George y yo estábamos sentados en un banco del paseo que se extendía a la orilla del mar y contemplábamos la inmensa playa y el bravo mar que se divisaba en la distancia. Yo estaba inmerso en el inocente placer que supone observar a las jovencitas con sus bikinis, y preguntándome qué es lo que ellas pueden obtener de las bellezas de esta vida que no sea como mucho la mitad de lo que ellas contribuyen con su belleza.
Conociendo a George como lo conocía, sospechaba que con bastante seguridad sus propios pensamientos debían ser considerablemente menos estéticos y generosos que los míos. Estaba seguro de que sus pensamientos estarían centrados en los aspectos más provechosos de aquellas mismas jovencitas.
Me llevé, por tanto, una sorpresa, cuando le oí decirme:
—Viejo amigo, henos aquí sentados, pendientes de las bellezas de la Naturaleza en la forma de la divina apariencia femenina…, por inventar una frase… Y, sin embargo, seguramente la verdadera belleza no es, y no puede ser, tan manifiestamente evidente. Después de todo, la verdadera belleza, al ser tan apreciada, ¿debe mantenerse oculta a los ojos de los observadores triviales? ¿Había pensado en eso alguna vez?
—No —repliqué—. Nunca había pensado en ello y, ahora que lo menciona, sigo sin hacerlo. Es más, tampoco creo que usted haya pensado alguna vez eso.
George suspiró.
—Charlar con usted, viejo amigo, es como nadar en melaza… Poca compensación para un esfuerzo tan grande. He observado cómo contemplaba a aquella alta diosa que se ve ahí, esa cuyas finas tiras de tejido no sirven para ocultar el reducido espacio que pretenden cubrir. Seguramente usted considera que lo que ella exhibe son frivolidades.
—Nunca he pedido mucho de la vida —repuse de una forma humilde—. Me sentiría satisfecho con frivolidades de ese tipo.
—Piense cuánto más bella sería una mujer joven…, incluso una mujer muy poco atractiva a los indoctos ojos de alguien como usted…, si ésta poseyera las eternas glorias de bondad, abnegación, buen humor, sumisa laboriosidad y dedicación a los demás, todas las virtudes, en resumen, que reflejan el encanto y la aureola de una mujer.
—Lo que estoy pensando, George —dije—, es que usted debe estar borracho. ¿Qué demonios sabe posiblemente usted acerca de virtudes como ésas?
—Me son completamente familiares —siguió George arrogantemente—, porque las practico asiduamente y al completo.
—Sin duda alguna —convine—, sólo en la intimidad de su habitación y en la oscuridad.
—Dejando a un lado su vulgar comentario —dijo George—, debo decir que, aunque no hubiera tenido un conocimiento personal de esas virtudes, he sabido de ellas a través de mi relación con una señora joven, llamada Melisande Ott, de soltera Melisande Renn, y conocida por su querido esposo, Octavius Ott, como Maggie. También yo la conocía por Maggie, ya que era la hija de un amigo mío muy querido. ¡Ay!, ya fallecido, por lo que ésta siempre me consideró como su tío George.
Debo admitir que yo, en parte e igual que usted, aprecio las sutiles cualidades de lo que usted llama «frivolidades». Sí, viejo amigo, ya sé que yo utilicé el término primero, pero no iremos a ninguna parte si continúa interrumpiéndome constantemente con trivialidades.
Porque debido a la pequeña debilidad en mí existente, debo también admitir que cuando, demostrando una excesiva alegría por verme, corría dando gritos a abrazarme, el placer que yo sentía al ocurrir esto no era tanto como hubiera sido en realidad si ella hubiera estado más generosamente proporcionada. Era muy delgada y sus huesos eran terriblemente prominentes. Tenía la nariz grande, un mentón débil, su pelo era lacio y de color pardusco y sus ojos tenían un indefinible color entre gris y verde. Sus pómulos eran anchos y marcados, lo que le hacía parecerse a una ardilla que acabara de completar una buena colección de nueces y granos. En resumen, no era el tipo de mujer que al aparecer en escena hubiera hecho que ninguno de los jóvenes presentes en la sala hubiera comenzado a acelerar su respiración ni a esforzarse por acercarse a ella.
Pero tenía un buen corazón. Sobrellevaba con su melancólica sonrisa las situaciones en que los jóvenes de su edad, tras haberles sido presentada, dejaban traslucir su repentino desagrado. Servía de dama de honor a todas sus amigas a medida que se casaban, correspondiendo siempre con una serie de dulces y melancólicas sonrisas. También sirvió como madrina para innumerables niños e hizo de niñera para otros, pues era tan diestra en dar el biberón como jamás nadie lo ha sido.
Llevaba sopa caliente a los pobres que se lo merecían…, y también a los que no se lo merecían, aunque hubo alguien que dijo que eran precisamente estos últimos los que más se merecían aquella visita larga y molesta. Realizaba diversos servicios en la iglesia de su barrio y en diversas ocasiones… Una vez lo hacía por ella misma y otras por cada una de sus amigas que preferían los brillos pecaminosos de las salas de cine al servicio desinteresado. Daba clases en la escuela dominical y divertía a los niños haciendo (ellos así lo creían) muecas con su rostro. Frecuentemente los reunía para leerles los Diez Mandamientos. (Evitaba leerles el que se refería al adulterio porque la experiencia le había enseñado que ello implicaba invariablemente el que le hicieran una serie de preguntas inconvenientes). También se prestaba como voluntaria para atender los servicios de la biblioteca del barrio.
Naturalmente ya había perdido toda esperanza de casarse desde que tenía, aproximadamente, cuatro años. Incluso ya a la edad de diez años, le había parecido un sueño totalmente imposible la posibilidad de tener una eventual cita con un miembro del sexo opuesto.
Muchas veces me había dicho:
—No me considero desdichada, tío George. El mundo de los hombres me está vedado, sí, siempre lo ha estado excepto en lo que se refiere a usted mismo y a la memoria del pobre papá, pero existe mucha y auténtica felicidad en hacer el bien.
Entonces comenzó a visitar a los presos de la cárcel del Condado para buscar su arrepentimiento y tratar de convertirlos para que iniciaran trabajos dignos. Los días que ella debía ir a visitarlos, sólo había uno o dos de entre los presos más indolentes, que se prestaban al encierro incomunicado.
Pero entonces conoció a Octavius Ott, que acababa de incorporarse al vecindario y era un joven ingeniero electrónico con un puesto de responsabilidad en una empresa de energía eléctrica. Era un joven respetable, serio, trabajador, perseverante, valeroso, honesto y respetuoso… Pero no era precisamente lo que usted o yo llamaríamos un hombre atractivo. De hecho, y sin querer insistir en el tema, nadie a lo largo de la historia lo hubiera catalogado como un hombre guapo.
Tenía grandes entradas en su cabello… O, por decirlo más exactamente, era medio calvo. Tenía una frente bulbosa, la nariz chata, los labios delgados, las orejas totalmente separadas de la cabeza y una prominente nuez que no acababa nunca de estar quieta. El poco pelo que tenía era de color de orín y sus brazos y su rostro estaban irregularmente salpicados por pecas.
Sucedió que yo estaba con Maggie cuando Octavius y ella se encontraron en la calle por primera vez. Ambos se hallaban igualmente desprevenidos y ambos se mostraron como un par de caballos asustadizos enfrentados de repente a una docena de payasos con doce espantosas pelucas, tocando doce silbatos. Por un momento, pensé que los dos, Maggie y Octavius, iban a ponerse de manos como los caballos y comenzarían a relinchar.
Pasó aquel primer momento, sin embargo, y los dos lograron superar con éxito aquel instante de pánico que habían experimentado. Ella no hizo sino colocar su mano en el corazón como si quisiera evitar con ello que se le escapara del pecho en busca de un lugar más oculto y seguro, mientras que él se enjugó la frente como para borrar un horrible recuerdo.
Yo había conocido a Octavius algunos días antes y por tanto pude presentarlos a los dos. Ambos tendieron sus manos tanteando, como si no tuvieran ningún deseo de añadir el sentido del tacto al de la vista. Algo después, por la tarde, Maggie rompió su silencio y me dijo:
—Qué hombre más raro parece ese señor Ott.
Yo respondí con esa original metáfora que tanto gusta a todos mis amigos:
—No debes juzgar a un libro por su cubierta, querida.
—Pero la cubierta existe, tío George —dijo con la mayor seriedad—, y todo debe tenerse en cuenta. Me atrevería a decir que la mujer joven media, frívola e insensible, tiene poco que hacer con el señor Ott. Por tanto, podría hacérsele un favor, mostrándole que no todas las mujeres jóvenes son totalmente desatentas, y que al menos una de éstas no se da la vuelta frente a un hombre por el mero hecho de que éste tenga un desgraciado parecido con…, con…
Hizo una pausa al no ocurrírsele con qué miembro del reino animal podía compararlo; por lo tanto, tuvo que acabar la frase, sin convicción, pero afectuosamente con un:
—A lo que quiera que se parezca. Debo ser amable con él.
No sé si Octavius tuvo o no un confidente sobre quien poder descargar sus pensamientos de igual manera que hizo Maggie. Probablemente no, porque pocos de nosotros, por no decir ninguno, tienen la ventaja de tener un tío George. Sin embargo, estoy bastante seguro, que, a juzgar por los acontecimientos posteriores, le vinieron a la cabeza el mismo tipo de pensamientos…, pero al revés, claro.
En cualquier caso, los dos se afanaron por ser amables el uno con el otro, con dudas y como tanteo al principio, con entusiasmo más tarde, y con vehemencia finalmente. Lo que empezó con casuales encuentros en la biblioteca, se convirtió después en visitas al zoológico, más tarde en salir alguna noche al cine o a bailar, para, finalmente, acabar con lo que únicamente puede ser definido, si se me permite la expresión, como… citas.
La gente empezó a esperar ver a uno cuando quiera que veía al otro, ya que se habían convertido en una pareja indisoluble. Algunas personas del vecindario se quejaban amargamente de que tener una doble dosis de Octavius y Maggie era más de lo que se esperaba que la vista humana podía soportar, y más de uno, entre los más desdeñosos y afectados, se compró gafas de sol. No quiero decir que compartiera totalmente aquellos extremados criterios, pero, sin embargo, había otras personas…, más tolerantes y quizá más razonables, que señalaban que, por alguna extraña coincidencia, los rasgos de uno de ellos eran justamente opuestos a los correspondientes al otro. El verlos a los dos juntos hacía que se introdujera un efecto de anulación mutua, de manera que verlos a los dos juntos era más soportable que ver a cada uno por separado. O al menos eso era lo que algunos afirmaban.
Finalmente, llegó el día en que Maggie explotó ante mí y me dijo:
—Tío George, Octavius es la luz de mi existencia y le da vida a la misma. Es leal, fuerte, sensato, firme y tenaz. Es un hombre encantador.
—Estoy seguro —dije— de que internamente, querida, él es todas esas cosas. Su apariencia externa sin embargo, es…
—Adorable —dijo ella leal, fuerte, sensata, firme y tenaz—. Tío George, él siente por mí lo mismo que yo por él y vamos a casarnos.
—¿Otto y tú? —dije con voz débil.
Una involuntaria imagen del posible resultado de tal matrimonio se paseó por delante de mis ojos y me puse muy pálido.
—Sí —dijo—. Me ha dicho que soy el sol de sus gozos y la luna de sus alegrías. Después añadió que yo representaba todas las estrellas de su felicidad. Es un hombre muy poético.
—Sí, parece que sí lo es —dije yo un tanto dudoso—. ¿Cuándo vais a casaros?
—Lo más pronto posible —dijo.
No pude hacer otra cosa más que rechinar mis dientes. Se hizo el anuncio de boda, se llevaron a cabo los preparativos, y se realizó el matrimonio siendo yo mismo el que condujo a la novia al altar. Todo el vecindario prestó atención al acontecimiento con incredulidad. Incluso el pastor permitió que pasara por su rostro un aire de sorpresa.
Tampoco nadie pareció contemplar con agrado a la joven pareja. A través de toda la ceremonia, el público asistente se quedó mirando fijamente a sus respectivas rodillas. Excepto el pastor. Éste mantuvo sus ojos fijados firmemente en el rosetón de la puerta principal. Algún tiempo después, yo dejé el vecindario, cogí un alojamiento en otra parte de la ciudad y perdí totalmente el contacto con Maggie. Once años más tarde, sin embargo, tuve ocasión de volver por allí por razones que tenían que ver con una inversión hecha en las eruditas investigaciones que un amigo estaba llevando a cabo sobre las cualidades de los caballos de carreras. Aproveché la oportunidad para visitar a Maggie, que tenía, entre otras bien escondidas cualidades, la de ser una excelente cocinera.
Llegué a la hora del almuerzo. Octavius estaba fuera, en el trabajo, pero eso no importaba. No soy un egoísta y me comí su ración aparte de la mía.
No pude evitar darme cuenta, sin embargo, que había una sombra de aflicción en el rostro de Maggie. Después de tomar el café, le dije:
—¿Eres desgraciada, Maggie? ¿No va bien tu matrimonio?
—¡Oh!, no, tío George —dijo con vehemencia—, nuestro matrimonio es una bendición del cielo. Pese a que seguimos sin tener hijos, estamos tan dedicados el uno al otro que apenas nos damos cuenta de la falta de los niños. Vivimos en un mar de perpetua felicidad y no tenemos nada más que pedir de este mundo.
—Ya veo —susurré entre dientes—; pero, entonces, ¿a qué es debida esa sombra de preocupación que me parece haber detectado en tu rostro?
Maggie vaciló, para luego explotar:
—¡Oh, tío George, es usted un hombre tan sensible! Sí, hay una cosa que se interpone en la rueda de mi felicidad.
—Y, ¿qué es eso?
—Mi aspecto.
—¿Tu aspecto? ¿Qué hay de malo en tu…?
Tragué saliva y me encontré imposibilitado de continuar la frase.
—No soy guapa —acabó Maggie, con el aire de querer comunicar un muy oculto secreto.
—¡Ah! —dije.
—Y me gustaría serlo…, por consideración a Octavius. Quiero ser hermosa sólo para él.
—¿Acaso se queja él de tu aspecto? —pregunté cauteloso.
—¿Octavius? Por supuesto que no. Sobrelleva su sufrimiento con digno silencio.
—Entonces, ¿cómo sabes que sufre?
—Mi corazón de mujer me lo dice.
—Pero, Maggie, Octavius tampoco él es…, bueno…, guapo.
—¿Cómo puede usted decir eso? —inquirió Maggie con indignación—. Es maravilloso.
—Quizá también él piensa que tú «eres» maravillosa.
—¡Oh, no! —dijo Maggie—. ¿Cómo podría él pensar eso?
—En fin, ¿acaso está interesado en otras mujeres?
—¡Tío George! —dijo Maggie indignada—. ¡Qué pensamiento tan infame! Me sorprende usted. Octavius no tiene ojos más que para mí.
—Entonces, ¿qué importancia tiene si tú eres guapa o no?
—Es «por él» —dijo—. ¡Oh, tío George, yo quiero ser hermosa para «él»!
Y, abalanzándose sobre mi regazo de la manera más inesperada y desagradable, humedeció la solapa de mi chaqueta con sus lágrimas. De hecho, antes de que Maggie terminara de llorar, la solapa quedó totalmente mojada.
Por aquellos tiempos, naturalmente, ya había conocido a Azazel, el extraterrestre de dos centímetros del que quizá ya le he hablado en alguna ocasión… Está bien, viejo amigo, no hace falta que murmure usted ad nauseam de esa forma tan arrogante. Cualquiera que escriba como usted hace, se sentiría molesto por sacar a colación la idea de asco fuera cual fuera el tema al que se refiriera.
De cualquier forma, llamé a Azazel.
Azazel estaba dormido cuando llegué. Tenía un saco de una especie de material de color verde cubriendo su diminuta cabeza, y sólo el apagado sonido de un agudo soprano chirriando en su interior daba pruebas de que estaba vivo. Eso, y el hecho de que, de vez en cuando, su pequeña y nervuda cola se atiesaba y vibraba con un pequeño zumbido.
Naturalmente esperé algunos minutos hasta que se despertara, pero, en vista de que ello no ocurría, le quité el saco de su cabeza con unas pinzas. Abrió sus ojos lentamente y éstos se fijaron en mí, tras lo cual experimentó un exagerado sobresalto.
—Por un momento pensé —dijo— que se trataba simplemente de una pesadilla. No contaba con «usted».
No hice caso de su pueril malhumor y dije:
—Tengo un trabajo que quiero que haga para mí.
—Naturalmente —replicó Azazel con tono áspero—. No supondrá usted que esperaba que se ofreciera usted a hacer un trabajo para mí.
—Lo haría y en cualquier momento —dije cortésmente—, si mis inferiores dotes fueran suficientes para hacer algo que pudiera ser considerado de suficiente utilidad por un personaje de su estatura y fuerza.
—Cierto, cierto —dijo Azazel, apaciguado.
Es verdaderamente repugnante, debería decir, lo que la adulación representa para la susceptibilidad de algunas mentalidades. Yo le he visto a usted perder el juicio de absurda alegría cuando alguien le pide un autógrafo… Pero volvamos a mi historia…
—¿De qué se trata? —preguntó Azazel.
—Quiero que haga hermosa a una joven mujer.
Azazel se dio una sacudida.
—No estoy muy seguro de que pueda hacer una cosa así. Los modelos de belleza entre su presumida y despreciable especie de vida son horribles.
—Pero son los nuestros. Ya le diré lo que tiene que hacer.
—«Usted» me dirá lo que debo hacer —dijo gritando y estremeciéndose indignado—. ¿Va «usted» a decirme cómo estimular y modificar los remedios del cabello, cómo fortalecer los músculos o cómo hacer crecer o reducir los huesos? ¿De verdad? ¿Me dirá «usted» todo eso?
—No, en absoluto —dije humildemente—. Los detalles del mecanismo que necesitará tal hazaña sólo pueden ser manejados por un ser con unas dotes tan magníficas como las suyas. Permítame, sin embargo, indicarle los superficiales efectos que deben conseguirse.
Azazel se apaciguó de nuevo, y nos pusimos a tratar el asunto con detalle.
—Recuerde —dije—. Los efectos no deben lograrse antes de un período de sesenta días. Un cambio demasiado repentino se notaría demasiado.
—¿Quiere usted decir —inquirió Azazel— que tengo que pasar sesenta de sus días supervisando, ajustando y rectificando? Mi tiempo, según su opinión, ¿no vale nada?
—Bueno, pero, en ese tiempo, usted podría anotar sus experiencias en este tema en uno de los Diarios biológicos de su mundo. No es una tarea que mucha gente de su mundo tendría la habilidad o la paciencia de acometer. Como resultado de todo ello, usted sería profundamente admirado.
Azazel asintió, pensativamente, con la cabeza.
—Desprecio la adulación de mal gusto, por supuesto —explicó—. Supongo que tengo el deber de mantenerme en lo alto en mi papel de modelo para los miembros inferiores de mi especie. —Lanzó un suspiro con una especie de silbido estridente—. Es fastidioso y embarazoso, pero es mi deber.
Yo también tenía mis deberes. Pensé que debía quedarme entre el vecindario durante el intervalo que precedería al cambio. Mi amigo, el de los caballos de carreras, me alojó gratuitamente en compensación por mi habilidad en aconsejarle sobre los resultados de diversas carreras experimentales y, a consecuencia de esto, mi amigo perdió muy poco dinero.
Cada día buscaba una excusa para ver a Maggie y los resultados empezaron a mostrarse poco a poco. Su pelo crecía más fuerte y formando unas airosas ondas. Comenzaron a aparecer en él unos destellos dorados que le proporcionaban una agradable brillantez.
Poco a poco, su mandíbula se hizo más prominente y sus pómulos se hicieron más suaves y más altos. Sus ojos adquirieron un color azul ya definido aunque, día a día, el azul se hacía más profundo hasta alcanzar un tono casi violeta. Los párpados se tornaron finos con un sesgo oriental. Sus orejas se iban haciendo más proporcionadas y los lóbulos aparecieron en ellas. Se fue engordando hasta conseguir una silueta casi opulenta mientras su cintura se estrechaba.
La gente estaba perpleja. Oía yo mismo sus comentarios.
—Maggie —decían—, ¿qué te ha pasado? Tu pelo te está quedando de maravilla. Pareces diez años más joven.
—Yo no he hecho «nada» —decía Maggie.
Ella estaba tan sorprendida como lo estaban los otros. Excepto yo, naturalmente.
Me preguntó:
—¿Nota algún cambio en mí, tío George?
—Tienes un aspecto encantador —le dije—, pero a mí siempre me has parecido encantadora, Maggie.
—Quizá sea así —contestó—, pero nunca me he encontrado tan encantadora como últimamente. No lo entiendo. Ayer, uno de esos hombres atrevidos que andan por ahí, se volvió para mirarme. Este tipo de hombres suelen pasar apresurados, ocultando sus ojos. Éste, sin embargo, me «guiñó» el ojo. Me cogió tan de sorpresa que no pude evitar el sonreírle.
Pocas semanas más tarde me encontré con su marido, Octavius, en un restaurante donde yo estaba mirando la carta en una mesa junto a la ventana. Desde el momento en que entró para comer allí, no hizo falta ni un minuto para que me invitara a acompañarle, ni medio minuto para que yo aceptara.
—Parece usted desdichado, Octavius —dije.
—Soy desdichado —respondió—. No sé lo que le está ocurriendo a Maggie últimamente. Parece tan distraída que me ignora la mayor parte del tiempo. Cada vez le apetece más llevar una vida social más intensa. Y ayer…
Su rostro se inundó de un angustioso sufrimiento ante el cual a casi todo el mundo le hubiera avergonzado reírse.
—¿Ayer? —dije—. ¿Qué pasó ayer?
—Ayer me pidió que la llamara… Melisande. No puedo llamar a Maggie con un nombre tan ridículo como Melisande.
—¿Por qué no? Es su nombre de pila.
—Pero ella es mi Maggie. Melisande es tan extraño.
—En fin, ella ha cambiado un poco —expliqué—. ¿No se ha dado cuenta de que estos últimos días parece más bonita?
—Sí —dijo Octavius, mordiéndose la lengua.
—¿Y no es eso algo bueno?
—No —contestó aún más tajante—. Yo quiero a mi sencilla y graciosa Maggie. Esa nueva Melisande está siempre arreglándose el pelo, maquillándose las sombras de los ojos, probándose nuevos vestidos, sujetadores más grandes, y apenas me dirige la palabra.
El almuerzo continuó con un silencio de abatimiento por su parte.
Pensé que lo mejor era ver a Maggie y tener una larga conversación con ella.
—Maggie —dije.
—Llámeme Melisande, por favor —contestó.
—Melisande —seguí—. Me parece que Octavius es desdichado.
—También yo lo soy —prosiguió ella ásperamente—. Octavius se está volviendo muy aburrido. No quiere salir. No quiere divertirse. Le molestan mis vestidos, mi maquillaje. ¿Quién demonios se cree que es?
—Solías decir que era un rey entre los hombres.
—Estúpida de mí. Es sencillamente un pequeño tipo feo con el que me molesta ser vista.
—Pero querías ser bonita sólo para él.
—¿Qué quiere usted decir con «quería» ser bonita? «Soy» hermosa. Siempre fui hermosa. Se trataba, simplemente, de dar el estilo adecuado a mi pelo y de saber cómo maquillarme correctamente. No puedo permitir que Octavius se interponga en mi camino.
Y no lo permitió. Medio año más tarde, Octavius y ella se divorciaron y al cabo de otro medio año Maggie…, o Melisande, se casó de nuevo con un hombre bien parecido físicamente y sin ningún mérito en cuanto a carácter. Una vez cené con él y dudó tanto hasta coger la cuenta, que me temí que iba a tenerme que hacer cargo yo de la misma.
Vi a Octavius, aproximadamente, un año después de su divorcio. Éste, naturalmente, no se había vuelto a casar, ya que su apariencia era más ridícula que nunca, al punto de que incluso la leche se hubiera cuajado en su presencia. Estábamos sentados en su apartamento, que se hallaba lleno de fotografías de Maggie, la vieja Maggie, y cada una de ellas más horrible que la siguiente.
—Todavía debe usted echarla en falta, Octavius —dije.
—¡Muchísimo! —respondió—. Sólo espero que sea feliz.
—Creo entender que no lo es —respondí—. Quizá vuelva con usted.
Octavius negó con la cabeza, abatido.
—Maggie no puede jamás volver conmigo. Quizá desee volver una mujer llamada Melisande, pero yo no podría aceptarla si ésta regresara. Ella no es Maggie…, mi encantadora Maggie.
—Melisande —dije— es más hermosa que Maggie.
Octavius se quedó mirándome con fijeza y durante un largo rato.
—¿A los ojos de quién? —dijo—. Por supuesto, a los míos no.
Fue la última vez que los vi.
Me quedé sentado un momento en silencio, luego dije:
—Me asombra usted, George. En realidad no me ha prestado ningún consuelo.
La verdad es que elegí mal mis palabras. George dijo:
—Eso me recuerda, viejo amigo… ¿Podría usted prestarme cinco dólares por, aproximadamente, una semana? Máximo diez días.
Le alargué un billete de cinco dólares, vacilé y luego dije.
—Aquí lo tiene. Su historia vale la pena. Es un regalo. Es suyo.
(¿Por qué no? Todos los préstamos a George son regalos de facto).
George cogió el billete sin hacer ningún comentario y lo metió en su ajada cartera. (Debía ya de estar ajada cuando la compró porque no la usa nunca). Dijo:
—Volviendo al tema. ¿Podría usted prestarme cinco dólares por aproximadamente, una semana? Diez días máximo.
—Pero si ya le he dado los cinco dólares.
—Ése es «mi» dinero —replicó George—, y no tiene nada que ver con el suyo. ¿Le hago yo algún comentario sobre el estado de sus finanzas cuando usted me pide dinero prestado a mí?
—Pero yo nunca le he… —empecé a decir.
Luego, lancé un suspiro y le entregué cinco dólares más.