El otro lado
No se presentaron acusaciones. Al final resultó más fácil construir todo un mito en el que sólo se utilizaron los fragmentos de realidad que no había ninguna forma de pasar por alto. Naturalmente, las víctimas estaban allí y tampoco se podía prescindir de Rudy; pero los supervivientes de la cacería fueron animados a desaparecer durante un tiempo para lamerse las heridas y recuperarse tras una pantalla de bienvenido anonimato. Todos se mostraron más que dispuestos a colaborar.
Aquel primer viaje de pesadilla en el tren RR produjo como resultado directo veintinueve muertes. De ellas, diecinueve fueron atribuidas a Rudy Pasko. Algunas, como las de Peggy Lewin y Dod «El Cuerpo» Stebbits, fueron arrojadas al insondable agujero de los crímenes no cometidos por Rudy Pasko; otras, como las de los vagabundos convertidos en vampiros, jamás salieron a la luz pública. Al mismo tiempo, la compañera destrozada de habitación, las ratas y los niños muertos en el apartamento, la vagabunda decapitada, los mensajes escritos en las paredes, las muertes del cine, el empalamiento de Ian Macklay y el «indiscriminado salvajismo» de su última racha de crímenes recibieron una considerable atención en los medios de comunicación.
Naturalmente, lo más comentado fue la carnicería ocurrida en el «Tren del Terror». El detective Brenner y los agentes de policía que participaron en el caso se vieron sometidos a fuertes presiones para que crearan historias menos terribles que el público pudiera aceptar, y por lo menos se les concedió la libertad de admitir que «no tenemos ni idea de cómo lo hizo. Probablemente nunca llegaremos a saberlo. Creemos que dentro de ciento cincuenta años todavía seguiremos haciéndonos esa pregunta».
La leyenda afirma que Rudy Pasko fue capturado y muerto por un par de patrulleros veteranos llamados Sweeney y Anderson. Su imaginario heroísmo les proporcionó mucha publicidad, una recomendación de la superioridad que añadir a su expediente y un poderoso empujón escalafonal. Brenner tragó mucha mierda, la escupió convenientemente desinfectada, mintió y disimuló hasta dejar satisfecho a todo el mundo y acabó recibiendo sus recompensas de forma clandestina.
Durante casi tres semanas el nombre de Rudy disfrutó la clase de fama que siempre había anhelado en vida. Su foto apareció en todos los periódicos, acompañada por artículos escritos a toda prisa y altamente especulativos que narraban su sórdida existencia. Entró en el panteón de los psicópatas famosos, codeándose con tipos como Charles Manson, Jim Jones, Ed Gein, Jack el Destripador y el Estrangulador de Boston.
Algunos guionistas escribieron telefilms que fueron anunciados a bombo y platillo: uno de ellos alardeaba de ser «un trepidante y sensible retrato de los policías duros y valerosos que lo arriesgaron todo para detener al “Psicópata del Metro”». El alcalde Ed Koch habló de Rudy en sus discursos. Johnny Carson añadió algunos chistes sobre Rudy Pasko a los monólogos con que abría su programa televisivo. El predicador Jimmy Swaggart y sus hordas armadas de Biblias le llamaron «demonio surgido del Infierno» e inventaron historias delirantes sobre él; por extraño que parezca, aquellas historias estaban mucho más cerca de la verdad de lo que nadie podía imaginarse.
Su breve momento de fama cobró una infinitud de formas. Su nombre surgió en las fiestas y en los puestos de la Legión Americana, balanceándose en la punta de todas las lenguas que se movían dentro del mundo civilizado. Hasta llegó a entrar en el lenguaje callejero; los trileros negros podían hacer callar a un tipo pesado con frases como: «¿Quién te crees que eres, tío? ¿El jodido Rudy Pasko o algo así?».
Después las semanas se fueron convirtiendo en meses e, inevitablemente, la imaginación pública acabó distrayéndose con nuevos asuntos. Nuevos robos, violaciones y asesinatos. Guerras y rumores de guerras. El aumento de los tipos de interés. La creciente disminución de los lapsos de atención. Un desastre tras otro desfiló ante el ojo colectivo como los patos en una galería de tiro, recibiendo sus quince segundos bajo los focos y desvaneciéndose en el olvido y la nada que aguardan al otro lado.
Las conferencias de prensa llegaron a su fin. Las familias se habían congregado, los funerales habían sido celebrados, los cadáveres llevaban bastante tiempo bajo tierra. La sangre había sido limpiada o eliminada con chorros de arena. Los puntitos luminosos de la pantalla catódica parpadearon y se esfumaron.
Rudy Pasko acabó siendo olvidado.
En la colina…
Otoño, y el lento deslizarse cuesta abajo del año. Árboles, muchos árboles absortos en su letal metamorfosis, resplandeciendo con sus galas funerarias. Una leve brisa que te acariciaba la ropa. Un sol apacible que emitía un suave resplandor. Y los colores: el naranja, el rojo y el amarillo, el oro, el marrón y la eterna persistencia del verde.
En el claro…
Una loma de césped bien cuidado. Un camino angosto que serpenteaba a través de él como una delgada cinta gris bajando hasta el final de la colina. Unas cuantas coronas dispersas. Unos cuantos ramos de flores.
Hilera tras hilera de piedra esculpida, tallada y autografiada por la muerte.
Delante de la tumba…
Joseph permaneció inmóvil durante unos momentos dominado por la indecisión. Había hecho todo el trayecto en coche sin problemas, sin ni una sola grieta en su capa exterior de fría compostura; pero ahora, cuando el momento había llegado por fin, sintió como se tambaleaba ligeramente sobre sus pies y como su voluntad deseaba que terminara lo más deprisa posible.
La brisa tiraba suavemente del cuello de su chaqueta de pana deslizando sus dedos fantasmales a través de su cabellera. «Qué lugar tan agradable —pensó con una leve sonrisa—. Sí, chico, no cabe duda de que hay cosas mucho peores que tener familia en Monroe… El porqué te marchaste de este sitio para ir a la ciudad es algo que nunca lograrás comprender». Su mente le obsequió con una repentina y vivida imagen de los cementerios de Queens —Calvary, New Calvary, Mt. Zion, Evergreen—, y se estremeció, viendo los acres interminables donde se apelotonaban las tumbas anónimas en apretadas hileras que se extendían kilómetro tras kilómetro.
Recordó que en una ocasión había viajado con Ian por la autopista Brooklyn-Queens.
—¡Jesús, allí sólo debe de haber sitio para estar de pie! —había dicho Ian—. Fíjate en esas tumbas, pegadas las unas a las otras… —Ian se dio una palmada en la frente, le obsequió con su típica sonrisa de maníaco burlón y añadió—: Si acabo enterrado allí asegúrate de conseguirme una tumba donde pueda estar acostado, ¿vale?
Entonces le había parecido muy divertido.
—Listillo —murmuró Joseph y el sonido de su voz le hizo volver al presente. Cuando bajó los ojos hacia la tumba de Ian faltó poco para que sintiera la misma diversión de entonces y se rió, no tanto porque le pareciera realmente gracioso sino, sencillamente, porque lo necesitaba—. Bastardo chiflado… Para ti no había nada sagrado, de eso no cabe duda.
La lápida de Ian le devolvió una mirada muda y gris. Joseph dio una última calada a su cigarrillo y se acuclilló, apagando la colilla en un retazo de tierra donde no había césped. Soltó la bolsa de papel que llevaba en la otra mano y ésta emitió un leve tintineo: el sonido del cristal chocando con el cristal.
En el valle, a lo lejos, un coche solitario se aproximaba lentamente. Desde donde estaba acuclillado tenía el tamaño de un moscardón, pero ya podía oír el zumbido apagado de su motor. «En el campo los sonidos se oyen desde muy lejos», pensó. Era algo a lo que planeaba acostumbrarse muy pronto.
Abrió la bolsa. Dentro había dos pintas de Guinness fría. Las sacó de la bolsa, la puso en el suelo, estrujó la bolsa de papel vacía hasta convertirla en una bola arrugada y se la metió en el bolsillo de atrás. Después metió la mano en su chaqueta, cogió su cuchillo especial del Ejército Suizo y usó el abridor de botellas para hacer saltar las chapas. Una neblina blanca escapó de los golletes.
—Me marcho —dijo volviéndose hacia la tumba—. Sí, por fin. Todas mis cosas están en la camioneta. —Sonrió, en una breve y agridulce reacción muscular—. Sí, ya te oigo —siguió diciendo y se embarcó en una más que pasable imitación de Ian Macklay—. «Entonces, ¿se me permite preguntar por qué has tardado tanto? ¿Entrenamiento de sensibilidad mediante el Intercambio de Aprendizaje? ¿Seminarios de Chuparse el Pulgar tres veces al mes?». —Volvió a reír meneando melancólicamente la cabeza—. Maldito bromista.
«Dios, qué raro es todo esto —pensó Joseph—. No puede oírte y lo sabes. Últimamente te has pasado demasiado tiempo hablándole a las lápidas». El coche se acercaba. Esperaba que no apareciese por aquí. Llevar a cabo el ritual ya era bastante duro; no quería tener público.
Joseph se metió las chapas y la colilla en el bolsillo, cogió las botellas y se levantó. Antes de seguir avanzando dio varios pasos hacia la derecha: la mera idea de caminar sobre el cuerpo de Ian le hacía sentir como si tuviera el estómago lleno de babosas. Llegó a la lápida, se detuvo y se sentó junto a ella cruzando las piernas.
—Sí… Bueno. Así están las cosas —dijo por fin—. No podía marcharme sin despedirme de ti, campeón. Sólo quería decirte adónde voy… Para que lo sepas, ¿comprendes? —Soltó un bufido y sonrió, burlándose suavemente de sí mismo y del lento desarrollarse de la escena que estaba representando—. Quería hablar contigo, nada más. En el fondo, todo se reduce a eso. Tenía muchas ganas de hablar. Yo… Te he traído algo.
Joseph alzó las botellas viendo como el sol arrancaba destellos al cristal. Apoyó un hombro en la lápida, frotándose durante un segundo contra ella como podría hacerlo con su amigo en un raro momento de intimidad algo ebria. Después sonrió e hizo entrechocar las botellas.
—Por nosotros, tío. Para siempre. Por el Defensor y por su fiel ayudante Butch S-S-Sampson…
Estaba empezando a llorar un poco, y no le importaba ni pizca. Durante los últimos meses sus emociones habían ido acercándose cada vez más a la superficie, listas para aflorar. Ya no se sentía enjaulado dentro de sí mismo, y el peso que le oprimía los hombros había desaparecido. Reír y llorar le resultaba mucho más fácil y, sin que supiera muy bien por qué, las dos experiencias eran mucho más dulces de lo que habían sido antes. Estaba haciendo las paces con el mundo, despacio pero inexorablemente.
Su temblorosa mano derecha derramó un poco de Guinness sobre la tumba de Ian. Después dejó la botella al pie de la lápida y tomó un buen trago de la botella que sostenía con la mano izquierda. Intentó hablar con voz firme y límpida, sin lágrimas.
—Allan tiene un primo propietario de una imprenta en Lancaster, Pennsylvania. —Joseph carraspeó para aclararse la garganta—. Dice que puede darme trabajo. Las entregas, ayudar en la imprenta…, ese tipo de cosas. No paga mucho, pero allí la vida es más barata y tengo un par de miles del seguro de mamá para ayudarme a ir tirando hasta que me haya instalado del todo. No creo que tenga problemas…
El viento agitó la hierba con un leve susurro. Joseph hizo una pausa para encender otro cigarrillo, protegiendo la llama con sus manos. Contempló la tumba de Ian, sonrió y meneó la cabeza.
—¿Sabes una cosa? Puede que el viejo Stevie aún acabe convirtiéndose en un hombre. —Se rió—. Se largó de la ciudad justo después de la cacería; volvió a casa de sus padres. Pensé que no volvería a verle el pelo; pero el pequeño cabrón me llamó hace dos semanas, me dijo que había venido a Nueva York para recoger el resto de sus cosas y que quería invitarme a cenar.
»No estuvo mal. Parece como si hubiera envejecido dos mil años, pero ahora ya no es tan capullo como antes. —Soltó un bufido y tomó un trago de cerveza—. Sólo quería darme las gracias. Acabé enterándome de que se ha matriculado en Stanford y que estudia programación de ordenadores. Encaja, ¿eh? Cristo…
El sol estaba empezando su majestuoso descenso hacia el horizonte, tiñendo el vientre de las nubes con grandes franjas de oro y púrpura, iluminando el valle con lo que parecían inmensos proyectores celestiales. El sonido del coche estaba muy cerca, aunque se había olvidado totalmente de él. Joseph alzó los ojos para ver como una ranchera modelo familiar pasaba lentamente por el angosto camino del cementerio. Saludó con la mano y los ocupantes de la ranchera le devolvieron el saludo; su presencia aquí era una comunión pasajera, no una intrusión.
«Me pregunto a quién habrán venido a visitar», pensó, y el eco de las palabras se convirtió en oleadas de anhelo, pérdida y amor que recorrieron todo su ser. Se quedó inmóvil, intentando controlarse. El coche se alejó rodando lentamente hacia el crepúsculo.
—Josalyn y Allan no se despegan el uno del otro. —Sabía que ésta iba a ser la parte más difícil—. Allan tiene que llevar un collarín, pero se encuentra bien. El collarín hace que parezca un poste de ring gigante… —Se rió, tomó un traguito y se quedó callado durante unos segundos—. Josalyn le salvó la vida, ¿sabes? Habrías estado orgulloso de ella. —Se inclinó hacia adelante con una gran sonrisa en los labios—. Fue como si le diera una patada a Rudy en el trasero, Ian. Un poco más y le revienta la cabeza a ese cabrón…
Terminó su Guinness, alargó la mano hacia la de Ian y se lo pensó mejor. Su sonrisa se fue esfumando.
—Ella y Allan son… —«Dilo. Suéltalo de una vez»—. Están muy cerca el uno del otro, amigo. —Bajó la voz—. Cuando se miran a los ojos te ven a ti reflejado en las pupilas del otro, y lo que ven todavía les impide llegar más lejos. Pero lo harán. Eso es lo que opino.
Los últimos rayos del sol surcaban el cielo en un espectáculo magnífico que le pasó casi totalmente inadvertido a la silueta solitaria de la colina. Joseph se puso en pie y se subió la cremallera de la chaqueta, sintiendo el leve enfriamiento de la atmósfera. Sí, no cabía duda de que esta noche haría mucho frío.
Tenía un nudo en la garganta.
—El tiempo cura, amigo mío —dijo—. Si se lo permites, el dolor acaba desvaneciéndose. Nunca te olvidarán…, diablos, si para empezar la mitad de lo que les ha unido es el amor hacia ti…
No llegó a completar la frase y dejó que su voz se perdiera en el vacío.
La tumba de Ian seguía contemplándole en silencio.
—Lo entiendes, ¿verdad?
No esperaba ninguna respuesta. Examinó sus propios sentimientos buscando alguna sensación que no debiera estar allí, algo que no encajara o estuviese fuera de lugar.
Se sentía estupendamente. Se sentía… limpio.
—Nunca te olvidarán, chaval. —Una lágrima rodó por la mejilla de Joseph. Dejó que siguiera su curso sin limpiársela—. Y yo tampoco. Eres un jodido héroe, y que no se te olvide. Yo… Te quiero, Ian. Dondequiera que estés, siempre estarás aquí. —Se golpeó el pecho cubierto de pana con la palma de la mano—. Descansa en paz, tío. Y si sigues dando vueltas por algún sitio…, que seas feliz.
Joseph Hunter echó una última mirada a los árboles, la colina y la tumba silenciosa. No le haría falta volver. Había hecho lo que debía. Sonrió, permitiéndose reconocerlo por fin.
Después se dio la vuelta. Sacó las llaves de su bolsillo.
Y se alejó.