El mal que hace la bebida

—Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida —dijo George, con un suspiro fuertemente alcohólico.

—No, si fueses abstemio —repuse.

Me miró fijamente, con una expresión mezcla de reproche y de indignación en sus claros ojos azules.

—¿Cuándo no lo he sido? —preguntó.

—Desde que naciste —respondí; luego, comprendiendo que estaba siendo injusto con él, me apresuré a rectificar—. Desde que te destetaron.

—Supongo —dijo George—, que ése es uno de tus ineficaces intentos de humorismo.

Y, con aire totalmente abstraído, se llevó mi bebida a los labios, tomó un sorbo y la volvió a dejar sobre la mesa, sujetándola con garra de hierro.

Lo dejé pasar. Quitarle una bebida a George era algo muy similar a quitarle un hueso a un bulldog hambriento.

—Al formular mi observación —dijo—, estaba pensando en una joven por la que me sentía muy interesado, de forma puramente paternal, y que se llamaba Ishtar Mistik.

—Un nombre poco corriente —comenté.

—Pero apropiado, pues Ishtar es el nombre de la diosa babilónica del amor, y una verdadera diosa del amor es lo que era Ishtar Mistik…, en potencia al menos.

Ishtar Mistik —dijo George— era lo que se dice un hermoso ejemplar de mujer si uno tuviera una tendencia congénita a las descripciones incompletas. Su rostro era bello en el sentido clásico, con la perfección impresa en cada uno de sus rasgos, y se hallaba coronado por una aureola de dorados cabellos, tan delicados y rutilantes que semejaban un halo. Su cuerpo sólo podría ser descrito como afrodisíaco: ondulante y hermoso, una combinación de firmeza y ductilidad encerrada en una suave perfección.

Tu sucia mente tal vez induzca a preguntarte cómo es que conozco también la cualidad táctil de sus encantos, pero te aseguro que se trata de una valoración a distancia que yo puedo realizar gracias a mi experiencia general en tales cuestiones, y no por ninguna observación directa en este caso concreto.

Completamente vestida, componía una imagen más espléndida que ninguna de las que suelen presentar las revistas dedicadas a este tipo de artísticas perspectivas. Una cintura estrecha, coronada y cimentada por una doble suculencia que no podrías imaginar sin haberla visto; piernas largas, brazos airosos, movimientos embelesadores.

Y a pesar de que difícilmente podría pedirse más a semejante perfección física, Ishtar tenía además una mente aguda y flexible, había terminado sus estudios en la Universidad de Columbia con un magna cum laude…, aunque cabe suponer que el profesor universitario medio, al otorgar la licenciatura a Ishtar Mistik, podría sentirse inclinado a concederle el beneficio de la duda. Como tú también eres profesor, mi querido amigo —y lo digo sin ánimo de herir tus sentimientos—, no puedo por menos de tener una paupérrima opinión de la profesión en general.

Con todo esto, uno habría pensado que Ishtar tendría muchos hombres entre los que elegir e, incluso, que podría ir renovando su elección cada día. De hecho, yo había pensado alguna que otra vez que si llegara a elegirme a mí, me esforzaría por hacer frente al desafío, llevado de mi caballerosa consideración hacia el bello sexo, pero debo reconocer que no me atrevía a ponérselo de manifiesto.

Pues si Ishtar tenía un pequeño defecto, éste consistía en que ella resultaba una criatura un tanto intimidante. Su estatura rebasaba el metro ochenta, poseía una voz que, cuando se conmovía, parecía más bien un toque de trompeta, y se sabía que en cierta ocasión se había vuelto contra un individuo bastante corpulento que, incautamente, había intentado tomarse ciertas libertades con ella, levantándole en el aire y arrojándole al otro lado de la carretera, bastante ancha, hasta hacerle chocar contra una farola. El hombre pasó seis meses en el hospital.

La población masculina mostraba una cierta renuencia a entablar relaciones con ella, ni aun del tipo más respetuoso. El innegable impulso que se sentía, siempre resultaba abortado por una larga reflexión acerca de si en realidad no había riesgos físicos al intentarlo. Incluso yo mismo —por otra parte, valiente como un león, como sabes que soy—, me encontré pensando en la posibilidad de acabar con varios huesos rotos. Así, por acuñar una frase, la conciencia nos hace cobardes a todos.

Ishtar estaba al corriente de la situación, y una vez se lamentó amargamente de ella conmigo. Recuerdo muy bien la ocasión: era un magnífico día de primavera, y nos hallábamos sentados en un banco de Central Park. Recuerdo que en aquella ocasión no menos de tres hombres que hacían deporte por el parque no tomaron bien una curva al volverse para mirar a Ishtar y terminaron dándose de narices contra un árbol.

—Es probable que permanezca virgen toda mi vida —dijo, mientras le temblaba su deliciosamente curvado labio inferior—. Nadie parece interesarse en mí, nadie en absoluto. Y pronto cumpliré veinticinco años.

—Verás…, querida —dije, alargando con cierta cautela la mano para darle unas palmaditas en la suya—, debes comprender que los jóvenes se sienten atemorizados ante tu perfección física y no se consideran dignos de ti.

—Eso es ridículo —exclamó ella, con voz lo suficientemente fuerte como para que varios lejanos transeúntes se volvieran inquisitivamente en nuestra dirección—. Lo que estás tratando de decir es que se asustan de mí. Hay algo en la forma en que esos imbéciles me miran cuando somos presentados, y se frotan los nudillos cuando nos damos la mano, que me indica que no sucederá nada. Se limitan a decir «Encantado de conocerte» y se alejan rápidamente.

—Tienes que darle ánimos, mi querida Ishtar. Debes considerar al hombre como una frágil flor que sólo puede florecer adecuadamente bajo el cálido sol de tu sonrisa. De alguna manera debes darle a entender que eres receptiva a sus avances y abstenerte de todo intento de agarrarle por el cuello de la chaqueta y el fondo de los pantalones y estrellarle la cabeza contra la pared.

—Nunca he hecho eso —exclamó, indignada—. Bueno, casi nunca. ¿Y cómo diablos esperas que indique que soy receptiva? Ya sonrío y digo: «¿Cómo estás?», y siempre comento: «Hace un día espléndido», aunque no lo haga.

—No es suficiente, querida. Debes coger el brazo de un hombre y ponerlo suavemente bajo el tuyo. Podrías pellizcarle la mejilla, acariciarle el pelo, mordisquearle delicadamente las puntas de los dedos. Pequeñas cosas como ésas evidencian un interés, cierta disposición por tu parte a entregarte a besos y abrazos amistosos.

Ishtar pareció horrorizada.

—Yo no podría hacer eso. Sencillamente, no podría. He recibido una educación muy rigurosa. Me es imposible comportarme de ninguna manera que no sea la forma más correcta. Debe ser el hombre quien tome la iniciativa, y aun en ese caso, debo frenarle tan enérgicamente como pueda. Mi madre siempre me enseñó eso.

—Pero, Ishtar, hazlo cuando tu madre no esté mirando.

—No podría. Soy demasiado…, demasiado inhibida. ¿Por qué no puede un hombre simplemente…, simplemente venir a mí?

Se ruborizó a consecuencia de algún pensamiento que debió de cruzar su mente al pronunciar aquellas palabras, y se llevó al corazón su grande pero perfectamente moldeada mano. (Vagamente me pregunté si sabía lo privilegiada que era su mano en esos momentos).

Creo que fue la palabra «inhibida» lo que me dio la idea.

—Ishtar, hija mía —le dije—, ya lo tengo. Debes tomar bebidas alcohólicas. Algunas tienen un sabor muy agradable y producen un saludable efecto vigorizante. Si invitases a un joven a tomar contigo varios saltamontes, o margaritas, o cualquiera de una docena de bebidas que podría mencionar, te encontrarías con que tus inhibiciones disminuían rápidamente, y también las de él. Se atrevería a hacerte proposiciones que ningún caballero debería hacer a una dama, y tú, por tu parte, le soltarías una risita y le sugerirías una visita a un hotel que tú conoces y donde no te encontraría tu madre.

Ishtar suspiró y dijo:

—Eso sería maravilloso, pero no daría resultado.

—Ya lo creo que sí. Casi cualquier hombre estaría encantado de tomar una copa contigo. Si vacila, ofrécete a pagar tu misma la cuenta. Ningún hombre que valga algo rechazaría una copa cuando una dama se ofrece a…

—No es eso —me interrumpió—. El problema está en mí. Yo no puedo beber.

Jamás había oído nada semejante.

—Basta con que abras la boca, querida…

—Ya lo sé. Puedo «beber»…, o sea, tragar el líquido. La cuestión es el efecto que me produce. Me deja completamente aturdida.

—Pues no bebas tanto…

—Una sola copa me aturde, salvo cuando me marea y vomito. Lo he intentado montones de veces, y, sencillamente, no puedo tomar más de una copa, y una vez que las he tomado, en realidad ya no estoy de humor para…, ya sabes. Yo creo que es un defecto de mi metabolismo, pero mi madre dice que es un don del cielo destinado a conservarme virtuosa frente a las argucias de hombres perversos que tratarían de privarme de mi pureza.

Debo confesar que me quedé casi sin habla ante la idea de alguien que encontrara realmente algún mérito en la incapacidad para gozar de los placeres de la uva. Sin embargo, el pensamiento de semejante perversión robusteció mi audacia y me situó en un estado tal de indiferencia al peligro que apreté con fuerza el mórbido brazo de Ishtar y dije:

—Hija mía, déjamelo a mí. Yo lo arreglaré todo.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Sin duda, nunca te he hablado de mi amigo Azazel, ya que sobre este punto soy de una discreción absoluta…, veo que vas a asegurar que le conoces, y, teniendo en cuenta tu conocido historial de violador de la verdad —si puedo decirlo sin ánimo de turbarte—, no me sorprende.

Azazel es un demonio dotado de poderes mágicos. Un «pequeño» demonio. De hecho, sólo tiene dos centímetros de estatura. No obstante, eso es bueno, porque le hace sentirse ansioso por demostrar su valía y capacidad a alguien como yo, a quien se complace en considerar un ser inferior.

Como siempre, respondió a mi llamada, aunque es inútil que esperes que te dé detalles del método que utilizo para obtener su presencia. Controlarle, sería una tarea superior a las posibilidades de tu encanijado cerebro, dicho sea sin ánimo de ofender.

Llegó bastante malhumorado. Al parecer, estaba contemplando alguna clase de acontecimiento deportivo en el que había apostado cerca de cien mil zakinis, y parecía un poco contrariado por no poder presenciar el resultado. Yo le indiqué que el dinero no era más que basura y que él había sido puesto en este Universo para ayudar a inteligencias que lo necesitasen y no para acumular despreciables zakinis, que, de todos modos, perdería en la próxima apuesta, aunque los ganase ahora, lo cual era dudoso.

En un principio, estos razonables e incontrovertibles argumentos no contribuyeron en absoluto a calmar a la miserable criatura, cuya característica predominante es una tendencia un tanto desagradable hacia el egoísmo, de modo que le ofrecí una moneda de veinticinco centavos. Tengo entendido que el aluminio es el medio de cambio utilizado en su mundo, y, si bien no es mi intención inducirle a esperar una compensación material por la insignificante ayuda que podría dispensarme, deduje que los veinticinco centavos eran para él algo más de cien zakinis, ya que reconoció noblemente que mis preocupaciones eran más importantes que las suyas. Como yo digo siempre: la fuerza de la razón no puede por menos de acabar por imponerse.

Le expliqué el problema de Ishtar, y Azazel dijo:

—Por una vez, me planteas un problema razonable.

—Naturalmente —respondí—. Al fin y al cabo, como sabes, no soy un hombre irrazonable. Sólo necesito salirme con la mía para sentirme satisfecho.

—Sí —dijo Azazel—. Tu miserable especie no metaboliza eficientemente el alcohol, por lo que se acumula en la corriente sanguínea productos intermedios que producen varios desagradables síntomas asociados con la intoxicación…, palabra que, apropiadamente, se deriva, según me indican mis estudios de vuestros diccionarios, de los vocablos griegos que significan «veneno interior».

Solté una risita. En la actualidad, los griegos, como sabes, mezclan el vino con resina, y los antiguos griegos lo mezclaban con agua. No es extraño que hablasen de «veneno interior» cuando habían envenenado el vino antes de beberlo.

Azazel continuó:

—Bastará con ajustar apropiadamente las enzimas para que ella metabolice de modo rápido y certero el alcohol hasta la fase del fragmento de dos carbonos, que es la encrucijada metabólica para la grasa, el carbohidrato y el metabolismo proteínico, y entonces no habrá absolutamente ninguna muestra de intoxicación. Así, el alcohol se convertirá para ella en un saludable alimento.

—Necesitamos «algo» de intoxicación, Azazel; lo suficiente como para que se produzca una sana indiferencia con respecto a las necias estructuras aprendidas en las rodillas maternas.

Pareció comprenderme en seguida.

—Ah, sí; sé cómo son las madres. Recuerdo que mi tercera madre me decía: «Azazel, nunca debes cerrar tus membranas nictitantes delante de una joven maloba», y cómo puede uno…

Volví a interrumpirle.

—¿Puedes arreglar las cosas para que se dé una pequeña acumulación de productos intermedios, a fin de que se produzca sólo un poco de alegría?

—Sin ninguna dificultad —respondió Azazel, y con una repulsiva muestra de codicia, acarició la moneda que yo le había dado, la cual, puesta de canto, era más alta que él.

No tuve oportunidad de poner a prueba a Ishtar hasta más o menos una semana después. Fue en el bar de un hotel del barrio comercial de la ciudad, donde ella iluminaba el establecimiento hasta el punto de que varios clientes se pusieron gafas oscuras para mirarla.

Ella soltó una risita.

—¿Qué estamos haciendo aquí? «Sabes» que no puedo beber.

—Pero esto no será nada fuerte, querida. Es sólo zumo de menta. Te gustará.

Previamente me había puesto de acuerdo con el camarero, y le hice una seña para que sirviese un saltamontes.

Ella lo sorbió delicadamente y dijo:

—Oh, está bueno.

Luego, se recostó y lo dejó resbalar por la garganta con abandono. Se pasó la punta de su hermosa lengua por sus igualmente hermosos labios y dijo:

—¿Puedo tomar otro?

—Desde luego —respondí alegremente—. Bueno, lo podrías tomar si no fuese por el hecho de que, estúpidamente, he olvidado la cartera…

—Oh, yo pagaré. Tengo «montones» de dinero.

Siempre he dicho que una mujer hermosa nunca está a tanta altura como cuando se agacha para sacar una cartera del bolso que tiene entre los pies.

En esas circunstancias, bebimos abundantemente; por lo menos ella. Tomó otro saltamontes, luego un vodka, a continuación un whisky doble con soda y varias otras cosas, y después de haber bebido todo, no mostraba absolutamente ninguna señal de intoxicación, aunque su atractiva sonrisa era más intoxicadora que nada de cuanto había ingerido.

—Me siento cálida y pictórica —dijo—, y «dispuesta», ya sabes lo que quiero decir.

Creía saberlo, pero no quería apresurarme a sacar conclusiones.

—Me parece que no le gustaría a tu madre. (Poniéndola a prueba).

—¿Qué sabe mi madre de ello? —exclamó—. ¡Nada! ¿Y qué «va» a saber? Nada.

Me miró especulativamente y, luego, se inclinó, cogió mi mano y se la llevó a sus perfectos labios.

—¿A dónde podemos ir? —dijo.

Bueno, amigo mío, creo que ya sabes lo que pienso sobre este aspecto. No es probable que yo rechace a una dama joven que con anhelante cortesía me pide un sencillo favor. Se me ha educado para portarme siempre como un caballero. Sin embargo, en «esta» ocasión, se me ocurrieron varias cosas.

En primer lugar, aunque te cueste creerlo, he rebasado ligeramente —sólo ligeramente— mis mejores tiempos, y una mujer tan joven y tan fuerte como Ishtar podría tardar algún tiempo en satisfacerse, ya sabes lo que quiero decir. En segundo lugar, si después recordaba lo sucedido y decidía sentirse ofendida y considerar que yo me había aprovechado de ella, las consecuencias podrían ser harto desagradables. Ella era una criatura impulsiva, y podría romper un puñado de huesos antes de que yo tuviera oportunidad de explicarme.

Así, pues, sugerí que fuéramos andando a mi apartamento, y tomé el camino más largo. El aire fresco de la noche despejó su cabeza, y me vi a salvo.

Otros no se vieron a salvo. Más de un joven vino a hablarme de Ishtar, pues, como sabes, hay algo en la afable dignidad de mi porte que invita a la confidencia. Desgraciadamente, eso nunca sucedía en un bar, pues los hombres en cuestión parecían rehuir los bares, al menos por algún tiempo. Por lo general, habían intentado beber lo mismo que Ishtar —durante un rato—, con resultados desdichados.

—Estoy completamente seguro —decía uno de ellos— de que tenía un tubo oculto que iba desde la comisura de sus labios hasta un barril colocado bajo la mesa. No obstante, si crees que «eso» era algo, tenías que haber estado allí después.

El pobre hombre estaba macilento por el horror de la experiencia. Trató de explicármelo, pero sus palabras resultaban casi incoherentes.

—Las «exigencias» —repetía una y otra vez—. ¡Insaciable! ¡Insaciable!

Me alegré de haber tenido el buen sentido de evitar algo a lo que algunos hombres en la flor de su juventud apenas si habían logrado sobrevivir.

Como comprenderás, por ese entonces, no solía ver mucho a Ishtar. Ella se encontraba muy ocupada…, pero me daba cuenta de que estaba consumiendo a un ritmo vertiginoso las existencias de hombres núbiles. Tarde o temprano tendría que ampliar su radio de acción. Fue temprano.

Se reunió conmigo una mañana, cuando se disponía a salir para el aeropuerto. Estaba más zaftig[5] que nunca, más neumática, más impresionante en todas las medidas posibles. Nada de lo que había pasado parecía haberla afectado, excepto para más y mejor.

Sacó su botella del bolso.

—Ron —dijo—. Es lo que beben en el Caribe, y es una bebida suave y agradable.

—¿Te vas al Caribe, querida?

—Oh, sí, y a otros sitios. Los hombres de aquí parecen tener poca resistencia y espíritu débil. Me siento muy decepcionada de ellos, aunque ha habido momentos muy excitantes. Te estoy muy agradecida, George, por haberlo hecho posible. Parece que todo empezó cuando me ofreciste aquel zumo de menta. Pienso que no está bien que tú y yo no hayamos…

—Tonterías, querida. Yo trabajo para la Humanidad. Nunca pienso en mí.

Me dio un beso en la mejilla que quemaba como ácido sulfúrico, y se fue. Me enjugué la frente con gran alivio; no obstante, me halagaba el hecho de que, por una vez, mi petición a Azazel hubiera dado lugar a algo que había terminado felizmente, pues Ishtar, que, por herencia, era rica y por lo tanto independiente, ahora podía entregarse indefinidamente y sin daño a sus sencillos entusiasmos por los placeres alcohólicos y masculinos.

Eso creía yo, al menos.

No volví a tener noticias de ella hasta que hubo transcurrido más de un año. Había regresado a la ciudad, y me telefoneó. Tardé un rato en darme cuenta de quién era. Se encontraba histérica.

—Mi vida está acabada —me gritó—. Ni siquiera mi madre me quiere ya. No puedo comprender cómo ha sucedido, pero estoy segura de que tú tienes la culpa. Si no me hubieras ofrecido aquel zumo de menta, sé que nada de esto habría ocurrido jamás.

—Pero ¿qué ha sucedido, querida? —pregunté con voz trémula. Una Ishtar que estuviese furiosa conmigo no sería una Ishtar a la que uno pudiera acercarse sin peligro.

—Ven aquí. Te lo enseñaré.

Mi curiosidad algún día será mi perdición. Aquel día estuvo a punto de serlo. No pude resistir el impulso de ir a su mansión, situada en las afueras de la ciudad. Prudentemente, dejé detrás de mí abierta la puerta principal. Cuando ella se me acercó, empuñando un cuchillo de carnicero, di media vuelta y huí a una velocidad de la que me habría sentido orgullo en mis años mozos. Afortunadamente, no se hallaba en condiciones de seguirme, dado su estado.

Volvió a marcharse de la ciudad poco después y, que yo sepa, desde entonces no ha regresado. Vivo con el constante temor de que regrese algún día. Las Ishtar Mistiks de este mundo no olvidan.

George parecía pensar que había llegado al final de la historia.

—Pero ¿qué ocurrió? —pregunté.

—¿No lo comprendes? Su química corporal había sido regulada para convertir, de manera muy eficiente, el alcohol en el fragmento de dos carbonos que era la encrucijada del carbohidrato, la grasa y el metabolismo proteínico. El alcohol era para ella un saludable alimento. Bebía como una esponja de un metro ochenta…, increíblemente, y todo descendía a lo largo de la cadena metabólica hasta el fragmento de dos carbonos, y desde allí, ascendía por la cadena metabólica hasta la grasa. En una palabra, había engordado; en dos palabras, se había vuelto repulsivamente obesa. Toda su espléndida belleza se había dilatado y estallado en capa tras capa de sebo.

George meneó la cabeza, con una mezcla de horror y pesadumbre; luego, dijo:

—Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida.