Doug Hasken estaba plenamente consciente. El shock y la confusión anterior habían desaparecido. Dios le había enviado una visión de sí mismo que resplandecía sobre su cabeza como si fuera el Santo Grial.
Unas horas antes, cuando volvió al despacho, Allan le hizo sentarse en el sofá, le puso una cerveza en la mano y se embarcó en una larga serie de explicaciones. Doug no logró comprender el comienzo; por aquel entonces se hallaba sumido en el shock, y su mente era como un trozo de plastilina rancia incapaz de conservar ninguna imagen. Pero hacia el final de su segunda cerveza, justo antes de que se sumiera en la bendita inconsciencia, todo empezó a quedar claro.
Después llegó el sueño, y la visión.
Y ahora Doug estaba despierto, erguido en el sofá con toda su atención concentrada en los tres rostros solemnes que había ante los tableros de control de la centralita. Eran las cuatro y cinco minutos.
—Ése era Joseph —le dijo Allan a Jerome, con el auricular silencioso colgando todavía fláccidamente de su mano. Hablaba con una voz algo pastosa—. Acaba de ir al apartamento de Rudy. La policía estaba allí. Dice que Armond y T. C. han muerto.
—Oh, Dios mío —murmuró Jerome.
Josalyn tenía los ojos clavados en la pared y meneaba lentamente la cabeza. Los tres daban la impresión de haber salido hacía poco de una prolongada terapia con electroshock: tenían la cara blanca como un pastel, fláccida y húmeda como la harina antes de meterla en el horno.
A Doug no le resultaba nada difícil simpatizar con su situación. Sentía exactamente lo mismo que ellos. Pero ahora ya había conseguido superar los efectos del shock. La visión lo había sustituido. Le bastó con observarles para saber todas las cosas que eran incapaces de decir en voz alta; tres muertos, sólo quedan tres cazadores, tres muertos y todo para nada, nunca le encontraremos, la cagamos, se acabó… El aire vibraba con la fuerza de su desesperación.
Pero Doug sabía algo que ellos ignoraban.
Se puso los patines sin hacer ningún ruido. Los demás no le prestaban ninguna atención, encerrados en sus universos de pena particulares. Doug se ató los cordones a toda velocidad, deteniéndose sólo el tiempo necesario para echar un vistazo a las grietas y agujeros causados por los dedos de Rudy al atravesar el duro plástico del protector que cubría su espinilla. «Dios, es realmente fuerte —pensó Doug—. Eso no bastará para salvarle, pero sólo Dios sabe lo fuerte que es…».
En el mostrador había un pequeño surtido de armas y herramientas pulcramente ordenadas. Doug se puso en pie, se echó la bolsa de mensajero al hombro, patinó sin hacer ruido hasta el mostrador y escamoteó diestramente cuatro frasquitos del agua bendita de Armond.
Después patinó hacia la puerta, echando un vistazo por encima del hombro mientras se movía. Ahora todos estaban mirándole; no sabía si le habían visto coger el agua bendita. Pero Doug tenía la seguridad de que cuando descubrieran qué estaba haciendo no les importaría.
—Os veré luego —dijo.
Allan asintió distraídamente con la cabeza, Josalyn y Jerome ni tan siquiera hicieron eso. Doug cruzó el umbral.
Cinco minutos después dejó caer una moneda de diez centavos en la ranura de un teléfono público y marcó su número.
—Estoy en la calle —dijo—, y tenéis el número de mi busca. Os prometo que a las seis le habremos pillado.
—¡MALDICIÓN! —aulló Rudy retrocediendo con paso tambaleante, alzando una mano para cubrirse los ojos aunque ya era tarde—. ¡BASTARDO, MALDITO BASTARDO!
Las palabras rebotaron locamente en las ventanas cubiertas con tablones y las paredes de las casuchas, creando ecos que se perdieron a lo largo de la calle Delancey.
Estaba de pie ante el nacimiento de la escalera del metro, temblando a causa de la rabia impotente y un creciente temor, deseando que Armond estuviera aquí para poder matarle una vez, y otra, y volverle a matar.
Haces de luz blanca subían del pavimento que había a sus pies, dos haces de una claridad cegadora en forma de cruz…
Igual que en las últimas tres estaciones de metro que había visitado.
—¡BASTARDO! —aulló por última vez Rudy antes de alejarse cojeando.
Sólo ahora empezaba a comprender la enormidad del esfuerzo de despedida del anciano. Si todas las entradas del metro estaban selladas de esa forma y no podía volver a su apartamento, entonces…
«¿Qué voy a hacer? —gimoteó su mente, como un niño malcriado en una juguetería—. El sol saldrá dentro de una hora, y yo estaré atrapado aquí, y…».
Había recorrido menos de veinte metros cuando la silueta dobló la esquina a su espalda, moviéndose a tal velocidad que ni tan siquiera tuvo tiempo de localizar la fuente del sonido, ni tan siquiera tuvo tiempo de reaccionar…
… cuando el zumbido y el rítmico pock-pock-pock de las ruedecitas girando sobre el pavimento vino hacia él desde su izquierda, y una voz que no le era familiar gritó «¡Rudy!» casi en su oído, y se volvió hacia el sonido…
… con el tiempo justo de ver los puntitos de fuego que bailoteaban en el aire como una serpiente agonizante que avanzaba hacia él. Un grito empezó a formarse en su garganta. Volvió a alzar la mano derecha para protegerse los ojos…
… y un instante después estaba gritando con un trompeteo desgarrador de dolor inexpresable, porque el agua bendita acababa de entrar en contacto con su carne.
La primera gota cayó sobre el lóbulo de su oreja izquierda. Siseó y humeó como la grasa del tocino devorando la mitad del lóbulo y dejando la otra mitad casi suelta para que colgara y oscilara a impulsos de la brisa. La segunda gota creó una llaga cancerosa junto a su tenso labio superior. La tercera gota abrió un agujero en el puente de su nariz, dejando el hueso al descubierto. La cuarta, la quinta y la sexta gotas dejaron anillos humeantes sobre los dedos de su mano derecha. La gota número ocho tatuó una rezumante cadena de heridas en su antebrazo. El resto pasó silbando inofensivamente junto a él y se perdió en el vacío.
Nada le había causado nunca semejante dolor, ni tan siquiera el morir. Rudy aulló y giró sobre sí mismo chocando con una pared, pero ni se enteró. La agonía del agua bendita no terminaba con el impacto; parecía abrirse camino hacia dentro, retorciéndose y mutilando el tejido blando que había debajo como si fuera un hierro de soldar. Rudy agitó salvajemente su mano derecha como si estuviera ardiendo, y gotas negras de un líquido pútrido cayeron sobre el pavimento.
Apenas si se dio cuenta de que el mensajero de la muerte había dado la vuelta y venía patinando hacia él.
Era el Doug Hasken del sueño: un ángel vengador que golpeaba al malvado con una cadena de oro resplandeciente. El viento rugía en sus oídos como la voz de Dios apremiándole a seguir adelante, vitoreándole en su momento de gloria mientras patinaba hacia la torturada silueta del ser maligno. El primer frasquito estaba vacío; Doug hurgó en su bolsa, cogió otro y le quitó el tapón.
Y entonces Rudy le miró con aquellos horrendos ojos rojizos, pero esta vez Doug no se dejó impresionar. Esta vez sabía a qué se enfrentaba. Esta vez sabía qué era. Sabía que esto era una guerra entre la Luz y la Oscuridad, y sabía cuál de las dos era más fuerte.
Rudy avanzó tambaleándose en un torpe intento de lanzarse sobre él. Doug captó la desesperación que había en sus movimientos y le faltó poco para reírse. Vació el segundo frasquito de agua bendita en un arco sobre el estómago de Rudy. El vampiro se dobló sobre sí mismo, chillando como un cerdo degollado.
Doug giró limpiamente, dejó caer el segundo frasquito y cogió un tercero. No se tomó la molestia de quitarle el tapón: lo rodeó con sus dedos y volvió a cerrarlos formando un puño.
—¡Este es por todas las personas que has matado! —gritó, lanzando el frasquito en una curva que llevaba un efecto diabólico.
A lo largo de su irregular carrera estudiantil Doug Hasken siempre había sido primer pitcher del equipo de béisbol de Dallastown High, y culminó su último año con el récord de treinta y dos lanzamientos seguidos que el bateador no logró devolver. Todo el mundo esperaba grandes cosas de él, sobre todo el entrenador Stambaugh, quien siempre afirmaba que la bola rápida de Doug era capaz de conseguir «que el diablo se meara de miedo».
El entrenador Stambaugh no se habría sentido decepcionado. El frasquito se estrelló contra la coronilla de Rudy empapando todo su cuero cabelludo. La grasienta cabellera rubia empezó a chisporrotear, encogiéndose y ardiendo como un montoncito de ramillas. Rudy gritó y cayó al suelo, dándose frenéticos manotazos en la cabeza. Un instante después su voz se volvió todavía más horrorizada y sus ojos incrédulos contemplaron las ampollas burbujeantes que cubrían las palmas de sus manos.
Doug trazó el cuarto y último círculo quitándole el tapón al último frasquito de agua bendita, avanzando hasta quedar a unos treinta centímetros del cuerpo de Rudy con la esperanza de que esta vez conseguiría acertarle en los ojos, dejando tras él a una criatura ciega e indefensa que los cazadores podrían eliminar sin ningún problema.
—Y ésta es por… —empezó a gritar.
Y entonces fue cuando Rudy saltó hacia adelante, y su todavía chisporroteante mano agarró la tira de la bolsa de mensajero de Doug, haciéndole salir despedido en un loco girar un segundo antes de que la tira se rompiese y la bolsa cayera sobre el pavimento. Doug cayó de bruces sobre la acera y el sonoro chasquido de su nariz al romperse quedó ensombrecido por el coro terrible que aulló entre sus orejas. Hubo un momento de ceguera y dolor al rojo blanco; después se encontró contemplando el creciente charco de sangre suya que iba cubriendo la acera, y la imagen le espabiló lo bastante para hacer que volviera a ponerse en movimiento.
Rudy estaba arrastrándose hacia él, intentando ponerse en pie. Doug rodó sobre sí mismo y maniobró hasta sostenerse sobre sus patines de ruedas. Rudy volvió a lanzarse hacia adelante haciéndole cosquillas al aire alrededor de los tobillos de Doug mientras éste se apartaba, moviendo las piernas como un loco, patinando con un frenesí que nunca había conocido antes.
Doug Hasken casi había alcanzado los treinta kilómetros por hora cuando la pareja de maricas cogidos de la mano dobló la esquina y entró en la calle Delancey. Doug giró instintivamente para evitarles, comprendió su error demasiado tarde y tragó su última bocanada de aire antes de que la escalera de entrada a la estación de la calle Delancey se abriera ante él como la boca de un dragón y le engullera en su oscuro abismo, con las ruedas de los patines girando locamente en el espacio vacío y el cuerpo precipitándose de cabeza hacia el frío cemento que le esperaba más abajo.
Doug se estrelló contra la pared del fondo a unos veinticinco kilómetros por hora. Su cabeza reventó como si fuera un melón. Sus costillas se convirtieron en metralla que actuó sobre sus órganos vitales como una trituradora de documentos, convirtiéndolos en guiñapos. Se quedó pegado a la pared durante una horrible fracción de segundo y después cayó al suelo chocando con él como si fuera un saco repleto de mierda seca. Después del primer segundo de dolor no sintió absolutamente nada.
El sueño y la visión maravillosa que había tenido no le mostraron cuál sería el final.
A veces Dios tiene un sentido del humor muy extraño.
Los maricas salieron corriendo a toda velocidad por donde habían llegado, lo cual fue una decisión muy sabia. Si el descenso estilo kamikaze de Doug no hubiera sido suficiente, la visión de aquella criatura de ojos rojizos que tenían delante habría bastado para hacerles volver galopando al SoHo.
Rudy, por su parte, reía con una alegría retorcida y salvaje. El dolor seguía ahí —de momento, no daba señales de que quisiera disminuir—, pero sus ojos estaban intactos. Y aunque no podía acercarse lo suficiente a la entrada del metro, no podía ver a través de aquella odiosa barrera de luz y no podía bajar los escalones para destrozar todavía más el cadáver de su atormentador, había visto como caía de cabeza hacia el abismo. Y había oído el ruido del impacto.
Que le hizo inmensamente feliz.
Empezó a hurgar en la bolsa de mensajero. Vio la tablilla de anotaciones y el impreso en blanco. No significaban nada.
Después vio el busca, y algo hizo un desagradable clic dentro de su cabeza. Metió la mano en su bolsillo y sacó el busca de Armond, sosteniéndolo junto al otro aparato. Eran idénticos.
Y, a continuación, encontró el bloc de recibos. Con las palabras Sus Mensajeros S. A. escritas en letras mayúsculas al final. Debajo había una dirección. Y debajo de la dirección…
Un número de teléfono.
—Ah —siseó. Y repitió el siseo, prolongándolo—: Ahhhh.
La sonrisa enloquecida le iluminó todo el rostro dándole el mismo color que la fría luna del cielo.
Después se puso en pie sosteniendo el bloc de recibos entre los dedos, dejó todo lo demás sobre la acera y fue por Delancey hasta llegar a la calle Essex. Quería poner un poco de distancia entre él y la escena del crimen.
Y después quería hacer algunas investigaciones.
Cuando faltaban siete minutos para las cinco de la madrugada el indicador de una de las líneas de la centralita se encendió. Era la primera llamada recibida por esa línea desde que empezó la cacería, unas nueve horas antes. Allan estaba quedándose adormilado y si Josalyn no hubiera estado muy ocupada bostezando con los ojos entrecerrados hasta convertirse en dos rendijas, probablemente no habría alargado la mano hacia el auricular.
Pero estaba bostezando y eso es lo que hizo. El bostezo terminó justo cuando apretaba el botón de la línea. Josalyn se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Sintió un debilísimo aleteo de miedo y confusión cosquilleándole la base del cráneo y un instante después estaba diciendo «¿Sí?» en el auricular.
No hubo respuesta. Silencio, como un vacío al otro extremo de la línea.
—¿Sí? —repitió, y el frío torrente del miedo inundó todo su cuerpo—. ¿Hay alguien ahí? —balbuceó.
Un instante después deseó no haberlo hecho. «Cuelga el auricular, ¿por qué no cuelgas el auricular?, cuelga el auricular…», empezó a decir una voz dentro de su cabeza.
—¿Josalyn? —dijo Jerome poniéndose a su espalda.
Josalyn apenas le oyó; no era más que un eco fantasmal de la voz que le llegaba por el auricular.
—Josalyn —murmuró la voz prolongando la palabra, acariciándola juguetonamente con la lengua—. Bueno, qué sorpresa tan maravillosa, ¿verdad?
Ahora era el otro extremo de la línea el que se había vuelto tan silencioso como un cementerio. Rudy le dirigió una sonrisa pensativa al frío plástico del auricular que sostenía en su mano, como si Josalyn pudiera verle a través de él. «Quizá pueda hacerlo», pensó. Sospechaba que por lo menos podía captar algo. Ah, cómo esperaba que fuera así…
—Estoy sonriendo —le informó para asegurarse—. Estoy sonriendo porque me siento inmensamente feliz, y me siento inmensamente feliz porque ahora sé dónde estás. Y nada podrá impedirme que venga por ti.
—¿R-Rudy? —gimió la voz de Josalyn, temblando en la parte más aguda de la escala tonal, amenazando con deshilacharse como si fuera una bufanda de ganchillo mal tejida.
—Sí, querida mía —dijo Rudy con voz ronca, y se rió—. Pronto. Antes de que tengas ocasión de escapar. Pronto estaremos juntos…, demasiado pronto.
Josalyn se echó a llorar. Un sonido maravilloso.
—Para siempre —ronroneó Rudy—. Será maravilloso, ¿no te parece? Nuestra última noche juntos no terminará nunca. Seguirá y seguirá y seguirá…
Después le sopló un beso al auricular, rió suavemente con los labios pegados al micrófono, lo arrancó del teléfono y lo dejó caer en el pavimento. Le dio una patada y lo mandó dando vueltas hacia la cuneta.
El sol saldría en menos de una hora. Rudy ya podía sentir su aproximación y cómo cosquilleaba su fría carne con la más débil intimación de calor imaginable, igual que la primera sospecha de la fiebre.
Pero el despacho se encontraba a sólo ocho manzanas de distancia. Quizá menos.
Fue rápidamente hacia el oeste por la calle Stanton. Dirigiéndose hacia la calle Spring, y la oscuridad más profunda, la que precede al amanecer.