45

En los túneles…

Avanzaban lentamente en fila india junto a las vías, manteniéndose pegados a la pared: primero Tommy, luego Joseph y después Stephen. La linterna de Tommy llenaba el túnel con una temblorosa danza de sombras a medida que su delgado haz luminoso se paseaba por la rugosa superficie de los soportes y los arcos, creando sugerencias de movimientos furtivos que hacían aumentar su aprensión.

El reloj de Stephen indicaba que eran las dos y cuarenta y cinco. «Llevamos más de una hora aquí abajo —pensó—. No vamos a encontrar nada, todavía no hemos encontrado nada, Dios mío, quiero salir de aquí, quiero salir de aquí ahora mismo…». Pero las palabras se quedaron clavadas en la punta de su lengua y no llegaron a ninguna parte. La última hora había transcurrido en un silencio casi total: empezaron avanzando por la zona norte del espacio que había entre Bleecker y Spring, y ahora iban por la zona sur; en todo ese tiempo las únicas palabras pronunciadas habían sido las órdenes que Joseph daba en susurros. Stephen no pensaba abusar de su inmensa buena suerte abriendo la boca; lo único que podía hacer era albergar la esperanza de que Joseph acabara decidiendo olvidarse de los túneles y volviera a llevarles a la calle.

Otro tren se acercaba. En muchos aspectos, eso era lo más terrorífico de todo: estar tan cerca de aquellas ruedas atronadoras, de aquel poder inmenso capaz de aplastarles… Era todavía peor que el miedo a un posible encuentro con Rudy, pues Stephen dudaba que estuviera aquí abajo. Y, desde luego, era mucho peor que su miedo a Joseph. Joseph podía aplastarle, pero no de esa forma. Pegó la espalda a la pared y se deslizó junto a ella, aunque el tren seguía fuera de su alcance visual y apenas si era audible.

—Escuchad —murmuró Joseph deteniéndose.

Tommy se volvió hacia él y le miró, confuso.

—¿Qué? —le preguntó—. ¿El tren?

—No —siseó Joseph, con los ojos iluminados por una súbita llamarada—. ¡Escuchad!

Durante un segundo no hubo nada salvo el distante rugir del tren. Stephen tensó los rasgos, como si el puro y simple ejercicio muscular pudiera extender el alcance de sus poderes auditivos. Después el sonido llegó hasta él, distinguiéndose claramente del zumbido de las ruedas.

Unos sonidos ahogados. Una especie de gemido. Una risa tan seca y quebradiza como las ramitas al partirse.

Y el ruido de algo que se alimentaba.

—Vamos —murmuró Joseph—. Muy despacio, y sin hacer ruido. El tren nos cubrirá.

Pasó junto a Tommy y ocupó el primer lugar de la fila.

La mirada de Stephen se encontró con la de Tommy, tan aterrorizada como la suya; y por un instante algo centelleó entre ellos. Un impulso, un haz de pensamientos que podrían haberse traducido así: «Está loco, dejémosle que se marche, larguémonos de aquí». El impulso ardió y murió en un instante, dejando sus ojos convertidos en dos pares de canicas deslustradas. Cada par reflejaba la resignación que había en los ojos del otro.

Le siguieron.

Serpientes gemelas de luz ondularon por las vías viniendo hacia ellos; eran los reflejos provocados por las luces del tren que se acercaba. El rugido de su aproximación se hacía cada vez más y más fuerte, aumentando todavía más deprisa que el ascenso de volumen de los ruidos de alimentación a los que se estaban acercando. Stephen oyó un chasquido muy seco y claro que le hizo sentir un espasmo nervioso a lo largo de la columna vertebral.

Había una abertura en la pared, a menos de treinta metros por delante de ellos. Stephen empezó a oír una especie de zumbido sordo y decidió que debía de ser un cuarto de generadores. No cabía duda, los sonidos venían de allí. Una imagen pasó por su cabeza: un montón de empleados del metro sentados con sus bocadillos de jamón y sus cervezas saltando hasta el techo cuando Joseph entraba con la cruz en una mano y una estaca en la otra.

Después oyó algo que parecía un grito ahogado, un gorgoteo injertado en un aullido de angustia, y la imagen se evaporó como la orina sobre una plancha recalentada.

Las serpientes de luz pasaron ondulando junto a ellos y les dejaron atrás. El tren asomó el morro por el agujero que había al final del túnel, dejándoles petrificados con su mirada de pesadilla. Stephen sintió la brisa que iba empujando ante él, gélida, muerta y cargada de podredumbre. La brisa chilló en sus fosas nasales y le puso la piel de gallina; se estremeció, apoyó la espalda en el muro y trató de contener las lágrimas.

Algo le dio un golpecito en el hombro. Tommy. Vio como Tommy le decía «Sigue, tío», pero los labios que se movían no produjeron sonido alguno. Después vio como Tommy se ponía en marcha avanzando con pasos silenciosos. Vio como sus propios pies empezaban a moverse hacia adelante con la misma falta de sonido que los de Tommy. Daban la impresión de pertenecer a otra persona.

Ahora el tren estaba mucho más cerca, y su presencia resultaba abrumadora. No había ningún sonido salvo el trueno que hacía vibrar la atmósfera y el suelo. Stephen vio como la silueta brillantemente iluminada de Joseph desaparecía en la entrada del cuarto, seguida unos instantes después por la de Tommy. El miedo a quedarse solo le impulsó a correr hacia adelante y doblar la esquina unos instantes antes de que el tren pasara velozmente junto a él.

Avanzó un metro escaso y chocó con el hombro de Joseph. Se detuvo, medio esperando recibir un puñetazo, pero Joseph ni tan siquiera parecía haberse enterado del encontronazo. Los ojos del hombretón estaban clavados en algo que había ante él; los ojos de Stephen, parcialmente cegados por los focos del tren, intentaron enfocar lo que había en el cuarto.

Y entonces vio lo que Joseph estaba mirando.

Y sintió como empezaba a gritar.

Había tres, pegados al cuerpo de la vagabunda que seguía retorciéndose. Todos eran ruinas humanas y la pestilencia resultaba casi insoportable; antes de morir ya estaban pudriéndose, y convertirse en vampiros no había supuesto ninguna mejora en su higiene personal. Apestaban a cloaca y carne recalentada por el sol, a licor, bilis y sangre. Verles y olerles ya era un espectáculo horrible.

Pero comprender lo que estaban haciendo…, hacer que la mente creyera en la realidad de lo que veían los ojos…

«Se la están tomando de aperitivo», pensó Joseph y las palabras se grabaron indeleblemente en su cerebro. Como borrachos en una barbacoa de los suburbios echándole vodka a un melón y clavándole pajitas para sorber la pulpa…, pero la vagabunda no era un melón y no estaban usando pajitas, y no cabía duda de que esto no era ningún suburbio.

Uno de ellos —el que sólo tenía media cara—, estaba vaciando una botella de moscatel en la boca de la vagabunda. Los otros dos se encargaban de sujetarla con los dientes enterrados en la blandura de sus axilas. Riachuelos de vino barato y sangre corrían por sus brazos, su cuello y sus hombros; pero aun así la vagabunda seguía retorciéndose y pateando débilmente, con los ojos cada vez más vidriosos y un burbujeo rosado en los labios.

Joseph sintió más que oyó el tren a dos metros detrás de su espalda; sintió más que oyó el agudo graznido de terror que fue naciendo a la derecha de su hombro. «Stephen —pensó—. Gilipollas…». Giró en redondo con una mano levantada para tapar el rostro de Stephen…

… y el tren pasó junto a la entrada, reduciendo su volumen sonoro casi a la mitad…

… y el gemido de Stephen se interrumpió bruscamente porque acababa de alzar las manos para ahogarlo…

… y Joseph volvió a girar sobre sí mismo para contemplar a los vampiros, que seguían totalmente concentrados en lo que estaban haciendo. Durante un momento interminable no hubo ningún sonido salvo el de sus lametones y chupeteos, con los fantasmagóricos ecos del tren que se alejaba como telón de fondo.

Y entonces el busca de Tommy empezó a sonar.

Fred alzó la cabeza. El único ojo que conservaba le permitió ver las tres siluetas oscuras enmarcadas en el umbral, siluetas que se agitaron bruscamente al oír el bip bip bip rítmico, gritando y moviendo los brazos en un despliegue de impotencia como si fueran ladrones de banco sorprendidos por la puesta en marcha de la alarma.

Miró a sus dos compañeros: Louie y el que se pasaba todo el rato haciendo algo así como «blgy blgy». Vio que seguían alimentándose, demasiado absortos para darse cuenta de lo que ocurría.

Contempló los ojos desorbitados de la vagabunda, la palidez harinosa de su carne y los nervios temblorosos que había bajo ella.

Volvió a alzar la cabeza hacia las siluetas del umbral.

Fred dejó que la botella de moscatel vacía resbalara por entre sus dedos y movió las piernas apartando la cabeza de la vagabunda que había estado sosteniendo sobre sus muslos. La botella tintineó en el suelo y rodó lentamente a un lado; la cabeza de la vagabunda emitió un ruido ahogado y rodó hacia el otro. Fred se deslizó sobre el pavimento y logró ponerse en pie.

—Chico, chico —dijo.

Y avanzó hacia ellos, sonriéndoles.

Tommy dejó escapar un grito inarticulado y vació su vejiga en un segundo.

Stephen retrocedió con los ojos convertidos en bolas de billar, los puños tensos a medio camino de la boca.

Joseph dio un paso hacia adelante, metió la mano derecha en la bolsa de mensajero y la sacó con el mazo de madera. El vampiro que sólo tenía media cara, estaba ya muy cerca, chasqueando los labios en una mueca voraz con los brazos extendidos, como si fuera un amante que llevase mucho tiempo separado del objeto de su amor. El mazo retrocedió, giró y salió disparado hacia adelante en un solo movimiento tan veloz que casi resultó imposible de ver.

El lado derecho del cráneo del vampiro se hundió ligeramente a la altura de la sien, haciendo que la cuenca ya vacía pareciese estirarse hasta ocupar toda esa parte de la cabeza. El vampiro cayó de rodillas, gimiendo y rodeándose el cuerpo con los brazos. Joseph le dio una patada en la cara y se sentó sobre su vientre, dejando caer la totalidad del peso de su cuerpo encima de él.

Todo fue automático. No hubo pensamientos conscientes ni retrasos, sólo el colocar la estaca en su sitio con una mano, levantar el mazo con la otra, una repentina aspiración de aire mientras dejaba caer el mazo sobre la punta roma de la estaca, hundiéndola en el pecho del vampiro, sin detenerse a observar cómo el monstruo aullaba, babeaba y se retorcía igual que si fuese un escarabajo al que le habían dado la vuelta, sino que volvió a levantar el mazo por encima de su cabeza y lo hizo caer…

Louie empezó a reptar por el suelo retrocediendo en una especie de caminar de cangrejo borracho. Sus mandíbulas cubiertas de sangre se habían aflojado a causa del terror. Fred estaba empezando a descomponerse junto a la entrada. Louie gimió, farfulló algo ininteligible y retrocedió hacia la pared.

La mortífera sombra negra estaba incorporándose, apartándose del cuerpo de Fred y alzándose sobre todos ellos, dominándoles con su inmensa estatura. Se volvió hacia Fred, clavó en él aquellas pupilas que ardían con el deseo de matar y avanzó lentamente hacia él con pasos atronadores.

El otro —el que sólo hacía «blgy-blgy»—, seguía agazapado sobre la vagabunda; no había dejado de alimentarse. No vio como la enorme y mortífera sombra negra caía sobre su espalda y no vio descender aquellas manos de pesadilla. Louie tampoco pudo soportar el verlo. Se enroscó sobre sí mismo como un feto, haciendo descender los párpados sobre sus vidriosos ojos rojizos. Cuando la sombra introdujo la estaca con un sonido muy parecido al que haría un tomate aplastándose contra la puerta de un granero Louie apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y se arrastró ciegamente hacia la escalera.

Se arrastró. Se arrastró. Una voz gritó algo a su espalda. Louie no le hizo caso. Siguió arrastrándose. Su frente chocó con el primer peldaño y el impacto le dejó aturdido. Retrocedió tambaleándose, abrió los ojos…

… y las manos cayeron sobre él, aquellas manos que anhelaban matar, y le dieron la vuelta dejándole de espaldas, haciéndole caer con un golpe seco sobre el suelo de cemento con los ojos alzados hacia el rostro del gigantesco ángel oscuro de la muerte, la negra sombra asesina que se precipitó sobre él como una avalancha de rodillas, como peñascos derrumbándose sobre su estómago, haciéndole doblarse con un jadeo por la cintura para recibir la afilada punta de la estaca que le obligó a retroceder de nuevo hasta quedar tumbado mientras el mazo subía y bajaba…

… y ahora el sonido estaba en su interior: era su propio corazón reventando como un globo lleno de agua cuando el pedazo de madera se abrió paso por él y se estrelló contra el pavimento después de haberle atravesado…

Y Joseph Hunter se levantó oscilando ligeramente sobre sus pies como un sonámbulo que despierta al borde de un acantilado. Stephen le observó como si todo aquello no guardara ni la más mínima relación con él, como si él también estuviera perdido en un sueño. «No puede ser, esto no puede ser real», le repetía su mente una y otra vez.

Pero Joseph ya se había dado la vuelta y venía hacia él, y a su espalda los sollozos de Tommy creaban ecos arrítmicos que rebotaban en las paredes de piedra. Stephen recordaba claramente el avance por el túnel, los tres en fila india; y a menos que todo eso hubiera sido un sueño que había empezado la noche anterior a la desaparición de Rudy, o quizá antes, entonces era real, todo era real…

Y Joseph venía hacia él con los ojos tan llenos de reflejos como dos estanques negros iluminados por la luna, el rostro curiosamente inexpresivo enmarcado por su cabellera negra empapada de sudor. El rostro estaba totalmente inexpresivo, pero la postura corporal de Joseph contaba una historia muy distinta. La columna vertebral estaba rígida, los movimientos eran tensos y envarados. Sus manos eran puños, y los dedos de la mano derecha seguían apretando el mango del mazo.

Stephen lo vio todo, insensibilizado por el horror; su mente registró todos los detalles del avance de Joseph, pero no logró establecer la conexión lógica. No empezó a comprenderlo hasta que la negra sombra asesina ya estaba ante él.

Y para aquel entonces ya era demasiado tarde.

—Ahora te toca a ti —dijo Joseph, cogiendo a Stephen por la muñeca y tirando de él hacia adelante.

Stephen se tambaleó y dejó escapar un chillido, sintiendo como se le doblaban las rodillas; pero el hombretón tiró de él implacablemente hasta llevarle al centro del cuarto.

Donde estaban los cuerpos.

—No —gimoteó Stephen.

Intentó clavar los talones en el suelo y acabó deslizándose por él como un esquiador acuático reluctante. Se volvió desesperadamente hacia Tommy y le envió una silenciosa petición de auxilio.

Tommy dejó de apoyar la cabeza en el muro y vio lo que estaba ocurriendo. Una alarma más nueva y profunda se fue formando en sus rasgos.

—Espera un momento —graznó, con las palabras a medio formar y apenas audibles.

Joseph no pareció oírle. Siguió avanzando sin dejar de remolcar a Stephen.

—¡Espera! —gritó Tommy, apartándose del muro y moviéndose como una jovencita que llevara una falda tubo superapretada, con sus pantalones empapados de orina pegándosele desagradablemente a las piernas.

Joseph se detuvo y giró sobre sí mismo el tiempo suficiente para dejar paralizado a Tommy con una mirada amenazante.

—No te metas en esto —gruñó—. Hablo en serio.

—Pero no puedes… —insistió Tommy, aunque no movió ni un músculo.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Matarle? —Joseph se rió con un seco trueno desprovisto de todo humor. Tommy y Stephen le contemplaron con ojos tan vidriosos como huevos de cerámica cocida en un horno—. No, no, no. Stevie y yo tenemos que terminar el trabajo, nada más.

Antes de que Stephen pudiera responder ya estaba deslizándose de nuevo hacia adelante con los talones arañando el suelo. Y por fin, lleno de horror, comprendió lo que iba a ocurrir.

—¡No! —gritó, debatiéndose violentamente.

Pero no le sirvió de nada.

Joseph se detuvo ante la vagabunda y tiró de Stephen hasta colocarle junto a él. Aumentó lentamente la presión que ejercía sobre su muñeca y, poco a poco, fue doblando las rodillas, obligando a Stephen a que hiciera lo mismo que él.

—¿Sabes qué va a ocurrirle? —preguntó señalando a la vagabunda con la mano libre—. Mañana por la noche se despertará. Se pasará un rato arrastrándose por el suelo y luego se pondrá en pie; y después, en cuanto haya pasado un ratito más, saldrá de aquí y buscará algo para comer. Y ya sabes lo que le apetecerá, ¿verdad? —Sacudió vigorosamente a Stephen por el brazo pidiéndole una respuesta—. Ya sabes en qué se ha convertido, ¿verdad?

Stephen contempló a la vagabunda. Su cabeza seguía allí donde había caído, en la misma posición, con el rostro vuelto hacia el otro lado y la lengua asomando entre los labios, los ojos clavados en la nada. Ya no respiraba. Stephen tembló con un escalofrío imposible de controlar.

—Está muerta… —logró decir.

—No lo bastante —respondió Joseph con una sonrisa amarga—. Al menos, no para mí.

—Joseph… —empezó a decir Tommy, que seguía paralizado ante la puerta que daba al túnel.

—¡Cállate! —gritó Joseph por encima de su hombro, y se volvió nuevamente hacia Stephen—. Es toda tuya, Stevie.

Stephen gimió. Las lágrimas se acumularon en sus ojos, se le aflojaron los rasgos y la piel se le puso de un blanco harinoso. Joseph le apretó la muñeca con una mano y le ofreció el mazo con la otra. Stephen se encogió sobre sí mismo, intentando escapar.

—Vamos, vamos —le dijo Joseph dándole ánimos con voz burlona—. Y ahora, coge el martillito con tu manecita, así…

Stephen apretó desesperadamente el puño. Joseph tensó las mandíbulas conteniendo su furia con un esfuerzo terrible, y fue separándole metódicamente los dedos. Stephen gimió. Joseph le puso el mazo en la palma de la mano y ejerció fuerza sobre los dedos, obligándolos a cerrarse sobre el mango y a sostenerlo.

Después cogió otra estaca con la mano libre.

—Vamos, vamos, dame la otra manecita… —dijo Joseph con el mismo tono de voz que había empleado antes. Stephen chilló y sacudió salvajemente la cabeza con los ojos tan desorbitados que parecían pelotas de ping-pong—. ¡DAME LA MANO! —aulló Joseph, harto de andarse con remilgos aunque fueran fingidos—. ¡AHORA!

Stephen alzó la mano izquierda sin tomarse la molestia de unir los dedos, sabiendo lo que ocurriría si oponía resistencia. Sabiendo lo que ocurriría, sin importar lo que hiciese…

Estaca en la mano izquierda. Mazo en la derecha. Las manos de Joseph rodeándole las suyas, como los hilos de un titiritero convertidos en carne a medida que el hombretón le obligaba a doblarse por la cintura, alargando el brazo izquierdo para colocar la estaca en su sitio, alzando el brazo derecho para dar el golpe, todo en una grotesca parodia del libre albedrío…

—Ahora lo sabrás —dijo Joseph en voz muy baja, sin el más mínimo rastro de ira. Era como la voz de un dios—. Ahora aprenderás lo que debes hacer.

Stephen dejó escapar un último y torturado gemido.

—Lo siento —murmuró Joseph.

El mazo bajó.