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—Todo encaja —gruñó Joseph acelerando la camioneta—. Siempre se nos escapa por los pelos. ¿Te has dado cuenta? Siempre llegamos con el tiempo justo de ver otro cadáver, tío. No puedo aguantarlo más. —Joseph tenía los ojos clavados en la calzada, apenas visible a través de la lluvia que golpeaba el parabrisas y el pavimento, y no se dio cuenta de que Stephen estaba mirándole—. Pero esta vez le cogeremos —siguió diciendo—. Esta vez el maldito cabrón no se nos escapará…

Stephen se limitó a seguir mirándole sin dar ni la más mínima respuesta exterior a sus palabras. Una parte de su ser seguía en el cuarto del generador, con las manos empapadas por las últimas gotas de sangre negra surgidas del corazón de la vagabunda cuyos ojos se habían abierto bruscamente en el segundo del impacto, clavándose en los suyos como animados por una vida maligna que aún no había nacido. Una parte de él seguía allí abajo, en aquella clínica de abortos para muertos vivientes, arrodillado sobre el cuerpo, con las manos sujetando la estaca y el mazo, captando por fin plenamente la realidad de toda aquella situación.

«Ya estaba muerta —le informó su mente por enésima vez—. No la maté. Maté a la cosa que iba a apoderarse de ella para utilizarla. Maté al monstruo». Necesitaba repetirse aquello una y otra vez aunque fuese cierto y aunque ya lo supiera. «Maté al monstruo». Tenía que seguir repitiéndoselo, o se volvería loco.

—Le cogeremos —repitió Joseph sin prestarle atención a Stephen.

En realidad, estaba hablando consigo mismo. Pisó bruscamente el pedal del freno haciendo patinar la camioneta hasta detenerla en el cruce de Spring con Bowery, mirando en ambas direcciones a través de las ventanillas empañadas sin que sus ojos pudieran ver gran cosa.

Ni tan siquiera vio la silueta que venía corriendo hacia la camioneta hasta que empezó a golpear con los puños la portezuela de Stephen.

—¡YAH! —gritó Stephen, saltando de su asiento y lanzándose sobre Joseph.

—Baja la ventanilla, idiota —dijo Joseph, devolviéndole a su sitio de un empujón.

Enseguida se había dado cuenta de que no era un ataque; aunque no se la viera con claridad la silueta que golpeaba la portezuela no se parecía en nada a Rudy.

La portezuela se abrió bruscamente y el grito de Stephen acabó quedando ahogado en su garganta. Joseph se inclinó hacia adelante con una expresión expectante en el rostro. Danny Young les sonrió y empezó a gritar histéricamente, con su melena pegada al cráneo y las gafas perladas por el vapor y el agua.

—¡Todo va bien! —gritó Danny—. ¡Está aquí mismo! —Señaló hacia el sur por Bowery, detrás de él y a su derecha—. ¡Corre como un loco! ¿Vamos por él?

—Sube —dijo Joseph mientras empezaba a poner en marcha la camioneta.

Danny subió de un salto y cerró la portezuela a su espalda en un solo movimiento lleno de gracia, aterrizando en el regazo de Stephen mientras la camioneta doblaba la esquina y avanzaba Bowery abajo. Stephen dejó escapar un resoplido y se removió incómodamente bajo el peso de Danny.

Le vieron a media manzana de distancia, corriendo por la estrecha franja de cemento central: iba hacia la calle Broome, que estaba al otro lado de la calzada.

—¡Hijo de puta! —aulló Joseph, haciendo girar el volante repentinamente hacia la derecha y deteniendo la camioneta junto a la acera—. ¡A por él! —gritó, parando el motor y metiéndose la llave en el bolsillo con un solo gesto.

Ya había abierto la portezuela y estaba bajando su mole a la calle. Danny bajó de un salto y Stephen le siguió.

Un instante después los tres estaban corriendo por el Bowery en dirección a Broome, desviándose hacia el este. Un rayo que parecía una sierra mecánica de neón atravesó las nubes y les permitió volver a verle, a media manzana de distancia.

«¡El sol!», se dijo Rudy cuando el relámpago lo iluminó todo con su resplandor de flash. Pensó que acabaría frito en un instante: pasaría por todo el proceso carne a huesos y huesos a cenizas que el pobre Christopher Lee había sufrido tantas veces en las viejas películas de la Hammer. Después todo volvió a oscurecerse y Rudy seguía corriendo, por lo que supo que aún le quedaba algo de tiempo.

Pero ya podía sentir como el sol iba cociendo lentamente su piel. Era algo parecido a un caso de insolación: una débil impresión de calor que iba convirtiéndose en un cosquilleo y que acababa graduándose en un dolor que asaba la carne. De momento sólo era un cosquilleo, pero empeoraría terriblemente en pocos minutos; y las heridas de su cabeza, sus manos y su vientre le dolían como si alguien estuviera hurgando en ellas con unas pinzas al rojo vivo. El calor se hacía más intenso a cada segundo que pasaba, y ni el frescor de la cortina de lluvia que caía sobre él podía aliviarlo.

Rudy dobló velozmente la esquina, saliendo de la calle Broome y entrando en Chrystie. Al final de la manzana estaba la entrada de metro que daba a la estación de la calle Grand. Redujo su velocidad durante un segundo parpadeando para apartar las gotas de lluvia de sus ojos, buscando el arco situado encima de la entrada. Su talón izquierdo se posó sobre un empapado e informe montón de cartones. Resbaló, estuvo a punto de perder el equilibrio, agitó los brazos como un payaso de circo subido a la cuerda floja, aullando y maldiciendo el dolor.

Y entonces vio las tres siluetas que corrían hacia él.

—Cristo —gimió, y una fracción de segundo después sintió como si su lengua se hubiera convertido en un carbón ardiendo.

El infierno se desencadenó dentro de su cabeza. Rudy gritó y salió disparado por la calle Chrystie como si fuera Richard Pryor haciendo su gran número de la huida.

Las tres siluetas cada vez estaban más cerca.

Joseph iba delante con los dientes apretados y el aliento siseando en un chorro caliente por entre ellos. Era un hombretón y no estaba hecho para correr —de hecho, no había corrido desde que abandonó la secundaria, y su máximo esfuerzo de velocidad a partir de entonces se había limitado a cruzar la calle apretando el paso—, pero avanzaba con una rapidez que le habría sorprendido. Si hubiera pensado en ella, claro está. Si hubiera podido pensar en algo que no fuera la venganza…

Danny y Stephen intentaban no quedarse atrás. Joseph no les oía; apenas si era consciente de su existencia. Sus ojos estaban clavados en Rudy como si fueran la mira de un bazooka; el vampiro le llevaba menos de treinta metros de ventaja, y la distancia que les separaba se iba reduciendo cada vez más.

«Te he cogido, cabrón», pensó acelerando un poco más, sintiendo como la distancia que había entre ellos se encogía a cada paso atronador que daba hacia adelante. Veinticinco metros. Veinte. Quince, y Rudy dejó atrás la boca de riego que indicaba el último tercio de la manzana. Diez, cuando Joseph la dejó atrás unos segundos después.

Cinco metros, cuando Rudy dobló la esquina y cojeó frenéticamente hacia la escalera. Tres, cuando Rudy se detuvo de repente y alzó las manos para protegerse los ojos. Dos, cuando Joseph corrió hacia él sin darse cuenta de que Rudy había sido cegado por el último regalo de Armond: una cruz de agua bendita que la lluvia había convertido en un estanque fosforescente que abarcaba toda la entrada del metro. Después, un metro. Y, por fin, nada.

Joseph rugió e hizo girar sobre sí mismo a Rudy cogiéndole del hombro, y el puño del vampiro salió disparado hacia él tan deprisa que Joseph ni tan siquiera se enteró de que estaba cayendo hasta que su cuerpo chocó con la acera. El hombretón meneó la cabeza intentando despejar la niebla de confusión que la había invadido: su visión periférica captó un fugaz atisbo de Rudy alzándose sobre él, los labios curvándose en aquel rostro horrible…

… y un instante después Stephen pasó corriendo ante él sin reducir la velocidad, sin hacer ni el más mínimo intento de frenar, corriendo como un loco hasta estrellarse contra el vampiro, quien dejó escapar un gruñido de sorpresa y se tambaleó hacia atrás, tropezó con el primer peldaño y cayó dando vueltas por la escalera.

Durante un microsegundo pareció que Stephen sería capaz de detenerse. Después él también se vio atrapado por las garras de la inercia y cayó en pos de Rudy sin emitir ni un gemido, y los dos desaparecieron en la oscuridad del metro.

y estaba cayendo, estaba cayendo como en un sueño, lo repetitivo del movimiento producía una fuerte impresión de irrealidad mientras chocaba con un escalón, rebotaba, chocaba con otro escalón, rebotaba, dando vueltas y más vueltas sobre sí mismo, una infinita masa grisácea cubierta de grietas y señales pasando velozmente junto a su rostro sin entrar en contacto con él mientras rodaba y rebotaba y giraba y caía

y su flanco izquierdo se estrelló contra el suelo y su cuerpo resbaló un par de metros antes de seguir rodando y detenerse cuando llegó a la pared. Alzó los ojos, aturdido, y vio que Rudy estaba a su lado, con la espalda apoyada en el cemento, con todo el aspecto de alguien a quien le acaban de quitar de un tirón la alfombra que estaba pisando.

Sus ojos se encontraron.

Y no estaba viendo a Rudy, estaba viendo una monstruosa caricatura del rostro de Rudy, un retrato de Dorian Gray hecho carne, con cada pecado claramente dibujado en los rasgos con chorros de agua bendita que habían creado un horror de ampollas y cicatrices, con el contorno de la cruz grabado en aquella carne que se había deformado sobre la nariz fracturada, con la calva ennegrecida donde el cabello se había quemado en la coronilla, con el rugiente fuego rojo de aquellas pupilas inhumanas

Oyó como su voz decía: «Voy a matarte», y metió la mano automáticamente en su bolsa de mensajero. Sintió el bulto de la cruz en sus dedos. Le pareció que no pesaba nada, como si fuera una de esas linternas que puedes comprar en las tiendas de artículos de broma, ésas a las que se les acaban las pilas y la luz en cuanto aprietas el botón. Sintió como la cruz emergía de la bolsa, tan brillante que incluso él entrecerró los ojos para protegerlos de su resplandor.

Vio como el rostro de Rudy se contorsionaba en una mueca de horror, vio como el vampiro giraba bruscamente sobre sí mismo y se ponía en pie.

Oyó el eco apresurado de los pasos bajando por la escalera.

Sintió como empezaba a levantarse.

Rudy corrió tambaleándose hacia los torniquetes. Sus perseguidores estaban muy cerca, pero el rugido del tren que se aproximaba llenaba sus oídos impidiéndole oírles. El ruido procedía de la escalera de caracol que había a la izquierda. Rudy fue hacia allí, llegó a los torniquetes y saltó sobre ellos, aterrizando desgarbadamente y tambaleándose durante un largo y peligroso segundo antes de seguir avanzando.

Stephen fue el siguiente en llegar a los torniquetes. Apenas si oyó los gritos del tipo de la taquilla; saltó sobre la barra metálica y corrió en persecución de Rudy.

Cuando Joseph saltó sobre el torniquete el tipo de la taquilla ya estaba corriendo hacia Danny para interceptarle.

—¡NO TE MUEVAS! —gritó el tipo, y Danny se detuvo patinando y trastabillando.

—P-Pero… —empezó a decir.

—¡Tienes que pagar el billete de todos esos tíos, amigo! —rugió el taquillero.

Su rostro estaba enrojecido y tenía las fosas nasales muy dilatadas. Danny pensó durante un momento en las fichas falsas que llevaba dentro del bolsillo, se contuvo justo a tiempo y le entregó cuatro billetes de dólar.

—Quédese con el cambio —dijo, y saltó por encima del torniquete.

El tren estaba deteniéndose con un último atronar. Stephen vio como Rudy salía de la escalera y se dirigía hacia la parte delantera del tren. Stephen saltó los últimos seis peldaños y le persiguió, con la cruz aferrada entre sus dedos.

Quería gritar algo —una amenaza, el nombre de Rudy, un juramento poniendo a Dios por testigo—, pero no podía hablar; tenía que conservar todas sus energías para que el aire siguiera entrando y saliendo de sus pulmones mientras corría, cojeando de forma cada vez más pronunciada porque por fin empezaba a sentir los efectos de su caída a lo largo de la escalera. Se esforzó al máximo, pero no logró ganarle terreno a Rudy. Las lágrimas estaban empezando a brotar de sus ojos; Stephen las maldijo e intentó contenerlas. Las lágrimas decidieron esperar un poco.

El tren abrió las puertas. El andén estaba vacío. Rudy siguió corriendo ante él. Stephen le persiguió.

Hasta el comienzo del tren.

Joseph llegó al final de la escalera y se dio la vuelta. Rudy y Stephen eran dos frenéticas manchitas del tamaño de insectos perdidas al final del andén. Las miró, se dio cuenta de que no conseguiría alcanzarlas y se detuvo.

Ante él había una puerta abierta. Joseph la contempló y contempló el tren del que formaba parte. Su mente percibió toda la belleza y la perfección de aquella puerta en un cegador relámpago de brillantez.

Sonrió.

Y subió al tren.

—Tren D a Coney Island —dijo la voz del conductor por los altavoces, un robot con acento de Brooklyn—. Cuidado con las puertas.

Llegaron al comienzo del tren y Rudy cruzó el umbral de la última puerta justo cuando el conductor hacía su discursito. El mecanismo automático de las puertas hizo que empezaran a cerrarse y el tren se estremeció.

Stephen llegó un segundo demasiado tarde.

—¡¡NOOOOO!! —aulló. Alzó el puño y golpeó el cristal de la ventanilla. Lanzó todo su peso contra las puertas, que se negaron a moverse—. ¡¡NOOOOO!! —volvió a aullar, metiendo los dedos en el espacio que había entre las tiras de goma que protegían los cantos de las puertas al cerrarse.

Tiró de ellas con todas sus fuerzas. Las puertas se negaron a moverse.

El tren se puso en marcha.

—¡¡NOOOOOO!! —aulló Stephen por última vez.

Se derrumbó sobre la puerta justo cuando ésta empezaba a moverse ante él. Rudy reía y reía y reía al otro lado de la ventanilla. Stephen logró mantenerse a la altura del cristal durante casi treinta segundos mientras el tren aceleraba lentamente. Después fue cobrando velocidad, y el marco metálico de las puertas le golpeó el hombro, haciéndole retroceder, y empezó a alejarse…

… y el tren desfiló velozmente ante él, un vagón detrás de otro moviéndose tan aprisa que los detalles se confundieron y acabaron desvaneciéndose en el túnel mientras Stephen lanzaba gritos de impotencia al metal insensible y a las crueles Parcas que le daban refugio al mal y se lo llevaban hacia la oscuridad como guardianas llenas de amor…

Una mano se posó sobre su hombro. Stephen giró en redondo, sintiendo como si hasta el último nervio de su cuerpo quisiera salir disparado a través de la piel.

Era Danny.

Y se estaba riendo.

—¿No lo ves? ¿No lo ves? —gritó Danny señalando el tren y casi doblándose sobre sí mismo debido a la fuerza de sus carcajadas.

—¿Ver qué? —gritó Stephen dominado por la histeria—. ¿De qué diablos te ríes?

—¡Es un tren D! —gritó Danny para hacerse oír por encima del rugido del tren—. ¡D de Dios! ¡D de Desastre! ¡D de Descomposición! Oh, tío, ¿es que no te das cuenta?

Stephen le miró con cara de no entender nada.

—¡Esta es la última parada de Manhattan, idiota! ¿No sabes qué significa eso? ¡Este tren va a Coney Island, tío! Este tren va a…

Pero Stephen ya había logrado entenderlo. Se echó a reír. Rieron juntos.

Y cuando el último vagón pasó ante ellos vieron la silueta de Joseph enmarcada en la ventanilla de la puerta, y antes de que la oscuridad le engullera les pareció que Joseph también estaba riéndose.