertas cuestiones. Era como si el filósofo hubiera madurado las enseñanzas de aquella extranjera y hubiera preferido verterlas en modo narrativo. Los pasajes en que sí se hallaban diálogos resultaban los más enigmáticos de todos. Las palabras de la desconocida —de la que nunca se mencionaba el verdadero nombre y a la que el autor se refería como la Rosa del Mar— sonaban extrañamente… modernas, y más aún sus ideas, a enorme distancia de los conocimientos de aquel tiempo. Rompían el estilo de Platón de un modo inusitado. En sus otros libros se percibía de forma notoria que era él mismo su propio interlocutor, y que empleaba aquel vehículo con el único fin de exponer más claramente sus ideas. Pero aquí era esa mujer extranjera quien enseñaba y Platón el que representaba el papel de discípulo inquisitivo.
La parte justo anterior a las últimas páginas citadas —George estaba seguro— había sido la que despertó el interés de las autoridades republicanas y luego, capturado el correo con las fotografías, de los nacionales: el final contenía la promesa de alcanzar, por medio del significado del texto indescifrable, aquello por lo que los hombres serían capaces de matar; aquello que suponía la mayor de las riquezas y la capacidad de convertirse en libre, de sacudirse el yugo de cualquier opresión. La promesa, en suma, de obtener el poder ansiado por toda la humanidad en sus más íntimos anhelos. Pero solo el más sabio de los hombres podría descubrir ese secreto y utilizarlo para el bien y no para el mal. George evocó aquellas palabras cargadas de simbolismo.
Muchos secretos me han sido revelados por boca de esta mujer enigmática y maravillosa. Enigmas cuya cáscara se ha roto ante mis ojos. Frutos en sazón del árbol del conocimiento… Pero, entre todos, hay uno que no tiene parangón. Uno que el hombre ansía desde que existen las sociedades. Desde que unos hombres han oprimido a otros y han hecho de ellos sus esclavos. Un don que otorga poder y libertad, buscado por muchos sabios, pero nunca hallado. El poder inagotable de convertir lo que no vale nada en lo que tiene más valor y mueve el mundo… El hombre que alcance este secreto podrá ser un dios entre los dioses o un demonio entre los demonios, pero ya nunca será un mortal más. Este saber me ha sido revelado, aunque mi comprensión dista mucho de asimilarlo. Aún no ha llegado su hora. Yo lo transmito a las generaciones del futuro. Solo al más sabio de los hombres le será lícito comprender esta gran verdad, y valerse de ella para el bien y no para el mal.
—Señor, ya hemos llegado —anunció el sargento.
George estaba tan ensimismado en sus pensamientos que ni tan siquiera había advertido que el coche atravesaba el puesto de guardia y la barrera de acceso al patio del ministerio, para detenerse junto a la fachada principal.
—Oh, gracias —dijo, mientras asía su cartera de mano y su paraguas, pues el tiempo amenazaba lluvia de nuevo, y tiraba del picaporte de la puerta para salir.
El conductor se apresuró a bajar del vehículo y, sin perder la marcial compostura, se dirigió hacia la puerta trasera derecha con intención de abrírsela a su pasajero. Cuando llegó, George ya había puesto los pies en el adoquinado francés del piso y estaba irguiéndose con su cartera y su paraguas bajo el brazo. El sargento dirigió una mirada áspera al soldado, que adquirió la postura de firme junto a George.
—Por aquí, señor —dijo—. Sírvase seguirme.
Una chata escalera de amplios peldaños conducía al interior del edificio por el acceso de su fachada. A ambos lados había otros dos centinelas custodiándolo. Hicieron el saludo militar de los nacionales, con la mano en el pecho, y pidieron al sargento y a George ver sus respectivas documentaciones. Pero cuando el primero mostró la suya e hizo un gesto de negación con la mano, refiriéndose al profesor, los guardias se cuadraron, apoyaron las culatas de sus fusiles en el suelo y les franquearon el paso. En el vestíbulo interior había varias mesas con soldados sentados a ellas. Parecían todas iguales: un sencillo tablero de pino o abeto, una lámpara de escritorio, una máquina de escribir de la marca alemana Adler, un teléfono, varios tacos de formularios, hojas en blanco y una bandeja con documentos.
A un lado, en lo que podría definirse como una especie de recepción —pues aquel edificio había sido sin duda un lujoso hotel antes de la guerra—, otro militar aguardaba con mirada escrutadora. El sargento fue hacia él y se identificó una vez más.
—Le están esperando, profesor Rojo —anunció el hombre en tono melifluo y algo amanerado—. El capitán Matamoros bajará a buscarle enseguida.
En efecto, a los pocos minutos apareció un hombre por la escalera que conducía a los pisos superiores. Era de corta estatura, pelirrojo y de tez lechosa, con aspecto de tipo duro. Llamándose Matamoros, pensó George, se habría labrado un gran porvenir en la época de la Reconquista.
—¿Profesor Rojo? —preguntó retóricamente a George.
—Sí.
—Haga el favor de seguirme.
Deshaciendo los pasos del capitán, él y George subieron por la escalera hasta el primer piso. Allí giraron a la derecha y continuaron por un pasillo revestido de madera y ricas lámparas colgantes. Casi al final, el militar se detuvo frente a una de las puertas y llamó con los nudillos. Una voz afirmativa les llegó desde el interior.
—Con su permiso, don Ignacio —dijo el capitán, entreabriendo la puerta y metiendo la cabeza por la rendija.
Era patente, pensó George, que aquel hombre, Varela, «cortaba el bacalao», aunque su despacho no era gran cosa: una estancia mediana, una mesa de trabajo, los utensilios al uso, otra mesilla supletoria con una máquina de escribir y una bandera española al fondo, junto a la fotografía enmarcada del Generalísimo.
—Pase profesor, pase —dijo cortésmente Valera, de pie tras la mesa del despacho—. Acto seguido solicitó a su asistente que los dejara solos y dio las gracias al capitán Matamoros.
—Aquí me tiene —contestó George, dándole la mano.
—Haga el favor de sentarse. Tenemos mucho de qué hablar. Desde ayer he estado muy intrigado por su llamada telefónica. Y contento de que haya decidido colaborar…
—Un momento, señor Varela, un momento. Yo no he dicho nada de colaborar con ustedes, sino de prestar mi ayuda con fines única y exclusivamente históricos y científicos.
—Sí, eso quería decir… Bien, aclarado este punto, le escucho. Usted dirá.
Varela, que se había mostrado muy simpático, cambió su gran sonrisa por un gesto más serio. Seguramente no estaba acostumbrado a tener que callarse, sino a dar órdenes. Pero la situación le obligaba a ser cauto y comedido. Necesitaba a George.
—Cuando usted se marchó de Salamanca, después de su visita de hace unos días, estuve repasando mentalmente el texto incomprensible de la última página del códice. Había tratado de memorizar los signos y, como mi memoria no es muy buena, copié un fragmento con los símbolos iniciales, sin que usted se diera cuenta, en una hoja que pretendía destruir más tarde. Los estuve analizando largo rato sin llegar a ninguna conclusión. Luego me fui al cine. Pero no podía quitármelos de la cabeza. Les daba vueltas intentando cambiar el punto de vista. Y por fin comprendí algo. No es más que una sospecha, aunque no me parece descabellada.
Varela lo escuchaba con suma atención, cada vez más cautivado por el tono de sus palabras y lo que de ellas se podía colegir.
—Continúe, profesor.
—Esos signos deben de ser, en efecto, una especie de clave, de método de cifrado. No se equivocaron ni usted ni sus expertos cuando sospecharon eso. Pero no una clave convencional. Pasé toda la noche tratando de transformar los signos en letras griegas, contando el número de letras de cada palabra y haciendo corresponder símbolos iguales con las mismas letras. Y no dio resultado. Me quedé como estaba, pero con la duda concomiéndome. Al día siguiente traté de olvidar el asunto. De todos modos, no pensaba ayudarles… Pero ayer, antes de telefonearle a usted desde la misma estación de ferrocarril de Salamanca, sentado en un banco y leyendo con tranquilidad un periódico (repleto de noticias tendenciosas, todo hay que decirlo), lo comprendí… Si es que estoy en lo cierto.
—¿Qué fue lo que comprendió? —Varela estaba a punto de estallar por la expectación. Se encendió un cigarrillo para calmarse un poco.
—Descubrí que… —George se detuvo un momento—. Descubrí que lo más probable era que el texto hubiera sido doblemente cifrado. Primero con esos signos desconocidos y, luego, con una transformación matemática. El mensaje «en claro» solo puede extraerse resolviendo esa doble codificación.
—Era listo ese Platón… —masculló Varela, como si el filósofo griego fuera un simple escritor de novelas de misterio—. ¿Y qué hay que hacer para descifrarlo?
—En principio, ir por partes, paso a paso. Hay que «romper» la primera clave. Y eso, seguramente, resultará lo más difícil. Quizá usted no sepa mucho de criptografía, pero en este caso hay dos opciones. Una en la que los símbolos no sean más que una transformación de las propias letras griegas originales. En este caso, bastaría con probar a sustituirlas, pero eso ya lo he hecho yo sin resultados positivos. El autor del libro, fuera Platón o no, desde luego era más inteligente. Poniéndome en su lugar, yo habría cambiado las letras por símbolos aleatorios, incluso por dúos o tríos de signos, y hubiese escondido el método para deshacer esa transformación de algún modo secreto.
—No soy capaz de seguirle.
—Es más sencillo de lo que parece. Imagine usted cualquier vocablo, por ejemplo «justicia». —George eligió esa palabra con cierta inquina—. Ahora piense en una docena de símbolos completamente inventados: un círculo con un punto dentro, una uve tumbada, un cuadrado atravesado por una línea vertical, etcétera. Puede sustituir la jota por dos de ellos al azar; luego la u por uno solo, la ese por un conjunto de tres, y así hasta terminar. No importa que se repitan los signos, pues usted únicamente deberá anotar en otro lugar cómo hizo la conversión.
—Ahora lo voy comprendiendo. Pero, si no estoy equivocado, eso hace imposible descifrarlo.
—No necesariamente. ¿Conoce usted el «método del libro»? Para cifrar un mensaje, dos personas utilizan el mismo libro en la misma edición. El método más simple consiste en escribir el mensaje secreto y luego buscar las palabras que lo componen dentro del texto del libro en cuestión. El nuevo mensaje cifrado resulta una lista de números de página, línea y palabra. Si el mensaje es interceptado, no hay posibilidad de descifrarlo salvo que se conozca el libro utilizado.
—Entonces, ¿es o no es posible descifrarlo?
—Acabo de decírselo: es posible si se conoce el libro que se empleó en la codificación. ¿No lo comprende? El autor del libro (aceptemos provisionalmente que fue Platón) tuvo que asegurarse de que haya alguna manera de descifrar el texto, y eso hubo de obligarle a incluir el método de transformación en algún sitio.
—O no.
—Seguro que sí, señor mío, seguro que sí. De otro modo, para qué iba a escribir el texto mismo. Si no hubiera querido que nadie lo descifrara, simplemente no lo habría escrito. Es elemental. Y, de hecho, en los últimos párrafos legibles, en el final del libro, se menciona todo eso de que solo el más sabio podrá conocer el secreto: el sabio que averigüe el modo de desentrañar su significado. ¿No es evidente? Eso debe implicar, por tanto, que existe algún modo de desentrañarlo.