El sordo rumor

Hago todo lo posible por no creer las cosas que me cuenta mi amigo George. ¿Cómo voy a creer a un hombre que me dice que tiene acceso a un demonio de dos centímetros de estatura al que llama Azazel, un demonio que, en realidad, es un personaje extraterrestre de poderes extraordinarios pero estrictamente limitados?

Y, sin embargo, George tiene la capacidad de mirarme fijamente con sus azules ojos y hacer que lo crea de momento…, mientras habla. Supongo que es el efecto del «viejo marinero».

Una vez, le dije que me parecía que su pequeño demonio le había otorgado el don de la hipnosis verbal, pero George lanzó un suspiro y respondió:

—¡En absoluto! Si me ha dado algo, es la maldición para atraer confidencias…, salvo que ése ya era mi sino mucho antes de conocer a Azazel. Las gentes extraordinarias insisten en abrumarme con las historias de sus infortunios. Y a veces…

Meneó la cabeza con profundo abatimiento.

—A veces —continuó—, la carga que como consecuencia de eso debo sobrellevar es más de lo que la carne humana puede soportar.

En cierta ocasión, por ejemplo, conocí a un hombre llamado Hannibal West… La primera vez que le vi —dijo George— fue en el vestíbulo de un hotel en donde me hospedaba. Me fijé en él principalmente porque me obstaculizaba la visión de una escultural camarera que iba encantadora e insuficientemente vestida. Supongo que pensó que le estaba mirando a él, cosa que, con toda seguridad, no habría hecho por mi propia voluntad, y él lo tomó como un ofrecimiento de amistad.

Se acercó a mi mesa, trayendo consigo su bebida, y se sentó sin un «con su permiso». Por naturaleza, yo soy un hombre cortés, por eso le recibí amistosamente con un gruñido y una mirada feroz, que él aceptó con toda tranquilidad.

—Me llamo Hannibal West —dijo—, y soy profesor de Geología. Mi interés especial se centra en la espeleología. Por casualidad, ¿no será usted también espeleólogo?

Al instante comprendí que creía haber encontrado un alma gemela. Se me revolvió el estómago ante semejante posibilidad, pero me mantuve cortés.

—Me interesan todas las palabras extrañas —dije—. ¿Qué es la espeleología?

—Cuevas —respondió—. El estudio y la exploración de las cuevas. Ése es mi hobby, señor. He explorado cuevas en todos los continentes, menos en la Antártida. Sé de cuevas más que nadie en el mundo.

—Muy agradable —dije—, e impresionante.

Considerando que de esta forma ponía fin a un encuentro sumamente insatisfactorio, le hice una seña a la camarera para que volviese a llenar mi vaso, y observé, con científica concentración, su ondulante avance a través de la sala.

Sin embargo, Hannibal West no entendió que aquello fuera el final.

—Sí —dijo, asintiendo vigorosamente con la cabeza—, tiene usted razón al decir que es impresionante. Yo he explorado cuevas que son desconocidas para el mundo. He entrado en grutas subterráneas jamás holladas por las pisadas de un ser humano. En la actualidad, soy una de las pocas personas vivas que ha llegado hasta donde ningún hombre ni mujer lo haya hecho nunca. Yo he respirado un aire no alterado hasta entonces por los pulmones de un ser humano, y he visto escenas y oído sonidos que ningún ser humano ha visto ni oído jamás…, y estoy vivo. —Se estremeció.

Mi bebida había llegado, y la tomé con gratitud, admirando la gracia con que la camarera se inclinaba ante mí para depositarla en la mesa. Dije, sin pensar en realidad lo que hacía:

—Es usted un hombre afortunado.

—No —replicó West—. Soy un desdichado pecador, llamado por el Señor para vengar los pecados de la Humanidad.

Ahora, por primera vez, lo miré fijamente, y el fanatismo que brillaba en sus ojos me dejó casi petrificado.

—¿En las cuevas? —pregunté.

—En las cuevas —respondió con tono solemne—. Créame. Como profesor de Geología, sé de qué estoy hablando.

Yo había conocido a lo largo de mi vida a numerosos profesores que no se encontraban en el mismo caso, pero me abstuve de mencionar el hecho.

Es posible que West leyese mi opinión en mis expresivos ojos, pues sacó un recorte de periódico de una cartera de mano que había dejado a sus pies y me lo entregó.

—¡Aquí tiene! —dijo—. ¡Lea esto!

No puedo decir que resultara muy esclarecedor. Era un artículo suelto de tres párrafos, tomado de algún periódico local. El titular decía: «Un sordo rumor», e iba fechado en East Fishkill, Nueva York. En él se informaba de que los habitantes de la localidad se habían quejado al Departamento de Policía de un sordo rumor que les había producido inquietud y que había causado gran agitación entre la población canina y felina de la ciudad. La Policía no había dado la menor importancia al asunto, considerando que se trataba del sonido de una tormenta lejana, aunque el servicio meteorológico negó tajantemente que ese día se hubiera producido alguna tormenta en ningún punto de la región.

—¿Qué opina de «eso»? —preguntó West.

—¿Podría haber sido una epidemia masiva de indigestión?

Rió brevemente, como si la sugerencia no mereciese siquiera su desprecio, aunque nadie que haya experimentado indigestión alguna vez lo consideraría así.

—Tengo recortes similares de periódicos —prosiguió— de Liverpool, Inglaterra; Bogotá, Colombia; Milán, Italia; Rangún, Birmania, y tal vez de medio centenar más de lugares de todo el mundo. Los he recopilado. Todos hablan de un penetrante rumor que provocó miedo e inquietud y enloqueció a los animales, y todos los casos se produjeron dentro de un período de dos días.

—Un singular acontecimiento mundial —dije.

—¡Exactamente! ¡Indigestión…! ¡Ya, ya!

Me miró ceñudamente, tomó un sorbo de su bebida y luego se dio unos golpecitos en el pecho.

—El Señor me ha puesto un arma en mi mano, y debo aprender a utilizarla.

—¿Qué arma es ésa? —pregunté.

No respondió directamente.

—Encontré la cueva por pura casualidad —dijo—, cosa que prefiero, pues cualquier cueva cuya entrada sea demasiado ostensible resulta propiedad común y han entrado en ella millares de personas. Muéstreme una abertura estrecha y escondida, una que se halle cubierta de vegetación, oscurecida por piedras caídas, velada por una catarata, precariamente situada en un lugar casi inaccesible, y yo le mostraré una cueva virgen, digna de ser examinada. ¿Dice que no sabe nada de espeleología?

—He estado en cuevas, por supuesto —dije—. Las Cavernas Luray, en Virginia…

—¡Puramente comerciales! —exclamó West, haciendo una mueca y buscando un lugar adecuado en el suelo en donde escupir. Afortunadamente, no encontró ninguno—. Como usted no sabe nada de las divinas alegrías de la espeleología —continuó—, no le aburriré con explicaciones de dónde la encontré y cómo la exploré. Naturalmente, siempre es arriesgado explorar cuevas nuevas sin compañeros pero a mí me gusta realizar exploraciones en solitario. Al fin y al cabo, nadie puede igualarme en este tipo de actividad, por no hablar del hecho de que soy tan «audaz» como un león.

»En este caso, realmente fue una suerte que estuviese solo, pues habría sido peligroso que otro ser humano descubriera lo que yo hallé. Llevaba varias horas explorando, cuando llegué a una amplia y silenciosa estancia llena de una espléndida profusión de estalactitas que pendían del techo y estalagmitas que brotaban del suelo. Bordeé las estalagmitas, dejando que se desenrollara tras de mí el cordel que utilizo para no extraviarme, y me encontré ante lo que debía de haber sido una gruesa estalagmita que se había quebrado al nivel de alguna hendidura natural. A su lado había unos fragmentos de piedra caliza. No puedo decir qué habría causado aquella fractura…, quizás algún corpulento animal que, perseguido, había penetrado en la cueva y tropezado contra la estalagmita en la oscuridad, o quizás un terremoto de poca intensidad había encontrado a esta estalagmita más débil que a las otras.

»Sea como fuere, el muñón de estalagmita ahora tenía su parte superior cubierta por una superficie lisa, ligeramente húmeda, pero lo suficiente como para que brillara bajo la luz de mi linterna. Su forma era redondeada y presentaba una intensa semejanza con un tambor. Era tal el parecido, que, automáticamente, alargué la mano derecha y di sobre él un golpecito con el dedo índice.

Apuró de un trago su bebida y continuó:

—«Era» un tambor; o, al menos, era una estructura que producía una vibración al ser golpeada. Tan pronto como la toqué, un sordo rumor llenó la estancia; un vago sonido, situado justamente en el umbral de la audición y casi subsónico. De hecho, como pude determinar más tarde, la porción de sonido cuyo timbre era lo bastante alto como para ser oído, constituía una mínima fracción del total. Casi todo el sonido se expresaba en poderosas vibraciones, demasiado pequeñas para que las pudiera captar el oído, aunque hacían retemblar al cuerpo. Esa inaudible reverberación me proporcionó la sensación más desagradablemente turbadora que pueda imaginar.

»Jamás había conocido un fenómeno semejante. La fuerza de mi pulsación había sido nimia. ¿Cómo podía haberse convertido en una vibración tan poderosa? Nunca he logrado entenderlo del todo. Naturalmente, en el subsuelo hay poderosas fuentes de energía. Podría existir una forma de extraer el calor del magma, convirtiendo en sonido una pequeña parte de él. El golpecito inicial podría liberar más energía sonora, adicional, una especie de láser sónico, o, si sustituimos “luz” por “sonido” en el acrónimo, podemos llamarlo “sáser”.

—Jamás he oído una cosa semejante —dije severamente.

—No —respondió West con una desagradable risita—, estoy seguro de ello. No es algo de lo que alguien haya oído hablar. Alguna combinación de disposiciones geológicas ha producido un «sáser» natural. Es algo que no ocurriría por accidente más de una vez en un millón de años quizás, y aun entonces sólo en un punto del planeta. Acaso se trate del fenómeno más insólito de la Tierra.

—Eso es ir muy lejos, partiendo sólo de un golpecito dado con un dedo índice —dije.

—Como científico, señor, le aseguro que no me conformé con un solo golpecito. Procedí a experimentar. Di golpes más fuertes, y no tardé en comprender que podría resultar gravemente lesionado a consecuencia de las reverberaciones que se producían en el recinto. Establecí un sistema mediante el cual podía dejar caer sobre el «sáser» piedras de diferentes tamaños, valiéndome para ello de un improvisado aparato que manejaba desde fuera de la cueva. Descubrí que el sonido podía oírse a distancias sorprendentes desde el exterior de la cueva. Utilizando un sencillo sismómetro, descubrí que podía captar vibraciones claras a varios kilómetros de distancia. Finalmente, dejé caer una serie de guijarros, uno tras otros, y el efecto fue acumulativo.

—¿Y fue ése el día en que se oyeron sordos rumores por todo el mundo? —pregunté.

—Efectivamente —respondió—. No se halla usted tan infradotado mentalmente como parece. El planeta entero sonaba como una campana.

—He oído que terremotos especialmente intensos producen ese efecto.

—Sí, pero este «sáser» puede producir una vibración más fuerte que la de cualquier terremoto, y puede hacerlo en determinadas longitudes de onda; en una longitud de onda puede separar el contenido de las células…, por ejemplo, los ácidos nucleicos de los cromosomas.

Le miré pensativamente.

—Eso mataría a la célula.

—En efecto. Tal vez fuese eso lo que mató a los dinosaurios.

—He oído que fue la consecuencia de la colisión de un asteroide con la Tierra.

—Sí, pero para que una colisión ordinaria produjera ese resultado, el asteroide en cuestión tendría que ser enorme. De diez kilómetros de diámetro. Y habría que suponer que la estratosfera se llenaría de polvo, un invierno de tres años, y alguna forma de explicar por qué unas especies se extinguieron y otras no, de la manera más ilógica. Supongamos, por el contrario, que fue un asteroide mucho más pequeño el que chocó contra un «sáser» y desintegró las células con su vibración sonora. Tal vez el noventa por ciento de las células del mundo quedase destruido en cuestión de minutos, sin que se produjera absolutamente ningún efecto importante en el medio ambiente planetario. Unas especies lograrían sobrevivir; otras, no. Todo dependería de los detalles internos de la estructura comparada del ácido nucleico.

—¿Y ésa —dije, con la desagradable sensación de que aquel fanático estaba hablando en serio— es el arma que el Señor ha puesto en sus manos?

—Exactamente —dijo—. He calculado las longitudes de onda exactas del sonido producido por diversas formas de golpear el «sáser», y ahora estoy tratando de determinar qué longitud de onda concreta desintegraría los ácidos nucleicos humanos.

—¿Por qué humanos? —pregunté.

—¿Por qué no humanos? —preguntó él, a su vez—. ¿Qué especie está abarrotando el planeta, destruyendo el entorno, erradicando a otras especies, llenando de contaminantes químicos la biosfera? ¿Qué especie destruirá la Tierra y la hará totalmente inviable en cuestión tal vez de décadas? A buen seguro, ninguna otra que el Homo sapiens. Si logro encontrar la longitud de onda sónica correcta, puedo golpear mi «sáser» de la manera apropiada y con la fuerza adecuada para bañar la Tierra en vibraciones sónicas que, en cuestión de un día, más o menos, pues el sonido necesita tiempo para viajar, destruyan a la Humanidad, sin afectar apenas a otras formas de vida provistas de ácidos nucleicos de estructura interna diferente.

—¿Está usted dispuesto a aniquilar a miles de millones de seres humanos?

—Soy un geólogo creacionista, señor —respondió gravemente West.

Lo comprendí todo.

—Ah —dije—, y el Señor prometió que jamás volvería a enviar un Diluvio sobre la Tierra, pero no dijo nada acerca de ondas sonoras.

—¡Exactamente! Los miles de millones de muertos fertilizarán y harán fructificar la Tierra, servirán de alimento a otras formas de vida que han sufrido mucho a manos de la Humanidad y merecen recompensa. Es más, sin duda un resto de Humanidad sobrevivirá. Tiene que haber algunos seres humanos que posean ácidos nucleicos de un tipo que no sea sensible a las vibraciones sónicas. Ese resto, bendecido por el Señor, puede empezar de nuevo, y quizás haya aprendido una lección sobre el mal del Mal, por así decirlo.

—¿Por qué me está contando todo esto? —le pregunté. Y, en efecto, me parecía extraño que lo hiciese.

Se inclinó hacia mí, me agarró por la solapa de la chaqueta —una experiencia sumamente desagradable, pues su aliento resultaba difícil de soportar— y dijo:

—Tengo la certeza interior de que usted puede ayudarme en mi trabajo.

—¿Yo? —exclamé—. Le aseguro que no tengo el más mínimo conocimiento acerca de longitudes de onda, ácidos nucleicos y… —Sin embargo, luego, recapacitando rápidamente, dije—: Pero, ahora que lo pienso, tal vez tenga exactamente lo que usted necesita.

Y con voz más ceremoniosa, con la señorial cortesía que es una de mis características, le dije:

—¿Me haría el honor de esperarme unos quince minutos, señor?

—Ciertamente, señor —respondió con igual ceremonia—. Me ocuparé en realizar nuevos y abstrusos cálculos matemáticos.

Mientras salía apresuradamente del vestíbulo, le alargué un billete de diez dólares al encargado del bar y le dije en un susurro:

—Asegúrese de que ese caballero, por llamarlo algo, no se marcha antes de que yo vuelva. Si es absolutamente necesario, sírvale de beber y cárguelo en mi cuenta.

Nunca dejo de llevar encima los ingredientes que utilizo para hacer aparecer a Azazel, así que a los pocos minutos lo tenía sentado sobre la lámpara de la mesilla de noche de mi habitación, bañado en su habitual resplandor sonrosado.

Con su aguda vocecilla, dijo severamente:

—Me has interrumpido cuando me hallaba dedicado a construir un pasmaratso con el que esperaba ganarme el corazón de una linda samini.

—Lo siento, Azazel —respondí, esperando que no me entretuviera describiéndome la naturaleza del pasmaratso o los encantos de la samini, cosas ambas que no me interesaban lo más mínimo—, pero tengo aquí una emergencia extrema.

—Siempre dices eso —replicó malhumorado.

Le expuse apresuradamente la situación, y debo decir que en seguida se hizo cargo. Es muy eficaz en ese sentido, y nunca necesita largas explicaciones. Yo creo que atisba en el interior de mi mente, aunque él siempre me asegura que considera inviolables mis pensamientos. No obstante, ¿hasta qué punto se puede confiar en un demonio de dos centímetros de estatura que, según propia confesión, constantemente está tratando de hacerse con lindas samini —sean lo que fueren— valiéndose de las tretas menos honorables? Además, no estoy seguro de si dice que considera mis pensamientos inviolables o insoportables, pero eso no viene al caso.

—¿Dónde está ese ser humano del que hablas? —chirrió.

—En el vestíbulo. Se encuentra…

—No te preocupes. Seguiré el aura de podredumbre moral. Creo que ya lo tengo. ¿Cómo identifico al ser humano?

—Pelirrojo, ojos claros…

—No, no. Su mente.

—Un fanático.

—Ah, podías haberlo dicho antes. Ya lo tengo…, y voy a necesitar un buen baño de vapor cuando vuelva a casa. Es peor que tú.

—Eso no importa. ¿Está diciendo la verdad?

—¿Sobre el «sáser»? Que, dicho sea de paso, es una idea ingeniosa.

—Sí.

—Bueno, ésa es una pregunta difícil. Como le suelo decir a un amigo mío que se considera un gran líder espiritual: ¿Qué es la verdad? Te diré una cosa; él lo considera verdad. Cree en ello. Sin embargo, lo que un ser humano crea, por grande que sea el ardor con el que lo haga, no necesariamente tiene que ser verdad objetiva. Probablemente habrás encontrado indicaciones de esto a lo largo de tu vida.

—Sí. Pero ¿no existe alguna forma en que puedas distinguir la creencia que se deriva de la verdad objetiva y la que no?

—En las entidades inteligentes, desde luego. En los seres humanos, no. No obstante, al parecer, consideras que ese hombre constituye un peligro enorme. Puedo reordenar algunas de las moléculas de su cerebro, y entonces estará muerto.

—No, no —exclamé. Tal vez sea una estúpida debilidad por mi parte, pero soy contrario al asesinato—. ¿No podrías reordenar las moléculas de tal modo que pierda todo recuerdo del «sáser»?

Azazel lanzó un leve suspiro.

—Eso en realidad es mucho más difícil. Esas moléculas son pesadas y se mantienen adheridas. ¿Por qué no una ruptura limpia…?

—Insisto —dije.

—Oh, muy bien —se resignó Azazel hoscamente, y a continuación se entregó a una letanía de jadeos y bufidos destinada a mostrarme lo intensamente que estaba trabajando. Por último, dijo—: Ya está.

—Bien, espera aquí, por favor. Sólo quiero comprobarlo, y vuelvo en seguida.

Bajé apresuradamente, y Hannibal West continuaba sentado donde le había dejado. El encargado del bar me hizo un guiño cuando pasé a su lado.

—No ha sido necesario servirle más bebida, señor —dijo aquella honrada persona, y le di cinco dólares más.

West me miró alegremente.

—¿Ya ha vuelto?

—Sí, en efecto —respondí—. Muy perspicaz por su parte, al darse cuenta. Tengo la solución al problema del «sáser».

—¿Al problema de qué? —preguntó, claramente desconcertado.

—El objeto que descubrió usted en el curso de sus exploraciones espeleológicas.

—¿Qué son las exploraciones espeleológicas?

—Sus investigaciones de cuevas.

—Señor —dijo West, frunciendo el ceño—. En toda mi vida nunca he estado en una cueva. ¿Está usted loco?

—No, pero acabo de recordar que debo asistir a una importante reunión. Adiós, señor. Es probable que no volvamos a vernos nunca.

Me dirigí a toda prisa a la habitación, jadeando ligeramente, y encontré a Azazel tarareando por lo bajo alguna melodía de éxito entre las entidades de su mundo. En realidad, sus gustos en lo que ellos llaman música son atroces.

—Ha perdido la memoria —dije—, y espero que de manera permanente.

—Naturalmente —respondió Azazel—. Ahora el siguiente paso es ocuparnos del propio «sáser». Su estructura debe de estar organizada de modo muy delicado y preciso, si en verdad puede amplificar el sonido a expensas del calor interno de la Tierra. Es probable que una pequeña ruptura en algún punto clave, cosa que tal vez esté dentro de mis grandes poderes, pueda destruir toda actividad del «sáser». ¿Dónde se encuentra situado exactamente?

Le miré estupefacto.

—¿Cómo voy a saberlo?

Es posible que él también me mirase estupefacto, pero nunca puedo distinguir expresiones en su diminuto rostro.

—¿Quieres decir que me has hecho borrar su memoria «antes» de obtener esa información vital?

—No se me ocurrió —dije.

—Pero si el «sáser» existe, si su creencia se hallaba basada en la verdad objetiva, alguien puede tropezar con él, o hacerlo un animal de gran tamaño, o podría recibir el impacto de un meteorito, y en cualquier momento, de día o de noche, podría quedar aniquilada toda vida sobre la Tierra.

—¡Santo Dios! —murmuré.

Mi consternación debió de conmoverle, pues dijo:

—Vamos, vamos, amigo mío; míralo por el lado bueno. Lo peor que puede suceder es que sean destruidos los seres humanos. Sólo seres humanos. No es como si se tratase de «personas».

Una vez terminado su relato, con tono abatido, George dijo:

—O sea, que ya ves. Tengo que vivir con el conocimiento de que el mundo puede llegar a su fin en cualquier momento.

—Tonterías —dije sinceramente—. Aunque sea verdad, lo que me has contado acerca de ese Hannibal West, cosa que, si me perdonas, no es en absoluto segura, puede que, simplemente, padeciera una alucinación.

Durante unos instantes, George me miró con altivez; luego, dijo:

—Yo no tendría tu desagradable tendencia al escepticismo ni por la más hermosa samini del mundo natal de Azazel. ¿Cómo explicas esto?

Sacó un pequeño recorte de su cartera. Era del New York Times del día anterior y se titulaba «Un sordo rumor». Informaba de un sordo rumor que estaba inquietando a los habitantes de Grenoble, en Francia.

—Una explicación, George —dije—, es que viste este artículo e inventaste toda la historia para que encajase con él.

Por un momento, pareció como si George fuera a estallar de indignación, pero cuando recogí la elevada cuenta que la camarera había depositado entre nosotros sobre la mesa, se suavizó y nos despedimos amistosamente con un apretón de manos.

Sin embargo, debo confesar que desde entonces no he dormido bien. Me sigo levantando, aguzando el oído para escuchar el sordo rumor que juraría que me ha despertado.