Cuando como con George, tengo buen cuidado de no pagar con una tarjeta de crédito, lo hago siempre en metálico, ya que eso le permite practicar su amistosa costumbre de quedarse con el cambio. Naturalmente, yo me encargo de que éste no sea excesivo, y dejo aparte una propina.
Esta vez, habíamos almorzado en el «Boathouse» y regresábamos a pie por Central Park. Era un día espléndido, un poco caluroso, así que nos sentamos a descansar en un banco situado a la sombra.
George contempló un pájaro que estaba posado sobre una rama, con los nerviosos movimientos típicos de los pájaros, y luego le siguió con la vista cuando emprendió el vuelo.
—Cuando yo era niño —dijo—, me irritaba que esos bichos pudieran surcar los aires, y yo, no.
—Supongo que todos los niños envidian a los pájaros —comenté yo—. Y los adultos también. Sin embargo, los seres humanos «pueden» volar, y pueden hacerlo con más rapidez y a más distancia que ningún pájaro. Mira ese avión que dio la vuelta al mundo en nueve días, sin escalas ni repostar. Ningún pájaro podría hacer eso.
—¿Qué pájaro querría hacerlo? —replicó George, con desprecio—. No estoy hablando de sentarse en una máquina que vuela, ni tampoco de balancearme colgado de un planeador. Eso son componendas técnicas. Yo me refiero a tener el control de todo: agitar suavemente los brazos y elevarse y moverse a voluntad.
—Quieres decir, verse libre de la gravedad —suspiré—. Una vez soñé eso, George. Una vez soñé que podía dar un salto en el aire y mantenerme allí con sólo mover los brazos y luego descender lenta e ingrávidamente. Por supuesto, yo sabía que eso era imposible, así que di por descontado que estaba soñando. Pero entonces, en mi sueño, parecí despertar y encontrarme en la cama. Salté de la cama y descubrí que «todavía» podía evolucionar libremente en el aire. Y como me parecía que había despertado, creí que en realidad podía hacerlo. Luego desperté «realmente» y me encontré con que seguía tan prisionero de la gravedad como siempre. Experimenté una intensa decepción, una aguda sensación de pérdida. Tardé días en recuperarme.
Y, casi inevitablemente, George dijo:
—Yo he conocido algo peor.
—¿Sí? Tuviste un sueño similar, ¿verdad? Sólo que más grande y mejor, ¿no?
—¡Sueños! Yo no me ocupo de sueños. Eso se lo dejo a los escritorzuelos de tres al cuarto como tú. Yo estoy hablando de la realidad.
—Quieres decir que estuviste volando realmente. ¿Debo creer que estuviste en una nave espacial en órbita?
—En una nave espacial, no. Aquí mismo, en la Tierra… Y no fui yo, sino mi amigo Baldur Anderson…, pero supongo que será mejor que te cuente la historia…
La mayoría de mis amigos —dijo George— son intelectuales y profesionales, como tal vez te consideres tú mismo, pero Baldur, no. Él era taxista, sin mucha instrucción, pero con un profundo respeto hacia la Ciencia. Pasamos juntos muchas veladas en nuestro bar favorito, bebiendo cerveza y hablando del «big bang», de las leyes de la termodinámica, de la ingeniería genética y otras cosas por el estilo. Siempre se sentía muy agradecido a mí por el hecho de que le explicara estas arcanas materias, e insistía, pese a mis protestas, como puedes suponer, en pagar la cuenta.
Tan sólo había un aspecto desagradable en su personalidad: era un incrédulo. No me refiero al incrédulo filosófico que rechaza un aspecto de lo sobrenatural, se afilia a alguna organización humanista secular y se expresa con sumo cuidado en un lenguaje que nadie entiende por medio de artículos publicados en revistas que nadie lee. ¿Qué mal hay en eso?
Quiero decir que Baldur era lo que en los viejos tiempos se habría llamado el ateo del pueblo. Entablaba discusiones en el bar con personas tan ignorantes en estas cuestiones como él, y las desarrollaban con voces destempladas y lenguaje chabacano. No era un intercambio de sutiles razonamientos. La discusión típica venía a ser algo así:
—Bueno, ya que eres tan listo, cabeza de chorlito —decía Baldur—, dime dónde encontró Caín a su mujer.
—¿Y a ti qué te importa? —replicaba su adversario.
—Porque, según la Biblia, Eva era la única mujer que vivía en aquel tiempo —continuaba él.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo dice la Biblia.
—Eso no es verdad. Enséñame dónde dice: «En aquel tiempo, Eva era la única tía en toda la Tierra».
—Se sobrentiende.
—Claro, se sobrentiende, porque tú lo digas.
—¿Ah, sí?
—¡Sí!
—Baldur —le decía—, no hay por qué discutir sobre cuestiones de fe. No se resuelve nada, y sólo se crean desavenencias.
Baldur replicaba con beligerancia.
—Yo tengo el derecho constitucional a no tragarme esas paparruchas, y a expresarlo así.
—Naturalmente, pero un día de éstos uno de los caballeros aquí presentes que están consumiendo brebajes alcohólicos podría soltarte un puñetazo antes de pararse a recordar la Constitución.
—Se supone que esos tipos ponen la otra mejilla —dijo Baldur—. También lo dice la Biblia: «No os alborotéis por el mal. Dejadlo pasar».
—Podrían olvidarlo.
—No me importa. Sé defenderme.
Y era cierto, pues se trataba de un hombre corpulento y musculoso, con una nariz que parecía como si hubiese detenido muchos puñetazos y unos puños que daban la impresión de haber ejercitado ejemplar venganza por tales actos.
—Estoy seguro de ello —dije—, pero en las discusiones sobre religión sueles estar solo frente a varias personas. Una docena de individuos, actuando de común acuerdo, podrían muy bien reducirte a algo semejante a una pulpa informe. Además —añadí—, supón que ganas una discusión sobre una determinada cuestión religiosa, en ese caso podrías hacer que uno de estos caballeros perdiera su fe. ¿Crees realmente que debes ser responsable de una pérdida semejante?
Baldur pareció turbarse, pues era hombre de buen corazón.
—Yo nunca digo nada —replicó— sobre partes realmente delicadas de la religión. Yo hablo acerca de Caín, y de que Jonás no pudo vivir tres días dentro de ninguna ballena, y de lo de andar sobre el agua. Pero no digo nada «realmente» grave. Nunca digo nada contra Santa Claus, ¿no? Escucha, una vez le oí a un tipo decir a voces que Santa Claus sólo tenía ocho renos y que no había ningún Rudolph, el reno de nariz roja que tira siempre del trineo. Y le dije: «¿Quieres hacer desdichados a los críos?», y le arreé un guantazo. Y tampoco dejo que nadie diga nada contra el Muñeco de Nieve.
Naturalmente, tanta sensibilidad me conmovió.
—¿Cómo es que llegaste a esta situación, Baldur? —le pregunté—. ¿Qué fue lo que te convirtió en tan furibundo incrédulo?
—Los ángeles —dijo, frunciendo el ceño.
—¿Los ángeles?
—Sí. Cuando era niño, veía cuadros de ángeles. ¿Tú habrás visto alguna vez cuadros de ángeles?
—Naturalmente.
—Tenían alas. Tenían brazos, piernas y en la espalda grandes alas. De niño, yo solía leer libros de Ciencia, y esos libros decían que todo animal con columna vertebral tenía cuatro miembros: cuatro aletas, cuatro patas, dos patas y dos brazos, o dos patas y dos alas. A veces, desaparecían las dos patas traseras, como en el caso de las ballenas, o las dos patas delanteras, como en los apteryx[7], o las cuatro patas, como en las serpientes. Sin embargo, ninguno podía tener más de cuatro. Así que, ¿cómo es que los ángeles tienen seis miembros, dos piernas, dos brazos y dos alas? Tienen columna vertebral, ¿no? No son insectos. Le pregunté a mi madre cómo era eso, y me dijo que cerrara el pico. Yo entonces pensaba muchas cosas de ésas.
—En realidad, Baldur, no puedes tomar al pie de la letra esas representaciones de los ángeles —dije—. Esas alas son simbólicas. Indican, simplemente, la velocidad con que los ángeles se mueven de un sitio a otro.
—¡Oh!, ¿sí? —exclamó Baldur—. Pregúntales a esos tipos que leen la Biblia si los ángeles tienen alas. «Ellos» creen que sí. Son demasiado estúpidos para entender lo de los seis miembros. Todo el asunto es estúpido. Además, me fastidia lo de los ángeles. Si ellos vuelan, ¿por qué no puedo volar «yo»? No es justo.
Su labio inferior se proyectó hacia delante, y pareció a punto de echarse a llorar. Sentí que se me ablandaba el corazón y traté de encontrar alguna forma de consolarle.
—Si es eso, Baldur —dije—, cuando mueras y vayas al cielo, tendrás alas, un aureola, y un arpa, y entonces podrás volar tú también.
—¿Tú crees esa basura, George?
—Bueno, no exactamente, pero sería reconfortante creerlo. ¿Por qué no lo intentas?
—No pienso hacerlo, porque no es científico. Toda mi vida he deseado volar…, personalmente, sólo yo y mis brazos. Imagino que tiene que haber alguna forma de que pueda volar solo, aquí en la Tierra.
Yo seguía queriendo consolarle, así que, después de haber rebasado quizás en media copa mi limite de abstinencia, dije de manera imprudente:
—Estoy seguro de que hay una forma.
Sus ojos reflejaban reproche, y estaban ligeramente inyectados en sangre.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo—. ¿Te estás burlando de un sincero deseo de infancia?
—No, no —respondí, y de pronto me di cuenta de que se había tomado, quizás, una docena de copas de más y que su puño derecho se estaba crispando de una manera sumamente ominosa—. ¿Me burlaría yo de un sincero deseo de infancia? ¿Ni, incluso, de una obsesión de adulto? Lo que pasa es que conozco… a un científico que tal vez sepa la forma de hacerlo.
Todavía parecía beligerante hacia mí.
—Pregúntaselo —dijo—, y luego dime qué te responde. No me gustan las personas que se burlan de mí. No está bien. Yo no me burlo de ti, ¿no? Ni tampoco menciono el hecho de que nunca pagas una cuenta, ¿verdad?
Eso era pisar terreno peligroso. Apresurado, dije:
—Voy a consultar a mi amigo. No te preocupes. Yo lo arreglaré todo.
En resumidas cuentas, pensaba que más me valía hacerlo. No quería perder mi suministro de bebidas gratis, y menos aún quería convertirme en objeto del resentimiento de Baldur. Él no creía en las admoniciones bíblicas de ama a tus enemigos, bendice a quien te maldice y haz el bien a quien te odia. Baldur creía en arrearles un guantazo.
Así, pues, consulté con mi ultraterreno amigo Azazel. ¿Te he dicho alguna vez que tengo…? ¿Sí? Bueno, pues consulté con él.
Como de costumbre, Azazel estaba de un humor terrible cuando le hice venir junto a mí.
Tenía la cola torcida en insólito ángulo, y cuando le pregunté sobre el particular, prorrumpió en un torrente de estridentes comentarios acerca de mis antepasados…, asuntos con respecto a los cuales era imposible que supiera nada.
Deduje que, accidentalmente, le habían pisado. Es un ser muy pequeño, de unos dos centímetros de estatura desde la base de la cola hasta la parte superior de la cabeza, y sospecho que aun en su propio mundo ha de estar siempre bajo los demás. Ciertamente, en esta ocasión había estado debajo de alguien, y la humillación de haber sido demasiado pequeño como para que hubiera sido advertida su presencia le había enfurecido.
Con tono apaciguador, le dije:
—Si tuvieras la capacidad de volar, oh «Poderoso a quien el Universo entero rinde homenaje», no te verías expuesto a las torpezas de los abyectos patanes.
Esto pareció levantarle el ánimo. Repitió para sus adentros la frase final con un murmullo, como si la estuviera reteniendo en la memoria para un futuro uso. A continuación dijo:
—Yo «puedo» volar, oh «Masa horrible de despreciable carne», y habría volado si me hubiera tomado la molestia de advertir la presencia del individuo de clase baja que, en su torpeza, cayó contra mí… De todos modos, ¿qué es lo que quieres? —preguntó finalmente con un gruñido, aunque el agudo timbre de su vocecilla hizo que más bien sonara como un zumbido.
—Aunque tú puedas volar, oh «Sublime», hay personas en mi mundo que no pueden —dije con voz suave.
—En tu mundo no hay personas que «puedan». Son tan toscos, abotagados y torpes como otros tantos shalidraconiconios. Si supieras algo de aerodinámica, miserable insecto, sabrías…
—Me inclino ante tu superior conocimiento, oh «Tú el más sabio de los sabios», pero se me había ocurrido que podrías preparar un poco de antigravedad.
—¿Antigravedad? ¿Sabes cómo…?
—«Mente colosal» —dije—, ¿puedo recordarte que ya lo has hecho antes?[8]
—Aquello, según recuerdo, fue sólo para un tratamiento parcial —dijo Azazel—. Apenas lo suficiente para permitir a una persona desplazarse sobre las crestas de los montones de agua helada que tenéis en vuestro horrible mundo. Según entiendo, ahora me pides algo más extremo.
—Sí, tengo un amigo al que le gustaría volar.
—Tienes amigos bastante extraños.
Se sentó sobre la cola, como hacía a menudo cuando quería pensar, y dio un salto al tiempo que emitía un agudo grito de dolor, pues había olvidado el estado contusionado de su extremidad caudal.
Le soplé en la cola, y eso pareció ayudarle y aliviarle.
—Será preciso un aparato antigravedad —dijo—, que, naturalmente, puedo conseguir para ti, así como la completa cooperación del sistema nervioso autónomo de tu amigo, suponiendo que lo tenga.
—Creo que lo tiene —dije—, pero ¿cómo puede hacer que coopere?
Azazel titubeó.
—Supongo que eso equivale a que debe «creer» que puede volar.
Dos días después, visité a Baldur en su modesto apartamento. Le mostré el aparato y dije:
—Toma.
No era un aparato espectacular. Tenía el tamaño y la forma de una nuez, y si uno se lo acercaba al oído, se oía un leve zumbido. No sabría decir cuál era la fuente energética, pero Azazel me aseguró que no se agotaría.
También dijo que debía permanecer en contacto con la piel del volador, así que había hecho que lo pusieran en una cadenita, convirtiéndolo en un medallón.
—Toma —repetí, mientras Baldur retrocedía suspicazmente—. Ponte la cadena alrededor del cuello y llévalo bajo la camisa. En caso de que tengas camiseta, póntelo debajo.
—¿Qué es, George? —preguntó.
—Es un aparato antigravedad, Baldur. El último grito. Muy científico y muy secreto. No debes hablar nunca de él a nadie. Alargó la mano para cogerlo.
—¿Estás seguro? ¿Te dio esto tu amigo?
Asentí con la cabeza.
—Póntelo.
Con ademanes vacilantes, se lo pasó por la cabeza y, con un poco de ánimo por mi parte, se desabrochó la camisa, lo dejó caer bajo la camiseta y volvió a abrocharse.
—¿Y ahora qué? —dijo.
—Ahora, agita los brazos y volarás.
Agitó los brazos, y no sucedió nada. Sus cejas se juntaron amenazadoramente sobre sus pequeños ojos.
—¿Te estás burlando de mí?
—No. Tienes que «creer» que vas a volar. ¿Has visto Peter Pan, la película de Walt Disney? Te tienes que decir a ti mismo: «Puedo volar, puedo volar, puedo volar».
—Ellos se echaban una especie de polvos.
—Eso no es científico. Lo que tú llevas es científico. Te tienes que decir a ti mismo que puedes volar.
Baldur me dirigió una larga y severa mirada, y debo decirte que, aunque soy valiente como un león, me sentí un poco inquieto.
—Hace falta un poco de tiempo, Baldur —le dije—. Tienes que aprender a hacerlo.
Aún me miraba, pero agitó vigorosamente los brazos y dijo:
—Puedo volar. Puedo volar. Puedo volar.
No sucedió nada.
—¡Salta! —dije—. Coge un poco de impulso.
Nervioso, me preguntaba si Azazel habría sabido esta vez lo que hacía.
Baldur, mirándome todavía con fiereza y agitando los brazos, dio un salto. Se elevó unos treinta centímetros en el aire, permaneció allí mientras yo contaba hasta tres y, luego, descendió lentamente.
—Eh —dijo de manera elocuente.
—Eh —respondí yo, con considerable sorpresa.
—He flotado ahí.
—Y muy airosamente —le señalé—. Sí. Oye, «puedo» volar. Probemos otra vez.
Lo hizo, y su pelo dejó una visible mancha de grasa en el lugar en donde tocó el techo. Bajó frotándose la cabeza.
—Sólo puedes subir unos dos metros, ya sabes —dije.
—Aquí dentro, sí. Vamos fuera.
—¿Estás loco? ¿No querrás que la gente sepa que puedes volar? Te quitarían el aparato antigravedad para que los científicos pudieran estudiarlo, y nunca podrías volver a volar. Mi amigo es el único que lo conoce, y es secreto.
—Bueno, ¿qué voy a hacer?
—Disfruta volando por la habitación.
—Eso no es mucho.
—¿Que no es mucho? ¿Cuánto podías volar hace cinco minutos?
Mi poderosa lógica, como de costumbre, fue convincente.
Debo reconocer que, mientras le veía evolucionar libre y graciosamente en el aire un tanto viciado de los limitados confines de su no muy grande cuarto de estar, experimenté un fuerte impulso a probarlo por mí mismo. Sin embargo, no estaba seguro de que él me cediera el aparato de gravedad y, lo que es más, tenía la fuerte sospecha de que conmigo no funcionaría.
Azazel se niega siempre, por lo que él llama motivos éticos, a hacer nada directamente para mí. Sus dádivas, dice con su estúpida forma de hablar, están destinadas únicamente a beneficiar a otros. Ojalá no pensara así, y ojalá no pensaran así tampoco los otros. Nunca he podido persuadir a los beneficiarios de mi beneficencia para que me enriquecieran de forma perceptible.
Finalmente, Baldur descendió hasta posarse en una de sus sillas y dijo con tono complacido:
—¿Quieres decir que puedo hacer esto porque creo?
—Exactamente —respondí—. Es un vuelo de fantasía.
Me gustó la expresión, pero Baldur es sordo para el ingenio, si se me permite inventar el término.
—Mira, George —dijo—, es mucho mejor creer en la Ciencia que en el cielo y en toda esa basura sobre alas de ángeles.
—Indudablemente —dije—. ¿Lo dejamos ahora para cenar y tomar luego unas copas?
—Encantado —respondió, y pasamos una velada excelente.
No obstante, las cosas no marchaban bien. Una profunda melancolía pareció tender su velo sobre Baldur. Dejó de acudir a los lugares que hasta entonces había frecuentado y encontró nuevos establecimientos de bebidas.
No me importaba. Los nuevos lugares eran un calco de los antiguos, y por lo general servían unos martinis secos excelentes. Pero yo sentía curiosidad, y le pregunté sobre el particular.
—Ya no puedo discutir con esos imbéciles —dijo sombríamente Baldur—. Me dan ganas de decirles que puedo volar como un ángel, pero ¿qué van a hacer, adorarme? ¿Y me creerían? Ellos se tragan toda esa morralla de serpientes que hablan y tías que se convierten en estatuas de sal…, cuentos de hadas, nada más que cuentos de hadas. Sin embargo, «a mí» no me creerían; ni por lo más remoto. Así que tengo que mantenerme apartado de ellos. Hasta la Biblia dice: «No frecuentes la compañía de necios, ni te sientes en el asiento de los desdeñosos».
Y periódicamente exclamaba:
—No puedo hacerlo sólo en mi apartamento. No hay «sitio». No lo saboreo. Tengo que hacerlo al aire libre. Tengo que elevarme en el firmamento y evolucionar de un lado a otro.
—Te verán.
—Puedo hacerlo de noche.
—Entonces, te estrellarás contra una montaña y te matarás.
—No, si subo muy alto.
—¿Y qué verás de noche? Daría lo mismo que estuvieses volando por tu habitación.
—Encontraré un lugar donde no haya gente —dijo.
—¿«Dónde» no hay gente en estos tiempos? —pregunté.
Mi poderosa lógica vencía siempre, pero él se iba sintiendo cada vez más desdichado y, por último, pasé varios días sin verle. No estaba en casa. La compañía de taxis para la que trabajaba dijo que se había tomado dos semanas de vacaciones, y no, no sabían dónde se encontraba. No es que me importase quedarme sin su hospitalidad —al menos, no me importaba demasiado—, pero me preocupaba lo que pudiera estar haciendo con toda aquella locura de volar por los aires.
Finalmente lo averigüé cuando regresó a su apartamento y me telefoneó. Apenas si reconocí su cascada voz, y, naturalmente, me apresuré a acudir a su lado cuando comentó que me necesitaba con urgencia.
Se hallaba en su habitación, abatido y desconsolado.
—George —dijo—, nunca debí hacerlo.
—¿Hacer qué, Baldur?
—¿Recuerdas que te dije que quería encontrar un lugar en el que no hubiera gente?
—Lo recuerdo.
—Pues se me ocurrió una idea. Me tomé unos días de vacaciones cuando las predicciones meteorológicas anunciaron que habría una serie de días claros y soleados, y alquilé un avión. Fui a uno de esos aeropuertos en los que se puede dar un paseo si lo pagas…, igual que un taxi, sólo que volando.
—Lo sé, lo sé —dije.
—Le indiqué al fulano que se dirigiera a los suburbios y sobrevolara las zonas rurales, que quería ver el paisaje. Lo que iba a hacer era buscar lugares realmente vacíos, y cuando encontrase uno, preguntaría qué era, con el fin de ir allí algún fin de semana y volar como realmente lo he querido hacer toda mi vida.
—Baldur —dije—, no se puede distinguir desde el aire. Desde allá arriba, un lugar puede parecer vacío y, sin embargo, estar lleno de gente.
—De nada sirve que me digas eso «ahora» —respondió amargamente.
Hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
—Era uno de esos aviones antiguos. Carlinga descubierta delante y asiento para pasajero, también, descubierto, detrás; yo me asomo para poder ver el suelo y cerciorarme de que no hay carreteras, ni automóviles, ni granjas. Me suelto el cinturón de seguridad para ver mejor…, como puedo volar, no me da miedo estar a mucha altura, en el aire. Sólo que me inclino al asomarme, y el piloto, que no sabe lo que estoy haciendo, efectúa un viraje, como consecuencia, el avión se ladea en la dirección que yo estoy mirando, y antes de que me pueda agarrar a algo, caigo al vacío.
—Santo cielo —exclamé.
Baldur tenía una lata de cerveza a su lado, e hizo una pausa para beber con ansiedad. Se secó los labios con el dorso de la mano y dijo:
—George, ¿te has caído alguna vez de un avión sin paracaídas?
—No —respondí—. Ahora que lo pienso, creo que nunca he hecho eso.
—Bueno, pues pruébalo un día —dijo Baldur—. Es una sensación extraña. A mí me cogió totalmente por sorpresa. Durante un rato no pude entender lo que ocurría, únicamente había aire por todas partes, y el suelo estaba dando vueltas y ascendía, luego pasaba por encima de mi cabeza y alrededor de mí, y yo me decía: «¿Qué diablos está pasando?». Y al cabo de cierto tiempo, noto un fuerte viento que sopla cada vez con más intensidad, sólo que no puedo decir exactamente desde qué dirección. Y entonces me doy cuenta de que estoy cayendo. Me digo a mí mismo: «Eh, que estoy cayendo». Y, nada más decirlo, veo que así es, y el suelo parece que está abajo y yo avanzo rápidamente hacia él, y sé que voy a estrellarme y que taparme los ojos no va a servir de nada.
»Lo creas o no, George, durante todo ese tiempo no he pensado ni un momento que podía volar. Estaba demasiado sorprendido. Podría haberme matado. Pero entonces, cuando ya casi he llegado al suelo, lo recuerdo, y me digo a mí mismo: “¡Puedo volar! ¡Puedo volar!”. Fue como patinar en el aire, como si el aire se convirtiese en una gran banda de goma que estuviera tirando de mí hacia arriba, de modo que mi velocidad de caída comienza a disminuir, y cuando llego a la altura de las copas de los árboles, ya voy realmente despacio y pienso: “Quizá sea éste el momento indicado para ponerme a evolucionar por el aire”. Sin embargo, me siento cansado, y queda muy poca distancia hasta el suelo, así que me enderezo, disminuyo un poco más la velocidad y aterrizo sobre los pies con un ligerísimo golpe.
»Y, desde luego, tienes razón, George. Todo parecía vacío cuando yo estaba arriba, pero una vez en el suelo, había toda una muchedumbre congregada a mi alrededor, y cerca había una especie de iglesia con una torre…, que supongo que yo no había distinguido desde arriba por causa de los árboles.
Baldur cerró los ojos, y durante unos momentos se limitó a respirar con dificultad.
—¿Qué ocurrió, Baldur? —pregunté por fin.
—Nunca lo adivinarías —dijo.
—No quiero adivinarlo —repuse—. Dímelo tú.
Abrió los ojos y dijo:
—Todos habían salido de la iglesia, alguna iglesia de creyentes en la Biblia, y uno de ellos cae de rodillas, levanta los brazos y grita: «¡Milagro! ¡Milagro!», y el resto hace lo mismo. Nunca has oído semejante estruendo. Y aparece un fulano, un tipo bajo y gordo, y dice: «Soy médico. Dígame qué ha sucedido». A mí no se me ocurre nada. Quiero decir que, ¿cómo puede uno explicar que ha bajado del cielo? No tardarán en proclamar que soy un ángel. Así que digo la verdad: «Me he caído accidentalmente de un avión». Y todos empiezan a gritar: «¡Milagro! ¡Milagro!».
»El médico pregunta: “¿Tenía usted paracaídas?”. Cómo voy a decir que tenía paracaídas, cuando no hay ninguno junto a mí, así que respondo: “No”. Y luego añade: “Se le ha visto a usted caer y, posteriormente, reducir la velocidad y aterrizar suavemente”. Y otro tipo, que resultó ser el predicador de la iglesia, dice: “Ha sido la mano de Dios que le ha sostenido”.
»Bueno, yo, como no puedo aguantar eso, le aclaro: “No. Ha sido un aparato antigravedad que tengo”. Y el médico me pregunta: “¿Un qué?”. “Un aparato antigravedad”, respondo. Y se echa a reír y exclama: “Yo, en su lugar, preferiría la mano de Dios”, como si yo hubiera dicho un chiste.
»Para entonces, el piloto ya ha aterrizado y se ha acercado al grupo, está blanco como el papel: “No ha sido culpa mía. El maldito imbécil se desabrochó el cinturón de seguridad”. Y me ve allí, de pie, y casi se desmaya: “¿Cómo ha llegado aquí? Usted no tenía paracaídas”. Y todo el mundo empieza a cantar una especie de salmo o algo así, y el predicador coge de la mano al piloto y le dice que ha sido la mano de Dios y que yo he sido salvado porque estoy destinado a realizar alguna gran obra en el mundo y cómo todos los miembros de su congregación que se hallaban presentes estaban más seguros que nunca de que Dios estaba en su trono y continuaba realizando sus buenas obras, y toda clase de cosas por el estilo.
»Incluso me hizo a mí pensar en ello, en que yo había sido salvado para algo grande. Luego vinieron unos periodistas y varios médicos más, no sé quién los había llamado; me estuvieron haciendo preguntas hasta que creí que me iba a volver loco; sin embargo, los médicos les interrumpieron y me llevaron a un hospital para hacerme un reconocimiento.
Al oírlo, quedé estupefacto.
—¿Te llevaron realmente a un hospital?
—No me dejaron solo ni un minuto. El periódico local me sacó en primera plana, y vino un científico de Rutgers o de no sé dónde y no paraba de hacerme preguntas. Yo dije que tenía ese aparato antigravedad, y él se echó a reír. Le pregunté: «Entonces, ¿usted cree que fue un milagro? ¿Usted? ¿Un científico?». Y él respondió: «Hay muchos científicos que creen en Dios, pero no hay un solo científico que crea posible la antigravedad». A continuación dijo: «Pero enséñeme cómo funciona, señor Anderson, y tal vez cambie de opinión». Y, naturalmente, no pude hacerlo funcionar, y sigo sin poder hacerlo.
Para mi horror, Baldur se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.
—No te apures, Baldur —le dije—. «Tiene» que funcionar.
Meneó la cabeza y dijo con voz apagada:
—No. Sólo funciona si yo creo, y ya no creo. Todo el mundo dice que es un milagro. Nadie cree en la antigravedad. Sencillamente, se ríen de mí, y el científico dijo que el objeto era tan sólo un trozo de metal, sin ninguna fuente de energía ni ningún control, y que la antigravedad era imposible según Einstein, el tipo de la relatividad. Debía haberte hecho caso, George. Ahora ya no volveré a volar nunca, porque he perdido la fe. Quizá nunca fue la antigravedad y todo fue obra de Dios, actuando a través de ti por alguna razón. Estoy empezando a creer en Dios, y he perdido la fe.
Pobrecillo. Nunca más volvió a volar. Me devolvió el aparato, y yo se lo entregué a Azazel.
Finalmente, Baldur abandonó su empleo, volvió a aquella iglesia en cuyas proximidades había caído y ahora trabaja allí como diácono. Le atienden muy solícitamente porque creen que la mano de Dios estuvo sobre él.
Miré fijamente a George, pero su rostro, como siempre que me hablaba de Azazel, tenía una expresión de absoluta sinceridad.
—George, ¿ha sucedido eso recientemente? —le pregunté.
—El año pasado.
—¿Con todo ese alboroto del milagro, los periodistas y los titulares en los periódicos y todo lo demás?
—En efecto.
—Bien, ¿puedes explicarme, entonces, cómo es que nunca he visto nada acerca de ello en los periódicos?
George metió la mano en el bolsillo y extrajo los cinco dólares y ochenta y dos centavos correspondientes al cambio que él había recogido cuidadosamente después de que yo hubiera pagado la comida con un billete de veinte dólares y otro de diez. Separó el billete y dijo:
—Cinco dólares a que puedo explicarlo.
—Cinco dólares a que no puedes —repliqué al instante, sin vacilar.
—Tú solamente lees el New York Times, ¿verdad? —preguntó.
—Verdad —respondí.
—Y el New York Times, con la debida consideración a los que estima sus intelectuales lectores, coloca todas las noticias de milagros en la página 31, en algún oscuro lugar junto a los anuncios de bikinis, ¿no?
—Posiblemente, pero ¿qué te hace pensar que yo no lo vería, aunque fuese un artículo pequeño y poco destacado?
—Porque —concluyó triunfalmente George— sabido es que, aparte de algunos titulares sensacionalistas, tú no lees nada en el periódico. Tú hojeas el New York Times sólo para ver si tu nombre aparece mencionado en alguna parte.
Reflexioné durante unos momentos y dejé que se llevara los otros cinco dólares. Lo que decía no era verdad, pero sé que, probablemente, es la opinión general, así que decidí que de nada servía discutir.