Viaja más rápido

Acababa de regresar de un viaje a Williamsburg, Virginia, y mi alivio al estar de vuelta junto a mi querida máquina de escribir y mi procesador de textos se mezclaba con un residuo de leve resentimiento por haberme tenido que marchar.

George no tuvo en cuenta en absoluto el que el hecho de que acabara de atiborrarse con lo más selecto de uno de los mejores restaurantes de la ciudad, a mis muy duramente ganadas expensas, era una razón más que adecuada para ofrecerme su simpatía.

Tras liberar una fibra de bistec que se le había quedado enganchada entre dos dientes me dijo:

—De veras que no comprendo, mi viejo amigo, por qué tienes que encontrar mal el hecho de que una serie de organizaciones, otro lado respetables, parezcan estar dispuestas a pagarte miles de dólares para escucharte hablar durante una hora. Teniendo en cuenta que te he escuchado hablar a veces, consideraría mucho más lógico que hablaras sin cobrar nada, y te negaras a dejar de hacerlo hasta que te pagaran miles de dólares. Seguro que ésta es la forma mucho más fácil de exprimirle dinero a la gente…, aunque no tengo intención de herir tus sentimientos, suponiendo que tengas alguno.

—¿Cuándo me has oído tú hablar? —le pregunté—. Los intersticios entre tus vagabundeos no te permiten oír más de dos docenas de palabras a la vez. —(Naturalmente, tomé buen cuidado de expresar mi opinión en exactamente veinticuatro palabras).

George me ignoró, como estaba seguro que haría.

—Demuestra un aspecto particularmente oscuro de tu alma el que en tu loca codicia por esa escoria llamada «dinero» consientas tan libre y frecuentemente someterte a las penas de ese viajar que dices odiar tanto. Esto me recuerda la historia de Sophocles Moskowitz, que sentía una perezosa reluctancia similar a abandonar su sillón excepto cuando se ofrecía a su vista la posibilidad de nuevas hinchazones de su ya hinchada cuenta bancaria. Esta reluctancia era calificada también por él con el eufemismo de «aversión a viajar». Tuvo que ser mi amigo, Azazel, quien cambiara «eso».

—Ni se te ocurra poner tras de mí a tu demonio desastre de dos centímetros —dije alarmado; una alarma que era tan real como si de veras creyera que ese producto de la perturbada imaginación de George existía de verdad.

George me ignoró otra vez.

En realidad —dijo George—, aquélla fue la primera vez que llamé a Azazel para pedirle su ayuda. Hará ya casi treinta años de ello, ¿sabes? Yo acababa de averiguar cómo atraer a la pequeña criatura desde su propio mundo, y todavía no había aprendido a comprender sus poderes. Él alardeaba de ellos, por supuesto, pero ¿dónde hay alguna criatura viviente, excepto yo, que no evalúe en exceso sus poderes y habilidades?

Por aquel entonces yo estaba muy familiarizado con una magnífica mujer llamada Fifí que, hacía un año, había decidido que Sophocles Moskowitz, como persona, no era tan malo como para descalificarlo, ante su cuantiosa fortuna, como el tipo de marido que ella andaba buscando. Después de que se casaran, ella siguió siendo una subrepticia, aunque inexplicablemente virtuosa, amiga mía.

Pese a su virtud, sin embargo, yo siempre me alegraba de verla, algo que comprenderás fácilmente cuando te diga que su figura era algo que «no» podía ser evaluado en exceso. Ante su presencia yo siempre recordaba, con austera satisfacción, algunas amistosas faltas de delicadeza en las que ambos habíamos participado en el pasado.

—Bum-Bum —dije, porque nunca había conseguido quitarme la costumbre de usar su nombre de candilejas, adjudicado por consenso general de los admirados espectadores de su interesante acto—, tienes buen aspecto. —No vacilé en absoluto en decirlo, porque realmente lo creía.

—¿Oh, sí? —dijo ella, de esa manera despreocupada que siempre me recordaba las calles de Nueva York en su cobrizo esplendor—. Bueno, pues no me siento bien.

No lo creí ni por un momento porque, si podía confiar en mi memoria, ella se había sentido bien desde su primera adolescencia, pero dije:

—¿Cuál es el problema, mi cimbreante amiga?

—Se trata de Sophocles, esa sabandija.

—Seguro que no estás irritada con tu esposo, Bum-Bum. Es imposible que una persona tan rica como él pueda ser irritante.

—Eso es todo lo que «tú» sabes. ¡Vaya fanfarrón! Escucha, ¿recuerdas que me dijiste que Sophocles era tan rico como un tipo llamado Creso, que es un chico del que nunca había oído hablar? Bueno, ¿por qué no me dijiste nunca que ese tipo llamado Creso debió ser un campeón de la tacañería?

—¿Sophocles es un tacaño?

—¡Un campeón! ¿Te apuestas algo? ¿De qué sirve casarse con un tipo rico que es un tacaño?

—Vamos, Bum-Bum, seguro que puedes arreglártelas para sacarle algo de dinero con la elusiva promesa de un Elíseo nocturno.

La frente de Fifí se contrajo un poco.

—No estoy segura de lo que significa eso, pero te conozco, así que no digas guarradas. Por otro lado, le prometí que «no iba» a conseguirlo, sea lo que sea lo que tú has dicho, a menos que aflojara la bolsa, pero prefiere antes estrujar su bolsa que a mí, y eso, si piensas bien en ello, es más bien insultante. —La pobrecilla se puso a sollozar quedamente.

Palmeé su mano de una manera tan poco fraternal como pude en tan poco tiempo.

Ella estalló apasionadamente:

—Cuando me casé con el tipo pensé: «Bueno, Fifí, ahora es cuando vas a ir a París y a la Riviera y a Buenos Aires y a Casablanca y a todos esos sitios». ¡Ja! ¡Ni una posibilidad!

—No me digas que ese canalla ni siquiera te ha llevado a París.

—Él no va a «ninguna parte». Dice que no desea abandonar Manhattan. Dice que no le gusta lo que hay ahí fuera. Dice que no le gustan las plantas, ni los árboles, ni los animales, ni la hierba, ni el polvo, ni los extraños, ni los edificios excepto los de Nueva York. De modo que yo le digo: «¿Y qué te parece si salimos de compras?». Pero eso tampoco le gusta.

—¿Por qué entonces no sales sin él, Bum-Bum?

—Eso sería más divertido que con él, apuesta a que sí. ¿Pero con qué? El tipo se ha hecho coser los bolsillos de sus pantalones, con todas sus tarjetas de crédito dentro. Tengo que hacer todas mis compras en Macy’s. —Su voz se convirtió casi en un chillido—. ¡No me casé con ese tipo para comprar en Macy’s!

Contemplé especulativamente varias porciones anatómicas de la damisela y lamenté no poder permitírmelas. Antes de casarse, se había mostrado ocasionalmente dispuesta a hacer una contribución a la causa en el mejor estilo del arte por el arte, pero ahora tenía la sensación de que su noble estatus de mujer casada había endurecido su visión profesional del asunto. Entiéndelo, en aquellos días yo era mucho más vigoroso aún de lo que soy ahora en mi actual primavera de la vida, pero estaba tan poco familiarizado con esa bagatela que llamamos dinero como lo estoy ahora.

Le dije:

—Suponte que puedo convencerle de que le guste viajar.

—Oh, muchacho, me gustaría que alguien pudiera.

—Suponte que «yo» puedo. Imagino que te sentirías agradecida.

Sus ojos se clavaron en mí, reminiscentes.

—George —dijo—, el día que él me diga que me lleva a París, tú y yo montamos un número en Asbury Park. ¿Recuerdas Asbury Park?

¿Que si recordaba aquel lugar de la costa de Nueva Jersey? ¿Cómo podré olvidar nunca mis doloridos músculos? Cada parte de mi cuerpo, bueno, casi cada parte, estuvo rígida durante al menos dos días después.

Discutí el asunto con Azazel ante un poco de cerveza, una jarra para mí y una gota para él. Siempre ha encontrado el lúpulo deliciosamente estimulante. Le dije con cautela:

—Azazel, ¿puede esa avanzada tecnología vuestra hacer realmente cosas que me sorprendan?

Me miró con expresión algo ebria.

—Limítate a decirme lo que quieres. Sólo eso. Te demostraré si soy un chapucero o no. Te lo demostraré.

En una ocasión, en un momento de estupefacción ante algún abrillantador para muebles con esencia de limón (dijo que hallaba que ese extracto le despejaba la mente), me dijo que una vez había sido insultado de aquella manera en su propio mundo.

Le concedí otra gota de cerveza y dije descuidadamente:

—Tengo un amigo al que no le gusta viajar. Supongo que no será ningún problema para una persona tan hábil y adelantada como tú cambiar ese desagrado por una absoluta fiebre a los viajes.

Debo admitir que algo de su ansiedad se desvaneció de inmediato.

—Lo que quería decir —indicó, con su silbante voz y su extraño acento— era que me pidieras algo razonable…, como hacer que ese horrible cuadro que cuelga en la pared lo haga derecho y no torcido, utilizando sólo el poder de mi mente. —El cuadro se movió mientras él hablaba, y colgó torcido en la otra dirección.

—Sí, pero ¿por qué querría yo que mis cuadros colgaran derechos? —dije—. Ya he tenido bastantes problemas en conseguir que cuelguen todos de una manera no rectilíneamente correcta. Lo que deseo es que imbuyas a Sophocles Moskowitz la manía de viajar, algo que le impulse a los viajes, incluso sin su esposa si es necesario. —Añadí eso porque se me ocurrió que tal vez fuera ventajoso que Fifí se quedara en la ciudad mientras Sophocles estaba fuera de ella.

—Eso no es fácil —dijo Azazel—. Una repugnancia arraigada a los viajes puede depender muy bien de varias experiencias infantiles deformadoras del cerebro. Sería necesaria ingeniería mental del tipo más avanzado para tratarlo. No digo que no pueda hacerse, Puesto que las toscas mentes de tu gente no resultan dañadas con facilidad, pero tendría que ver a la persona para poder identificar su mente y estudiarla.

Eso era fácil. Hice que Fifí me invitara a cenar como un viejo compañero de clase de la universidad. (Ella había pasado algún tiempo en el campus de una universidad hacía años, aunque no creo que asistiera a las clases. Era muy extracurricular).

Llevé a Azazel conmigo en el bolsillo de mi chaqueta, y pude oírle ocasionalmente chirriar elaboradas fórmulas matemáticas para sí mismo. Supuse que estaba analizando la mente de Sophocles Moskowitz y, si así era, se trataba de una hazaña impresionante, porque en lo que a mí respecta su conversación me permitió apreciar el hecho de que su mente no era lo bastante amplia como para permitir mucho análisis.

De vuelta a casa, le dije a Azazel:

—¿Y bien?

Respondió con un frívolo agitar de su escamoso bracito:

—Puedo hacerlo. ¿No tendrás a mano por casualidad un sinaptómetro mentodinámico multifase?

—A mano precisamente no —respondí—. Ayer le presté el mío a un amigo que se iba a Australia.

—Qué estupidez —gruñó Azazel—. Eso significa que tendré que trabajar con cálculos a base de tablas.

Siguió irritado incluso después de haber terminado (como afirmó) con éxito su tarea.

—Era casi imposible —dijo—. Sólo una persona de mis magníficas habilidades hubiera podido conseguirlo, y tuve que clavar su mente a su actual forma ajustada con unos alfileres más bien gruesos.

Supuse que estaba hablando metafóricamente, y así se lo dije.

A lo que Azazel respondió:

—Bueno, pueden calificarse como alfileres más bien gruesos. Nadie podrá mover su mente después de esto. Va a desear viajar con una firmeza tan abrumadora que podría llegar a agitar los cimientos del universo si fuera necesario para hacer posible su viaje. «Eso» mostrará…

Estalló en una larga serie de sílabas estridentes en su idioma natal. No comprendí nada de lo que dijo, por supuesto, pero quedó completamente claro, por el simple hecho de que los cubitos de hielo de la nevera en la otra habitación se fundieron por completo, que no se trataba de ningún cumplido. Sospeché que estaba arrojando algunas animadversiones hacia aquéllos de su planeta natal que le habían acusado de falta de habilidad.

No habían pasado ni tres días cuando Fifí me telefoneó. No es tan efectiva por teléfono que en persona por razones que resultan claramente evidentes, aunque quizá para ti no lo resulten tanto, con tu incapacidad congénita de apreciar las cosas delicadas de la vida. Entiéndelo: uno es más consciente de la ligera dureza en su voz cuando no puede equilibrar directamente esta dureza con la blandura que se exhibe en todas las otras partes de su configuración anatómica.

—George —cloqueó—, tiene que ser magia. No sé lo que hiciste durante esa cena, pero ha funcionado. Sophocles me lleva a París. Ha sido idea suya, y se muestra terriblemente excitado al respecto. ¿No es maravilloso?

—Es más que maravilloso —dije, con un entusiasmo natural—. Es capaz de provocar un temblor de tierras. Ahora podemos dedicarnos a la pequeña promesa que me hiciste. Podemos repetir lo de Asbury Park y hacer temblar toda la Tierra.

Supongo que alguna vez habrás notado, sin embargo, que a las mujeres les falta ese sentimiento de que un trato es algo sagrado. A este respecto son completamente distintas de los hombres. Parecen no tener la menor idea de la importancia de mantener su palabra, ningún sentido del honor.

Dijo:

—Nos vamos mañana, George, así que ahora no tengo tiempo. Te llamaré cuando hayamos vuelto.

Colgó, y eso fue todo. La mujer tenía veinticuatro horas por delante y yo apenas sería capaz de usar la mitad de ellas…, pero se fue.

Supe de ella cuando volvió, pero eso fue seis meses más tarde.

Me telefoneó de nuevo, y al principio no reconocí su voz. Había algo extraño y cansado en ella.

—¿Con quién hablo? —pregunté, con mi dignidad habitual.

—Soy Fifí Laveme Moskowitz —dijo con voz débil.

—¡Bum-Bum! —exclamé—. ¡Has vuelto! ¡Maravilloso! Ven esta noche, y así podremos…

—Olvídalo, George —respondió—. Si se trata de magia, eres un miserable tramposo, y no iría a Asbury Park contigo ni aunque me llevaras a rastras.

Me sentí abrumado.

—¿Acaso Sophocles no te ha llevado a París?

—Sí lo hizo. Ahora pregúntame cómo fueron mis compras.

—¿Cómo fueron tus compras? —pregunté inmediatamente.

—¡Una mierda! Ni siquiera empezaron. ¡Sophocles no se detuvo ni un instante! —Su voz olvidó el cansancio y, bajo el estrés de la emoción, ascendió casi a un chillido—. Llegamos a París, y seguimos. Él iba señalando las cosas a medida que pasábamos junto a ellas a toda velocidad. «Esto es la Torre Eiffel», dijo, señalando a una construcción absurda que estaban erigiendo. «Esto es Notre Dame», dijo. Ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Dos jugadores de béisbol me llevaron una vez a Notre Dame, y ni siquiera estaba en París. Estaba en South Bend, Indiana.

»¿Pero a quién le importa? Luego fuimos a Frankfurt y a Berna y a Viena…, que esos estúpidos extranjeros del lugar llaman Veen. ¿Hay algún lugar llamado Triste?

—Trieste —dije—. Sí lo hay.

—Entonces también fuimos allí. Y ni siquiera nos parábamos en los hoteles. Nos parábamos en antiguas granjas. Sophocles decía que ésa era la auténtica forma de viajar. Decía que hay que ver gente y naturaleza. ¿Quién quiere ver gente y naturaleza? Lo que no vimos fueron duchas. Ni facilidades sanitarias. Al cabo de un tiempo, empiezas a oler. Y atrapé cocos en el pelo. Acabo de tomar cinco duchas una tras otra, y «sigo» sin hallarme limpia.

—Toma otras cinco duchas por mí —la animé con mi voz más razonable—, y vayamos a Asbury Park.

No pareció oírme. Es sorprendente lo sordas que son las mujeres a la pura razón. Prosiguió:

—Dice que vamos a empezar otra vez la semana próxima. Quiere cruzar el Pacífico e ir a Hong Kong. Ha contratado un petrolero. Dice que ésa es la forma de ver el océano. Yo le he dicho: «Escucha, maldito loco, no vas a llevarme en carguero hasta China, así que puedes hacer el viaje solo».

—Muy poético —reconocí.

—¿Y sabes lo que dijo? Dijo: «Muy bien, querida. Iré sin ti». Luego dijo algo de lo más extraño, porque no tenía ningún sentido. Dijo: «Abajo hasta el Gehena o arriba hasta el trono, viaja más rápido quien viaja solo». ¿Qué significa eso? ¿Qué es el Gehena? ¿Cómo puede llegar a alcanzar ningún trono? ¿Acaso se cree la Reina de Inglaterra?

—Es de Kipling —dije.

—No, fue él quien lo dijo. Y parecía decirlo en serio. De modo que le respondí que iba a divorciarme de él, y le sacaría hasta el último centavo, y él se limitó a decir: «Adelante, mi subestúpida querida, pero no tienes nada a lo que agarrarte y no vas a conseguir nada. Todo lo que me importa es viajar». ¿Puedes entender eso? ¿Pese a lo de subestúpida? Siempre diciéndome palabras dulces.

Tienes que comprender, viejo amigo, que éste era el primer trabajo que hacía Azazel para mí, y que aún no había aprendido a controlarse. Y «yo» le había pedido que Sophocles viajara sin su esposa si se presentaba la ocasión.

Quedaba todavía la ventaja de la situación que yo había imaginado desde un principio.

—Bum-Bum —dije—, hablemos juntos de eso del divorcio en Asbury…

—Y tú, miserable tramposo. No me importa si hiciste magia o lo que fuera. Sal de mi vida, porque conozco a un tipo que puede convertirte en panqueques tan pronto como le diga una palabra. Y lo haría bien, porque sabe hacer bien todo lo demás.

Me temo que Bum-Bum se había convertido en Plaf-Plaf, y no precisamente de la forma en que yo había deseado o, conociendo sus medidas y estilo, esperado.

Llamé a Azazel pero, aunque lo intentó, no hubo forma en que pudiera deshacer lo que había hecho. Y se negó llanamente a intentar nada que hiciera que Bum-Bum se mostrara más razonable conmigo. Dijo que aquello sería demasiado para cualquiera. No sé por qué.

Sin embargo, siguió la pista de Sophocles a petición mía. La manía del hombre fue creciendo. Cruzó la Divisoria Continental sobre sus manos. Remontó el Nilo haciendo esquí acuático, todo el camino hasta el lago Victoria. Cruzó la Antártida en ala delta. Cuando el presidente Kennedy anunció en 1961 que alcanzaríamos la Luna a finales de la década, Azazel dijo:

—Ahí está mi ajuste actuando de nuevo.

—¿Quieres decir que lo que fuera que le hiciste a su cerebro le da el poder de influenciar al presidente y al programa espacial? —quise saber.

—No lo hace a propósito —dijo Azazel—, pero ya te dije que el ajuste era lo bastante fuerte como para sacudir el universo.

Y el viejo tipo se fue a la Luna. ¿Recuerdas el «Apolo 13», el que se supuso que sufrió una avería en el espacio en su camino a la Luna en 1970, y cuya tripulación apenas consiguió llegar de vuelta a la Tierra? En realidad, Sophocles se había hecho cargo de él, y llevó toda una porción del aparato hasta la Luna, dejando que la tripulación nominal volviera a la Tierra como mejor pudiera con el resto.

Está en la Luna desde entonces, viajando por toda su superficie. No tiene ni aire, ni comida ni agua, pero su ajuste a viaje constante le suministra de alguna forma todo lo que necesita. De hecho, de alguna forma, ha elaborado algo que va a llevarlo ahora hasta Marte…, y más allá.

George agitó tristemente la cabeza.

—Es tan irónico —dijo—. Tan irónico.

—¿Qué es irónico? —pregunté.

—¿No lo ves? ¡El pobre Sophocles Moskowitz! Se ha convertido en una nueva versión mejorada del Judío Errante, y la mayor ironía es que ni siquiera es Ortodoxo.

George se llevó la mano izquierda a los ojos y tanteó con la derecha en busca de su servilleta. Mientras lo hacía, tomó accidentalmente el billete de diez dólares que yo había dejado a un lado de la mesa como propina para el camarero. Se secó los ojos con la servilleta, pero no pude ver lo que le ocurrió al billete de diez dólares. Abandonó el restaurante sollozando, dejando la mesa vacía.

Suspiré y deposité otro billete de diez dólares.