—¡NO! —gritó Rudy, despertando de la pesadilla para volver a la áspera luz del apartamento de Stephen.
Por un momento todo siguió estando allí: el humo negro, los agujeros, la lluvia que parecía lava. Después las imágenes del sueño desaparecieron y se encontró contemplando las paredes, y el reloj con sus manecillas indicando que eran exactamente las tres y siete minutos.
—Mierda —murmuró frotándose los ojos.
Unas extrañas pautas formadas por mosaicos y dibujos geométricos revolotearon en la oscuridad que había detrás de sus párpados. Abrió los ojos. Los mosaicos y dibujos siguieron bailando en el aire.
«Tengo que volver a casa». El pensamiento surgió de la nada, abriéndose paso por entre la neblina que llenaba su mente y se quedó alojado en ella con un tintineo metálico, como el perdigón que da en la diana de una galería de tiro. «Tengo que volver a casa». Un eco de certidumbre. Una opresión en su pecho que no dejaba lugar alguno a la duda.
En este apartamento había algo extraño, algo fuera de sitio. Podía sentirlo y podía saborearlo, como un penique de cobre caliente colocado en la punta de su lengua.
Rudy se levantó de un salto, corrió hacia la puerta y se detuvo. «¡No hay tiempo!», gritó su mente. La dura afirmación de un hecho. Vio una imagen mental de él mismo corriendo por la calle. Pudo verse llegando demasiado tarde.
El pensamiento le llenó con un terror informe, una vaga ondulación de pánico. «¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando? ¿Qué voy a hacer?». Su mente vaciló como un neumático reventado rodando locamente por una cuneta. Se apartó de la puerta, fue tambaleándose hacia la ventana, la abrió de un manotazo y se quedó inmóvil ante ella, atraído por un instinto que ni tan siquiera empezaba a comprender.
«Tengo que volver a casa», pensó de nuevo…
… y de repente estaba volando, y el aire pasaba velozmente junto a él azotándole con sus ráfagas mientras sus alas, duras como el cuero, le alzaban sobre el perfil de los rascacielos. Y aunque nunca había visto la ciudad desde este ángulo y a través de estos ojos ciegos, sabía adónde iba.
Sabía cómo llegar hasta allí. Algún sistema interno de guía propio de la forma que había adoptado se encontraba infaliblemente enfilado hacia su blanco.
Mientras sus minúsculos pulmones y su boca repleta de colmillos muy afilados hendían la noche con su chirriante canción.
A la izquierda de los escalones, envuelto en las sombras, T. C. Williams encendió su cigarrillo número veintitrés de la noche, el que iba a ser el último. Estaba pensando en sus niños, su ex mujer, su familia y sus amigos. Estaba pensando en lo que sería verles tambaleándose por las calles de Harlem, convertidos en muertos vivientes. Estaba pensando en lo mucho que les quería, y en que moriría antes de permitir que eso ocurriera. Pensaba todo eso mientras sus ojos recorrían incansablemente la calle.
No se le ocurrió mirar hacia arriba.
Ni tan siquiera le vio llegar.
Cuando Rudy hubo terminado con aquella cosa destrozada y empapada en sangre la dejó entre las sombras y subió corriendo los peldaños que llevaban a su apartamento. La sangre fresca corría por sus venas y volvía a tener la forma humana: se sentía tan fuerte como un atleta bien entrenado; pero su mente seguía siendo un caos dentro del que burbujeaba el pánico.
Por encima de él, en el rellano del tercer piso, Armond Hacdorian estaba abriendo cautelosamente la puerta destrozada que daba al apartamento de Rudy. La tarea resultaba bastante difícil para un hombre de su edad. Era incómodamente consciente del palpitar que hacía vibrar su pecho. Sintió una breve punzada de dolor en el hombro izquierdo y se sobresaltó; la visión se le nubló durante un momento y la puerta resbaló entre sus dedos.
Se oyeron el uno al otro casi al mismo tiempo: los pasos de Rudy que abandonaba a la carrera el rellano del segundo piso justo cuando la puerta chocaba contra la pared, resbalaba y caía a los pies de Armond.
Rudy dejó escapar un leve chillido de terror y subió corriendo el último tramo de escalones. Armond retrocedió lentamente hacia el interior del apartamento y metió una mano temblorosa dentro de su bolsa, sacándola con varios frasquitos de agua bendita.
Los dos rezaban para que no fuese demasiado tarde.
Rudy dobló la última esquina y se detuvo, jadeando. La puerta estaba caída en el suelo, y una débil claridad iluminaba el suelo del rellano. Rudy avanzó nerviosamente hacia ella. Sintió que la frente empezaba a dolerle.
—Hijo de puta —murmuró.
Se detuvo a unos sesenta centímetros de la puerta y fue hacia la pared, pegándose a ella y avanzando lentamente como un espía en una película barata de los años cuarenta. Ahí dentro ocurría algo que le aterrorizaba, pero no estaba muy seguro de qué era.
Entonces oyó un ruido de líquido cayendo y un siseo, y el resplandor que venía del umbral se hizo más brillante, y fue como si las mismísimas paredes empezaran a gemir con una agónica vida propia. Algo tiró de su nuca diciéndole que éste era el horror que había venido a impedir. Saltó hacia el umbral y lo cruzó a toda velocidad, moviéndose impulsado por la desesperación.
Y retrocedió lanzando un siseo animal.
Cegado.
—Ah, Rudy. Has venido. —Armond parecía auténticamente complacido—. Empezaba a temer que te habíamos perdido.
—¡Pronto lo desearás, bastardo! —aulló Rudy tapándose los ojos con la mano y avanzando con gran dificultad—. ¿Qué le estás haciendo a mi habitación?
—Ya no es tu habitación, Rudy. —Armond sonrió—. Nunca volverá a serlo.
La luz procedía de las manos del anciano, de los frasquitos de cristal sostenidos por sus dedos temblorosos. La pared de atrás ya estaba manchada por una claridad radiante. Armond hizo caer un pequeño diluvio de líquido en un arco ante él, trazando una delgada línea de protección entre su persona y el vampiro, cortando limpiamente el suelo en dos zonas distintas.
Para Armond fue como si los tablones de madera empezaran a chisporrotear y desprender vapor, como si el agua bendita se hubiera convertido en un ácido altamente corrosivo. Para Rudy, que aullaba de rabia y terror, era la sustancia de que estaban hechos sus sueños: nubes de un humo negro verdoso que emergían de mil cráteres minúsculos, volcanes en miniatura tan brillantes que no podía dirigir la vista hacia ellos y que se abrían a sus pies como las llagas en un cadáver putrefacto.
—¡BASTARDO! —gritó Rudy—. ¡TE MATARÉ!
Armond sonrió. No sabía qué estaba viendo Rudy, pero sabía que era algo mucho más terrible y aterrador que lo revelado por sus ojos. Se dedicó a intensificarlo lanzando otro chorro de agua bendita que intersectó la primera línea. Aquel acto le abrió la parte derecha de la habitación, permitiéndole acercarse un poco más al umbral; Rudy chilló y retrocedió de un salto hacia la esquina izquierda del cuarto.
—No me das miedo, Rudy —dijo—. He visto como seres humanos cometían crímenes contra Dios con los que nunca lograrás rivalizar ni en un millón de años. Por comparación, hacen que los tuyos parezcan francamente ridículos. —Dejó que el frasquito vacío cayera al suelo haciéndose pedazos y le quitó rápidamente el tapón a otro—. Como si sólo fueses un niño travieso y maleducado que da muchos problemas…
Un plan estaba formándose en su mente. No había pensado en él antes —realmente, no esperaba que Rudy apareciera por allí—, pero ahora que le había venido a la cabeza quizá fuese la solución final a sus problemas.
«Si puedo atraparle aquí habremos ganado —pensó—. Joseph podrá venir y disfrutar su momento de gloria, o podremos dejar a Rudy encerrado para que el sol de la mañana acabe con él. En los dos casos todo habrá terminado. Si puedo atraparle…».
No parecía demasiado difícil; Rudy seguía encogido en el rincón, siseando, y Armond tenía el camino libre hasta el umbral del cuarto. Pero el dolor volvió a retumbar en su hombro izquierdo, haciendo que el mundo se volviera de color gris durante un segundo muy largo y frío. Y cuando logró ver nuevamente con claridad sintió la opresión de un terror espantoso que no guardaba ninguna relación con Rudy.
—Por favor —se oyó rezar—. Por favor, no…
La confianza empezó a escapársele como el agua de un vaso resquebrajado. Sintió otra punzada de dolor y retrocedió, tambaleándose. Cuando alzó los ojos vio que Rudy estaba algo más cerca del umbral que antes.
«Sigue habiendo tiempo —pensó desesperadamente—. Bastaría con que pudiese…».
Y entonces el dolor le golpeó con la fuerza de esas bolas metálicas que se usan para demoler edificios, y su pecho pareció estallar en una agonía terrible que le dobló las rodillas e hizo que sus entrañas cedieran liberando todo lo que contenían. La habitación desapareció; en su lugar sólo había dolor, un dolor inimaginable que le desgarraba como las fisuras de un terremoto abriéndose en un suelo torturado. No sintió como sus manos se abrían convulsivamente, no oyó como los frasquitos de agua bendita se hacían añicos a su alrededor. No se dio cuenta de que estaba cayendo y de que los tablones del suelo subían hacia él para recibirle. Ni tan siquiera se enteró del impacto.
Pero cuando los dientes de Rudy se abrieron paso por la blanda carne que cubría la vena yugular sintió los pinchazos.
El dolor era increíble. Un segundo que se prolongaba eternamente, corriendo sobre la barrera de luz blanca, sintiendo la quemadura a través de las plantas de sus pies y como la quemadura hacía ¡zzzzzzzttttt! por todo su sistema nervioso como si fuera un relámpago. El dolor desapareció de repente y Rudy se dejó caer de rodillas sobre el jodido abuelito, dándole la vuelta al viejo bastardo, observando los espasmos salvajes que estremecían el cuerpo de Armond Hacdorian, haciéndole bailar como un insecto atravesado por la punta de un alfiler.
—Ahora te toca a ti el turno de pasar miedo —dijo Rudy.
Y abrió la boca revelando sus colmillos. Y los clavó en…
… y se encontró en la montaña rusa que era la mente agonizante de Armond Hacdorian, volviendo hacia atrás en la historia y las experiencias de toda una vida, teniendo fugaces atisbos de los años que retrocedían velozmente, una película al revés, con un ojo como una cámara al que no se le escapaba nada, nada…
… y se vio a sí mismo tal y como le había visto Armond, experimentando la repugnancia como si fuese suya, odiándose y deseando sólo una cosa, clavar una estaca a través del corazón de Rudy Pasko que de repente no era él mismo, sino alguien terrible y demoníaco…
… y las páginas del calendario salieron despedidas hacia atrás esparciéndose sobre los años como motas de polvo, un mero relleno colocado entre la secuencia de los acontecimientos, una extensión muy, muy larga de lucha mundana por la supervivencia que seguía y seguía interminablemente, al revés…
… y entonces llegó el descenso hacia la locura, la inversión del proceso recuperativo por el que había pasado un Armond Hacdorian que había envejecido mucho más de lo que le correspondía por edad, un Armond Hacdorian que era joven en años, pero que nunca volvería a ser joven…
… y entonces vio Treblinka envuelta en llamas…
Rudy quería apartarse del cuerpo tembloroso que tenía debajo. «No me das miedo, Rudy», había dicho el anciano. No quería ver cosas mucho más horribles que sus sueños más enloquecidos. Quería apartarse, dejar atrás todo aquello.
Pero no podía.
… y los muros ardían, las torres ardían, había cuerpos que se retorcían y gritaban moviéndose al compás de la música sincopada que brotaba de las ametralladoras, cuerpos que se chamuscaban y humeaban a sus pies, cuerpos que abrían caminos frenéticos por el paisaje humeante cuando corrían hacia la libertad en la forma de la muerte o los bosques que había más allá…
… y había cuerpos en las zanjas, decenas de millares de cuerpos amontonados meticulosamente, los más flacos colocados en el fondo como si fuesen ramitas para encender un fuego, los más gordos arriba para que la incineración masiva funcionase en ellos con la máxima eficiencia posible, los últimos días del campo de concentración, toda la evidencia de la carnicería reducida a una fina ceniza grasienta y ocultada para siempre a los ojos de la Humanidad…
… y Rudy era un pasajero en la mente de Armond, un prisionero de su cuerpo, y estaba totalmente impotente, reviviendo una atrocidad que ocurrió hacía muchos años, de pie junto a una zanja, transfiriendo sistemáticamente el peso muerto de un niño asesinado tras otro niño asesinado del montón que tenía detrás al agujero que se abría ante él, allí donde hombres todavía menos afortunados se arrastraban sobre los cadáveres que ya habían sido colocados para recibir a los nuevos, ordenándolos cuidadosamente mientras los nazis les vigilaban, indeciblemente fríos, calculadores y brutales, gritando órdenes y asestándoles golpes a los trabajadores macilentos, encogidos y subhumanos que intentaban esquivarlos y gritaban y apartaban sus ojos vacíos mientras manejaban a sus muertos como si fuesen sacos de basura, amontonándolos, extendiendo las capas…
… y estaban llevándole por el «camino del cielo», aquel sendero cubierto de guijarros que iba de la sección de procesado a las cámaras de gas y las zanjas…
… y venían a buscarle en la sección verde, allí donde se clasificaban las ropas de los recién llegados, golpeándole hasta hacerle caer de rodillas ante los grandes cubos metálicos donde los suéteres eran separados de las camisas y las blusas…
… y estaba en los barracones de los esclavos, con su hijo apretado contra su pecho, y su hijo tenía un inmenso verdugón púrpura debajo de un ojo, y cualquiera que tuviese señales en la cara era trasladado inmediatamente al «hospital», y una bala en la nuca…, y por eso ayudó a su hijo de la única forma que podía hacerlo, el hombre todavía joven atando el otro extremo de la cuerda a una sólida viga de madera, y después las piernas de su hijo bailotearon un lento claqué de muerte a medio metro del suelo…
… y su esposa corría desnuda por el «camino del cielo»…
… y en el último instante de la vida de Armond Hacdorian volvió velozmente al final de Treblinka, y tenía la ametralladora en sus manos, y los nazis se sacudían como bailarines de discoteca bajo una luz estroboscópica, y un pálido rostro ario en particular le miraba horrorizado, y aquel rostro era inconfundiblemente familiar…
Rudy se incorporó gritando, apartando los dientes de la garganta sin vida que tenía debajo con un sonido como el del papel al desgarrarse. La sangre brotó en un chorro humeante de la herida abierta. Aún quedaba mucha sangre dentro del cuerpo.
Armond Hacdorian no volvería.
En cualquier otra clase de circunstancias Rudy se habría puesto muy furioso. Con ésta ya iban tres veces en que se le robaba la victoria, tres zancadillas cuando se acercaba a la meta: primero Ian, luego Stephen y el que se llamaba a sí mismo Amo, y ahora este otro. En cualquier otra clase de circunstancias Rudy habría empezado a derribar las paredes.
Pero los ojos de su mente seguían viendo una sola imagen que colgaba ante él como el último fotograma congelado al final de una película. Lo último que vio antes de que Armond muriera y se llevara con él sus visiones de pesadilla, lo único que Rudy podía ver…
«Era yo —le informó una voz—. Era mi cara…».
Y entonces un sonido parecido al de una señal de línea ocupada se abrió paso hasta su consciencia, avanzando gradualmente y erosionando la imagen hasta que volvió a estar en su apartamento, dentro de su cuerpo, aturdido y confuso, mirando a su alrededor para encontrar la fuente de aquel sonido…
Y encontrándola en el bolsillo del muerto.
«¿Qué coño…? —pensó, acariciando la frialdad de plástico y metal del busca. La casualidad hizo que su pulgar se deslizara sobre el botón y lo redujese al silencio—. ¿Qué hacía un viejo llevando encima semejante trasto?». Le dio vueltas al busca entre sus dedos como si éste fuera un cubo de Rubik y él un amante de los acertijos.
Rudy estuvo pensando en aquello durante todo un minuto antes de que el dolor de su frente le recordara dónde estaba y lo que había ocurrido. Oyó el sonido de unas sirenas distantes que se iban aproximando. Se metió distraídamente el busca en el bolsillo y se puso en pie. Sentía un sordo latir en la planta de los pies, y cada paso iba acompañado por punzadas de dolor.
Rudy Pasko bajó rápidamente los escalones sin volverse ni una sola vez hacia su santuario contaminado por la luz, saliendo del edificio con rumbo a las últimas horas de oscuridad de la madrugada.
Eran las tres y cuarenta y cinco minutos.
Hacia las cuatro y cuarto Brenner había visto más que suficiente.
El cadáver que había delante del edificio ya era bastante terrible: la garganta desgarrada, el brazo izquierdo casi arrancado y medio colgando del cuerpo, una serie de horrendos zarpazos en los hombros y la nuca… La víctima se llamaba Terrence C. Williams y había dejado tras de sí un cadáver bastante grande. A juzgar por los recibos y la tarjeta de su cartera, trabajaba en el metro.
Pero cuando murió llevaba consigo una bolsa de mensajero, idéntica en estilo y contenido a la que habían encontrado junto a los restos de Claire Cunningham.
Eso para empezar. Después subió la escalera y encontró el cadáver del viejo, Hacdorian. Al menos aquel cuerpo no estaba mutilado —aunque no había forma de pasar por alto las heridas de su cuello—, pero su sola presencia era al mismo tiempo inquietante y muy reveladora. Brenner se acordaba muy bien de Hacdorian, el hombre que no se acordaba de nada. Al parecer había recordado lo suficiente para conseguir que le mataran.
Armond Hacdorian no llevaba consigo ninguna bolsa de mensajero, pero a su lado había una bolsita con una cruz muy grande dentro, una cruz idéntica a las otras. Y no resultaba demasiado difícil imaginarse qué habían contenido todos aquellos frasquitos de cristal hechos añicos.
Después Brenner estudió lo que había escrito en la pared y el montón de huesecitos que yacía en una esquina del cuarto. Pasó por un momento terrible en el que el júbilo casi venció a la repugnancia. Luchó para contener el júbilo. «No es ni el momento ni el lugar adecuados para una celebración», pensó.
Aunque había causa más que suficiente para celebrarlo. Ahora conocían la identidad del Psicópata del Metro. El reguero de cadáveres les había llevado hasta su puerta.
Mientras bajaba la escalera para salir a la calle pensó que ya había visto cuanto quería ver. Había llegado el momento de hurgar en los archivos buscando algún dato sobre Rudy Pasko. Habría que conseguir una descripción decente de los vecinos. Habría que ver si encajaba con la obtenida en el asesinato de la calle Sullivan (Brenner estaba dispuesto a apostarse lo que fuera a que sí encajaría). Y habría que emitir una orden de busca y captura. También someterían a vigilancia toda aquella zona, aunque no parecía probable que volviera por allí. Era cuanto Brenner podía hacer, al menos de momento.
Pero quería saber más cosas sobre los difuntos. Quería saber cómo habían logrado seguirle el rastro al señor Pasko, por qué lo habían hecho y por qué habían escogido unos métodos de autodefensa tan anticuados y esotéricos. Su mente le mostró una imagen del dormitorio de Claire Cunningham y toda la parafernalia de tonterías sobre el tema que contenía. «Un lunático puede ser considerado como un accidente del destino —pensó—. Pero cuando tienes tres, ya es todo un movimiento…». Aunque le fuese la vida en ello Brenner no lograba imaginarse qué estaba haciendo un tipo como Terrence C. Williams con un mazo de madera y una estaca. O cómo habían llegado a conocerse y asociarse. O por qué se habían guardado toda la información para ellos.
—Oh, si estuvierais vivos —murmuró, dirigiéndose a los tres—. Os interrogaría hasta conseguir que mearais respuestas. Os…
Abrió la puerta principal de un empujón y se calló. Ahí fuera había gente. Montones de personas.
Seis coches patrulla y una ambulancia bloqueaban la Avenida B. La policía ya había colocado sus barreras, y los agentes habían acordonado el perímetro. Estaban desbordados de trabajo. Eran casi las cuatro menos veinte de una madrugada de miércoles y se encontraban en una zona repleta de alimañas que empezaban a emerger de sus agujeros para echarle un buen vistazo a la carnicería.
—Jesús —murmuró, deseando como lo hacía con frecuencia que las personas a quienes servía no le dieran tantas ganas de vomitar.
Ya habían recogido el corpulento cadáver del señor Williams, que Dios le diera reposo a su alma de pagano. Brenner observó cómo lo metían en la ambulancia y sus ojos escudriñaron a la multitud en busca de reporteros. Ni uno. Dejó escapar un suspiro de alivio y se detuvo para sacar un cigarrillo del bolsillo de su pecho. Sabía que estarían aquí de un momento a otro. Tenía que ir preparando la sarta de mentiras que les endilgaría.
—¿Detective?
Brenner se volvió. Un policía joven —un principiante llamado Ellison— venía hacia él. Ellison era un chico serio y con muchas ganas de aprender, un buen policía. Brenner le preguntó qué quería. Ellison señaló la calle con su linterna.
—Hace un momento había aquí un tipo —dijo Ellison—. Un tipo enorme, casi dos metros de altura… Cabello castaño hasta los hombros, barba oscura y ojos negros. Me recordó a un leñador de alta montaña o algo parecido.
—¿Y?
—Estuvo en la escena del último crimen. La Cunningham…
—¿Estás seguro?
Brenner encendió su cigarrillo entrecerrando los párpados para protegerlos de la llama y clavó los ojos en el rostro de Ellison.
—Segurísimo. Reconocería a ese tipo en cualquier parte. Es bastante difícil de olvidar.
—¿Dónde está ahora?
—Se metió en una camioneta oscura de último modelo. Estaba aparcada hacia la mitad de la manzana y no pude verla con claridad, pero había algo escrito con grandes letras blancas en un lado.
—Estupendo —dijo Brenner exhalando una nube de humo y torciendo el gesto. «Es uno de ellos. Lo presiento»—. Supongo que no pudiste ver su matrícula, ¿verdad?
—Lo siento, señor —dijo Ellison.
Parecía ligeramente abatido y durante un momento Brenner tuvo la sensación de que estaba tratando al pobre chico como un auténtico hijo de puta.
—No te preocupes, chico —dijo—. No podías hacer más. Te has portado muy bien. Escucha… —Pensó durante unos segundos—. Anota esa descripción en un papel. Emitiremos una orden de búsqueda y captura.
—¿Cree que tiene algo que ver con todo esto?
—¿Qué piensas tú?
—Estoy absolutamente seguro —dijo Ellison sin la más mínima vacilación.
—Muy bien. —Brenner sonrió y el principiante le devolvió su sonrisa—. Buen trabajo —añadió, y cuando volvió a las barreras policiales Ellison caminaba con un leve contoneo.
«Así que aún quedan más de vosotros, ¿eh?», pensó Brenner dando una profunda calada a su cigarrillo. Alzó los ojos hacia las nubes de tormenta que iban acumulándose en el cielo. No tardaría en diluviar, como si la situación no estuviera ya bastante mal. Sí, esta noche el cielo había decidido ponerse de fiesta…
«¿Cuántos más? —se preguntó—. ¿A cuántos más de vosotros encontraré convertidos en cadáveres?».
Lanzó un suspiro a la colilla de su Camel y lo arrojó al suelo.
«¿Y quedará alguno con vida para explicarme qué está ocurriendo?».