50

—Oh, malditos bastardos —dijo Rudy con una risita mientras su frío aliento empañaba el cristal de la ventanilla—. Oh, malditos bastardos… Creíais haberme cogido, ¿eh? Estabais convencidos de que acabaríais con el viejo Rudy, ¿eh? Bastardos cabrones de mierda…, oh, jo, jo…, oh, jo, jo…

Las carcajadas eran tan ásperas y resecas como el polvo. Eran una mera reacción nerviosa, superficial y falsa que ni tan siquiera lograba engañarle a él. Bajo ellas había un oscuro torrente de miedo. «El final, tío, la última gran cloaca…», pensó, riendo sin poder evitarlo con unas carcajadas tan transparentes como las anteriores.

—Pero he logrado escapar, ¿verdad que sí? —Empezó a llenar la atmósfera con el ruido de su parloteo enloquecido—. ¡No habéis podido conmigo, no habéis podido cogerme! Soy demasiado rápido para vosotros, bastardos, soy demasiado rápido…

Y, por primera vez, comprendió que ahora podía relajarse, que sus enemigos estaban en la estación de la calle Grand con sus estúpidos pulgares metidos en el trasero, tanto Stephen como los demás…

«Stephen». El recuerdo le golpeó el rostro como una mano helada, poniéndole un brusco final a su alegría. ¿Quién habría podido pensar que Stephen acabaría enloqueciendo de esa manera, persiguiéndole para matarle? ¿Quién lo habría creído posible? «Yo no —pensó Rudy—. Ni en un millón de años…».

Y Josalyn. Esa perra… Josalyn casi había conseguido matarle con aquella jodida cruz. Tampoco lo habría creído jamás. «Todo está del revés —pensó con amargura—. Todo el mundo se ha vuelto loco, y no sé por qué…».

Y, de repente, oyó una risa que resonaba detrás de sus orejas. Una risa muy vieja. Una risa burlona y terrible que le llegaba desde una distancia enorme, como una llamada transatlántica hecha al azar que había alcanzado su objetivo con una asombrosa claridad. Y también había una voz, una voz que carecía de edad, una voz intemporal e infinitamente maligna.

—Intenté advertirte —dijo la voz—. Te avisé de que irían por ti. Fuiste descuidado y arrogante, y ahora todo se ha acabado. Es una lástima.

—No —gimió Rudy, llevándose las manos a los oídos para no oír aquel sonido.

—Sí —dijo la voz detrás de sus orejas—. Mira lo que te han hecho, Rudy. Mira dónde estás. Se acabó. Todo ha terminado.

—¡TODO ESTO ES CULPA TUYA! —chilló Rudy, arrancándose el poco cabello que le quedaba con las manos—. ¡TODO ES CULPA TUYA, TÚ ME HAS HECHO ESTO!

El viejo vampiro se limitó a reír, negándose a dignificar la acusación con una respuesta. La risa se fue desvaneciendo, volviéndose débil y fantasmagórica con la distancia.

—Todo ha terminado —susurró la voz, y se perdió en el silencio.

Dejando solo a Rudy para que se mirara en la ventanilla, buscando en vano un reflejo que no estaba allí. Aquello le hizo perder el control. Atravesó el cristal con los puños, viendo como se dispersaba en un millón de astillas brillantes de las que el viento se apoderó para hacerlas tintinear contra las paredes del túnel.

—Todo ha terminado —dijo un último y casi imperceptible eco en sus oídos mientras Rudy volvía tambaleándose al centro del pasillo y contemplaba la oscuridad eterna del túnel a través de la ventanilla delantera…

Colocaron a Allan en la camilla con mucha delicadeza y le llevaron a la ambulancia. Los enfermeros creían que tenía conmoción cerebral y contusiones múltiples. Jerome le acompañó con el brazo pulcramente vendado. La ambulancia estaba inmóvil en la calle, con sus luces parpadeando y rebotando en el asfalto mojado por la lluvia. Josalyn estaba sentada junto al detective Brenner y dos policías de uniforme que se iban turnando para mirar alternativamente hacia la ventana destrozada y toda la parafernalia de los cazadores de vampiros esparcida sobre el mostrador. Un enfermero estaba atendiendo la herida de su cuello.

—Eso fue una auténtica estupidez, ¿sabe? —dijo Brenner, acercando una cerilla a su Camel sin filtro y meneando cansinamente la cabeza—. Tendrían que habernos llamado en cuanto empezaron a sospechar que era él.

—No nos habrían creído —replicó Josalyn, dejando escapar el humo de su cigarrillo en un curso de intercepción con la nube que Brenner estaba formando en el aire—. ¡Ay! —torció el gesto y le lanzó una mirada de irritación al enfermero.

Sacó un frasquito de agua bendita de su bolsillo.

—Tenga, use esto… Hace maravillas.

El enfermero miró a Brenner, quien asintió con la cabeza.

—Habríamos investigado a ese tal Rudy Pasko hace ya mucho tiempo —dijo Brenner—. Como mínimo, le habríamos conectado con la desaparición de los dos niños y ayer ya le habríamos echado la mano encima. —Atizó un puñetazo en la mesa y Josalyn estuvo a punto de dar un salto, pero se contuvo y se quedó inmóvil en su asiento con los ojos hoscamente clavados en la alfombra—. Le habríamos pillado antes de que todo esto ocurriera.

Señaló la ventana rota.

—Lo que no comprende es que Rudy no es un ser humano corriente —dijo Josalyn con la voz tensa y controlada, sin apartar los ojos del suelo.

—No empiece otra vez con… —dijo Brenner.

—Rudy es un vampiro —le interrumpió Josalyn, haciendo salir cada sílaba por entre sus dientes apretados—. ¿Qué pensaba hacer, arrestarle? ¡Si lo sabe todo sobre este caso ya sabe la clase de monstruo que es! Usted…

—¡Jovencita, llevo más de una semana rascando los restos de las víctimas de Rudy del pavimento! Y esta noche ha sido la peor, créame. ¿Sabe cuántos cadáveres he tenido que contemplar esta noche, señorita Horne? ¿Sabe cuántas personas seguirían con vida si no hubieran montado este numerito de locos?

—¿Sabe cuántos policías habrían muerto si no lo hubiésemos montado? ¡Y él seguiría rondando libre por ahí!

Sus palabras hicieron que Brenner guardara silencio durante unos momentos. Aspiró el humo del cigarrillo y lo dejó escapar en una nube que se movía a cámara lenta. Sus ojos siguieron la nube mientras vagaba por la habitación rumbo a la ventana rota.

—¿Tienen a alguien más ahí fuera? —preguntó por fin.

Josalyn lanzó una rápida mirada a la centralita y apartó la vista de ella.

—Déjese de juegos, señorita Horne. La he visto. —Brenner la contempló con expresión bondadosa y casi paternal antes de seguir hablando—. Llámeles, por favor. Haga que vuelvan. Use sus buscas o lo que sean esos trastos. Haga lo que tenga que hacer. Esto ya ha durado demasiado.

—Pero quizá consigan atraparle… —dijo ella, y sus ojos se vidriaron porque su mente le mostró una imagen de Joseph y Stephen yaciendo sobre sendos charcos de sangre, sus cuerpos fláccidos y destrozados como los de Allan, Armond, Claire y todos los demás…, como el de Ian…

—Oiga, no contengamos el aliento esperando a que lo consigan, ¿quiere? —dijo Brenner, comprendiendo lo que pasaba por su mente y sabiendo que había ganado.

Josalyn le dirigió un casi imperceptible asentimiento de cabeza, accediendo. Después suspiró y se volvió lentamente hacia la centralita, donde tecleó primero el número de Stephen y luego el de Joseph. Estaba cansada. Muy cansada…

«Acaba con él, Joseph —murmuró una voz dentro de su mente—. No dejes que te lo impidan. Acaba con él».

Había algo raro en el túnel, algo fuera de lugar que no debería estar allí.

Rudy tenía el rostro pegado al cristal de la ventanilla delantera. Estaba respirando de forma entrecortada. El miedo se iba acumulando dentro de él, oprimiendo inexorablemente sus entrañas hasta convertirlas en una masa informe, como un garrote vil manejado por las manos de un verdugo dotado de una paciencia infinita. Tenía la impresión de que el tren había estado avanzando mucho tiempo sin detenerse; y cuando vio por primera vez la luz que había más adelante dio por supuesto que al fin estaban llegando a una estación.

Pero se equivocaba.

Se equivocaba, y el viejo vampiro tenía razón, y ahora lo sabía. Lo supo en cuanto echó un vistazo a la tenue luz que le esperaba, una luz tan débil que parecía una mera sugerencia, pero cuya brillantez ya le resultaba insoportable.

«He recorrido todo el trayecto, Stephen —se oyó decir a sí mismo, y la voz parecía llegar de muy lejos—. He recorrido todo el trayecto que lleva hasta la oscuridad, Stephen».

Un grito subió desde las hirvientes profundidades de su alma mientras se daba la vuelta para huir.

«¿Y sabes qué he encontrado allí?».

Corriendo. Corriendo como un loco. Hacia el final del tren.

«¿Sabes qué he encontrado allí…, allí…, allí…?».

Ecos que se repetían hasta el infinito.

Rudy estaba gimoteando. Abrió la puerta de un manotazo, cruzó el umbral a la carrera y siguió corriendo hacia el final del tren.

«He encontrado el otro lado».

Abriendo la puerta de un manotazo.

«He encontrado el otro lado, Stephen».

Corriendo.

«El otro lado, Stephen».

Abriendo la puerta de un manotazo.

«He encontrado la luz».

Corriendo.

«He encontrado la luz que hay al final del túnel».

Corriendo, sollozando y abriendo la puerta de un manotazo. Demasiado despacio.

«La proverbial luz que hay al final del túnel, viejo amigo, viejo camarada».

Demasiado despacio.

«Amigo mío».

Demasiado despacio, odiándose a sí mismo por ir demasiado jodidamente despacio mientras corría hacia el final del tren.

Alejándose de la luz.

Al final del túnel.

Seis de la mañana de un miércoles; en el puente Manhattan había muy poco tráfico. Algunos camiones y camionetas de reparto, unos cuantos motoristas solitarios que se adelantaban a la hora punta, un mero presagio del tráfico que llegaría después. Hacía una mañana muy hermosa para conducir; las nubes se estaban dispersando y la lluvia había dejado la atmósfera limpia y seca, cargada de una vida chisporroteante.

Y aquella mañana la salida del sol fue de aquellas que dejan sin aliento.

El centro del puente empezó a temblar y un lento trueno enronquecido surgió de la nada para ahogar el ruido del tráfico de las seis. Pocos conductores de aquel amanecer se dejaron desorientar por el creciente estrépito acompañado de vibraciones; sólo los turistas y los que venían de fuera de la ciudad. El resto lo aceptó como algo natural y lógico.

Los trenes iban y venían continuamente por el puente.

El expreso D a Coney Island asomó la nariz por el extremo del túnel y entró en la luz justo cuando Rudy subía al tercer vagón empezando por el final del tren. Cuando llegó al segundo vagón empezando por el final una tercera parte del convoy ya estaba expuesto a los rayos del sol. Antes de que Rudy llegara al final del vagón el tren ya había quedado dividido en dos mitades de luz y oscuridad limpiamente delimitadas.

Cuando abrió la última puerta Joseph estaba esperándole.

—¡NOOOOO! —gritó Rudy.

Joseph le dirigió una sonrisa maligna, enseñándole todos los dientes. La bolsa de mensajero colgaba de una inmensa manaza. Joseph la dejó caer al suelo y le dio una patada.

—Sin armas, chaval. Con las manos desnudas. Ahora mismo. —Joseph apoyó la espalda en la puerta y separó las piernas plantando firmemente los pies en el suelo mientras le hacía señas a Rudy para que se acercara—. ¡Vamos, Rudy, ven a recibir tu merecido! ¡Te estoy esperando!

Nadie podría haber previsto la velocidad con que Rudy salió disparado hacia adelante en aquel momento: ni Joseph ni Rudy, ni tan siquiera el viejo vampiro que había puesto en marcha toda aquella cadena de acontecimientos con su caprichosa excursión a otra ciudad. Quizá fue un chorro repentino de la adrenalina que se genera en situaciones desesperadas donde la supervivencia está en juego; quizá fue debido a que el tren se detuvo con un brusco frenazo. Fuera cual fuese la causa Rudy Pasko recorrió toda la longitud del vagón como si hubiera salido disparado de un cañón, estrellándose contra el cuerpo de Joseph Hunter tan deprisa y con tanta fuerza que el cristal se agrietó a espaldas de Hunter, amenazando con romperse del todo en un millar de fragmentos.

Joseph ni tan siquiera pareció sentir el impacto. Su sonrisa no disminuyó ni un milímetro. Sus manos se posaron sobre los hombros de Rudy y alzaron su cuerpo suspendiendo al vampiro en el vacío con los dos pies pataleando en el aire.

—Vamos, pequeño hijo de puta sobrenatural —dijo Joseph—. Demos un paseo.

Dio un paso hacia adelante sin soltar a Rudy. El tren volvió a ponerse en movimiento con una sacudida. Joseph se tambaleó hacia adelante en una torpe serie de pasitos de baile y la espalda de Rudy chocó contra un poste.

Rudy se volvió loco.

Y el busca de Joseph empezó a sonar.

Bipbipbipbipbip. Las manos de Rudy arañaron los brazos de Joseph como si fueran las garras de un gato montés, arrancándole pedazos de tela y carne ensangrentada. El rostro de Joseph se contorsionó en una mueca de dolor y se inclinó hacia adelante, presionando la columna vertebral de Rudy contra el poste como si estuviera intentando conseguir que se fundiese con él. Bipbipbipbipbip. Rudy empezó a mover convulsivamente las piernas y sus pies golpearon los muslos de Joseph en una serie de patadas terribles que le hicieron sentir calambres musculares. Bipbipbipbipbip. Joseph se encorvó levemente sobre sí mismo. La mano de Rudy salió disparada hacia adelante, agarró un mechón de cabellos de Joseph y tiró de él con una fuerza tan brutal como increíble.

Bipbipbipbipbipbipbipbipbip mientras Joseph aullaba y el mundo se desvanecía borrado por un cegador relámpago blanco, un relámpago blanco que se fue volviendo rojo, una marea roja que cayó sobre el rostro enloquecido de Rudy, sobre sus fríos labios cubiertos de saliva…, sobre sus rojas pupilas que giraban salvajemente en las cuencas. Bipbipbipbipbipbipbipbipbipbipbip en sus oídos, volviéndole loco, llenando su mente con un odio que empezó a hervir y acabó saliendo de él como si fuera un géiser de fría y aceitosa negrura. Odio el trabajo. Odio la ciudad. Odio el sonido del busca. Odio a este maldito cabrón de mierda que cuelga de mis manos. Odio este dolor…

Y Rudy siguió dándole patadas, agitándose, gimiendo y arrancando mechones del cráneo de Joseph, y después le clavó las uñas en la carne ensangrentada de su cuero cabelludo. Y el busca sonaba, y sonaba, y sonaba, y no paraba de sonar. Y el dolor y el sonido y el puro esfuerzo de seguir sosteniendo en vilo a Rudy empezaron a cobrarse su precio, haciendo que las rodillas de Joseph se fueran doblando lentamente, haciendo que sintiera en su garganta la asfixiante presión del temor al pensar en que no sería capaz de conseguirlo, que iba a dejarle escapar, que iba a morir y que todo aquello habría sido en vano…

—¡NO! —gritó, invirtiendo todas sus reservas de energía en un último y desesperado empujón hacia adelante…

… y los rayos del sol entraron por las ventanillas, un muro de luz sólida que barrió toda la longitud del vagón como si fuera la pala metálica de una excavadora. La luz cayó sobre ellos justo cuando Joseph volvía a clavar el cuerpo de Rudy en el poste. Su brillantez les engulló.

Rudy empezó a descomponerse.

El proceso se inició en la señal con forma de X que había sobre la base de su cráneo y la calva cubierta de ampollas que había en su coronilla: una sustancia grumosa entre negra y roja subió a la superficie como si alguien apretara el tubo que la contenía. Se deslizó sobre sus hombros y por los lados de su cabeza mientras Rudy se contorsionaba e iba poniéndose rígido como un hombre que está siendo despedazado por caballos. Echó la cabeza hacia atrás con el rostro contorsionado por la agonía. La luz del sol cayó sobre el tatuaje de cicatrices y señales que cubría la nariz destrozada, sobre la llaga del labio, sobre el lóbulo que colgaba del pabellón de la oreja… Un viscoso líquido blanquecino que parecía una mezcla de sangre y leche agria inundó su boca.

y estaba cayendo en una negrura aceitosa, su consciencia carente de cuerpo aullaba de terror sintiendo como aquel viento caliente y fétido le asfixiaba y rugía igual que un millón de almas asándose en el fuego eterno, borrando todo pensamiento mientras luchaba por perder el conocimiento, por abandonar toda conciencia del horror que abría sus fauces ante él

Rudy gritó: al principio fue un burbujeo y después el grito logró abrirse paso, un ensordecedor alarido de sirena tan cargado de angustia que vibró en los tímpanos de Joseph desgarrándolos y torturándolos como un millar de agujas, mientras un surtidor de líquido blanquecino brotaba de la boca de Rudy y se esparcía sobre los zapatos de los dos. Cuando Peggy Lewin murió fue como si un alma hubiera sido rociada con gasolina y le hubieran prendido fuego; la agonía de Rudy se parecía más al aullar de legiones enteras, de los centenares de miles de personas que murieron en Treblinka gritando al unísono. Era un sonido que ningún moribundo habría podido emitir en solitario.

y el rugido del viento era una carcajada, una carcajada odiosa que lo consumía todo y que dejaba al desnudo su alma, llevándose todas las capas que la recubrían para revelar el núcleo amargo de su orgullo y su ignorancia, y el vacío apartó las espesas y acres nubes que lo cubrían para enseñarle una inmensa boca demoníaca que se abrió para recibirle mientras caía, rebotando en la fina membrana venosa, gritando mientras caía y caía y caía

Rudy se debatió con el loco abandono de un cachorro aterrado, lanzando ciegos manotazos al aire en un frenesí mecánico. Su rostro se fue hinchando y se volvió de un color gris verdoso que hacía pensar en la capa de mugre y algas muertas que cubre un charco de agua estancada. La luz rojiza fue desapareciendo de sus ojos, dejando detrás un par de huevos duros de una tonalidad amarillenta que carecían de pupila, iris o venas.

Y Rudy seguía gritando, y el grito subía en espiral hasta alcanzar frecuencias ultrasónicas haciéndose oír a través del rugir del tren como si fuera el taladro de un dentista. La carne que había alrededor de su boca se agrietó y se fue tensando sobre los huesos de la mandíbula como bandas de goma medio derretida. Algo empezó a burbujear detrás de los ojos.

y estaba ciego, estaba ciego, aquel viento caliente que aullaba se lo robaba todo, le ensordecía, le sellaba en la prisión de su beso fundido, ensordeciéndole para que no pudiera oír sus propios alaridos, esos alaridos que se mezclaban con la enloquecedora cacofonía del bipbipbipbipbip que parecía estar tan lejos

Rudy había estado moviéndose como si fuera un juguete mecánico cuyos engranajes se han estropeado, pero sus gestos se fueron haciendo cada vez más lentos: se le estaba terminando la cuerda. Su grito se convirtió en una grotesca parodia del zumbido del busca, una vibración continua que estaba fuera de fase y resultaba grotescamente distorsionadora. La carne de sus hombros se volvió blanda y esponjosa bajo las manos de Joseph. Joseph le aferró con más fuerza, empujándole contra el poste. Algo se rompió y los dedos de Joseph atravesaron la tela de la camisa de Rudy, hundiéndose en la convulsa podredumbre de la carne y los músculos. Espesas nubes de un repugnante vapor verdoso brotaron con un siseo de la carne destrozada. Los ojos de Rudy explotaron de repente como si fueran dos globitos blancos repletos de pus.

Joseph gritó; ya no podía soportarlo más, y su mente empezó a deslizarse hacia el abismo de la locura. Apartó las manos frenéticamente, pero Rudy se le había quedado pegado a los dedos. Un agudo chillido animal brotó de la garganta de Joseph. Rudy se agitó y pataleó al final de sus brazos mientras Joseph intentaba desesperadamente librarse de su cuerpo.

y todo era fuego, todo era dolor, miedo y locura que subían en espirales hacia lo alto y creaban un sinfín de ecos mientras su alma se calcinaba y caía como una estrella fugaz, atravesando llanuras infinitas de fuego derretido donde las incontables y convulsas hordas de los condenados olvidaban sus sufrimientos durante un segundo para aplaudir aquel espectáculo llameante que caía de los cielos; cayendo, cayendo mientras los torturadores se burlaban y señalaban con sus largos dedos deformes el alma agonizante de Rudy Pasko que se precipitaba hacia el olvido y la nada

Rudy emitió un gorgoteo ahogado y su cuerpo acabó desprendiéndose de las manos de Joseph, estrellándose contra el poste y deslizándose por él como un trozo de mantequilla recalentada. La muerte graznó en su garganta, un cronómetro que marcaba los últimos segundos con implacable precisión. Sus manos ya medio desintegradas se tensaron y se relajaron en un último espasmo de despedida mientras su cuerpo se iba doblando sobre sí mismo en el suelo, convirtiéndose en una masa líquida.

Después los gusanos empezaron a removerse en las vacías órbitas de sus ojos, y Joseph retrocedió hasta chocar con la puerta trasera del vagón. Sus manos ejercieron presión sobre el ya debilitado vidrio de la ventanilla, y lo hicieron salir despedido hacia el exterior en una lluvia meteórica compuesta por fragmentos cristalinos que cantaron y tintinearon mientras se precipitaban sobre las vías y el río que había debajo. Un chorro de aire le golpeó en el rostro, haciéndole retroceder como si una mano inmensa le hubiese abofeteado. Esa bofetada del viento bien pudo ser lo que le impidió seguir el mismo camino que el cristal de la ventanilla.

Y, desde luego, fue lo que le evitó el vomitar.

«Me lo he cargado», pensó, y después el guante negro y compasivo de la inconsciencia se curvó sobre él haciéndole doblar poco a poco las rodillas hasta que acabó tumbándose sobre el costado para experimentar un breve y maravilloso momento de olvido absoluto…

Joseph Hunter despertó menos de un minuto después al oír el zumbido de su busca. Su mano serpenteó automáticamente por el suelo buscando a tientas el maldito despertador; sus dedos tocaron algo húmedo y asqueroso, y Joseph Hunter volvió a ser bruscamente consciente de lo que le rodeaba una fracción de segundo antes de que su mano se apartara de lo que había tocado.

—Cristo —gimió mientras intentaba ponerse en pie.

El sabor de la bilis seguía saturando su garganta; la pestilencia de la podredumbre flotaba aún en la atmósfera. Joseph mantuvo sus ojos alejados de la cosa del suelo; en aquellos momentos era lo último que necesitaba ver.

Lo que hizo fue levantarse y asomarse a la ventanilla para contemplar el cielo matinal. Pese a todo lo ocurrido —o quizá debido a ello—, la salida del sol jamás le había parecido tan hermosa, con el rojo y el naranja fundiéndose grácilmente en un delicado tono azul que la hora siguiente haría madurar en un estallido de brillantez. Aquel cálido conjunto de colores se reflejaba en los millares de ventanas del sur de Manhattan, haciendo que el perfil de los rascacielos brillara y ondulara como las torres incrustadas de joyas de una ciudad fabulosa en un cuento fantástico.

«Se acabó —le informó su mente con un suspiro silencioso de alivio—. Todo ha terminado. Por fin». Una calma curiosa que se encontraba muy cerca del vacío fue invadiendo lentamente su ser como un merodeador de medianoche. Una parte de lo que sentía era agotamiento, claro está: veinticuatro horas caminando por el filo de la navaja tienden a producir ese efecto. Y otra parte, con idéntica seguridad, era la calma que sigue a la tempestad.

Pero más que nada era el simple hecho de que todo había acabado, y en más de un aspecto. Rudy ya no volvería a caminar entre los vivos; pero aquello suponía algo más que una mera victoria sobre el mal. La memoria de Joseph repasó velozmente los acontecimientos de los últimos ocho días y volvió al día en que su madre fue atacada en la calle. Hizo un inventario silencioso de todo el dolor y el sufrimiento que había ido acumulando, de toda la violencia recibida e impartida, de la culpabilidad y de la furia.

Seguía doliéndole. Pero no tanto como antes. Y tenía la sensación de que con el tiempo el dolor aún se reduciría mucho más.

Sonrió.

El expreso D a Coney Island avanzó por la vía sur del puente de Manhattan con dirección a la entrada del túnel de Brooklyn. Una barcaza se deslizaba lentamente por las aguas del río yendo en dirección oeste, hacia las profundidades del Muelle Norte de Nueva York. A la derecha de Joseph el sol proyectaba sombras parecidas a telarañas a través de los cables que sostenían el puente de Brooklyn y se reflejaba en las olas. Más allá, la Estatua de la Libertad era un soldadito de juguete envuelto en una oleada de destellos blancos, no más grande que su pulgar. Por qué de repente le parecía tan indeciblemente hermosa era algo que ni tan siquiera intentaría explicarse.

Pero, maldita sea, estar vivo y viajar en aquel tren después de haber atravesado la pared de fuego sin sufrir ninguna quemadura que no pudiera curarse era algo maravilloso. La siguiente estación era la Avenida DeKalb, a sólo siete manzanas de distancia del apartamento que no compartía con nadie, ni tan siquiera con los fantasmas. Estaría allí en menos de quince minutos.

La pestilencia de la muerte seguía envolviéndole, pero no tardaría en disiparse y después respondería a la llamada del busca que por fin redujo al silencio con un rápido gesto de su pulgar manchado de sangre.

Y después quizá repasara sus pertenencias para ver qué podía vender, qué era preciso conservar y qué cosas arrojaría a la basura.

La pesadilla había terminado.

Y Joseph Hunter era libre.