41

A las once y cuarenta y tres minutos, cuando todos los buscas empezaron a sonar al mismo tiempo, el grupo de Armond llevaba un rato bastante largo sumido en un tenso silencio. Las bromas, el exponer teorías y las breves biografías personales habían ido esfumándose poco a poco para dejar paso a las quejas, los breves flirteos con la idea del motín y los conflictos. Cuando llegaron al punto en que todos corrían peligro de perder el control, un pesado silencio cayó sobre ellos. El silencio fue lo único que les impidió lanzarse los unos al cuello de los otros. Fue una bendición, aunque disfrazada con una apariencia nada agradable.

Escuchar el parloteo había conseguido que hasta la paciencia de Armond empezara a agotarse. Las continuas gracias de Danny, el distanciamiento casi felino de Claire y la tosca impaciencia de T. C. se habían convertido en una molestia, una especie de continuo zumbar de moscas en sus oídos. Lo que lo empeoraba era el hecho de que no parecían darse cuenta de su situación; todo lo que decían resultaba tan ridículo, tan fuera de lugar… No parecían ser conscientes de lo real que había llegado a ser todo aquello, y de cuán real era su proximidad al auténtico mal. Escuchándoles habría sido fácil creer que eran críos esperando el momento de ser recogidos para ir a un espectáculo, críos cada vez más cabreados ante la tardanza del autobús que debía llevarles. Armond había hecho todo lo posible, pero empezaba a sentir que no podría soportarlo mucho más tiempo.

Por eso había acogido con tanta gratitud la llegada del silencio; le daba la oportunidad de recobrar la calma y de estar preparado para cuando llegara el momento decisivo.

Y, gracias a eso, cuando el busca de Danny empezó a canturrear repentinamente, Armond ya había salido de las sombras e iba hacia el teléfono antes de que Danny hubiera tenido tiempo de apagarlo.

De repente todos sus buscas empezaron a zumbar al unísono. El sonido fue como una oleada que hizo temblar al grupo y les puso a todos en movimiento. T. C. y Claire lucharon con sus bolsas de mensajeros, intentando localizar los botoncitos que eliminarían el sonido. Armond dejó que su busca zumbara durante un minuto mientras marcaba pacientemente el número telefónico del despacho. Después de varias horas de marcarlo se lo sabía de memoria. No perdió la calma, y no apagó su busca hasta que el teléfono no hubo empezado a sonar.

Josalyn respondió al segundo timbrazo.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó con voz nerviosa.

—Armond. Habéis tenido noticias, ¿verdad?

Allan se conectó a la línea en ese mismo instante y oyó su pregunta final.

—¿Armond? —dijo, y a juzgar por su voz parecía estar terriblemente excitado—. Bien. Le hemos localizado, no muy lejos de aquí.

—¿Estás seguro?

Armond intentó contener la nerviosa excitación que iba naciendo dentro de él.

—Oh, sí. —La risa de Allan estaba levemente teñida de histeria—. El chico que le vio casi se volvió loco de miedo. No cabe duda. Es Rudy, estamos seguros.

—¿Dónde?

Armond oyó un crujir de papeles a su espalda y se dio la vuelta para ver a los demás agrupados alrededor del teléfono. Danny tenía el bolígrafo y la tablilla de anotaciones preparados.

—En SoHo, allí donde Thompson se cruza con Prince. Allí es donde le han localizado…

—Espera un momento —le interrumpió Armond, repitiéndole los datos a Danny. Vio que los demás estaban estudiando sus mapas con una intensa concentración—. Sí —dijo por fin—. Continúa.

—Buscadle por esa zona. Joseph y los demás vendrán enseguida para ayudaros. Limitaros a la búsqueda y manteneos en contacto. Si podemos atraparle ahora, todo habrá terminado.

—¿Cuánto hace que se le vio?

—Menos de cinco minutos. No puede haber ido muy lejos.

—Gracias —dijo Armond, y colgó.

—¿Se supone que hemos de ir a buscarle? —preguntó Danny.

Armond asintió y vio como las pupilas de Danny se dilataban.

—Necesitamos un taxi —murmuró T. C., escudriñando con expresión ceñuda la calzada de la calle Mercer.

—En Broadway hay montones de taxis —observó Claire—. Sólo está a una manzana de distancia yendo por ahí.

—Pero eso queda en dirección contraria a la calle Thompson —dijo Danny con voz quejumbrosa.

—Necesitamos un taxi, tío —reiteró T. C. mirando a Claire y asintiendo con la cabeza—. Vamos a buscarlo.

Todos se volvieron hacia Armond, quien asintió.

—Si vais lo más deprisa posible a buscar un taxi Danny me hará compañía. ¿De acuerdo? —dijo volviéndose hacia Claire y T. C., quienes asintieron con la cabeza y partieron hacia Bleecker, desapareciendo tras la esquina—. Ven —le dijo a Danny—. Tenemos que movernos lo más deprisa posible.

Danny sonrió y se puso a su lado. Fueron lentamente hacia la esquina.

La sonrisa de Danny no lograba ocultar el terror que sentía. Armond había pensado en hablar seriamente con él acerca de Claire, apremiándole a que obrara con cautela y no le quitara la vista de encima, pero ahora le había quedado claro que si lo hacía Danny se desmoronaría como un castillo de arena. Tal y como estaban las cosas, ya le faltaba poco para perder el control.

Armond alargó la mano y la posó suavemente sobre el antebrazo del joven.

—Sabrás salir adelante, Danny, no te preocupes —le dijo—. No estoy seguro de muchas cosas, pero de ésa si lo estoy. —Danny le lanzó una mirada interrogativa y Armond le sonrió—. No puedo ver el futuro, amigo mío, pero presiento lo que va a ocurrir. Noto como flota en la atmósfera. Y creo que te portarás estupendamente.

Danny no supo qué conclusiones debía sacar de aquella información ofrecida por su Van Helsing particular. No tenía ni idea de si el anciano estaba siendo sincero o si estaba limitándose a improvisar siguiendo el curso de los acontecimientos. Armond también se encontraba algo confuso. Había empezado a hablar sólo para consolar a Danny; pero cuando sólo llevaba pronunciadas algunas palabras una imagen muy clara se había presentado en su mente.

Una imagen de Danny riendo y señalando algo que significaba la victoria, consolando a otra persona en su momento de más profunda desesperación…

Un segundo después la imagen había desaparecido.

Doblaron la esquina en silencio, perdidos en las profundidades especulativas de su infierno particular. Apenas habían recorrido tres metros cuando Danny vio un taxi de la Checker que venía hacia ellos, con T. C. asomando la cabeza por la ventanilla de atrás y haciéndoles señas. Intercambiaron tensas sonrisas y antes de que el taxi frenara delante de ellos y subieran al interior Armond le dio otro suave apretón al antebrazo de Danny, como para asegurarse de que había comprendido lo que intentaba decirle.

La persecución había empezado.

Eran las once y cincuenta y cinco minutos.

Durante los quince minutos siguientes registraron infructuosamente el SoHo, yendo y viniendo por cada calle lateral en un radio de diez manzanas alrededor del punto donde había sido localizado Rudy; el algo irritado taxista hizo cuanto pudo por complacerles. Estaba a punto de echarles a patadas de su vehículo cuando Armond le pasó un billete de diez dólares y le aseguró que aquello era muy importante. El taxista aceptó el billete con un gruñido. Siguieron buscando.

El busca de Armond empezó a sonar justo cuando llegaban a la calle Lafayette con Houston, a una manzana del despacho. Sopesaron la posibilidad de parar ante el edificio y mientras discutían sobre ello el taxista acercó el vehículo a la acera y se detuvo, tamborileando impacientemente con los nudillos sobre el salpicadero.

Y, en ese instante, el grito de Danny hendió la atmósfera como una lanza con la punta empapada de veneno. Se volvieron hacia la dirección indicada por su dedo tembloroso, y vieron la silueta oscura que subía lentamente por Lafayette, con las luces de los faroles bailoteando fugazmente sobre la cabellera rubia oxigenada que coronaba su cabeza.

—Oh, Dios —susurró Claire.

—Nos bajamos aquí, amigo —le dijo T. C. al taxista, empujando a Claire hacia la puerta.

—¡Espere un momento! —gritó el taxista—. Me deben… —Le echó una mirada al taxímetro y éste añadió diez centavos a la suma total antes de que lo desconectara—. ¡Siete pavos y medio, compañero!

—Tenga —dijo Armond, deslizando otro billete de diez dólares por la ranura—. Le agradecemos su amabilidad.

—Vamos —dijo T. C., dándole otro empujón a Claire.

La joven salió de su breve trance y abrió la puerta poniendo los pies sobre la acera. Los demás salieron tras ella, cerraron la portezuela del taxi y tuvieron un fugaz atisbo del taxista meneando la cabeza con cara de irritación antes de que pusiera en marcha su vehículo y se perdiera en la lejanía.

Dejándoles en la esquina, al otro lado de la calle y a una manzana de distancia de la silueta oscura, que estaba desapareciendo lentamente por la entrada norte de la estación del metro de la calle Bleecker.

—Tenemos que movernos deprisa antes de que vuelva a esfumarse —murmuró T. C.—. Si no lo hacemos acabaremos persiguiéndole por toda la ciudad…

—Me da un poco de vergüenza decirlo, pero… —empezó a explicar Armond, alzando los ojos hacia T. C. con una tímida sonrisa que hizo callar al hombretón—. Soy tan lento y peso tan poco que… Bueno, querría preguntarte si…

Los toscos rasgos de T. C. se arrugaron en una sonrisa.

—¿Quieres que te lleve, amigo? ¡Pues claro que sí!

—Muchísimas gracias —respondió Armond un segundo antes de ser alzado en vilo para acabar junto al pecho del hombretón.

—Prometo no hacerte daño, ¿vale? —dijo T. C., riendo mientras empezaba a avanzar casi a la carrera.

A Armond le complació ver que Danny y Claire también sonreían; en ese momento descubrió que les quería mucho y, también, que temía lo que pudiese ocurrirles.

Fue el primer y último momento de cálida intimidad humana que llegarían a compartir.

El tren procedente del norte estaba a punto de llegar. Podían sentir y oír su ruidosa aproximación y cómo hacía temblar el pavimento bajo sus pies mientras bajaban corriendo la escalera del metro.

—Maldición —gimió T. C., jadeando y resoplando entre sílaba y sílaba. Seguía llevando a Armond en brazos—. ¿Alguien tiene una ficha o un pase?

—Tengo de los chungos —dijo Danny, jadeando casi tanto como él pese a que no cargaba con ningún peso extra. Armond le lanzó una mirada interrogativa—. Duplicados del mercado negro. Funcionan igual que los auténticos. A cinco por un dólar… No hay comparación, ¿verdad?

—¿De dónde sacas esas cosas? —quiso saber T. C.

—Hay que conocer a las personas adecuadas —respondió Danny guiñándole el ojo.

Llegaron al final de la escalera. T. C. dejó a Armond delante de los torniquetes y Danny se encargó de meter las fichas falsas en las máquinas justo cuando el morro del tren asomaba en la estación. Fueron rápidamente en dirección al andén y se volvieron hacia el punto del que llegaban los sonidos. Rudy estaba allí, casi al final del andén, solo.

—Claire —dijo Armond volviéndose hacia ella—. Quiero que te quedes aquí y llames al despacho…

—¿QUÉ? —gritó Claire para hacerse oír por encima del rugido del tren.

Un rubor bastante pronunciado invadió sus rasgos.

—Por favor —dijo Armond—. No hay tiempo. Tienes que llamar a Allan y hacer que Joseph te recoja. Os necesitaremos a todos en la próxima estación. Por favor…

—¡NO ES JUSTO! —gritó Claire.

Las lágrimas estaban empezando a brotar de sus ojos. Se volvió hacia Rudy y vio que les estaba observando con la más absoluta y satisfecha indiferencia imaginable. Claire le lanzó una mirada desesperada, sin ser plenamente consciente de lo que hacía. Rudy frunció el ceño y ladeó la cabeza.

—Más vale que hagas lo que ha dicho —gruñó T. C.

Aquel intercambio de palabras no le había gustado nada y le hizo sentir una desconfianza tan repentina como profunda.

El tren se detuvo ante ellos con un último estremecimiento.

—Por favor —dijo Armond, pero no era un ruego—. Créeme, es mejor así.

Claire miró a Rudy pidiéndole auxilio, pero Rudy se negó a devolverle la mirada. Las lágrimas habían llegado; la furia impotente que sentía había hecho que sus manos se convirtieran en puños apretados. T. C. la observaba con expresión impasible. Armond asintió con un gesto duro e inflexible que, al mismo tiempo, estaba cargado de simpatía.

El tren abrió las puertas.

—Lo haré —dijo Claire por fin, y su voz casi se quebró a causa de la tensión—. Pero no permitiré que os olvidéis de esto. Nunca. —Y, dirigiéndose especialmente a Danny, añadió—: ¡Cabrones!

Para Danny el insulto fue como una bofetada en los labios. Abrió la boca para emitir una débil protesta, pero Claire no le dio tiempo. Se dio la vuelta y vio como Rudy subía al segundo vagón empezando por atrás.

—Ven —dijo Armond, cogiendo a Danny del brazo, y llevó al joven hacia el tren con T. C. detrás.

—Lo siento… —gritó Danny.

Justo cuando las puertas empezaban a cerrarse.

Claire «De Loon» Cunningham se miró los zapatos mientras el tren salía lentamente de la estación gruñendo y atronando. Sólo alzó los ojos en una ocasión, con el tiempo justo de ver el rostro de Rudy contemplándola desde el otro lado de la ventanilla con algo parecido a la confusión en sus rasgos. El rostro desapareció en una fracción de segundo y el último vagón pasó ante ella, acelerando gradualmente hasta que fue engullido por la oscura boca del túnel.

Dejándola sola en la estación de la calle Bleecker.

—Ten cuidado —murmuró con un hilo de voz—. Por favor, ten mucho cuidado.

No estaba muy segura de a quién iba dirigida la frase.

Eran exactamente las doce y veinticinco minutos.

Rudy Pasko estaba solo en el segundo vagón empezando por atrás. Las dos parejas jóvenes que lo habían compartido con él durante algo así como cuarenta y cinco segundos habían huido hacia la seguridad del vagón contiguo. Como Doug, jamás habían experimentado la proximidad de una presencia tan maligna; a diferencia de Doug, no sentían ni el más mínimo deseo de enfrentarse a ella. Después, cuando hablaran con sus amistades, les dirían que cuando le vieron entrar por la puerta sintieron erizarse hasta el último pelo de sus cuerpos, y que el vagón había parecido volverse tan helado como el interior de una cámara frigorífica.

—Si no nos hubiéramos marchado de allí nos habría matado —dirían—. Supimos que nos mataría, ¿comprendéis?

Pero, de hecho, Rudy apenas si se había fijado en ellos. Estaba pensando en las chicas de la calle Bleecker, la que adornaba la Rectoría de San Antonio y la que se había quedado en la estación que acababa de abandonar. La primera no le había dado ningún problema. Fue una buena diversión y nada más, algo que le gustaría repetir en alguna otra ocasión. Quizá llevara una docena de esclavos a la catedral de San Patricio para hacer algo realmente creativo…

Pero la segunda le inquietaba. Le habría gustado saber qué hacía en el andén si no pensaba coger el tren. Quería saber por qué estaba llorando, y no por razones humanitarias, naturalmente, sino porque tenía la sensación de que era importante que lo averiguara.

Y quería saber dónde la había visto antes. En aquel rostro había algo molestamente familiar, algo que flotaba en lo más hondo de su cerebro como una palabra suspendida en la punta de la lengua. Sabía que la había visto antes, y aquello le estaba volviendo loco, y no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto.

Porque la mente de Rudy no estaba funcionando demasiado bien. La mente de Rudy era como un tren que ha descarrilado, algo irremediablemente maltrecho y deformado, un montón de explosiones y fuegos artificiales del Día de la Independencia. Su mente estaba hecha un auténtico lío. Sentía lo mismo que si se hubiera embarcado en un mal viaje con ácido, o como si fuera un bebé y le hubieran dejado abandonado ante la puerta del Infierno.

Miró hacia la ventanilla y contempló las oscuras paredes del túnel, intentando poner algo de orden en la noche. «Primero Josalyn, luego Stephen», pensó; pero cuando quería ir más allá de eso todo empezaba a volverse nebuloso. Para empezar, no sabía dónde esconder los cuerpos, cómo mantenerlos controlados y a salvo del sol. ¿Y si los atraía a los túneles, con lo que se ahorraría el problema de encontrar un buen escondite? ¿Podría atraerlos a algún sitio, fuera el que fuese, después de haberse pasado tanto tiempo matándoles de miedo? ¿Podría controlarles cuando estaban despiertos tal y como podía hacerlo cuando estaban dormidos? ¿Podría obligarles a venir hasta él?

No lo sabía. No estaba seguro. Nada estaba saliendo tal y como lo había planeado. Todo se retorcía y se alteraba, estallándole en la cara como un puro explosivo. Las últimas veinticuatro horas le habían causado serios daños y los daños no habían quedado limitados a sus pelotas, su cerebro y el agujero de su culo, también habían maltratado considerablemente su confianza en sí mismo.

«Te tomo como a una niñita», le había dicho aquella voz inmensamente vieja; y luego había sido Ian. «¡Mira cómo me saco un conejo del sombrero!». Y, más recientemente, no con palabras sino con imágenes, el maldito patinador que se le había escapado… Los sonidos y las visiones burlonas le acosaban sin descanso y le daban patadas, haciéndole sentir que sólo era un mierda barato.

Y, por lo tanto, cuando oyó abrirse la puerta del vagón Rudy no estaba en su mejor forma. Giró sobre sí mismo a toda velocidad, sobresaltado y con los nervios en tensión; y cuando los tres hombres entraron en el vagón y cerraron la puerta a su espalda el miedo le masajeó el pecho con un montón de manos heladas. Retrocedió un paso para alejarse de ellos, moviéndose como un autómata, sin apartar los ojos de sus rostros. Estaban mirándole fijamente.

Sabían quién y qué era.

El que le dejó realmente cagado de miedo era el del centro. No el de la izquierda; tenía cara de imbécil y parecía un resto olvidado de los años sesenta, tan amenazador como un palillo y casi tan delgado. Y el de la derecha tampoco le asustaba; era grande y parecía fuerte, pero el tamaño y la fuerza no eran el problema. De serlo, acabar con el frágil anciano del centro habría quedado en el último lugar de la clasificación de amenazas.

«Pero está en el primero». Rudy lo sabía. Era algo relacionado con sus ojos. Los ojos le vieron y le reconocieron, y Rudy pudo sentir como se clavaban en su rostro igual que si fueran atizadores al rojo vivo.

Pero aquellos ojos no parecían tenerle ni pizca de miedo.

Rudy empezó a temblar bajo su mirada. Pensó en aquella criatura tan increíblemente vieja que se llamaba a sí misma «Amo», y estuvo a punto de gritar. Durante un segundo tuvo la seguridad de que el monstruo le había encontrado; el escalofrío nació en su ano y fue subiendo a lo largo de su columna vertebral. Después comprendió que se había equivocado. No, no era más que un hombre, un anciano.

No era más que un anciano en el que había algo muy extraño.

«No es más que un viejo —se riñó a sí mismo—. Podrías acabar con él en un segundo. Relájate». Se obligó a poner cara de duro y a fingir toda la despreocupación de que era capaz; y cuando habló su voz tembló ligeramente, intentando deslizarse hacia las frecuencias más agudas de la gama de sonidos.

—¿A quién te crees que estás mirando? ¿Eh?

Y naturalmente, tenía que ser el viejo quien le respondiera.

—Te estamos mirando a ti…, Rudy —dijo.

Y sonrió.

T. C. metió la mano en su bolsa de mensajero y sacó de ella la Magnum calibre 357 mientras Armond abría la cremallera de su bolsa. Danny se había quedado a la derecha de los dos, mudo e inmóvil, con las manos muy fláccidas y los ojos muy abiertos.

Rudy sonrió a la boca redonda del cañón de la Magnum, viendo como subía hasta quedar a la misma altura que su rostro. Sonrió, enseñando los dientes; T. C. retrocedió, sobresaltado, y la mano le tembló un poco.

—Crees que puedes hacerme daño con eso, ¿verdad? —dijo Rudy, riéndose—. No seas bobo. Podría ponértelo de guirnalda en la cabeza.

—Son balas de plata, Rudy —le informó Armond con amabilidad—. Y han sido bendecidas.

—¿Y qué?

Rudy intentó fingir indiferencia, pero parte de la duda que empezaba a sentir se hizo visible en su rostro.

—Que si quieres averiguar el daño que pueden hacerte —dijo T. C., quitando el seguro y sosteniendo el arma con más firmeza.

Rudy parecía extremadamente inseguro de sí mismo y bastante preocupado. Armond le vio luchar con el miedo y eso le divirtió. «No se conoce a sí mismo —pensó el anciano—. No sabe qué le hace vivir ni qué puede hacerle morir… El amigo de Joseph tenía razón: el monstruo es un niño sin madre perdido en el vacío. Pero es tan peligroso… —Se recordó a sí mismo que no debía olvidar aquello—. Tan peligroso…». Mientras metía la mano dentro de su bolsa.

—Danny —dijo en voz baja, dándole un codazo al flaco y larguirucho joven melenudo—. Danny… Ahora.

Danny se sobresaltó, le lanzó una mirada inexpresiva y abrió su bolsa de mensajero sacando el mazo y una estaca. Rudy se encogió sobre sí mismo; todas las preguntas habían desaparecido de su rostro. Armond asintió con expresión sombría.

Y alzó la cruz.

Nada de cuanto había conocido en su vida o en su muerte había preparado a Rudy para el dolor que siguió a ese acto. El dolor quemó su carne como el calor de un edificio en llamas, le desgarró como si fuera metralla, como grandes fragmentos de un cristal que se hace añicos; y gritó a través de su sistema nervioso como una inyección de corriente eléctrica. Pero eso no fue lo peor…, ni mucho menos. Lo peor fue mirar.

Era como contemplar el corazón de un sol.

Rudy giró sobre sí mismo y gritó tapándose los ojos con las manos. «¡Me he quedado CIEGO! —aulló su mente—. ¡No puedo VER! ¡No puedo VER!». El tren entró en un tramo de vía que no se encontraba en muy buen estado y osciló violentamente. Rudy se tambaleó, alargó la mano y sus ojos se abrieron justo cuando el suelo venía hacia su cara.

Y entonces todos sus sentidos se aguzaron de una forma increíble. Podía oír los pasos que se le aproximaban rápidamente. Podía oler el torrente de adrenalina. El suelo estaba cubierto de puntos brillantes de una luz blanca, tan grandes como balones de playa; pero podía ver el suelo que había detrás de los puntos, extendiéndose hasta el final del vagón. Hasta la puerta…

… la puerta abierta…

… y se lanzó hacia ella, poniéndose en pie antes de que el primer rugido sobresaltado estallara a su espalda; ya estaba de pie y corría, estaba corriendo mientras el tren le lanzaba de un lado para otro y el coro de voces que gritaban se hacía más intenso y entonces oyó el primer disparo, un trueno seguido por un silbido junto a su oreja, y el silbido se convirtió en un pwinging y otro pwinging y el estrépito del vidrio haciéndose pedazos cuando la bala rebotó primero en una pared y luego en otra y acabó saliendo por una ventanilla, pero nada de todo eso tenía ninguna importancia porque estaba corriendo, corría muy deprisa, y la puerta estaba justo delante de él, podía ver como el suelo de la plataforma que había más allá oscilaba y se sacudía, y podía ver la puerta que había al otro lado de la plataforma, que también estaba abierta esperándole, y un instante después cruzó la primera puerta y saltó a través del espacio que la separaba de la otra y aterrizó en el último vagón del tren cayendo sobre los dos pies, corriendo, sin dejar de correr, hacia la parte trasera del vagón…… hacia el final…

La puerta trasera del tren procedente de la zona norte tenía una ventanilla, una especie de mirilla redonda bastante grande. Una sólida barra de hierro de varios centímetros de diámetro colocada en posición horizontal atravesaba el centro del círculo formado por la mirilla. La puerta trasera, naturalmente, siempre estaba cerrada; la ventana había sido diseñada para no abrirse nunca.

T. C. y Danny entraron corriendo en el último vagón y ni se fijaron en la media docena de pasajeros esparcidos por las dos filas de asientos. Nada de cuanto tenían a los lados les interesaba en lo más mínimo.

Toda su atención estaba concentrada en el espectáculo de Rudy Pasko lanzándose hacia ese ojo de buey incrustado en la puerta. Sus ojos se clavaron en él mientras corrían hacia la puerta, esquivando los postes que había en el centro del pasillo.

Sabían lo que iba a hacer.

—¡DETENTE, TÍO! —gritó T. C., quedándose quieto y apuntando hacia la unión de los omoplatos y la columna vertebral de Rudy.

Rudy siguió corriendo.

—¡TE HE DICHO QUE TE DETENGAS!

Rudy siguió corriendo.

—¡BUENO, TÍO, TÚ TE LO HAS BUSCADO!

Rudy saltó hacia la ventanilla, rápido como una flecha.

T. C. disparó.

y fue como si volara, una sensación de lo más extraño, y mientras volaba oyó el estallido de los truenos gemelos, uno a su espalda, acompañado por un silbido que volvió a pasar velozmente junto a su oreja, el otro envolviéndose alrededor de sus oídos como una sinfonía cuando la parte superior de su cabeza chocó con la sólida barra de acero y la dobló, tensándola hasta partirla en dos, mientras el cristal se convertía en una lluvia de fragmentos diminutos y tintineaba a su alrededor como confeti, como los cristalitos multicolores de un caleidoscopio que giraba al mismo tiempo que él, dando vueltas y más vueltas, impulsado por el impacto, el viento y la fuerza de su propia inercia, llevándole hacia la oscuridad del túnel, haciéndole caer en una rotación incontrolable, trazando locas espirales que le llevaban hacia las vías

El rostro de Danny se recortó en el hueco de la ventanilla destrozada. Vio con exquisita claridad como Rudy chocaba con las vías, rodando sobre ellas exactamente cinco veces, y vio como caía de pie, como recuperaba el equilibrio y seguía corriendo igual que si no hubiera pasado nada.

Corriendo y alejándose del tren.

T. C. estaba detrás de él gritando algo sobre que sería mejor que nadie dijera ni una palabra de esto, ni una maldita palabra a nadie. Pero Danny no le oyó.

En su mente sólo había lugar para una cosa.

Claire seguía sola en el andén de la estación. Una moneda de diez centavos descansaba en precario equilibrio allí donde empezaba la ranura de las monedas mientras Claire se apoyaba en el teléfono público con el auricular pegado al oído. Escuchó la señal de marcar durante unos treinta segundos, meneó la cabeza, colgó el auricular, se quedó inmóvil durante unos segundos más, cogió el auricular y volvió a escuchar la señal de marcar. Se había pasado los últimos tres minutos repitiendo esas acciones. Habían acabado convirtiéndose en una especie de rutina.

«Me siento tan estúpida —pensó—. Plantada delante del teléfono…». Pero no podía evitarlo. Su mente estaba hecha un auténtico lío y el conflicto que se libraba en su interior era de una intensidad desgarradora. El hecho de que un bando estuviera total y absolutamente loco no servía para mitigar su poder y su influencia.

Sobre todo teniendo en cuenta que el otro bando acababa de conseguir que estuviera seriamente cabreada.

Sus argumentos para sentirse ofendida e irritada eran muchos y variados, empezando con el más obvio (¿por qué he de ser yo quien llame? ¿Por qué no podía haberse encargado algún otro?), continuando con los eternos problemas del sexo (las mujeres siempre acaban teniendo que quedarse atrás, esos estúpidos gilipollas sexistas querrán que Josalyn —la Asombrosa Mujer Desmayable— y yo les preparemos café en cuanto la diversión haya terminado), internándose en el terreno de los celos (y, de todas formas, ¿qué diablos ve en ella? ¿Por qué toda la diversión y las emociones siempre han de quedar reservadas para los hombres?) y acabando en el Gran Corral del Despecho y el Desprecio (me habéis hecho quedar aquí para que os vigile la bolsa, espero que la caguéis y muráis todos).

Pero en cuanto se hacían a un lado todas esas trivialidades la cosa quedaba reducida a dos puntos básicos e ineludibles:

el monstruo es horrible y hay que destruirlo; el monstruo está buenísimo…, y si acaban con él nunca llegaré a saber qué habría podido ocurrir.

«Vamos, Cunningham —dijo una voz en el interior de su mente—. No puedes nadar y guardar la ropa, ¿verdad? Decídete». La voz logró sobresaltarla, más que nada porque no le pertenecía y también porque necesitó un momento para reconocerla. Sólo habían pasado cuatro días, pero parecían una eternidad.

Quizá fuese porque realmente Dorian nunca le había caído demasiado bien. Dorian era una auténtica zorra, algo que Claire nunca conseguiría ser, y eso le provocaba un extraño resentimiento hacia ella. Era como si… Dorian parecía estar convencida de que si estabas con ella tenías que participar en el único juego de la ciudad compitiendo con ella. Y Claire siempre perdería.

En el fondo, Claire quería salir ganadora en el juego donde Dorian había sido derrotada.

Pero si vivías con una persona, tanto si te gustaba como si no, acababas sintiéndote cerca de ella. Las pequeñas cosas sin importancia se volvían preciosas…, de una forma muy subconsciente, claro está; acababas ajustándote a ellas y se convertían en una parte de tu mundo. Acababas viendo los pequeños diamantes escondidos entre el carbón. Era como vivir en un ambiente duro y difícil: un desierto, una jungla, una ciudad. Las condiciones ambientales opresivas te acechaban por todas partes, pero ¿a cuántas personas se le pasaría por la cabeza la idea de largarse?

Claire nunca había apreciado demasiado a Dorian, pero sí sentía cierto aprecio hacia ella. El suficiente para haber estado viviendo con Dorian desde enero, y haber pensado en la posibilidad de renovar el contrato.

Su mente le ofreció una imagen: la cabeza de Dorian en el suelo. Sabía que apreciaba a Dorian lo suficiente para no desearle ese final.

«No puedes nadar y guardar la ropa, ¿verdad?». Dorian lo decía a cada momento cuando estaban solas. «¿Te gusta? Pues ve por él. No puedes nadar y guardar la ropa, ¿verdad? Si no te das prisa alguien se lo llevará antes de que te des cuenta. Y puede que ese alguien sea yo».

La cabeza del suelo estaba volviendo a decir todo eso dentro de su mente. Claire oyó las palabras y vio la cabeza con toda claridad.

Claire metió la moneda en la ranura.

Allan respondió al segundo timbrazo.

—¿Armond? —preguntó.

—No, soy Claire. Escucha…

—¿Por qué Armond no responde a su maldito busca?

—Porque no ha tenido ocasión de hacerlo. Ahora, escúchame.

Allan se calló. Aparentemente, estaba escuchándola.

—Me encuentro en la estación de la calle Bleecker, en el andén del tren número seis. Seguimos a Rudy hasta aquí abajo…

—¿QUÉ? —chilló Allan.

Resultaba bastante difícil saber lo que sentía.

—Seguimos a Rudy hasta aquí abajo —repitió Claire, negándose a permitir que la interrumpiera—, y los chicos se metieron en el tren con él yendo en dirección a Astor Place. Se supone que he de hacer que Joseph me recoja para que podamos ir todos juntos hasta…

—¡Cristo! ¿Cuánto hace de eso?

—Oh, unos… —Decidió rápidamente que sería mejor no mentir—. Unos cuatro minutos.

—¿Por qué has tardado tanto en llamar?

—Se me atascó la moneda en la ranura. —Bueno, eso no era del todo mentira—. Será mejor que llames a Joseph y…

—Está en otra línea —dijo Allan con impaciencia—. No cuelgues.

La puso en línea de espera. Claire suspiró, escuchó la total ausencia de sonido que brotaba del auricular y se volvió hacia el otro extremo de la estación.

Justo cuando Rudy aparecía por la boca del túnel.

—¡Llevo veinte minutos dando vueltas! —gritó Joseph con la boca pegada al auricular—. ¿Por qué han tardado tanto en llamarte?

—Supongo que porque no pudieron o porque no se les pasó por la cabeza, jefe.

Allan estaba empezando a perder el control de sus nervios, pero hacía todo lo posible para que no se le notara. Oh, cómo deseaba que Josalyn saliera del cuarto de baño…, no es que llevara mucho tiempo dentro, era sólo que había tenido que escoger justo el momento en que el mundo entero parecía haberse vuelto loco.

Junto al teléfono había dos latas de Bud vacías. Allan tomó un trago de la tercera.

—¡Ya debe de estar allí! —gritó la voz metálica de Joseph en su oreja.

—Perdona, ¿qué has dicho…? —preguntó apartando la lata de sus labios.

—¡He dicho que ya estará en Astor Place! ¡Tengo que llegar allí!

—Pero ¿y Claire?

—¡Que se vaya a la mierda! No corre peligro, ¿verdad?

y estaba subiendo al andén, acercándose

Dos teléfonos más empezaron a sonar. Allan le lanzó una mirada desesperada a la puerta del cuarto de baño. Josalyn seguía dentro.

«¿Dos teléfonos? —se preguntó, asombrado—. ¿Quién más puede estar llamando?».

—Un momento —dijo, y puso a Joseph en situación de espera.

subiendo al andén

Acababa de subir al andén. Claire le contempló sin creer en lo que veía, con el auricular silencioso todavía pegado al oído.

—¿Me oyes? —dijo una voz—. Soy Vince.

—¡OH, CRISTO! —gritó Allan apretando salvajemente el botón de espera—. ¡JEROME, HAZME UN FAVOR Y OCÚPATE DE ESTE IMBÉCIL!

Aullando como un salvaje desde el principio al final de la frase.

Ahora había tres líneas en situación de espera, y un teléfono seguía sonando. Allan alargó la mano hacia la tecla de conexión.

y ella estaba en el centro del andén, y Rudy podía verla

—¡Allan! ¡Allan!

La voz de Armond, y parecía frenético, pero no le oía muy bien. El rugir de un tren en movimiento casi engullía sus palabras.

—¿Estás en Astor Place?

—¡Sí, sí! —Armond parecía terriblemente preocupado y nervioso—. ¿Has tenido noticias de Claire?

—Sí, Claire…

—¿Está bien?

—Sí, pero… —No entendía nada—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué pasa?

Otro tren en movimiento, mucho más ruidoso que el anterior, haciendo que la respuesta de Armond fuera totalmente incomprensible.

y venía hacia ella

Venía hacia ella. Claire le observó como sumida en un trance. Era como un sueño. Como un sueño. Su forma de venir hacia ella… Tan despacio que parecía como si el mundo entero funcionase a cámara lenta. Como si el tiempo hubiera decidido pisar los frenos. Y los segundos se prolongaban interminablemente.

Claire no tenía muy buena vista. Había tenido que llevar gafas desde los ocho años. Sus lentes de contacto la ayudaban mucho, pero seguía teniendo algunos problemas para captar los detalles a distancia. Rudy venía hacia ella, y sus ojos le dieron el aspecto de un Príncipe Azul con atuendo punkie. «Ha venido a buscarme», chilló encantada una vocecita en el fondo de su mente.

Entonces Rudy se acercó un poquito más y su aspecto ya no era tan agradable como antes.

Claire recordó el auricular muerto que seguía pegado a su oreja ya algo entumecida.

—¿Oiga? —murmuró en el auricular—. ¿Oiga?

—¿Qué? —gritó Allan intentando hacerse oír por encima del rugido del tren.

Un segundo después la voz de Armond brotó del auricular.

—Rudy se ha escapado por la ventanilla del último vagón. ¡Allan! Danny vio como corría hacia la estación…

—Hacia Claire —dijo Allan aterrorizado terminando la frase por él—. Oh, Dios mío…

y cada vez estaba más cerca

La puerta del cuarto de baño se abrió y Josalyn salió de la habitación. Parecía confusa.

—¡EL 09, DEPRISA! —le gritó Allan.

Josalyn fue corriendo hacia la centralita, cogió el auricular con una mano y pulsó el botón equivocado con la otra.

—… pero, Vince, no lo entiendes… —le oyó decir a Jerome.

—CRISTO… —rugió Allan.

… y ahora estaba cerca, muy cerca, tan cerca que Claire pudo ver con una exquisita y devastadora claridad que Rudy no era el Príncipe Azul, no, ni mucho menos, y vio que tenía el cabello sucio y desordenado y que sus ropas estaban destrozadas y las gafas de sol se habían roto dejando ver el brillo rojizo de sus pupilas, un brillo tan intenso que era como contemplar dos volcanes activos, dos puertas redondas que daban al Infierno…

… y lo que ella había tomado por una sonrisa era una mueca bestial…

… y lo que había tomado por deseo era…

—Por favor, ayudadme —gimoteó pegando los labios al auricular muerto, y un instante después el auricular se deslizó entre sus dedos.

Rudy estaba demasiado cerca, demasiado cerca… Claire empezó a retroceder; era un caso típico de demasiado poco y demasiado tarde.

Y, en el último instante, Claire «De Loon» Cunningham metió la mano en su bolsa de mensajero y sacó la cruz sosteniéndola con dedos temblorosos. La alzó ante ella. Rezó para que la cruz la salvara.

Y Rudy la apartó de un manotazo, como si no fuera nada.

Y se lanzó sobre ella.

Allan y Josalyn apretaron el mismo botón de sus respectivos tableros de control en el mismo momento y se llevaron el auricular a la oreja.

Con el tiempo justo de oír los gritos.

—¿Claire? —dijo Allan.

La voz de Josalyn había muerto congelada en su garganta.

Oyeron un chasquido y el grito volvió a sonar emergiendo de los auriculares convertido en un interminable gemido. Otro chasquido. El grito. El chasquido.

—Oh, Dios —dijo Allan.

Y un instante después Josalyn gritó.

Chasquido. Grito. Chasquido. Grito. Chasquido.

Y una voz mecánica brotó de los auriculares, diciendo:

—Por favor, deposite cinco centavos para los tres minutos siguientes…

… o su llamada quedará interrumpida.

Una y otra vez. Una y otra vez.

—Cinco centavos, por favor.

El cordón del auricular se balanceaba lentamente.

—Cinco centavos.

Hacia atrás y hacia adelante.

Había sangre en el auricular.

—Gracias.

Había sangre por todas partes.

Chasquido.

—¿Claire? ¿Claire?

Vocecitas que llegaban del otro extremo de la línea.

Claire no depositó cinco centavos.

Chasquido.

La señal de marcar.

Hacia atrás y hacia adelante. Hacia atrás y hacia adelante.

Eran las doce y treinta y dos minutos. Y siete segundos.

Exactos.