1936

Las embajadas de Alemania e Italia han sido incautadas por la República. José Antonio Primo de Rivera acaba de ser fusilado en la cárcel de Alicante. El Gobierno nacional de Burgos decide aumentar sus esfuerzos en el frente de Madrid.

Salamanca, 27 de noviembre, viernes

La tarde era lluviosa. El cielo, cubierto de nubes tan carentes de color como el gris del cemento de los edificios, e igualmente homogéneo, filtraba solo una escasa porción de los fríos rayos solares. Estaba siendo un otoño desapacible; más de lo habitual para el mes de noviembre. Los árboles se mostraban ya pelados y sarmentosos, como ancianos decrépitos a punto de inclinarse para morir. En las calles desiertas se percibía, acrecentado por la tristeza del clima, un profundo abatimiento causado por la guerra, denso como el olor penetrante del humo de las calderas.

El Citroën 7-A de color negro mate, con cubrefaros para evitar reflejos en la noche que pudieran guiar a los aviones de bombardeo, se detuvo ante la fachada del edificio principal de la universidad. El conductor, un hombre alto y delgado con uniforme militar, descendió bajo la fina pero incesante lluvia y abrió la puerta trasera derecha. Enseguida, desde el interior del coche apareció la figura de otro hombre, vestido de paisano, con abrigo de excelente paño marrón y elegante sombrero de fieltro. El conductor desplegó un paraguas y cubrió con él al segundo hombre. Cuando este hubo abandonado el vehículo, se lo entregó y volvió a cerrar la puerta. En posición de firme, mojándose impasible, esperó hasta que lo vio desaparecer por la entrada del paraninfo y solo entonces regresó a su puesto en el interior del automóvil.

El hombre del abrigo marrón entró en el edificio con paso quedo. Aún no era un viejo, pero las muchas heridas que recibiera en innumerables batallas, en el desierto del Sahara y Marruecos, habían deteriorado su cuerpo. La secuela más visible, y que más le atormentaba, era una patente cojera producida por un fragmento de granada de mortero que explotó junto a él en las afueras de Tetuán, durante unos disturbios que vivió en su juventud como soldado de infantería. A pesar de ello se negaba a ayudarse de un bastón. Los días húmedos, como aquel, hacían que su lesión se resintiera. Era como un barómetro humano, que anuncia el cambio de tiempo con precisión científica. Poco a poco logró coronar la escalera exterior, siempre elevando la pierna izquierda, la sana, y ahora se movía lentamente por el largo y ancho pasillo que conducía al salón de actos. En el umbral de este, un cartel sobre un caballete de metal anunciaba la conferencia programada para esa tarde: «El otro Císter. Por el profesor George Rojo».

El hombre se desabotonó el abrigo, introdujo la mano entre la chaqueta y el chaleco de su traje y tiró de la cadena de su reloj de bolsillo, un magnífico Patek Philippe de plata dorada. Abrió la tapa con un dedo y miró la hora mientras la musiquilla rompía el sepulcral silencio que lo rodeaba. Eran las cinco en punto. La conferencia seguramente estaba a punto de concluir. El hombre guardó de nuevo su reloj en el chaleco y se quitó el sombrero. Tratando de no hacer ruido, empujó una de las hojas de la puerta y entró en el salón. Se quedó quieto unos instantes, observando al público. Allí había menos de veinte personas, aunque el aforo superaba las cuatrocientas con amplitud. El hombre sabía que el motivo de tan exigua afluencia no era la calidad del ponente ni el tema de la conferencia; ni siquiera la importancia de sus investigaciones. No, el motivo era político. Siempre la odiosa política en la que él mismo estaba ahora metido. Evocó para sí, al tiempo que se acomodaba en una de las butacas de la última fila, sus años al servicio del Ejército y luego la Guardia Civil. La llegada de la República le había impedido alcanzar el grado de general, y hasta lo llevó a retirarse y pasar a la reserva, asqueado por los manejos de todos aquellos antipatriotas y subversivos.

La política, siempre la política…

—… por motivos políticos…

Las palabras del profesor, casualmente coincidentes con sus pensamientos, sacaron al hombre del abrigo marrón de sus cavilaciones. Se dispuso a escucharlo.

—Sí, señores, los motivos políticos borraron del mapa de la historia a los monjes de aquella exigua y efímera orden monástica. Me atrevo a afirmar que, cuando en 1098 se produjo la reforma de la orden de San Benito, no hubo un Císter, sino dos diferentes. Uno, el ortodoxo, el que todos conocemos, y otro misterioso, desaparecido, únicamente recordado por unos pocos que se atrevieron a desafiar a los poderes dominantes. A aquellos monjes de la abadía de Siete Picos no les bastó la reforma de San Bernardo. No asumieron como suficiente el endurecimiento que de ella se derivó. Rehusaron todo lujo, todo adorno, toda posesión terrenal. Su iglesia y el resto de sus dependencias eran parcas, de una austeridad que solo admitía la roca fría y desnuda. Las luces en la noche fueron simples teas ardientes sin palmatorias ni candiles. No usaron imágenes polícromas, sino tallas en madera cruda. Rechazaron el calzado de cualquier tipo. Ni unas míseras sandalias cubrieron sus pies en el invierno. Se raparon el pelo y comían verduras sin hervir, leche y huevos. Sus hábitos, de lana, sin tintes, signos u ornamentos, eran usados únicamente cuando recibían extraños en el convento. El resto del tiempo exhibían su desnudez sin tapujos, como los antiguos gimnosofistas. Cierto es que esa vida tan dura les acarreó no pocas vicisitudes, pero su fe a toda prueba suplía las fuerzas de que sus cuerpos, exhaustos por el trabajo, carecían a menudo. Eran hombres santos, de moralidad estricta y vida digna de encomio y admiración. Incluso para quienes no compartieron o comparten sus creencias. Pero he aquí que esa rectitud ascética fue causa indirecta de su perdición. Corrieron rumores de que los monjes llevaban a cabo rituales satánicos, que adoraban a ídolos paganos, que practicaban relaciones sexuales contra natura. Todo ello no más que mentiras de quienes les odiaban por extremar la virtud. Los hombres con mancha odian la pureza como el hombre feo odia al espejo. Y aquellos monjes fueron un espejo para almas tan malvadas como poderosas, a las que no convenía su ejemplo constante. Estos hombres resentidos destruyeron su comunidad y borraron las huellas de su existencia. Casi todas las huellas. Pero no todas, pues no hay nada que se desvanezca sin dejar rastro, como afirman, si me permiten esta digresión, las modernas teorías de la física. Sí, porque, para muchos, ellos fueron los auténticos inspiradores de la orden del Temple.

Llegado al fin de su alocución, el ponente se concedió unos momentos de reflexivo silencio, observando la sala y a los escasos asistentes —alguno de ellos incluso dormido—, antes de ofrecerse a contestar sus preguntas, si es que alguien deseaba alguna aclaración sobre lo expuesto. El mutismo fue la única contestación que recibió. Agradeció entonces su asistencia al parco público, recogió sus papeles, los metió en su cartera de cuero y abandonó el estrado por la embocadura de su derecha.

El hombre del abrigo marrón ya se había levantado antes de que el profesor saliera. Fue hacia la entrada del salón de actos y, ya en el pasillo, esperó a encontrarse con él. Mientras lo hacía, rebuscó en la chaqueta su pitillera de oro y se encendió un cigarrillo. Era obvio que aquel hombre no tenía problemas económicos, a pesar de la situación general del país.

El profesor Rojo no tardó en aparecer, caminando a grandes zancadas, con el ceño fruncido y la mirada fija en el suelo. Poco le faltó para embestir al hombre del abrigo marrón, que se interpuso en su camino sin percatarse de que no lo había visto.

—Disculpe —se excusó el profesor cortésmente.

—Discúlpeme usted a mí —correspondió el hombre—. He sido yo el que se ha puesto en medio.

El profesor estaba ya a punto de seguir su camino cuando se irguió repentinamente y se giró hacia el otro hombre.

—¿No será usted…?

—El mismo.

Una sonrisa amable emergió al rostro del hombre del abrigo marrón. Tendió su mano al profesor y se presentó:

—Ignacio Varela Nieto, del Ministerio de la Gobernación.

—Me dijeron que vendría alguien del ministerio, pero nada más.

—Está bien, profesor Rojo, ¿podemos hablar en su despacho?

—Por supuesto. Sígame, si es tan amable.

El profesor George Rojo llevaba ya algunos años trabajando en España. Gozaba de la nacionalidad estadounidense, aunque había nacido en Londres y su padre era español. Fue en las postrimerías del siglo XIX cuando la familia de su padre cambió su residencia de Cataluña a Inglaterra. Su abuelo paterno trabajaba en Barcelona como mecánico de máquinas tejedoras, y ocupaba sus ratos de ocio inventando artilugios para mejorarlas. Una de aquellas invenciones mereció el interés de la compañía británica Spinning Jenny, proveedora de las máquinas de la empresa en que prestaba sus servicios, que decidió comprarle la patente y ofrecerle un puesto en la sede central. Sin saber una palabra de inglés, toda la familia se trasladó a Londres y empezó una nueva vida, mucho más próspera y tranquila que en la convulsa Barcelona de entonces.

Corría el año de 1897 y el padre de George, Cristóbal Rojo, contaba por entonces veintiún años de edad. Una mañana de domingo, en una iglesia católica de Clerkenwell, conoció a una joven norteamericana de su misma confesión religiosa, que servía en la embajada de su país en Londres. Su nombre era Susan Harrison. Se enamoraron y, un año después, contrajeron matrimonio. Tuvieron cuatro hijos. El mayor, John, murió al poco tiempo de nacer víctima de la escarlatina. Después vinieron los gemelos Margaret y Robert, y por último George, el pequeño de la familia y también el más precoz. George nació en 1904 y vivió en Inglaterra con sus padres hasta poco después del estallido de la Gran Guerra. La madre, funcionaria de la Administración, fue reclamada por el Gobierno norteamericano en 1916 para prestar sus servicios en un centro especial de Washington, que se había creado por orden expresa del presidente Wilson con el fin de, eventualmente, descifrar mensajes en clave interceptados al enemigo. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra, en abril de 1917, aquella se convirtió en una labor apasionante a la que, además, se debía por patriotismo. De nuevo Cristóbal Rojo cambiaba de país de residencia, aunque esta vez con su propia familia.

Así fue como el pequeño George llegó a los Estados Unidos y recibió la nacionalidad de su madre. Desde niño destacó en los estudios, a pesar de su ánimo aventurero y travieso. Inclinado desde siempre, y por igual, hacia el conocimiento del pasado y la ciencia, con apenas veintiún años se licenció en historia antigua y cuatro años después en matemáticas. A la vez que cursaba la segunda carrera universitaria había conseguido el doctorado en la primera, y no tardó mucho en obtener el de la segunda.

Cuando era niño le apasionaba todo lo que su padre le contaba sobre España y su gloriosa historia. Y también los procedimientos seguidos por su madre en el descifrado de mensajes ocultos. Naturalmente, el trabajo de esta era secreto, pero no las técnicas básicas, que trató de inculcar a su hijo por considerarlas estimulantes de su aguda inteligencia. De este modo, el joven George se aficionó a las dos disciplinas que convertiría, con el tiempo, en sus estudios superiores.

La familia era profundamente católica. Por eso fue para sus padres una conmoción la noticia de que había aceptado un puesto como profesor de historia en la Universidad de Salamanca. España, por entonces —corría 1933—, estaba gobernada por ateos e izquierdistas, que habían instaurado la República y expulsado al legítimo rey Alfonso XIII. George no compartía todas esas ideas, ni mantenía tampoco la fe de sus padres. Se consideraba agnóstico, aunque a menudo esa postura le resultaba cobarde e indigna, como la neutralidad de las naciones frente a las guerras en contra de la opresión. No podía evitar que sus dudas le impidieran comulgar con alguna confesión religiosa, ni estaba convencido, por otra parte, de que Dios no existiera. Su mente científica sabía que ninguna de las dos opciones era totalmente cabal, pues ambas se basaban en supuestos indemostrables.

En el verano de 1933, George partió por fin en un buque que abandonó Nueva York con destino a Plymouth. Desde allí tomó otro barco que lo condujo a Santander y, finalmente, viajó en tren, cruzando el norte del país, hasta su destino en Salamanca. Su español era excelente, pues el padre nunca permitió que sus hijos perdieran esa lengua. Quizá tenía un leve acento inglés, pero estaba convencido de que lo puliría en cuanto estuviera en España un tiempo.

Por fin llegó a Salamanca y se instaló en un barrio relativamente elegante de la ciudad. Cuando empezó a impartir sus clases de historia medieval y a integrarse en aquella sociedad que le era a la par desconocida y familiar, pintoresca y agradable, no podía ni tan siquiera imaginar lejanamente todo lo que iba a acontecer al correr del tiempo, ni la aventura tan inquietante que habría de protagonizar.

—Usted dirá, señor Varela.

—¿No le han explicado el motivo de mi presencia hoy aquí?

—En absoluto. ¿Qué es lo que debían explicarme?

El profesor miraba a su interlocutor con extrañeza. Amablemente le había ofrecido un jerez que este declinó, y ahora estaban sentados frente a frente en su despacho. Ignoraba lo que tenían que decirle del Ministerio de la Gobernación, aunque pensaba que se trataría de alguna clase de petición de ayuda experta en un asunto histórico, un peritaje o algo similar.

—Mire, profesor, como usted no ignora, estamos en guerra. El Alzamiento Nacional ha dividido España en dos bloques enfrentados, dos ideologías irreconciliables que se baten por el triunfo y, con él, la destrucción del adversario. Le diría que nosotros encarnamos el espíritu y la razón, pero creo que puedo ahorrarme la propaganda con un hombre de su cultura. El caso es que se da la circunstancia de que Salamanca, por caprichos del destino, ha quedado en zona nacional, y mi Gobierno considera los círculos universitarios como cubiles donde nacen las víboras de la subversión. En la época republicana muchos de estos centros se viciaron, colmándolos con personal afín al comunismo, con anarquistas y masones. Ahora debemos reconducir la situación para normalizarla.

—Señor mío, debo decirle que no apruebo en modo alguno sus palabras. Aprecio la libertad por encima de todo y creo que cada hombre o mujer debe seguir, sin coacciones, el camino que le dicten su corazón y su razón.

—Usted es un idealista, como todos los hombres de su clase. Y déjeme añadir que en especial los norteamericanos…

—También soy en parte español.

—Sí, lo reconozco, se nota por su orgullo. Es típicamente nuestro. Pero, si me permite, la labor de la que le hablo corresponde y compete exclusivamente al Gobierno. Este debe velar por el bien común, y la razón de Estado es el principal bien común en nuestro tiempo. Usted, en calidad de extranjero, goza de ciertas cortesías que otros no recibirían. Créame, le hablo como un amigo. La conferencia de hoy, por ejemplo, ha sido un fracaso. Y ello se lo debe a difundir sus ideas demasiado alegremente. No se dé a todos, profesor. Nunca se sabe dónde habrá alguien que le quiera mal.

—Entonces, ¿qué debo entender a la vista de sus palabras? ¿Quieren que abandone mi cátedra?

—No, no, no. En absoluto, profesor Rojo. Lo único que queremos es prevenirle contra el exceso de politización en la universidad. No exprese sus opiniones en público. Guárdeselas para usted. Esto no es Rusia. Nadie se enfadará por lo que usted opine en privado.

—¿Quiere decir que me censuran?

—Solo en lo que tiene relación directa con su trabajo docente e investigador. En lo demás, no entramos. Le ruego que no se lo tome a pecho. Comprenda que estamos inmersos en una guerra, lo cual supone una situación de la máxima gravedad para el país y para todos nosotros.

—Supongo que no me queda otra opción. Estoy entre la espada y la pared.

—Espero que acepte estas condiciones, pues de lo contrario…

—¿De lo contrario?

—Tendrá que irse de España y regresar a su patria u otro lugar fuera de aquí.

El profesor Rojo apretó los labios y entornó los párpados. En aquellos tres años había aprendido a amar a los españoles y su vida como profesor en Salamanca. Había viajado a muchos lugares de Andalucía, Castilla, Valencia, Cataluña. Amaba la diversidad de este pequeño país que una vez fuera grande. Amaba cada uno de los caracteres de sus gentes y sus contrastes. Amaba su clima duro y sus paisajes austeros, y también sus regiones de ambiente suave, de mar y sol, o de vegetación exuberante. Se sentía ya más español que americano.

—Si no me deja otra alternativa, en cuanto termine el semestre tendrá mi dimisión en el despacho del decano de la facultad. Entonces haré las maletas y prepararé mi partida lo antes que pueda. No voy a abandonar a mis alumnos a estas alturas de curso, aunque tampoco estoy dispuesto a esconder el rabo entre las piernas.

—Pero, profesor, atienda a razones. Su trabajo aquí es apreciado e importante. Se ha ganado un amplio prestigio como autor e investigador. Hágame caso. Quédese y continúe con su labor. Solo se le pide que haga un esfuerzo insignificante…

—Ese esfuerzo que usted califica de insignificante es para mí el salto a un abismo. Si lo diera, traicionaría todos mis principios y convicciones. Y eso es algo que no estoy dispuesto a hacer jamás, a ningún coste. Me avendré a su mandato el tiempo justo para no perjudicar a los estudiantes. Solo eso.

El hombre del ministerio sacudió la cabeza tras unos segundos de tenso silencio. Antes de volver a hablar levantó sus manos y extendió las palmas, queriendo significar que no había más que discutir.

—Está bien. Veo que no hay forma de convencerlo. Obre como crea conveniente, por supuesto. Es una lástima. Le aseguro que lo siento. No está en mi mano cambiar las cosas. Son como son, nos gusten o no. Pero, de veras, lamento mucho que tome esa decisión. De todos modos, puede contar conmigo para cualquier asunto en que me necesite. Admiro mucho su trabajo. De hecho, a mí también me apasiona la historia y soy un gran admirador de usted. He traído un ejemplar de su libro sobre las invasiones prerromanas de España. Confiaba en que me lo dedicase.

El profesor suspiró. Estaba triste pero tranquilo. Intentaba asumir la nueva situación con entereza. Se acarició los labios con el pulgar de su diestra, lo cual solía hacer inconscientemente cuando pensaba, y por fin añadió:

—Supongo que la guerra nos hará a todos pagar nuestra factura personal. Sería injusto quejarse por dejar un empleo cuando hay muchachos cayendo en el frente cada día. No le guardo rencor. Comprendo que usted no tiene la culpa de lo que sucede. Deme el libro. Se lo firmaré. Todos somos víctimas, de una manera u otra, de los horrores de la guerra.

El puerto de Barcelona ha sido víctima de un fuerte bombardeo aéreo. Se anuncia la unión entre las centrales sindicales UGT y CNT. Las tropas nacionales toman el pueblo madrileño de Boadilla del Monte.

Gerona, 16 de diciembre, miércoles

El último bombardeo de los aviones nacionales había causado estragos en la ciudad. Los escombros cubrían las calles y en muchos edificios podían verse las heridas de las bombas. Tan lento y difícil es construir como fácil y rápido destruir, y sin embargo, el mundo del hombre se resiste a ser arruinado, como el propio hombre se aferra a la vida a pesar de las circunstancias, por adversas que estas puedan llegar a ser.

Una cuadrilla de milicianos republicanos y antiguos guardias civiles, ahora con el nombre de policías de la República, caminaba por las calles en busca de supervivientes del ataque. Un perro aulló delante de una casucha completamente derruida y un par de hombres se quedaron allí para comprobar si había alguien sepultado bajo los escombros. El resto siguió avanzando. Sus rostros, agotados por las privaciones y el permanente estado de ansiedad, traslucían la más cruel de las desesperanzas. A pesar de todas las arengas y consignas de los mandos militares, es imposible levantar el ánimo de quienes han visto el horror con sus propios ojos.

En la misma calle, un poco más adelante, había una pequeña iglesia, no más que una ermita, que mostraba el tejado hundido y dos de sus cuatro muros quebrantados y desmoronados. Uno de los hombres se detuvo ante ella y dijo con soniquete:

—Los fascistas no respetan ni a los suyos. Y se quejan de nosotros…

—Es cierto —respondió otro, y soltó una carcajada.

Uno de los antiguos guardias civiles se giró e hizo una mueca que los demás no vieron. Con cuidado de no parecer demasiado interesado en el percance de la iglesia, intervino para decir:

—Bueno, pero tendremos que mirar si hay alguien debajo. No sea que luego se pudra el cadáver del cura y tengamos una infección.

Sus compañeros lo miraron con cara de pez, hasta que recapacitaron y se dieron cuenta de que tenía razón.

—Anda, Anselmo, entra tú con Robus —ordenó el que estaba al mando, dirigiéndose al guardia que había hablado y a otro de los hombres, un miliciano de aspecto cerril.

El antiguo guardia civil y el miliciano fueron hasta la entrada de la iglesia. Los demás siguieron adelante. Como Robus se había detenido, mirando con desprecio las figuras de los apóstoles en lo que quedaba de la fachada, fue Anselmo el que empujó con tiento una de las hojas de la puerta, intentando evitar que cayeran las piedras disgregadas que aún había por encima. Uno detrás de otro, los dos hombres entraron en el templo. Más de la mitad del suelo de la nave estaba cubierto de cascotes y trozos de madera de los bancos. Una imagen de la Virgen yacía, decapitada, junto a la basa de una columna que también había cedido. Enfrente, por el contrario, el altar se mostraba casi intacto en medio de la destrucción. Anselmo siguió hacia dentro, en dirección a la sacristía, que había quedado en la zona más dañada. En el momento en que se disponía a saltar por encima de unos grandes fragmentos del muro, la voz de su compañero llamó su atención.

—¡Mira, Anselmo, las hostias!

El miliciano había abierto la dorada custodia y tomado del cáliz las sagradas formas. Con gesto grosero y displicente las arrojó al suelo y las pisoteó con su bota.

—Me cago en Dios y en todos los que creen en él.

Anselmo notó un escalofrío en la espada. Los primeros cristianos llegaron a morir en el circo de Roma, devorados por las fieras, con entereza y sin renegar de su fe. Y allí estaba ahora él, en una situación incomparablemente menos terrible, sin el valor necesario para confesar sus auténticas creencias. Un solo tiro en la sien o la boca, y sería libre de todo aquello. Pero entonces condenaría su alma. Aunque, si no lo hacía y seguía siendo un cobarde, también habría de condenarse para siempre en las llamas del infierno.

—Lo mismo digo, Robus, lo mismo digo…

Un pequeño salto, un paso más, y el piso cedió bajo sus pies. Sin tiempo de reaccionar, de asirse a algún lado para evitar la caída, Anselmo desapareció ante la mirada de asombro de su compañero y entre una densa polvareda. Se escuchó un fuerte golpe y luego el silencio absoluto.

—¡Anselmo, Anselmo, ¿me oyes?! —gritaba el miliciano desde arriba. Estaba junto al negro hoyo por el que el guardia había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.

No hubo respuesta. El miliciano salió apresuradamente de la iglesia y dio la voz de alarma para que los otros vinieran a socorrerle. Al poco, todos se habían reunido de nuevo ante la fachada. El miliciano explicó lo sucedido y uno de los hombres, por orden de su jefe, corrió en busca de una soga al camión en que habían llegado a la zona. Los demás entraron y se aproximaron cuidadosamente al socavón.

—¡Anselmo! —gritó ahora el hombre al mando.

Un hilo de voz pareció distinguirse desde la negrura, una voz atenuada por la distancia y los sillares de piedra. Por cómo sonaba, cualquiera hubiera afirmado que emergía desde una sima de enorme profundidad.

—Estoy vivo…

El miliciano que había ido por la soga regresó con ella y se unió a los demás. El jefe ató su linterna a uno de sus extremos y la lanzó por el hueco. Desde arriba gritó:

—Coge la cuerda, Anselmo. Tranquilo, que te sacaremos de ahí. ¿Te has roto algo?

Unos segundos después, con el mismo tono de voz débil y lejano, Anselmo respondió:

—Sí, creo que tengo un brazo roto. Y me duelen mucho las rodillas, pero puedo moverlas.

Al ir soltando cuerda, los hombres se dieron cuenta de que el hoyo era realmente profundo. Al menos tenía ocho o diez metros de caída vertical. Desde arriba, a pesar de la ondulante luz de la linterna, no se distinguía gran cosa: solo un piso de bloques de piedra y muchos escombros desparramados. Era imposible alcanzar a ver los confines de la estancia subterránea.

Anselmo, sin embargo, a medida que la linterna descendía, y cuando fue capaz de prestar atención a algo más que sus heridas, tuvo la primera imagen de aquella sala que, en el subsuelo, cubría aparentemente la misma extensión que la planta de la ermita. Estaba circundada de estrechas columnas y repleta de mesas de madera, estanterías, armarios y arcones. Por la suciedad acumulada y las telas de araña, el guardia pensó que debía de hacer muchos años que nadie se había tomado la molestia de limpiar. O es que nadie había bajado allí desde Dios sabía cuándo.

El dolor de sus rodillas empezaba a remitir. No era más que una contusión. Una de las mesas había frenado su caída y atenuado el golpe. Logró dominar el dolor lacerante de su brazo roto y se levantó con gran esfuerzo. Al caer había rodado hacia un lateral, alejándose de la parte del suelo de la iglesia que había cedido cuando él la pisó. Con la mano de su brazo sano, tomó la linterna y dirigió el haz en torno a sí.

—Anselmo, hombre, ¿qué coño haces? Átate la soga por debajo de los sobacos —le mandó su jefe.

Pero Anselmo no lo escuchaba. Estaba tan excitado que las palpitaciones de su corazón y el bombeo acelerado de la sangre en sus venas casi le impedían oír cualquier sonido ajeno a su propio cuerpo. No podía dar crédito a lo que estaba viendo.