48

Empezó a diluviar a las cinco y cuarto. La lluvia había estado amenazando la ciudad durante días enteros; la humedad subía y de vez en cuando bajaba un poquito, pero seguía acumulándose en la atmósfera. El cielo la dejó escapar de golpe en un flujo torrencial, desgarrando el firmamento todavía oscuro con el trueno y relámpagos en dientes de sierra.

Danny Young apenas si podía distinguir los contornos del teléfono público a través de la cortina de lluvia. Corrió hacia él saltando los charcos y riachuelos que se formaban continuamente en la calle. Los quince segundos que necesitó para llegar a la cabina y cerrar la puerta a su espalda bastaron para dejarle totalmente empapado.

—Chaparrón de mierda —murmuró distraídamente rodeándose el cuerpo con los brazos. Hurgó en el bolsillo de su pecho, sacó de él tres cajas de cerillas mojadas y su goteante estuche de metal y esmalte para los porros—. ¡Maldición! —chilló en cuanto hubo abierto el estuche de un manotazo.

Sólo quedaba un porro. Danny, aliviado, vio que apenas si estaba algo húmedo.

Danny llevaba un poco más de cuatro horas vagabundeando por las calles, caminando, fumando y hablando consigo mismo. Dormir era impensable. Volver a casa era impensable. Lo único que podía hacer era pensar en Claire y darle vueltas a lo ocurrido dentro de su cabeza hasta que el tiempo y el aturdimiento provocado por la droga se combinasen para hacer que el recuerdo se desvaneciera convirtiéndose en algo parecido a un sueño.

Y, de repente, se encontró contemplando el teléfono mientras la lluvia golpeaba las cuatro paredes de cristal de aquel recinto parecido a un ataúd. Su cerebro parecía haberse despejado bruscamente; de hecho, estaba mucho más despejado de lo que se había sentido desde…, desde…

«Desde la muerte de Claire», pensó, y entonces todos los otros pensamientos volvieron al galope para caer sobre él con renovada claridad, y sus ojos se clavaron en la angosta oscuridad de la ranura para las monedas mientras las preguntas empezaban a formarse en el espacio brillante que había detrás de sus ojos.

«¿Qué habrá pasado después de que me largara? —pensó—. ¿Habrán logrado cogerle? ¿Continuarán buscándole? ¿Seguirá con vida alguno de ellos?».

La ranura del teléfono público le devolvió la mirada como si fuese un ojo solitario que le hacía un guiño. Danny sabía que dentro de su bolsillo aún quedaban muchas monedas de diez centavos. Le bastaba con una sola. Una llamada telefónica. Y entonces lo sabría.

—Tengo miedo —murmuró, y se rió—. ¡En serio, tengo miedo! —dijo como riñéndose a sí mismo.

Pero sus dedos ya estaban hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones.

Cuando oyó sonar el teléfono Josalyn pensó que debía de ser Joseph o Doug. Se había pasado los tres minutos últimos tecleando los números de sus buscas una y otra vez con una desesperación cada vez mayor mientras sus ojos iban y venían de la puerta a la centralita telefónica.

—Vamos, maldita sea —había siseado por entre los dientes tantas veces que la frase ya casi se había convertido en un mantra.

Por eso cuando oyó sonar el teléfono dejó escapar un nervioso grito de triunfo y se lanzó sobre el auricular como una mujer que se muere de hambre sobre un buffet gratis.

—¿Joseph? ¿Doug? —gritó.

—Soy Danny —dijo una vocecita desde el otro extremo de la línea—. ¿Eres Josalyn? Yo… Lo siento, pero…

—¿Danny? —Josalyn tuvo que callarse durante un segundo para que su cerebro recordase quién era Danny. Los datos volvieron a su mente y casi empezó a balbucear en el auricular—. Danny, ¿dónde estás? ¿Puedes venir aquí ahora mismo? Por favor…

—¿Qué? —La voz de Danny era un graznido metálico—. ¿Qué pasa?

Josalyn se mordió el labio inferior para impedir que temblara mientras hacía un esfuerzo para intentar controlarse.

—Rudy va a venir aquí —dijo por fin—. Está en camino. No sé cómo ha logrado encontrarnos, pero lo ha hecho y viene hacia aquí, y necesitamos tener a todo el mundo presente en el despacho ahora mismo. ¿Puedes venir? ¿Puedes hacerlo?

Un instante de silencio desde el otro extremo de la línea.

—¿Puedes hacerlo? —repitió obligándose a mantener la voz firme y tranquila con las últimas reservas de compostura que le quedaban.

Si Danny no respondía pronto empezaría a gritar.

Pero no fue necesario. La voz de Danny brotó del auricular sonando repentinamente más clara y fuerte.

—Voy para allá —dijo—. No te preocupes. Si hace falta mataré a ese bastardo con mis propias manos.

—Gracias —jadeó Josalyn. Ni todos los dientes del mundo habrían bastado para impedir que le temblara el labio—. Date prisa. Por favor…

—Voy enseguida —dijo Danny, y colgó.

Josalyn se quedó sentada sin mover ni un músculo, sujetando el auricular entre sus dedos. Lo cual fue una suerte, dado que Joseph llamó apenas un instante después, quejándose de que todos los teléfonos públicos que había encontrado en los últimos cinco minutos estaban averiados.

—Joseph y Stephen vienen hacia aquí —le informó a Jerome un minuto después—. Tommy no vendrá. Ha ocurrido algo…, supongo que ya nos enteraremos después. —Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos—. Danny también viene hacia aquí. Tampoco sé qué le ha ocurrido.

—Y Rudy se acerca.

Los ojos oscuros de Jerome estaban húmedos y aterrorizados. Podrían haber sido los suyos; lo habrían sido, de no ser porque ahora toda la responsabilidad recaía sobre ella.

Allan estaba fuera de combate. En los últimos veinte minutos había perdido todas sus reservas de energía. Le ocurrió cuando andaba por su quinta cerveza; la había dejado medio vacía sobre el escritorio junto a los brazos cruzados encima de los que apoyaba la cabeza. La cerveza, la tensión, el interminable transcurrir de las horas…, todo se había combinado para acabar agotándole. Y Allan estaba inconsciente, profunda y sonoramente inconsciente.

Trataron de despertarle a gritos, meneándole y obligándole a erguir el cuerpo. Lo máximo que pudieron conseguir de él fue un confuso «¿Passa?» y una mirada inexpresiva de diez segundos de sus ojos inyectados en sangre. Un instante después volvía a estar inconsciente.

—¿Qué vamos a hacer? —estaba preguntando Jerome.

Josalyn se encogió de hombros, suspiró, se limpió el sudor de la frente; miró a Allan y acabó volviéndose nuevamente hacia Jerome, quien estaba moviéndose primero sobre un pie y luego sobre el otro, como si bailoteara. Josalyn le lanzó una mirada interrogativa y Jerome se obligó a sonreír.

—Tengo que ir a hacer pipí —dijo.

—¡Bueno, pues ve ahora mismo, por el amor de Cristo! —gritó Josalyn, arreglándoselas para dirigirle una débil sonrisa—. Y cuando vayas llena una de esas latas vacías con agua. Si hace falta, podemos echársela por encima de la cabeza. —Acompañó sus palabras con un gesto de la mano que señalaba a Allan—. Tenemos que estar preparados para recibir a Rudy cuando se presente aquí.

Tenemos que estar preparados. Jerome asintió con la cabeza, cogió una lata vacía y fue dando saltitos hacia el cuarto de baño. La puerta se cerró a su espalda. Josalyn la observó mientras combatía el gélido escalofrío que estaba naciendo dentro de ella, con los sudorosos dedos de su mano apretando la base de la cruz de metal. «Tenemos que estar preparados para recibir a Rudy cuando venga —pensó—. Tenemos que resistir hasta que Joseph llegue aquí. Si hay alguien que pueda matarle es Joseph».

No había otra elección, su mente estaba totalmente segura de ello. El destino, la noche y los dioses que la habían escogido como cebo viviente para la confrontación final, fueran cuales fuesen…, todo se lo aseguraba. Tenía que estar preparada. Nada de perder el control, nada de salir corriendo, nada de rendirse pasivamente ante el final. Viviría o moriría, pero estaba dispuesta a luchar.

«Como Ian…».

Torció el gesto y parpadeó rápidamente para expulsar de su mente la imagen que estaba empezando a formarse dentro de ella. Miró a Allan —los rasgos cansados, los párpados oscuros e hinchados durante el reposo, la boca fláccida de la que brotaban suaves ronquidos—, y una repentina oleada de compasión invadió todo su ser. Le habría gustado dejarle dormir para que despertara por la mañana y pudiera encontrarse con una solución feliz que atara todos los cabos sueltos, evitándole el tener que mancharse con el horror que se aproximaba. Ojalá hubiera alguna forma de ahorrarle todo aquello, de impedir que ninguno de ellos tuviera que pasar por más horrores y momentos desagradables…

Cerró los ojos. Ian estaba allí; su voz y su presencia, muy parecida a como había sido en aquel sueño de hacía tanto tiempo. «No te preocupes, todo va bien, ahora no puede tocarte», decía su voz. Josalyn dejó escapar un gemido gutural deseando que fuese cierto y no sólo un sueño provocado por la tensión y lo avanzado de la hora, deseando que Ian estuviera realmente junto a ella.

Y oyó un sonido procedente de la puerta.

Josalyn abrió los ojos. Durante un instante la neblina que empañaba el cristal le impidió ver nada. Después distinguió los ojos rojizos que había al otro lado. Los ojos que parecían faros…

Los ojos que la llamaban.

Una vocecita casi inaudible empezó a gritar en lo más hondo de su cerebro. «¡NO! ¡NO! ¡NO LE MIRES, JOSALYN, POR EL AMOR DE DIOS, NO LE MIRES!». La voz se calló de repente y todo su cuerpo se puso rígido. Su mente quedó totalmente vacía de pensamientos, sumida en el más absoluto mutismo.

—Ven aquí. —Su voz, hablándole desde el vacío que ocupaba todo su ser—. Ven aquí, cariñito. —Una risita—. Oh, cuchi, cuchi, cuchi, ven con papá, cariñito…

Josalyn se puso en pie.

—Ven, niñita bonita.

Josalyn avanzó hacia la puerta convertida en una criatura hueca desprovista de toda voluntad.

—Niñita bonita, niñita guapa.

La cruz resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo sin que Josalyn se diera cuenta.

—Niñita…

Su mano vacía se cerró sobre el picaporte y lo hizo girar. No pudo oír el repentino aullido del viento y la lluvia ni el ruido de la cisterna a su espalda.

Cuando Rudy la tomó en sus brazos no sintió absolutamente nada.

Allan despertó cubierto de un sudor frío y viscoso. No podía ver con claridad y sentía como si tuviese la cabeza llena de barro; pero una alarma había sonado en algún punto de su núcleo más recóndito, despertándole de golpe y haciéndole recobrar el conocimiento. Contempló sus brazos cruzados, la centralita telefónica, la pared. Recordó dónde estaba.

—¿Josalyn? —murmuró con voz pastosa…

… y la alarma volvió a sonar, ahora con más fuerza, con un sonido agudo y apremiante. Antes de darse la vuelta ya sabía lo que iba a ver.

—¡NO! —gritó, clavado en su asiento.

Rudy le sonrió con una mueca tan húmeda y salvaje como la de una rata de agua, y hundió los dientes en el cuello de Josalyn.

Algo se rompió dentro del cerebro de Allan Vasey. Se levantó de un salto sin dejar de chillar y avanzó con un paso vacilante que estaba a medio camino entre el tambalearse y la carrera. Al rebasarlo su cadera golpeó el canto del mostrador. El golpe no le hizo perder ni una fracción de segundo. Siguió avanzando.

Josalyn tenía la espalda arqueada y la cabeza echada hacia atrás. Rudy estaba haciendo un fuerte ruido de succión: la sangre de Josalyn entraba en su boca con un susurrar casi inaudible. La mano izquierda de Allan encontró un mechón de cabellos de Rudy y tiró secamente de él; su mano derecha cogió a Josalyn por el hombro y la arrancó de los brazos del vampiro.

—¡CABRÓN! —gritó, tirando hacia atrás con la mano derecha mientras su otra mano seguía sujetando los cabellos de Rudy.

Giró con todas sus fuerzas y le atizó un puñetazo a Rudy en la mandíbula. Rudy retrocedió tambaleándose con cara de sorpresa.

Y sonrió.

—No ha estado mal —dijo, y atacó.

La puerta del cuarto de baño se abrió justo cuando Allan se derrumbaba sobre el mostrador con Rudy encima. Josalyn se había quedado tan inmóvil como un maniquí y estaba contemplando el espectáculo con ojos vidriosos mientras Rudy agarraba a Allan por la barba y le echaba la cabeza hacia atrás.

Jerome gritó y se lanzó hacia adelante, pasando los brazos alrededor del cuello de Rudy e intentando apartarle del mostrador. Rudy giró bruscamente la cabeza y sus dientes desgarraron la carne blanda y suave que había bajo el antebrazo de Jerome. Una hendidura negra apareció en la carne oscura, y Jerome gimió como un bebé que agoniza.

Quizá fuera el grito, o el hecho de que Rudy tenía que ocuparse de otras cosas y no podía concentrar toda su atención en ella. Josalyn nunca sabría cuál fue la causa. Pero, de repente, se encontró viendo como Rudy montaba sobre Allan igual que si fuera una estrella del rodeo y Jerome caía de rodillas.

—Dios mío —intentó decir, pero no tenía aliento con el que formar las palabras—. Dios mío, Dios mío… —Sentía un sordo y palpitante dolor en un lado del cuello. Alzó la mano para darse masaje y cuando se miró los dedos vio que estaban manchados de sangre—. Oh, Dios —graznó, y el horror la hizo retroceder un paso.

Después sus ojos se posaron en la cruz; la cruz estaba en el suelo a menos de metro y medio de distancia, allí donde la había dejado caer. El metal reflejaba débilmente la luz del techo.

Josalyn pasó junto a las figuras que se debatían, despacio al principio y luego con una enloquecida celeridad. Sus dedos se cerraron sobre la cruz. Le pareció que latía en su mano como si fuese una criatura viva: cálida, vibrante y mortífera.

Y un instante después se encontró detrás de Rudy, sujetando la cruz con las dos manos, blandiéndola como si fuera un bate de béisbol. Sintió el deseo de pronunciar su nombre y hacer que se diera la vuelta para ver su rostro cuando llegara el momento. Pero no quería correr riesgos; si fallaba, todos morirían, y Josalyn lo sabía.

Rudy estaba golpeando mecánicamente la cabeza de Allan contra el mostrador. Los brazos de Allan habían caído fláccidamente a cada lado; sus piernas ya ni tan siquiera se movían. Josalyn pensó que quizá fuera demasiado tarde para salvarle. Pensó en sus ojos chispeantes, su pipa eternamente encendida, su sonrisa. Repasó a toda velocidad las horas pasadas junto a él ocupándose de los teléfonos, superando un desastre tras otro, hundiéndose cada vez más profundamente en la impotencia y la desesperación y, aun así, aguantándolo todo sin dejarse abatir. Vio la expresión de su rostro cuando recibieron la llamada sobre Armond y T. C.; le vio consolando a Doug con la compasión ardiendo en sus ojos; le vio en la calle Bleecker, delante de El Otro Extremo, con el rostro tenso mientras se despedía de Ian con un último abrazo…

Vio todo esto en el segundo que transcurrió antes de que se lanzara hacia adelante alzando la cruz y golpeara a Rudy justo en la base del cráneo.

El dolor hizo que el mundo se volviera blanco. Si un millón de diablos balbuceantes hubieran empezado a arder dentro de su cabeza el volumen de su grito colectivo no habría superado al del que desgarró su mente cuando la cruz dio en el blanco obligándole a caer hacia adelante. Rudy ni tan siquiera se dio cuenta de que sus dedos se habían aflojado y de que Allan estaba libre. Ni tan siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo. Rebotó torpemente en el mostrador y aterrizó sobre el cuello con un crujido horrendo que en un mortal habría significado unas vértebras rotas. No podía ver nada. No oía nada. Sólo había el dolor, un dolor tan intenso que parecía una abstracción, algo que se encontraba más allá de las capacidades cognoscitivas de un sistema nervioso…, algo tan intenso que hasta habría hecho vacilar la mente de Dios.

Rudy reptó por el suelo aullando como un poseso. No vio como Josalyn rodeaba el mostrador, no vio la tensa expresión de venganza que había en su rostro, no vio el arco casi incandescente que hendió el aire cuando la cruz volvió a caer sobre él acertándole en plena cara, rompiéndole la nariz y dejando grabados los contornos del metal llameante en su rostro, levantándole del suelo y haciéndole salir despedido a través del ventanal.

Y un instante después estaba en la acera, bajo la lluvia; y aunque el dolor seguía aullando en su interior como el hierro derretido pudo ver la calle Spring extendiéndose en ambas direcciones. Intentó ponerse en pie. Las rodillas se le doblaron y chocaron contra el pavimento con un golpe seco. No sintió nada. Su mente había dejado de funcionar y una parte distinta de su ser había tomado el control. Logró incorporarse y avanzó tambaleándose en dirección este, con el aliento sonando roncamente en su garganta como la gravilla al caer por una rampa metálica, con su corazón muerto latiendo a toda velocidad.

Avanzó tambaleándose en dirección este, peligrosamente cerca de los primeros rayos solares del amanecer que amenazaban con abrirse paso a través de la densa capa de nubes.

Eran las cinco y media.

Cuando la camioneta apareció tres minutos después Josalyn estaba atendiendo a Jerome. Había empapado una toallita de papel en agua bendita y estaba limpiando la herida; ya había quitado casi toda la sangre. Su corazonada había dado justo en el blanco. Los dos estaban asombrados ante la rapidez con que se había calmado el dolor, y la hinchazón ya casi había desaparecido.

En cuanto a la recuperación de Allan…, bueno, en eso ya no confiaban tanto. No estaba muerto pero había perdido el conocimiento; y su aliento susurraba débilmente por entre los pálidos labios de un rostro blanco como la tiza. Josalyn buscó alguna herida visible y no encontró ninguna. En cierta forma, eso fue lo que más la asustó. Le limpió la frente con agua bendita y llamó por teléfono pidiendo una ambulancia.

Y, por eso, cuando vio detenerse la camioneta esperó ver salir de ella un desfile de enfermeros. Pero, en vez de a los enfermeros, vio a Joseph y Stephen, quienes entraron corriendo en el despacho y se quedaron inmóviles, contemplando la destrucción con rostros inexpresivos. Los labios y los puños de Joseph temblaban convulsivamente en una exhibición espástica de rabia y frustración.

—¡POR AHÍ! —gritó Josalyn señalando hacia el este.

Su mente la obsequió con una imagen de ella misma vestida como la típica fulana de salón en una película del oeste barata, gritando: «¡Se fueron por ahí, sheriff! ¡Córteles la retirada en el paso!». Pero no era momento de reírse.

Joseph giró sobre sí mismo y fue hacia la camioneta. Stephen vaciló, bailoteando nerviosamente sobre sus pies como si fuera un niño de ocho años que necesita ir al cuarto de baño; miró primero a Allan, luego a Jerome y después a Josalyn, y una pregunta empezó a cobrar forma en su rostro.

—¡NO, STEPHEN! —gritó Josalyn, medio adivinando la pregunta y sin importarle demasiado saber si había acertado o no—. ¡VE POR ÉL!

Señaló la camioneta con un dedo como si fuera Jesús indicando la puerta del templo a los prestamistas. Cuando los ojos de Stephen se encontraron con sus pupilas tembló como si éstas hubieran emitido un chorro de fuego enloquecido e imposible de resistir. Stephen se dio la vuelta y echó a correr, impulsado no sólo por el deseo de encontrar a Rudy sino por la necesidad de poner distancia entre él y Josalyn. En ese fugaz instante Josalyn le había asustado más que nada de cuanto le había ocurrido en toda su vida.

Josalyn vio como Stephen desaparecía detrás de la camioneta y un segundo después el vehículo salió disparado a toda velocidad. Después bajó la mirada hacia los ojos de Jerome y vio su propia confusión y aturdimiento reflejados en ellos. Después apartó la vista.

—Tenemos que ocuparnos de ese cuello tuyo —dijo Jerome en voz baja y suave.

—Estoy bien —dijo Josalyn volviéndose hacia él.

—No, no lo estás. Ven, deja que te cure.

Cogió una toallita de papel limpia del montón que Josalyn sostenía en su mano, vació un frasquito de agua bendita sobre ella y la aplicó delicadamente a sus heridas. El agua bendita la quemó terriblemente durante unos segundos y después Josalyn empezó a sentirse muy, muy bien. Los dedos de Jerome eran casi tan suaves como los de una mujer. Josalyn no intentó detenerle.

Los sonidos de la tormenta quedaron ahogados por el distante gemido de una sirena que aullaba como un alma en pena. Otra sirena se unió a ella, y otra más. «Ya casi se ha terminado», pensó. Una emoción extraña e indefinible invadió todo su ser. Josalyn no habría podido darle nombre ni aunque hubiese querido intentarlo.

Las sirenas sonaban cada vez más cerca.