En el año 47 a.C., durante el asalto a la ciudad de Alejandría de las fuerzas leales a Tolomeo y contrarias a su hermana Cleopatra, y en presencia de Julio César, la gran biblioteca sufrió un terrible incendio en el que se quemaron miles de sus volúmenes; obras únicas e irrepetibles, el mayor compendio del saber antiguo jamás reunido. Libros de Aristóteles, de Demócrito y Protágoras, de Aristarco, de Parménides y Heráclito, de Pitágoras, de Diógenes… Y con ellos se perdió un conocimiento inimaginable, fruto de siglos de estudio; los saberes concebidos por las mentes más brillantes de la Antigüedad.
A lo largo de la historia, por orden de emperadores romanos o califas musulmanes, otras destrucciones diezmaron de nuevo los fondos de la biblioteca. Y las obras que pudieron salvarse cayeron pronto en el olvido, sepultadas bajo el humus del fanatismo religioso en la Edad Media. Pero es el más pútrido de los humus el que mejor puede alimentar al fuerte roble y hacerlo crecer vigoroso. La Escolástica conservó, protegidos y ocultos, algunos de aquellos textos mediante copias de superlativa ejecución: los códices iluminados, que devolverían al mundo, llegado el momento, una parte de su sabiduría perdida.
Entre los libros que se creyeron desaparecidos se hallaba uno muy extraño y enigmático, que contenía en sus últimas páginas un fragmento de escritura diferente a ninguna de las conocidas. Un libro del filósofo griego Platón, olvidado en el devenir de los siglos…