Una noche, mi amigo George, suspirando de manera lúgubre, dijo:
—Tengo un amigo que es un klutz.
Moví afirmativamente la cabeza, con aire enterado.
—Dios los cría…
George me miró con asombro.
—¿Qué tiene que ver Dios con esto? Es extraordinaria tu habilidad para cambiar de tema. Supongo que es consecuencia de tu inteligencia, absolutamente deficiente…, que menciono con compasión, no como reproche.
—Bien, bien —dije—, como quiera que sea, cuando hablas de tu amigo el klutz, ¿te estás refiriendo a Azazel?
Azazel es el demonio o el ser extraterrestre (elija) de dos centímetros de estatura acerca del cual George está hablando constantemente, cosa que sólo deja de hacer en respuesta a una pregunta directa. Con voz glacial, dijo:
—«Azazel» no es un tema de conversación y no comprendo cómo has llegado a oír hablar de él.
—Dio la casualidad de que estaba a menos de un kilómetro de ti —repuse.
George no me hizo caso, sino que dijo:
—De hecho, la primera vez que oí la nada eufónica palabra klutz fue en una conversación con mi amigo Menander Block. Me temo que tú no le conoces, pues es un universitario y, por lo tanto, bastante selectivo en sus amistades, cosa que, observándote a ti, difícilmente se le puede censurar.
La palabra klutz aludía, según me dijo, a una persona torpe y desmañada.
—Y eso soy yo —dijo—. Deriva de una palabra yiddish que, tomada literalmente, significa trozo de madera, leño, tronco; y, naturalmente, eso es, como sabes, lo que significa mi apellido, Block.
Suspiró profundamente.
—Y, sin embargo, no soy un klutz en el sentido estricto de la palabra. No hay en mí nada rudo ni torpe. Bailo con la ligereza de un céfiro y con la gracia de una libélula; mis movimientos son como los de los silfos; y si yo juzgase oportuno permitírselo, numerosas mujeres podrían dar testimonio de mi habilidad como discípulo del arte amatorio. Lo que ocurre, más bien, es que soy un klutz a larga distancia. Sin que yo mismo resulte afectado, todo a mi alrededor adquiere características klutz. El Universo entero parece tropezar con sus pies cósmicos. Supongo que, si mezclamos idiomas y combinamos el griego con el yiddish, soy un «teleklutz».
—¿Cuánto tiempo lleva sucediendo eso, Menander? —le pregunté.
—Toda mi vida, pero, naturalmente, sólo de adulto me percaté de que poseía esa peculiar cualidad. De joven, simplemente daba por supuesto que lo que me sucedía era normal por completo.
—¿Has hablado de esto con alguien?
—Claro que no, George. Me tomarían por loco. ¿Se puede visitar a un psiquiatra, por ejemplo, enfrentándose al fenómeno del teleklutzismo? Me metería en un asilo mental desde la primera sesión y escribiría un informe sobre su descubrimiento de una nueva psicosis, y es probable que se hiciese millonario con ello. No pienso ir a un manicomio sólo para enriquecer a algún avispado mediquillo mental. No le puedo contar esto a «nadie».
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí, Menander?
—Porque, por otra parte, me parece que debo contárselo a alguien si quiero seguir funcionando. Y resulta que a ti por lo menos te conozco.
No entendía su razonamiento, pero me di cuenta de que me iba a ver sometido una vez más a las nada deseables confidencias de mis amigos. Sabía bien que ése era el precio que debía pagar por mi comprensión, simpatía y, sobre todo, por mi proverbial reserva… Ni que decir tiene que contigo hago una excepción, ya que es sabido que tienes un período máximo de atención de cinco segundos y un período de memoria bastante menor.
Con un gesto, pedí otra copa y, mediante un arcano signo que sólo yo conozco, indiqué que se lo cargasen a la cuenta de Menander. Después de todo, un trabajador se merece su salario.
—¿Cómo se manifiesta ese teleklutzismo, Menander?
—En su forma más simple, y en la manera en que primero llamó mi atención, se manifiesta en el tiempo peculiar que acompaña a mis viajes. No viajo mucho, y cuando lo hago, voy en coche; y cuando viajo en coche, llueve. No importa cuál sea el pronóstico meteorológico ni lo brillantemente que luzca el sol cuando salgo. Las nubes se agolpan, oscurece y empieza a lloviznar, y luego, a diluviar. Cuando mi teleklutzismo está en plena acción, la temperatura baja de golpe y tenemos una tormenta de nieve.
»Naturalmente, tengo buen cuidado de no cometer imprudencias. Me abstengo de ir en coche a Nueva Inglaterra hasta bien pasado marzo. La primavera pasada fui a Boston el 6 de abril, y no tardó en producirse la primera nevada abrileña en toda la historia de la Oficina Meteorológica de Boston. En una ocasión, me dirigí a Williamsburg, Virginia, el 28 de marzo, suponiendo que dispondría de unos días de gracia, habida cuenta de que estaba entrando en el cálido Sur. ¡Ja! Williamsburg se encontró aquel día con veinte centímetros de nieve, y los nativos la frotaban entre sus dedos preguntándose unos a otros qué sería aquella cosa blanca.
»He pensado muchas veces que, si imaginamos el Universo colocado bajo la dirección personal de Dios, podríamos representarnos al arcángel Gabriel acudiendo presuroso ante la presencia divina y exclamando: “Dos galaxias están a punto de colisionar en una catástrofe enorme, oh Santísimo”, y Dios respondería: “No me molestes ahora, Gabriel, estoy ocupado haciendo llover sobre Menander”.
—Podrías sacar partido de la situación, Menander —dije—. ¿Por qué no vendes tus servicios como especialista en terminar con sequías por sumas fabulosas?
—Ya lo he sopesado, pero sólo el pensar en ello elimina cualquier lluvia que pudiera producirse durante mis viajes. Además, si la lluvia llegara cuando se la necesita, es probable que produjera una inundación.
»Y no es sólo la lluvia, o los embotellamientos de tráfico, o la desaparición de mojones de señalización; hay millares de otras cosas. Valiosos objetos se rompen espontáneamente en mi presencia, o se les caen a otras personas, sin que pueda atribuírseme ninguna responsabilidad en ello. En Batavia, Illinois, funciona un avanzado acelerador de partículas. Un día, un experimento particularmente importante resultó frustrado a consecuencia de un fallo en su sistema de vacío, un fallo completamente inesperado. Sólo yo sabía —al día siguiente, es decir, cuando leí en el periódico la noticia del incidente— que en el preciso momento de producirse la avería yo pasaba en un autobús por las afueras de Batavia. Naturalmente, llovía.
»En este mismo momento, amigo mío, algunos de los exquisitos vinos que envejecen en las bodegas de este magnífico establecimiento se están avinagrando. Alguien que pase ahora junto a esta mesa se encontrará al llegar a su casa con que las cañerías de su sótano han reventado en el preciso momento en que pasaba a mi lado; salvo que no sabrá que pasó junto a mí en ese preciso instante ni que el hecho de pasar a mi lado fue la causa. Y, así, habrá docenas de accidentes…, es decir, supuestos accidentes.
Sentí compasión hacia mi joven amigo. Y se me heló la sangre al pensar que yo estaba sentado a su lado y que podrían estar ocurriendo catástrofes inimaginables en mi acogedora morada.
—En resumen —dije— ¡tú eres un gafe!
Menander echó hacia atrás la cabeza y me miró altivamente.
—Gafe —aclaró— es el nombre vulgar; teleklutz, el científico.
—Bueno, pues gafe o teleklutz, supón que te dijese que yo podría liberarte de esa maldición.
—Ciertamente, es una maldición —dijo con aire sombrío Menander—. Muchas veces he pensado que, cuando nací, algún hada perversa, irritada por no haber sido invitada al bautizo… ¿Estás tratando de decirme que tú puedes anular maldiciones porque eres un hada buena?
—No soy ninguna clase de hada —repliqué con severidad—. Pero supón que puedo eliminar ese mal…, esa condición tuya.
—¿Cómo diablos podrías hacerlo?
—Una expresión muy adecuada —comenté—. Bien, ¿qué me dices?
—¿Qué sacas «tú» con ello? —preguntó recelosamente.
—La reconfortante sensación de haber ayudado a un amigo a salvarse de una vida horrible.
Menander reflexionó unos instantes y, luego, meneó vigorosamente la cabeza.
—Eso no es suficiente.
—Naturalmente, si quieres ofrecerme alguna pequeña suma…
—No, no. Yo no pensaría en insultarte de esta manera. ¿Ofrecer una suma de dinero a un «amigo»? ¿Fijar un valor fiscal a la amistad? ¿Cómo has podido pensar eso de mí, George? Lo que quería decir es que suprimir mi teleklutzismo no es suficiente. Debes hacer algo más que eso.
—¿Cómo se puede hacer más?
—¡Reflexiona! Durante toda mi vida he sido responsable de innumerables daños, desde simples molestias hasta auténticas catástrofes, que le han acaecido tal vez a millones de personas inocentes. Aunque a partir de este momento no le traiga mala suerte a nadie, el mal que he causado hasta ahora, a pesar de que nunca haya sido de manera voluntaria ni algo por lo que se me pueda considerar culpable, es más de lo que puedo soportar. Debo tener algo que lo compense todo.
—¿Por ejemplo?
—Debo ponerme en situación de salvar a la Humanidad.
—¿Salvar a la Humanidad?
—¿Qué otra cosa puede compensar el inconmensurable daño que he causado? Si vas a eliminar mi maldición, sustitúyela por la capacidad de salvar a la Humanidad en alguna gran crisis.
—No estoy seguro de que pueda hacerlo.
—«Inténtalo», George. No retrocedas en este momento decisivo. Yo siempre digo que si vas a hacer algo, hazlo bien. Piensa en la Humanidad, amigo mío.
—Espera un instante —dije, alarmado—, estás echando todo este asunto sobre mis hombros.
—Claro que sí, George —respondió Menander de manera encendida—. ¡Hombros anchos y resistentes! ¡Hechos para soportar cargas! Ve a casa, George, y haz lo necesario para apartar de mí esta maldición. Una Humanidad agradecida derramará sobre ti sus bendiciones, salvo, naturalmente, que nunca lo sabrá, pues yo no se lo diré a nadie. Tus buenas acciones no deben quedar mancilladas saliendo a la luz pública, y, confía en mí, yo no las sacaré.
Hay en la amistad desinteresada algo maravilloso que no puede ser igualado por ninguna otra cosa en la Tierra. Me levanté al instante para realizar mi tarea, y lo hice con tanta rapidez que olvidé pagar la mitad de la cuenta que me correspondía. Por fortuna, Menander no se dio cuenta de ello hasta que yo hube salido sin contratiempos del restaurante.
Me costó un poco establecer contacto con Azazel, y cuando lo logré, él no parecía de muy buen humor. Su cuerpecillo de dos centímetros de altura estaba envuelto en un sonrosado resplandor, y dijo con su voz aguda:
—¿No has pensado que podría estar duchándome?
—Se trata de una emergencia grave, oh «Poderoso-para-quien-las-palabras-son-insuficientes».
—Bien, entonces dime de qué se trata, pero, ojo, no te tomes todo el día para hacerlo.
—Desde luego —dije, y expuse el asunto con admirable precisión.
—Hum —murmuró Azazel—. Por una vez, me has presentado un problema interesante.
—¿Sí? ¿Quieres decir que realmente existe algo como el teleklutzismo?
—Oh, sí. La mecánica cuántica deja perfectamente claro que las propiedades del Universo dependen, en cierta medida, del observador. Así como el Universo afecta al observador, el observador afecta al Universo. Algunos observadores afectan al Universo adversamente o, al menos, adversamente con respecto a otros observadores. De modo que un observador puede acelerar el proceso de formación de una supernova, lo cual irritaría a otros observadores que pudieran encontrarse incómodos cerca de la estrella en ese momento.
—Comprendo. Bien, ¿puedes ayudar a mi amigo Menander y librarle de ese efecto cuántico-observacional?
—¡Oh, desde luego! ¡Es muy sencillo! Tardaré diez segundos y, luego, podré volver a mi ducha y al rito de las korati, que realizaré con dos saminis de belleza inimaginable.
—¡Espera! ¡Espera! Eso no es suficiente.
—No seas estúpido. Dos saminis son «de sobra» suficientes. Sólo un libertino querría tres.
—Me refiero a que no es suficiente suprimir el teleklutzismo. Menander, además, quiere estar en situación de salvar a la Humanidad.
Por un momento, pensé que Azazel iba a olvidar nuestra larga amistad y todo lo que yo había hecho por él, proponiéndole interesantes problemas que es probable que perfeccionasen su inteligencia y sus habilidades mágicas. No entendí todo lo que dijo, pues la mayoría de las palabras pertenecían a su propio idioma, pero sonaban como sierras que se restregasen contra clavos oxidados.
Finalmente, cuando se hubo calmado su acaloramiento, dijo:
—¿Cómo voy a hacer eso?
—¿Es demasiado para el «Apóstol de lo Increíble»?
—¡Ya lo creo! Pero, veamos…
Meditó unos instantes, y luego exclamó:
—Pero ¿qué puede «querer» salvar a la Humanidad? ¿Qué valor tiene eso? Hacéis que apeste toda esta sección… Bien, bien, creo que se puede hacer.
No tardó diez segundos, sino media hora, y fue media hora muy penosa, con Azazel gruñendo durante parte del tiempo, y cuando no lo hacía, se preguntaba dónde le iban a esperar las samini.
Acabó totalmente fatigado, lo que, por supuesto, significaba que yo tendría que comprobar el asunto sobre Menander Block.
La siguiente ocasión que vi a Menander, le dije:
—Estás curado.
Me miró con hostilidad.
—¿Sabes que me endosaste la cuenta de la cena la otra noche?
—Seguramente que eso carece de importancia en comparación con el hecho de que estás curado.
—Yo no me siento curado.
—Anda, ven. Vamos a dar una vuelta en coche. Ponte tú al volante.
—Parece que ya se está nublando. ¡Valiente curación!
—¡Conduce! ¿Qué tienes que perder?
Sacó el coche del garaje en marcha atrás. Un hombre que pasaba por el otro lado de la calle no tropezó con un rebosante cubo de basura.
Menander condujo calle abajo. El disco no se puso en rojo cuando se acercó a él, y dos coches patinaron el uno hacia el otro en el cruce siguiente, pero pasaron a confortable distancia entre sí.
Para cuando llegó al puente, el tiempo había despejado y un cálido sol brillaba sobre el coche; pero no en sus ojos.
Cuando finalmente llegamos a casa, estaba llorando, y no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo. Me encargué de aparcar el coche y le hice un pequeño rasguño. No obstante, no era «yo» quien se había curado del teleklutzismo. Sin embargo, podría haber sido peor: podría haber rozado mi propio coche.
Durante los días siguientes, estuvo buscándome continuamente. Al fin y al cabo, yo era el único que podía comprender el milagro que se había producido.
Decía:
—Fui a un baile, y ni una sola persona tropezó con los pies de su pareja y se cayó y se rompió una clavícula. Yo podía bailar ágilmente, con total abandono, y mi pareja no se mareaba ni se le revolvía el estómago, ni siquiera aunque hubiera comido en exceso.
O:
—En el trabajo estaban instalando un nuevo aparato de aire acondicionado, y ni una sola vez se le cayó en los pies al operario, rompiéndole los dedos de manera permanente.
O, incluso:
—He visitado a un amigo en el hospital, cosa que antes ni siquiera habría soñado hacer, y en ninguna de las habitaciones ante las que pasé se salió de una vena la aguja intravenosa. Ni tampoco falló su objetivo una sola jeringuilla hipodérmica.
A veces, me preguntaba con voz entrecortada:
—¿Estás seguro de que tendré una oportunidad de salvar a la Humanidad?
—Completamente —respondía yo—. Eso forma parte de la curación.
Pero, más adelante, un día vino a verme, y su rostro mostraba una expresión ceñuda.
—Escucha —dijo—. Acabo de ir al Banco para preguntar el saldo de mi cuenta corriente, que es un poco más bajo de lo que debiera por la forma en que te las arreglas para marcharte de los restaurante antes de que traigan la cuenta, y no he podido obtener respuesta porque el ordenador se ha estropeado justo en el momento en que yo entraba. Todo el mundo se hallaba desconcertado. ¿Está desapareciendo el efecto de la curación?
—Es imposible —respondí—. Quizá no tenga nada que ver contigo. Podría haber por ahí algún otro teleklutz que no se haya curado. Tal vez le dio por entrar justo en el momento en que tú lo hacías.
Pero no era eso. El ordenador del Banco se averió en otras dos ocasiones en que trató de comprobar el estado de su cuenta corriente. (Su nerviosismo por las miserables sumas de las que yo había olvidado hacerme cargo resultaba completamente nauseabundo en un hombre adulto). Finalmente, cuando el ordenador de su empresa se estropeó al pasar él ante la oficina en que se hallaba instalado, vino a mí en un estado que sólo puedo describir como pánico.
—¡Ha vuelto! —exclamó con un chillido—. ¡Te digo que ha vuelto! Esta vez no puedo soportarlo. Ahora que me he acostumbrado a la normalidad, no puedo volver a mi antigua vida. Tendré que suicidarme.
—No, no, Menander. Eso es ir demasiado lejos.
Pareció reprimirse cuando estaba a punto de lanzar otro chillido, y reflexionó en mis juiciosas palabras.
—Tienes razón —dijo—. Eso sería ir demasiado lejos. Supongamos que, en lugar de ello, te mato a ti. Al fin y al cabo, nadie te echará de menos, y yo me sentiré «un poco» mejor.
Yo comprendía su postura, pero sólo hasta cierto punto.
—Antes de que hagas nada —le dije—, déjame que compruebe esto. Ten paciencia, Menander. Después de todo, hasta el momento sólo ha ocurrido con ordenadores, ¿y a quién le importan los ordenadores?
Me marché rápidamente, antes de que pudiera preguntarme cómo se las iba a arreglar para obtener el saldo de su cuenta corriente si los ordenadores se estropeaban siempre que él se acercaba. En realidad, era un mono-maniaco del tema.
Y también lo era Azazel, en otro tema. Parece ser que esta vez se hallaba realmente dedicado a lo que fuera que estuviese haciendo con las dos saminis, y cuando llegó, todavía estaba dando saltos mortales. Hoy es el día en que aún no sé qué tenían que ver los saltos mortales con ello.
No creo que llegara a serenarse de verdad, pero logró explicarme lo que sucedía, y entonces me vi en el trance de hacer lo propio con Menander.
Insistí en reunirme con él en el parque. Elegí una zona bastante concurrida, ya que tendría que contar con un salvamento rápido si él perdía la cabeza en sentido figurado e intentaba que yo perdiese la mía en sentido literal.
—Menander, tu teleklutzismo todavía funciona —le expliqué—, pero sólo con los ordenadores. «Sólo con los ordenadores». Te doy mi palabra. Respecto a todo lo demás, estás curado «para siempre».
—Bueno, entonces cúrame para los ordenadores.
—Es que eso no se puede hacer, Menander. No estás curado para los ordenadores, y eso es para siempre. —Apenas susurré las últimas palabras, pero me oyó.
—¿Por qué? ¿Qué clase de atolondrado, imbécil, superferolítico y omnilutzístico culo de camello bacteriano enfermo eres tú?
—Haces que parezca como si hubiera muchas clases, Menander, lo cual es absurdo. ¿No comprendes que querías salvar al mundo, y que a eso se debe lo que ha sucedido?
—No, no lo entiendo. Explícamelo y tómate tiempo. Tienes quince segundos.
—¡Sé razonable! La Humanidad se está enfrentando a una sobresaturación de ordenadores. Los ordenadores van a hacerse rápidamente más versátiles, más capaces y más inteligentes. Los seres humanos cada vez dependen más de ellos. Se acabará construyendo un ordenador que asumirá rápidamente la dirección del mundo y dejará a la Humanidad sin nada que hacer. Es muy posible que decida destruir a la Humanidad como innecesaria. Naturalmente, nos decimos a nosotros mismos que siempre podemos «desenchufarlo», pero tú sabes que no podremos hacer eso. Un ordenador lo suficiente inteligente como para realizar sin nosotros el trabajo del mundo, podrá defender su propio enchufe y, si de eso se trata, encontrar su propia electricidad.
»Será invencible, y la Humanidad se hallará condenada. Y ahí, amigo mío, es donde intervienes tú. Serás conducido a su presencia, o quizá te baste con pasar a unos kilómetros de él, y la Humanidad quedará salvada. ¡La Humanidad quedará salvada! ¡Piensa en ello! ¡Piensa en ello!
Menander pensó en ello. No parecía sentirse muy feliz. Luego, dijo:
—Pero, mientras tanto, no puedo acercarme a los ordenadores.
—Bueno, era preciso afianzar y hacer absolutamente permanente el klutzismo en lo referente a los ordenadores para estar seguro de que nada saldría mal cuando llegase el momento, de que el ordenador no se defendería de alguna manera contra ti. Es el precio que se ha de pagar por este gran don de salvación que tú mismo pediste, y por el que serás eternamente honrado en el futuro por la Historia.
—¿Sí? —dijo—. ¿Y cuándo va a tener lugar esa salvación?
—Según Azaz…, según mis fuentes —respondí—, debe ocurrir dentro de unos sesenta años, aproximadamente. No obstante, míralo de esta manera. Ahora sabes que, por lo menos, vivirás noventa años.
—Y, entretanto —dijo Menander levantando la voz, indiferente a la forma en que las gentes que pasaban se volvían para mirarnos—, entretanto el mundo se irá llenando más y más de ordenadores, y yo me veré privado de hacer cada vez más cosas y me hallaré encerrado en mi propia cárcel…
—¡Pero al final salvarás a la Humanidad! ¡Eso es lo que querías!
—¡Al diablo la Humanidad! —aulló Menander, y se levantó y se precipitó sobre mí.
Logré escabullirme, pero sólo porque varias personas que se encontraban en las proximidades sujetaron al pobre hombre.
En la actualidad, Menander está en tratamiento con un psiquiatra freudiano del tipo más resuelto. Seguramente, le costará una fortuna, y, por supuesto, no le servirá de nada.
Terminado su relato, George clavó la vista en su jarra de cerveza, que yo sabía que tendría que pagar de mi bolsillo.
—Esta historia tiene una moraleja —dijo.
—¿Cuál?
—El mundo está lleno de desagradecidos.