Rudy dobló la esquina de la calle Mercer a la una y veinte minutos manteniéndose pegado a las sombras. Una camioneta estaba alejándose de la acera. Las palabras escritas sobre su puerta trasera no significaban nada para él. Jamás había oído hablar de Sus Mensajeros, S. A.
Los ocupantes de la camioneta que se alejó con un rugido tampoco le vieron.
Todos habían tenido una mala noche.
Rudy subió por la calle Mercer tanteando la atmósfera con sentidos que casi eran zarcillos tangibles en busca de algún movimiento o el destello de un ojo vigilante. Nadie, nada. Aquello le complació y, al mismo tiempo, le desilusionó.
Sabía que si se encontraba con alguien tendría que matarle. Y no tener que matar a nadie, al menos de momento, era una suerte, porque ya estaba cubierto de sangre y no necesitaba volverse todavía más conspicuo. Pero también era una lástima, porque le habría gustado matar a alguien ahora mismo y sentir como se hacía pedazos entre sus manos y bajo sus dientes.
Se detuvo en el centro de la manzana y alzó los ojos hacia las ventanas del apartamento de Stephen, que se encontraba al otro lado de la calle. La luz de la sala estaba encendida. Rudy sonrió y la capa de sangre seca que cubría las comisuras de sus labios se resquebrajó un poco.
—Bueno, Stephen, ahora te toca a ti… —murmuró a las ventanas.
Cruzó la calle, fue rápidamente hacia el portal del edificio y entró en él. Sus ojos buscaron el timbre con la plaquita que decía PARRISH, alzó su dedo hacia el botón y se quedó quieto antes de pulsarlo. «Una visita sorpresa resultaría mucho más agradable, ¿no te parece?», se preguntó, y enseguida llegó a la conclusión de que, en efecto, sería mucho más agradable.
Algún descuido en la seguridad del edificio había hecho que la puerta interior del vestíbulo estuviera abierta. Rudy cruzó el umbral con una sonrisa radiante y subió por la escalera hasta llegar al rellano del segundo piso, deteniéndose en él para mirar hacia la puerta de Stephen. Sus rasgos se fruncieron en una mueca de confusión.
Había una nota en la puerta. Rudy fue lentamente hacia ella hasta que pudo ver las palabras con nitidez. Leyó la nota y volvió a sonreír con una intensidad mil veces superior a la de antes.
La nota decía lo siguiente:
Querida Josalyn,
He tenido que salir un momento. Por favor, espérame. Lo siento. Volveré lo más deprisa posible.
Stephen.
«¡LOS DOS A LA VEZ! —La idea hizo que su corazón empezara a latir enloquecidamente—. ¡Juntos! ¡Esta noche! ¡En carne, hueso y technicolor!». Se frotó alegremente las manos y pensó en las implicaciones sugeridas por la nota que acababa de leer: no tendría que andar de un lado para otro persiguiéndolos; no tendría que esconder los cadáveres en sitios separados. Nada de jaleo ni molestias; servicio directo puerta a puerta con todo pulcramente envuelto encima de una bandeja de plata.
Entregado directamente al destinatario. Y el destinatario era él.
Hizo girar el picaporte. La puerta se abrió como por arte de magia. Dio un paso hacia adelante y recordó que Josalyn podía estar dentro. La cautela le hizo quedarse quieto durante un segundo.
—¡YUUUU-JÚ! —gritó con voz de falsete—. ¡OH, JOS-ALYN!
No hubo respuesta.
—¿HAY ALGUIEN EN CASA? —gritó, pero ahora sin demasiado entusiasmo.
Estaba hablando a las paredes. Entró en el apartamento sintiéndose levemente desilusionado y cerró la puerta a su espalda.
«Puedo esperar —pensó—. Puedo esperar toda la noche si hace falta. Valdrá la pena».
La trampa había funcionado a la perfección.
Y el que funcionara no había servido de nada.