—En una ocasión conocí a alguien que era un poco como tú —dijo George.
Nos hallábamos sentados a una mesa, junto a la ventana del pequeño restaurante en donde almorzábamos, y George estaba mirando pensativamente al exterior.
—Es sorprendente —comenté—. Yo habría pensado que era único.
—Así es —dijo George—. El hombre al que me refiero tan sólo era «un poco» como tú. Por tu capacidad para garrapatear páginas y páginas sin que en ello intervenga para nada el cerebro, realmente eres un caso único.
—La verdad —dije— es que utilizo un procesador de textos.
—Uso la palabra «garrapatear» —replicó altivamente George— en lo que un verdadero escritor entendería como sentido metafórico. —Dejó por unos momentos de tomar su batido de chocolate para suspirar dramáticamente.
Conocía la señal.
—Vas a contarme una de tus fantasías acerca de Azazel, ¿verdad, George?
Me lanzó una mirada desdeñosa.
—Tú has estado dejando volar tu fantasía durante tanto tiempo y tan flácidamente que no conoces el sonido de la verdad cuando la oyes. Pero no importa. Es una historia demasiado triste para contártela.
—Salvo que vas a contármela de todos modos, ¿no?
George suspiró de nuevo.
Esa parada de autobús —dijo George— me recuerda a Mordecai Sims, que se ganaba la vida modestamente produciendo resmas y resmas de abigarrada literatura. No tantas como tú, desde luego, ni tan horrible, que es por lo único que se te parece un poco. Para hacerle justicia, yo de vez en cuando leía algo de lo que escribía, y lo encontraba bastante pasable. Sin ánimo de herir tus sentimientos, tú nunca has alcanzado ese nivel…, al menos, según lo que tengo oído, pues nunca he caído tan bajo como para leerte personalmente.
Mordecai se diferenciaba de ti en otro aspecto: era terriblemente impaciente. Mírate en aquel espejo, suponiendo que no tengas inconveniente en que se te haga presente el aspecto que ofreces, y observa cómo estás sentado descuidadamente, con un brazo sobre el respaldo de la silla y el resto del cuerpo despreocupadamente derrumbado. Al verte, uno nunca pensaría que albergases la más mínima inquietud por el hecho de si acabarás produciendo tu cupo diario de papel mecanografiado de cualquier manera.
Mordecai no era así. Siempre tenía conciencia de sus plazos de entrega, que se hallaba en perpetuo peligro de no poder cumplir.
En aquellos tiempos, yo solía almorzar regularmente con él todos los martes, y Mordecai propendía a hacer de ello una experiencia horrible con su parloteo. «Tengo que poner esta obra en el correo mañana por la mañana, a más tardar —decía—, y antes tengo que revisar otra, y no dispongo de tiempo. ¿Dónde diablos está esa cuenta? ¿Por qué no aparece el camarero? ¿Qué están haciendo en la cocina? ¿Celebrar campeonatos de natación en la salsa?».
Siempre se sentía particularmente impaciente con respecto a la cuenta, y yo temía que pudiera marcharse, dejándome a mí la tarea de liquidarla. Para ser justos, he de hacer constar que jamás sucedió tal cosa; no obstante, el pensamiento de que podría ocurrir, solía echarme a perder el almuerzo.
Pero mira esa parada de autobús. Llevo quince minutos fijándome en ella. Observarás que no ha llegado ningún autobús y que es un día ventoso con un frío casi invernal ya en el aire. Lo que vemos son cuellos de chaqueta levantados, manos metidas en los bolsillos, narices enrojecidas o azuladas, pies que golpean el suelo para entrar en calor. Sin embargo, no observarás ninguna rebelión en las colas, ningún puño alzado coléricamente hacia el cielo. Todos los que esperan ahí han sido reducidos a la pasividad por la injusticia de la vida.
No era ése el caso de Mordecai Sims. Si él se encontrase en esa cola del autobús, estaría precipitándose continuamente a la carretera para otear el horizonte lejano en busca de algún indicio de un vehículo; estaría gruñendo, rezongando y agitando los brazos; estaría instigando a realizar una marcha masiva sobre el Ayuntamiento. En resumen, estaría vaciando de adrenalina sus glándulas suprarrenales.
Muchas veces se dirigía a mí con sus quejas, atraído, como les suele ocurrir a numerosas personas, por mi sosegado aire de competencia y comprensión.
—Yo soy un hombre ocupado —decía rápidamente. Siempre hablaba rápidamente—. Es una vergüenza, un escándalo y un crimen la forma en que el mundo conspira contra mí. El otro día tuve que ir a un hospital para someterme a varios análisis rutinarios…, sólo Dios sabe por qué, salvo que mi médico, neciamente, piensa que tiene que ganarse la vida; y se me dijo que fuera a las 9:40 de la mañana a tal y tal mostrador.
»Llegué a las 9:40 en punto, naturalmente, y en el mostrador en cuestión había un letrero que decía: “Abierto desde las 9:30 horas”. Eso es lo que decía, George, en perfecto inglés y con todas las letras. Sin embargo, detrás del mostrador no había nadie. Consulté mi reloj y pregunté a un individuo de aire lo bastante patibulario como para ser ayudante de hospital:
»—¿Dónde se encuentra el abominable villano que debería estar detrás de ese mostrador?
»—No ha llegado aún —respondió el bastardo bellaco.
»—Aquí dice que esto abre a las 9:30.
»—Supongo que tarde o temprano alguien vendrá —dijo, con depravada indiferencia.
»Después de todo, era un hospital. Me podría estar muriendo. ¿Le importaba a alguien? ¡No! Yo tenía un plazo límite para la entrega de un importante artículo, al que había dedicado esfuerzos agotadores y con el que ganaría dinero suficiente para pagar la factura de mi médico (suponiendo que no tuviese nada mejor en que gastarlo, lo cual no era probable). ¿Le importaba a alguien? ¡No! Sólo a las 10:04 apareció alguien, y cuando me precipité al mostrador, el tipo me miró altivamente y dijo: “Tendrá que esperar su turno”.
Mordecai estaba lleno de historias como ésa; de baterías de ascensores, todos y cada uno de los cuales subían lentamente mientras él esperaba en el vestíbulo; de personas que almorzaban de doce a una y media, y comenzaban el miércoles sus fines de semana de cuatro días siempre que él necesitaba consultarlas.
—No entiendo por qué alguien se molestó en inventar el tiempo, George —decía—. Es sólo un instrumento para hacer posible la formación de nuevos métodos de despilfarro. ¿Te das cuenta de que si pudiera convertir en tiempo para escribir las horas que debo pasar esperando por conveniencia de diversos e insolentes bergantes, podría incrementar mi rendimiento entre un diez y un veinte por ciento? ¿Te das cuenta, además, de que, pese a la criminal tacañería de los editores, eso significaría un correlativo aumento de mis ingresos…? ¿Dónde está mi maldita cuenta?
No pude por menos de pensar que sería una buena acción ayudarle a aumentar sus ingresos, ya que él tenía por costumbre elegir locales sumamente distinguidos en donde cenar, y eso me confortaba el corazón. No, no como éste, amigo mío. Tu gusto queda muy por debajo de lo que debería ser, como, tengo entendido, puede decirse también de lo que escribes.
En consecuencia, puse en marcha mi poderosa mente para encontrar alguna forma de ayudarle.
No pensé inmediatamente en Azazel. Por entonces, aún no me había acostumbrado a él; al fin y al cabo, un demonio de dos centímetros de estatura se sale un poco de lo corriente.
No obstante, finalmente se me ocurrió que tal vez Azazel podría hacer algo para darle a alguien más tiempo para escribir. No parecía probable, y quizá sólo le estuviera haciendo perder el tiempo, pero ¿qué es el tiempo para una criatura ultraterrena?
Di curso a la necesaria rutina de antiguos ensalmos y conjuros para llamarle, desde dondequiera que venga, y llegó dormido. Tenía cerrados los diminutos ojos y emitía un agudo zumbido, que ascendía y descendía de forma irregular y desagradable. Podría haber sido el equivalente de un ronquido humano.
Yo no estaba seguro de cómo debía despertarle, al final decidí dejarle caer una gota de agua sobre el estómago. Tenía un abdomen perfectamente esférico, ¿sabes?, como si se hubiera tragado una canica. No tengo la más mínima idea de si eso es lo normal en su mundo; sin embargo, una vez que se lo mencioné, quiso saber qué era una canica, y cuando se lo expliqué, amenazó con zapumiclarme. Yo no sabía lo que quería decir, pero por el tono de su voz deduje que se trataba de algo desagradable.
La gota de agua le despertó, y se mostró absurdamente irritado. Se puso a hablar de que había estado a punto de ahogarse y entró en tediosos detalles con respecto al método adecuado para despertar a alguien en su mundo. Era algo acerca de danzas, pétalos de flores, dulces instrumentos musicales y la caricia de los dedos de seductoras doncellas danzantes. Yo le dije que en nuestro mundo nos limitábamos a dirigirnos unos a otros los chorros de sendas mangas de riego, y él formuló alguna observación sobre salvajes ignorantes; por último, se calmó lo suficiente como para permitirme que le hablara de cosas serias.
Le expliqué la situación y pensé que, sin más historia, diría unas cuantas palabras en jerga y eso sería todo.
No hizo tal cosa. En su lugar, me miró gravemente y dijo:
—Me estás pidiendo que interfiera en el funcionamiento de las leyes de la probabilidad.
Me agradó que se hubiera hecho cargo de la situación.
—Exactamente —respondí.
—Pero eso no es fácil —dijo.
—Claro que no —repuse—. ¿Te pediría que lo hicieses si fuese fácil? En ese caso lo haría yo mismo. Sólo cuando no es fácil tengo que recurrir a alguien tan grandiosamente superior como tú.
Nauseabundo, desde luego, pero esencial cuando se trata con un demonio que es tan sensible con respecto a su estatura como en lo que tiene que ver con la redondez de su vientre.
Pareció complacido con mi lógica y dijo:
—Bueno, no he dicho que sea «imposible».
—Excelente.
—Sería preciso realizar un ajuste del continuo de Jinwhipper de tu mundo.
—Exactamente. Me has quitado las palabras de la boca.
—Lo que tendré que hacer es introducir unos cuantos nódulos en la interconexión del continuo con tu amigo, el de los plazos límite. A propósito, ¿qué son los plazos límite?
Traté de explicárselo, y él dijo, con un leve suspiro:
—Ah, sí, nosotros tenemos cosas de ésas en nuestras demostraciones, más etéreas, de afecto. Si te permites pasar un límite, las encantadoras criaturas no te dejarán conocer el final. Recuerdo una vez…
No obstante, te ahorraré los sórdidos detalles de su insignificante vida sexual.
—La cuestión es —dijo finalmente— que, una vez que introduzca los nódulos, ya no podré deshacerlos.
—¿Por qué no?
Con rebuscada despreocupación, Azazel dijo:
—Me temo que es teóricamente imposible.
No le creí. Era sólo que aquel miserable incompetente no sabía cómo hacerlo. Sin embargo, como era lo bastante competente como para hacerme la vida imposible, no le comuniqué que me había dado cuenta de su ineptitud, sino que me limité a decir:
—No será necesario. Mordecai está deseoso de encontrar más tiempo para escribir, y una vez que lo tenga, quedará definitivamente satisfecho.
—En ese caso, lo haré.
Estuvo realizando pases con las manos durante largo rato. Parecían los ademanes que haría cualquier mago, salvo que sus manos daban la impresión de vibrar y volverse invisibles de vez en cuando, a intervalos más o menos largos. Claro que sus manos eran tan pequeñas que resultaba difícil decir si eran o no visibles en circunstancias normales.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, pero Azazel meneó la cabeza, y sus labios se movieron como si estuviera contando.
Luego, aparentemente agotado, se tendió sobre la mesa y jadeó.
—¿Ya está? —pregunté.
Asintió con la cabeza y dijo:
—Espero que comprendas que he tenido que deducir su coeficiente de entropía más o menos de manera permanente.
—¿Qué significa eso?
—Significa que las cosas serán un poco más ordenadas a su alrededor de lo que uno sospecharía.
—No hay nada malo en ser ordenado —dije. (Quizá no lo creas, amigo mío, pero siempre he sido partidario del orden. Llevo una minuciosa lista de cada centavo que te debo. Los detalles figuran en innumerables trozos de papel esparcidos aquí y allá en mi apartamento. Puedes tenerlos cuando quieras).
—Claro que no hay nada malo en ser ordenado —dijo Azazel—; Lo único es que en realidad no se puede infringir la segunda ley de la termodinámica. Eso supone que, para restaurar el equilibrio, en otra parte las cosas serán un poco menos ordenadas.
—¿En qué aspecto? —pregunté, comprobando mi cremallera. (La precaución nunca está de más).
—En varios, la mayoría imperceptibles. Yo he dispersado el efecto por todo el sistema solar, así que habrá unas cuantas colisiones de asteroides más de las que se habrían producido normalmente, unas cuantas erupciones más en Io, etcétera. Sobre todo, el Sol se verá afectado.
—¿Cómo?
—Yo calculo que su calor aumentará lo suficiente como para hacer imposible la vida sobre la Tierra unos dos millones y medio de años antes que si yo no hubiera introducido los nódulos en el continuo.
Me encogí de hombros. ¿Qué son unos pocos millones de años cuando se trata de que alguien recoja las cuentas de mis almuerzos con esa alegre disposición tan agradable de ver?
Pasó como una semana antes de que volviera a almorzar con Mordecai. Parecía bastante excitado mientras dejaba su abrigo en el guardarropa, y cuando llegó a la mesa en donde yo le esperaba pacientemente con mi ropa, me dirigió una radiante sonrisa.
—He tenido una semana extraordinaria, George —dijo.
Levantó la mano sin mirar y no pareció en absoluto sorprendido cuando le pusieron delante la carta. Y fíjate que se trataba de un restaurante en el que los camareros, gente altiva e imperiosa, no entregaban la carta sin una solicitud por triplicado que hubiera sido visada por el gerente.
—Todo ha ido como la seda, George —dijo Mordecai.
Contuve una sonrisa.
—¿De veras?
—Cuando entro en el Banco, hay una ventanilla libre y un sonriente cajero en ella. Cuando voy a la oficina de Correos, hay una ventanilla libre y…, bueno, supongo que no se puede esperar que un empleado de Correos sonría, pero, al menos, me certificó una carta sin soltar apenas ningún gruñido. Los autobuses se acercan en cuanto yo llego, y ayer no hice más que levantar la mano en la hora punta, cuando un taxi torció hacia mí y se detuvo a mi lado. Y además era uno de los taxis escaqueados. Cuando le pedí que me llevara al cruce de la Quinta y Cuarenta y Nueve, lo hizo con evidentes señales de conocer la situación de las calles de la ciudad. Incluso hablaba inglés. ¿Qué te gustaría tomar, George?
Un vistazo a la carta fue suficiente. Al parecer, las cosas estaban arregladas de modo que ni siquiera yo le originase ninguna demora. Entonces, Mordecai dejó a un lado su carta y procedió a encargar rápidamente nuestros platos. Noté que ni siquiera levantó la vista para ver si realmente había un camarero a su lado. Ya se había acostumbrado a dar por supuesto que habría uno.
Y lo había.
El camarero se frotó las manos, se inclinó y procedió a servir la comida con celeridad, elegancia y eficiencia.
—Al parecer —dije—, tenemos una sorprendente racha de suerte, Mordecai, amigo mío. ¿Cómo te lo explicas?
Debo confesar que por un instante pensé que podría hacerle creer que yo era el responsable. Después de todo, a buen seguro que, si lo supiera, derramaría sobre mí una lluvia de oro, o, en estos envilecidos tiempos, de papel.
—Muy sencillo —respondió, sujetándose la servilleta en el cuello de la camisa y agarrando con decisión el cuchillo y el tenedor, pues, aun con todas sus virtudes, Mordecai no es precisamente lo que se dice un comensal refinado—. No tiene nada que ver con la suerte. Es el resultado inevitable del funcionamiento del azar.
—¿Del «azar»? —exclamé con indignación.
—Ciertamente —respondió Mordecai—. Me he pasado toda la vida soportando la más desdichada serie de entorpecimientos y retrasos que el mundo haya visto jamás. Las leyes del azar exigen que este constante cúmulo de infortunio sea compensado, y eso es lo que ahora está ocurriendo, y lo que debe seguir ocurriendo durante el resto de mi vida. Así lo espero. Tengo esa confianza. Todo se está equilibrando. —Se inclinó hacia delante y me dio unos golpecitos en el pecho de forma sumamente desagradable—. Puedes estar seguro. No se pueden desafiar las leyes de la probabilidad.
Se pasó toda la comida soltándome una conferencia sobre las leyes de la probabilidad, acerca de las cuales estoy seguro de que sabía tan poco como tú.
—Sin duda, todo eso te proporciona más tiempo para escribir —le dije finalmente.
—Evidentemente —respondió—. Yo calculo que mi tiempo para escribir ha aumentado en un veinte por ciento.
—Y tu rendimiento habrá aumentado correlativamente, me imagino.
—Pues me temo que todavía no —dijo, con cierto desasosiego—. Tengo que acomodarme. No estoy acostumbrado a que las cosas se hagan tan rápidamente. Me ha cogido por sorpresa.
La verdad es que a mí no me parecía sorprendido. Levantó la mano y, sin mirar, cogió la cuenta de entre los dedos del camarero, que en aquel momento se acercaba con ella. Le echó un rápido vistazo y se la devolvió, junto con una tarjeta de crédito, al camarero, que se había quedado esperando, y se alejó a continuación rápidamente.
Toda la comida había durado poco más de treinta minutos. No te ocultaré que yo habría preferido una civilizada duración de dos horas y media, con champaña al principio y coñac al final, uno o dos vinos selectos para separar los platos y una culta conversación llenando todos los intersticios. No obstante, el lado bueno del asunto era que Mordecai se había ahorrado dos horas que podía dedicar a ganar dinero para él y, en cierta medida, también para mí.
Después de aquella comida pasaron unas tres semanas antes de que viera a Mordecai. No recuerdo la razón, pero sospecho que se trató de una de esas ocasiones en que nos alternamos estando fuera de ciudad.
Sea como fuere, una mañana salía yo de una cafetería en la que a veces tomo un panecillo y unos huevos revueltos, cuando vi a Mordecai, de pie en la esquina, a una media manzana de distancia.
Era un día desapacible de aguanieve…, el típico día en que los taxis vacíos se le acercan a uno sólo para lanzarle un surtidor de barro a los pantalones mientras pasan de largo a toda velocidad y con sus letreros «Fuera de servicio» encendidos.
Mordecai estaba de espaldas a mí con la mano levantada, cuando un taxi avanzó cuidadosamente en su dirección. Para mi asombro, Mordecai miró a otro lado. El taxi permaneció parado unos instantes, luego se alejó lentamente, pintada la decepción en el rostro que se vislumbraba tras el parabrisas.
Mordecai levantó la mano por segunda vez y, como surgido de la nada, apareció un segundo taxi, que se detuvo a su lado. Montó en él, pero, como pude oír con toda claridad aun desde los cuarenta metros de distancia a que me encontraba, lo hizo con un resonante rosario de interjecciones, nada apropiadas para ser oídas por una persona de educación esmerada, si es que queda alguien así en la ciudad.
Le telefoneé esa misma mañana, y nos citamos para tomar unos cócteles en un acogedor bar que anunciaba una «Hora Feliz» tras otra a lo largo de todo el día. Me moría de impaciencia, pues, simplemente, necesitaba que me diera una explicación.
Lo que quería saber era el significado de las interjecciones que había utilizado… No, amigo mío, no me refiero al significado que de las palabras da el diccionario, suponiendo que esas palabras figuren en el diccionario. Me refiero a por qué tenía que utilizarlas. Le sobraban razones para sentirse en un éxtasis de felicidad.
Cuando entró en el bar, no parecía visiblemente feliz.
De hecho, aparentaba estar muy preocupado.
—Llama a la camarera, ¿quieres, George? —dijo.
Era uno de esos bares en donde las camareras visten prendas desprovistas por completo de la función primaria de conservar el calor, lo cual, naturalmente, me ayudaba a mí a mantener el mío. Alegremente le hice una señal a una de ellas, aunque sabía que la muchacha interpretaría mis gestos simplemente como indicativos del deseo de pedir una copa.
La verdad es que no hizo ninguna interpretación en absoluto, ya que me ignoró, manteniendo firmemente su espalda desnuda en mi dirección.
—En realidad, Mordecai —le dije—, si quieres que te atiendan, tendrás que pedirlo tú mismo. Las leyes de la probabilidad no se han volcado todavía hacia mí; lo cual es una lástima, pues ya va siendo hora de que mi tío rico se muera y desherede a su hijo en mi favor.
—¿Tienes un tío rico? —preguntó Mordecai, con un destello de interés.
—¡No! Y eso es lo que aún me parece más injusto. Pide una copa, ¿quieres, Mordecai?
—Al diablo con ello —replicó ceñudamente Mordecai—. Que esperen.
Naturalmente, lo que me preocupaba no era que ellas esperasen, pero mi curiosidad venció a mi sed.
—Mordecai —dije—, pareces desdichado. De hecho, aunque tú no me hayas visto esta mañana, yo sí te he visto a ti. Has despreciado un taxi vacío en un momento en que valía su peso en oro, y luego, te has puesto a soltar juramentos al coger otro taxi.
—¿Sí? —dijo Mordecai—. Bueno, estoy harto de esos bastardos. Los taxis me acosan. Me siguen por todas partes en largas filas. No puedo ni tan siquiera mirar a la calzada sin que se detenga uno. Muchedumbres de camareros revolotean a mi alrededor. Los comerciantes abren sus establecimientos cerrados cuando me acerco. Todos los ascensores se abren en cuanto entro en un edificio, y me esperan estólidamente en el piso en que yo esté. En todas las oficinas imaginables, hordas sonrientes de recepcionistas acuden a mi encuentro para hacerme pasar. Funcionarios de segundo orden de todos los niveles de la Administración existen sólo para…
Contuve el aliento.
—Pero, Mordecai —dije—, eso es una buena suerte maravillosa. Las leyes de la probabilidad.
Lo que él sugirió que yo hiciera con las leyes de la probabilidad era del todo imposible, naturalmente, ya que son abstracciones carentes de elementos corpóreos.
—Pero, Mordecai —protesté—, todo eso contribuye a aumentar tu tiempo para escribir.
—No —replicó con energía—. No puedo escribir en absoluto.
—¿Por qué no, por el amor de Dios?
—Porque he perdido el tiempo para «pensar».
—¿Que has perdido «qué»? —pregunté débilmente.
—Todas esas esperas que tenía que hacer: en colas, esquinas de calles, antesalas…, era entonces cuando «pensaba», cuando ideaba lo que iba a escribir. Era mi tiempo esencial de preparación.
—No lo sabía.
—Yo tampoco, pero lo sé «ahora».
—Yo creía —le dije— que ese tiempo de espera te lo pasabas despotricando, jurando y consumiéndote de impaciencia.
—«Parte» del tiempo lo pasaba así. El resto, transcurría pensando. E incluso el tiempo que pasaba despotricando contra la injusticia del Universo era útil, pues me excitaba y hacía espumar hormonas a través de mi torrente sanguíneo, de tal modo que, cuando me ponía ante la máquina de escribir, descargaba todas mis frustraciones en un prolongado y vigoroso aporreamiento de teclas. Mi pensamiento suponía mi motivación intelectual y mi ira suministraba el móvil emocional. Los dos juntos originaban grandes bloques de excelente literatura, la cual brotaba de los oscuros e infernales fuegos de mi alma. ¿Y qué tengo «ahora»? ¡Mira!
Hizo chasquear suavemente los dedos pulgar y medio, y al instante una damisela escasamente vestida se hallaba junto a él, preguntando:
—¿Puedo servirle en algo, señor?
Claro que podía, pero Mordecai se limitó a encargar unas copas para los dos.
—Yo creía —dijo— que sólo era cuestión de acomodarse a la nueva situación, pero ahora sé que no hay acomodación posible.
—Puedes rehusar aprovechar la situación tal como te viene ofrecida.
—¿Que puedo? Ya me has visto esta mañana. Si rechazo un taxi, eso sólo significa que viene otro. Puedo rechazarlo cincuenta veces, y a la cincuenta y una habrá otro esperando. Me agotan.
—Bueno, entonces, ¿por qué no reservas una o dos horas todos los días para pensar en la comodidad de tu despacho?
—¡Exactamente! ¡En la comodidad de mi despacho! Sólo puedo pensar bien cuando me encuentro haciendo descansar mi peso alternativamente de un pie a otro en una esquina, o cuando estoy sentado en una silla de granito de una sala de espera azotada por corrientes de aire, o cuando permanezco hambriento en el desatendido comedor de un restaurante. Necesito el ímpetu de la indignación.
—Pero ¿no estás indignado ahora?
—No es lo mismo. Uno se puede indignar ante la injusticia, pero ¿cómo se puede indignar uno porque todo el mundo se muestre demasiado amable y atento? Ahora, yo «no» estoy indignado; simplemente estoy triste, y no puedo escribir en absoluto cuando estoy triste.
Permanecimos sentados durante la más infeliz Hora Feliz que jamás he conocido.
—Te juro, George —dijo Mordecai—, que creo que he sido objeto de una maldición. Creo que algún hada madrina, furiosa por no haber sido invitada a mi bautizo, ha encontrado por fin la única cosa peor que verse obligado continuamente a indeseados retrasos: la maldición de la sumisión total a los propios deseos.
A la vista de su desgracia, unas viriles lágrimas se me agolparon en los ojos al pensar que yo no era otro que el hada madrina a que él se refería, y que tal vez lo acabara averiguando. Después de todo, si eso ocurriese, en su desesperación podría matarse, o, lo que es mucho peor, matarme a mí.
Y luego llegó el horror final: tras pedir la cuenta y, naturalmente, recibirla al instante, la examinó con ojos apagados, me la pasó y dijo, con una risita seca y cortante:
—Toma, págala tú. Yo me voy a casa.
Pagué. ¿Qué otra opción tenía? Sin embargo, aquello dejó en mí una herida que aún siento en los días húmedos. Después de todo, ¿es justo que yo haya acortado en dos millones y medio de años la vida del Sol únicamente para tener que pagar unas copas? ¿Es eso justicia?
No volví a ver a Mordecai. Más tarde oí que había salido del país y que estaba de playero en algún lugar de los mares del Sur.
No sé exactamente qué hace un playero, pero sospecho que así nadie se hace rico. No obstante, tengo la seguridad de que, si está en la playa y quiere una ola, una ola acudirá inmediatamente.
Para entonces, un burlón camarero había traído nuestra cuenta y la había dejado entre nosotros, mientras George la ignoraba con la ostentación con que habitualmente suele hacerlo.
—No estarás pensando en pedirle a Azazel que haga algo por mí, ¿verdad, George? —le dije.
—Pues no —respondió—. Desgraciadamente, amigo mío, tú no eres la clase de persona en quien uno piensa en relación con buenas acciones.
—Entonces, ¿no harás nada por mí?
—Absolutamente nada.
—Muy bien —dije—. En ese caso, pagaré la cuenta.
—Es lo menos que puedes hacer —respondió George.