1937

Se desarrolla el ataque republicano a la plaza nacional de Oviedo. La sangrienta batalla del Jarama está en pleno apogeo. La prensa comunista ataca violentamente a Francisco Largo Caballero, jefe del Gobierno de la República.

Salamanca, 26 de febrero, viernes

El profesor George Rojo había terminado sus clases del semestre con un oculto sentimiento de frustración y rabia que, con fuerza de voluntad, consiguió no transmitir a sus discípulos. La verdad se la guardó para sí. Dijo a todos que debía marcharse a los Estados Unidos porque le habían ofrecido un excelente puesto en la Universidad de Nueva York —lo cual era verdad, en cierto sentido—. La excusa de volver a ver a sus padres y estar más cerca de ellos convenció a sus colegas. Los alumnos, que le tenían en alta consideración y estima, comprendieron también aquella decisión, por mucho que les entristeciera. Perdían a uno de sus profesores más queridos, un hombre admirable que, siendo aún joven, era capaz de transmitir valores a la vez que conocimientos, que lograba estimular las mentes de los estudiantes sin recurrir a la erudición.

«La Historia, la Historia con mayúscula —solía decir, a modo de máxima— no está en los grandes palacios, ni en los parlamentos de las naciones, ni en los campos de batalla. La verdadera Historia se encuentra a menudo en las pequeñas bibliotecas de las iglesias más humildes o en los perdidos conventos de las montañas, o incluso en una colección de cartas de una mujer enamorada». Todos se reían con el tono pícaro de aquella última frase, pero lo que afirmaba era muy cierto: el trabajo del historiador debía ser en muchas ocasiones arduo y desagradecido, sistemático, constante, como el de un detective o un cazador. O como el de un espía que, meticulosamente, trata de arrancar sus más íntimos secretos al pasado.

Aquella mañana soleada, contraste diametral del día en que lo visitara el enviado del ministerio, el aciago día en que le conminó a someterse o abandonar su puesto, George había terminado la última clase y se encontraba en su despacho recogiendo sus últimas pertenencias. Miró por la ventana al exterior. Afuera, el jardín de la parte trasera de la facultad de geografía e historia empezaba ya a verdear. Algunos pájaros osados se atrevían a revolotear por las copas de los árboles, que exhibían sus primeros brotes del año. La primavera se acercaba, aunque para él la estación invernal seguiría instalada en su corazón durante mucho tiempo. Perdonar es posible, pero no olvidar. España lo había acogido como a un hijo y le había dado mucho. Ahora se lo quitaba y no debía ser él quien juzgara a los españoles.

Europa estaba convulsa. Los periódicos ingleses y franceses anunciaban desastres futuros una y otra vez. La Italia de Benito Mussolini, pero sobre todo la Alemania de Adolf Hitler, el canciller desquiciado y vocinglero que amenazaba al mundo con sus exigencias, parecían conducir a un nuevo y grave conflicto. La Gran Guerra estaba todavía presente, pero quizá para conjurar los horrores que acarreó, un eufórico sentimiento de paz había inundado cada rincón de Occidente. Un sentimiento cuya candidez se demostraba ahora en España, donde la lucha fratricida estaba sirviendo de campo de ensayos para las distintas formas de concebir el mundo.

George metió en una caja de madera los objetos que había querido tener en el despacho hasta el último momento: una foto enmarcada de sus padres ante el Capitolio de Washington, un trofeo de atletismo que ganó en el instituto siendo adolescente, un mástil con las banderas en miniatura de España y de los Estados Unidos, un diente de tiburón que, de niño, le diera un pescador de Boston, su estilográfica Montblanc, regalo de su primera licenciatura en la universidad, su reloj de bolsillo Hamilton, regalo de su segunda licenciatura, un ejemplar de Así habló Zaratustra, del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, su navaja del Ejército suizo y algunas otras cosas menos significantes, objetos que, sencillamente, le traían buenos recuerdos de su infancia o juventud.

A sus treinta y dos años, no tenía esposa ni novia. Estaba demasiado ocupado en sus investigaciones y su labor docente como para pensar en mujeres, se decía a menudo. Las mujeres son como un torbellino que deshace una existencia ordenada. Pero la realidad era que amó una vez y perdió. Había conocido a su gran amor en la facultad de matemáticas del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Estaba en su misma clase y se llamaba Deborah. Sus ojos azules, casi negros, oscuros como el mar encrespado durante la galerna; su pelo castaño con reflejos de oro viejo, su boca de frambuesa en sazón, su piel blanca, sus delicadas manos, su esbelta manera de caminar y su dulce conversación… Toda ella lo cautivó en un suspiro. George se enamoró como solo pueden hacerlo los jovenzuelos sin experiencia aún en la vida.

Todo lo que antes le había parecido importante, de pronto se convirtió en estatua de arena. Entre sus dedos se filtraba, carente de consistencia, el valor que había dado a las cosas. El amor, solo el amor. Y ella. La existencia únicamente cobraba sentido si estaban juntos. De otro modo, prefería morir y abandonar este valle de lágrimas. Pero sus deseos y anhelos se quebraron por culpa de un jugador de fútbol, el capitán del equipo universitario, que se llevó a Deborah chasqueando los dedos. Lo que más dolió a George fue que aquel tipo era una criatura ordinaria y llana que no habría sido capaz de remontar el vuelo más alto que una gallina. Salvo en el deporte, claro está, pues eso era lo único que sabía hacer bien. De todos modos, se trataba de un buen tipo y, en realidad, no había motivos para culparle de nada. De hecho, era George el que se arrepentía de lo que le hizo en la fiesta de fin de curso. El muchacho había bebido un par de copas de más y George lo aprovechó para descargar en él toda su ira y su frustración. No recordaba haber cometido en toda su vida un acto más vil y reprobable. Le esperó en la calle y, cuando el joven salió del local de la fiesta, le propinó una soberana paliza que a punto estuvo de hacerle acabar en el hospital.

Pero todo eso era agua pasada —lamentable agua pasada—, y le sirvió como una lección valiosa que aprendió para siempre: la cabeza siempre debe estar fría a pesar del calor del corazón; la integridad es la única virtud que verdaderamente importa, pues todas las demás manan de ella con naturalidad.

Mientras colocaba sus pertenencias en la caja, George recordó sus primeros meses en la Universidad de Salamanca. La República enarbolaba por aquel entonces la bandera de la libertad. Él picó el anzuelo durante un tiempo, pero la verdad se destapó ante sus ojos poco después. La República no era una democracia como la que conocía en los Estados Unidos, sino un Gobierno corrompido, desnaturalizado, que favorecía las envidias y revanchas de los otrora oprimidos sobre sus antiguos opresores. El ser humano individual es capaz de pensar, razonar y llegar a conclusiones lógicas, aunque muchas veces equivocadas, pero la masa no, esa masa informe que aumenta su fortaleza a medida que disminuye su capacidad de juicio, a medida que crece en brazos para empuñar espadas o fusiles. La historia es un ciclo que se repite sin cesar: cambian los actores y los usos, pero no cambia la tierra bajo los pies ni el sol que alumbra cada escena del drama humano.

Cuando se produjo el Alzamiento Nacional, George estuvo a punto de verse seducido por una idea ingenua. Quizá los militares se levantaban en armas para devolver a España los perdidos valores de justicia, ética y humanidad. Justo antes, la situación había crecido hasta cotas inimaginables de arbitrariedad y barbarie. Para un historiador, aquello traía a la memoria, por su semejanza, el Reinado del Terror que durante la Revolución francesa encabezaron los inicuos Robespierre, Carnot, Couthon y otros criminales sedientos de venganza y de sangre.

Pero no, el Alzamiento no supuso el retorno de la equidad, sino que, como decían los españoles, no hizo más que dar la vuelta a la tortilla. Todo hombre puede ser oprimido u opresor. La debilidad y el miedo pueden convertirlo en lo primero, pero si la virtud no lo anima en su fuero interno, dar el salto a lo segundo, en circunstancias favorables, es solo un pequeño paso. En la guerra, muchas personas normales, que desempeñan sus trabajos honestamente y tienen una vida y un comportamiento sin tacha, se convierten en bestias peores que un animal salvaje. Se elimina la piel de cordero para dejar al descubierto la más profunda, la que está por debajo, la del despiadado lobo que hay en todo hombre.

Ahora George tenía que regresar a su casa. Su casa… ¿Pero no era ya su hogar España, aquella Salamanca de rancios muros y aroma de siglos? Tendría que abandonar sus estudios en los archivos antiguos para volver a un país sin historia. Sería como encerrarse en un moderno edificio de hormigón y dejar fuera una catedral románica. En España caminaba entre los hilos que habían urdido la historia, y le entristecía sobremanera verse obligado a marcharse.

Unos golpes en la puerta de su despacho le hicieron volver a la realidad, la dura realidad de una época belicista y aciaga.

—Adelante —dijo en voz alta, con aspereza.

—Querido profesor —saludó un rostro sonriente. Era Ignacio Varela, el hombre del Ministerio de la Gobernación, que entró al tiempo que se descubría la cabeza.

—Señor Varela…

—El mismo. Veo que recuerda mi nombre. ¿Cómo está? Temía que ya se hubiera marchado.

—¿Lo temía? ¿No fue usted el que, por orden de quien sea, me ha obligado a tener que hacerlo? ¿A qué ha venido ahora?

—Usted no lo entiende… todavía. Mi misión es muy distinta de la que cumplí la primera vez que nos vimos.

George miraba al hombre con gesto extremadamente serio. Hubo un momento, incluso, en que pensó invitarle a salir de su despacho y dejarle en paz. Pero apretó los puños y trató de no perder los estribos. Aquel enviado no era más que eso, un enviado de poderes superiores. Y si algo odiaba George era la injusticia en cualquiera de sus manifestaciones. Si en algo pequeño se perdía el sentido de la equidad, ¿cómo no iba a desaparecer ante las más graves situaciones?

—Usted dirá, entonces.

—He de transmitirle una petición de mi Gobierno; un ruego, más bien. Soy consciente de que debe de estar muy molesto y disgustado por todo lo que ha ocurrido, pero usted es quizá la única persona que puede ayudarnos.

—¿Ayudarles? ¿En qué?

—Antes de revelárselo, debo pedirle que me dé su palabra de caballero de que mantendrá en estricto secreto todo lo que le diga hoy.

George se mantuvo callado unos instantes. Luego espetó a Varela:

—Prefiero entonces que no me cuente nada. No tengo por qué mezclarme con los asuntos de su Gobierno. Soy americano y me voy a mi país. Olvídense de mí para siempre. Ustedes y los republicanos. Estoy harto de su opresión y de toda esta mierda.

—Pero, profesor, no hace falta que se ponga así, hecho un basilisco. Queríamos consultar con usted un asunto de enorme trascendencia histórica. Pensé que le interesaría. Además, se da la circunstancia de que otros ciertos motivos hacen que usted sea la persona ideal para interpretar este asunto. Quizá estemos ante un gran descubrimiento.

La táctica zalamera de Varela era evidente, pero aun así consiguió su objetivo. George estaba ahora sumamente intrigado. Como historiador, como investigador histórico, no era capaz de sustraerse a la seducción de un posible descubrimiento.

—¿A qué «otros ciertos motivos» se refiere? ¿Por qué yo soy, según dice, la persona adecuada?

Varela lo miró con una media sonrisa y levantó las cejas.

—No es momento de subterfugios. Con franqueza le diré que sabemos todo sobre usted. Es soltero y no tiene compromiso. Estamos al tanto de que, además de doctor en historia antigua, es también doctor en ciencias exactas. Habla a la perfección inglés, español, latín y griego, aunque las dos últimas lenguas no se «hablen» ya, en realidad. Tiene conocimientos de alemán, italiano, francés y hebreo, así como nociones de otros diversos idiomas. Sabemos que su madre, Susan Harrison, trabajó durante varios años como criptoanalista, en el descifrado de mensajes secretos para el Gobierno de los Estados Unidos. Y su padre, Cristóbal Rojo, regenta un concesionario de automóviles DeSoto en Washington. Un negocio que, por cierto, no va muy bien en la actualidad. Usted es experto en historia griega, romana y medieval. Igualmente lo es en criptología. Un matemático de letras, un poeta de la ciencia, un gran autor y un gran investigador. Si me permite la vulgaridad, sabemos cuándo caga y mea, profesor Rojo. Y no hay en España nadie más adecuado para lo que tengo que proponerle, se lo aseguro.

Los datos que había mencionado el hombre del ministerio eran exactos. George estaba absolutamente convencido de que había hecho un resumen sucinto para no aburrirle. No dudaba de que, en efecto, sabían todo sobre él. Al parecer, se habían tomado muchas molestias para investigarle. Estaba atónito, pero, lejos de encolerizarse, se rio con ganas. No daba crédito a lo que le estaba sucediendo.

—Está bien, usted gana. Le doy mi palabra de que todo lo que hablemos hoy aquí quedará entre usted y yo, señor mío. Pero no le prometo nada más.

—Con eso es más que suficiente. Estoy seguro de que, cuando sepa lo que tengo que decirle, cuando vea lo que voy a mostrarle, usted mismo querrá colaborar.

Ignacio Varela había estado todo el tiempo con su portafolios en el regazo, agarrándolo con ambas manos. Ahora lo abrió y extrajo de su interior una gruesa carpeta llena de documentos, que puso en la mesa del profesor. Le hizo un gesto para que examinara el contenido. Mientras lo hacía, dijo:

—Se trata de las fotografías de un libro antiguo. Se las arrebatamos a un correo militar de la República que las llevaba a Valencia, con orden de entregarlas en persona al presidente Azaña.

—Es un códice iluminado. Está escrito en griego clásico…

—Eso lo sabemos. Nuestros expertos han datado la obra en el primer tercio del siglo XIII, por la técnica de las miniaturas y el tipo de escritura.

—Yo diría más bien que pertenece al último tercio del XII. Parece una obra de la escuela catalana o aragonesa. Y está claro que es una copia de un libro mucho más antiguo.

—En efecto. Según los mismos expertos que he mencionado, podría tratarse de un texto perdido de Platón, el filósofo griego.

George levantó la mirada. Era obvio que no tenía que explicarle quién era Platón, discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, el más pío y aristocrático de entre los filósofos de la Grecia clásica.

—Eso es muy poco probable, por no decir casi imposible… Me extrañaría que fuera una copia de una obra auténtica de Platón —respondió George, y sin dar tiempo a replicar a su interlocutor, añadió—: En todo caso, tendría que leerlo y examinarlo detenidamente para formarme una opinión razonable.

—Para eso he venido, amigo mío, para eso he venido.

Lo de «amigo mío» sonó a George como una vulgar adulación. Ni eran amigos ni él quería que lo fueran. Pero pasó por alto aquel tono embaucador y empezó a leer el libro por la primera página, aunque resultaba complicado por la textura de las fotografías.

—¿Le importa si fumo? —preguntó Varela, con la pitillera y el encendedor en la mano.

George le hizo un gesto de aprobación y le indicó dónde estaba el cenicero. Mientras él se imbuía de las líneas de bella escritura, perfectamente caligrafiadas, Ignacio Varela sacó el diario Arriba de un bolsillo de su chaqueta y lo imitó, con aire parsimonioso. Estaba claro que tenía todo el tiempo del mundo.

El códice de Platón

La vida depara a menudo cambios al hombre que este no puede imaginar. Soy un anciano gastado que no comprendió todo lo que querría haber comprendido. El ansia de sabiduría, ese anhelo constante que ha impulsado mi existencia desde la juventud, no remitió con la vejez; ni todos los conocimientos, por muchos que sean, que fui adquiriendo a lo largo del camino, pudieron calmar esa sed que abrasaba mi alma.

La extranjera, esa mujer misteriosa, ha satisfecho esta ambición con sus enseñanzas. Ignoro de dónde ha venido y por qué. Desconozco el motivo de que me haya elegido a mí precisamente para descubrir su pensamiento. Si hasta ella hubiera llegado mi fama, entonces todo quedaría explicado. Pero no. No sabía quién era yo antes de conocerme. Y, aun al contrario, ¿qué podría ofrecerle yo, mísero simplón, a cambio de su sabiduría, salvo oídos ávidos de escuchar?

Al principio la tomé por loca. Después por la encarnación del demiurgo. Luego por una diosa del Olimpo. Ahora sé que es una mujer de carne y hueso. Aunque no simplemente una mujer. Las maravillas que ha puesto ante mis ojos exceden a lo siquiera imaginado por mi pobre pensamiento. Es tan lejano a mí lo que me ha transmitido, que podría cabalmente considerárseme un ciego. Un ciego que ha abierto los ojos y percibido, por fin, los colores del mundo.

He salido de la caverna en que la humanidad se halla recluida. Las sombras vacilantes y difusas se han convertido en una explosión de luz esplendente. He abandonado las profundidades de la tierra y he visto el sol. Su cálido haz me ha regalado una nueva concepción de todo lo creado. ¡Aristocles, triste acémila, asno de orejas demasiado cortas!, ¿cómo has podido soportar la vida antes de ahora? ¿Cómo has sido capaz de aguantar el frío gélido de la ignorancia y la oscuridad de la caverna?

Encontré a la extranjera en una rada, cerca del Pireo. De esto hace ya más de un año. Estaba tendida en la arena; sus ropas empapadas. Llamé a mi asistente, un muchacho llamado Acteón, y juntos la llevamos hasta mi humilde residencia junto al mar. Anochecía con reflejos dorados y púrpuras en el horizonte. Los gritos de las gaviotas, recortadas en su vuelo contra la luz crepuscular, inundaban el ambiente. La sensación de que un tiempo, una época, estaba a punto de concluir, como el astro rey en su ocaso, se adueñó de mi corazón sin saber por qué.

La mujer tardó tres días en recobrarse, aunque no había en ella heridas visibles. Era como si necesitara descansar después de un esfuerzo infinito. Sus ojos, profundos y extraños, fueron recuperando el brillo. La primera vez que habló, débilmente, articuló una lengua incomprensible para mí. Luego lo hizo en griego; un griego tan perfecto como el que hablaba Sócrates, o el que yo mismo he inculcado a mis alumnos de la Academia.

Nunca me dijo su verdadero nombre. Poco a poco fue sintiéndose mejor. Le ofrecí quedarse en mi casa el tiempo que quisiera. Ella aceptó. Nunca creí que una mujer pudiera mostrar tanto interés por el conocimiento. Me escuchaba hablar con mucha atención, y yo tuve un acceso de orgullo, creyendo que ansiaba aprender de mí. Di por hecho, al principio, que mi fama habría llegado a sus oídos. Craso error. Ni ella me conocía ni quería aprender de mí, porque sabía mucho más que yo. Por eso me quedé atónito cuando, tras un largo paseo por la playa, me habló de conocimientos más allá de lo que siquiera había imaginado. Me mostró cosas que pude comprobar por mí mismo, otras tan lejanas que me maravillaron, y algunas que sugirió, pero dijo no poder revelarme.

¿De dónde venía?… Me explicó que el Sol no es más que otra estrella cualquiera del firmamento, y que la Tierra gira en torno a él con la Luna como una enorme esfera de piedra alrededor de ella. Que las mareas suceden por efecto de una extraña fuerza que ejercen los objetos materiales, mayor cuanto más grandes sean. Que la luz con la que vemos es como las ondas sobre el agua, que lo inunda todo y llega a nuestros ojos. Que los animales están emparentados unos con otros y cambian con el devenir del tiempo. Que hay una fuerza casi ilimitada en todo lo que existe… ¡Y tantas y tantas cosas asombrosas y extraordinarias!

Cosas que decidí consignar por escrito, para que otros, más sabios que yo en el futuro, pudieran conocer y comprender. Ella me dejó hacerlo, aunque con una salvedad: había un conocimiento demasiado importante, demasiado peligroso, que únicamente debía ser transmitido bajo la protección de una escritura arcana; que solo llegado su momento habría de ser devuelto a la luz.