40

A las once y diez Doug Hasken logró liberarse por fin del interminable chorro de dogmas que le había mantenido cautivo durante las últimas cuatro horas. Había sido una experiencia singularmente desagradable —más de lo que había esperado—, y le dejó sintiéndose más confuso que al entrar.

«Si es que tal cosa resulta posible —pensó con amargura—. Cuando entré ya estaba hecho un lío».

Dejó pasar un par de segundos más ante la fachada de la Iglesia Comunitaria de Greenwich Village. Si miraba hacia el ventanal aún podía verles; sus labios no paraban de moverse parloteando incesantemente sobre lo maravilloso que era su rebaño. Mirarles le puso nervioso. La simple idea de que se le pudiera identificar con ellos en cualquier forma, aspecto o particularidad bastaba para ponerle muy nervioso.

«Pero eso es lo que ocurrirá —pensó, totalmente seguro de que así sería—. Siempre me identificarán con ellos. En cuanto la gente descubre que creo en Jesucristo me colocan en el frasco donde guardan a todos los malditos hojeabiblias que caminan sobre la faz de la tierra. Siempre lo han hecho, y siempre lo harán. Maldita sea…».

Y, como para castigarle por haber maldecido, el dibujo que adornaba el cartel colocado sobre la puerta atrajo súbitamente su atención. Era una piececita de mal gusto cristiano tan típica que antes jamás la había mirado durante más de una fracción de segundo. Pero ahora la veía con toda claridad. Y verla le produjo un efecto muy extraño.

El dibujo tenía este aspecto:

—Godspo Hasken[6] —leyó en voz alta, y dejó escapar una risita algo inquieta—. Supongo que a partir de ahora tendré que cambiar mi nombre y hacerme llamar Godspo. ¿Verdad, Señor?

Alzó los ojos hacia el cielo silencioso y sombrío como buscando una respuesta. No obtuvo ninguna. No le sorprendió.

Doug Hasken dio la espalda a la Iglesia Comunitaria de Greenwich Village y toda la locura que la rodeaba, y se alejó sobre sus patines de ruedas, yendo hacia el este por la calle Bleecker en dirección al centro del Village. El escaparate de una carnicería pasó velozmente a su izquierda: los ganchos para colgar la carne proclamaban sin tapujos el papel que jugaba en la matanza interminable. Después de la carnicería, en el número 257 de la calle Bleecker, un gran letrero afirmaba confiadamente que SU AUTÉNTICO CARÁCTER LE SERÁ REVELADO A TRAVÉS DE LA ASTROLOGÍA.

—Cristo —gimió Doug.

Era más una invocación que una profanación, aunque contenía elementos de ambas.

Doug se detuvo en el cruce de Bleecker con la Sexta Avenida para observar como un par de punkies ñipados bailaban en el centro de la plaza Padre Demo mientras los coches pasaban rugiendo junto a ellos viniendo de todas las direcciones. «¿Quién está más loco? —se preguntó de repente—. ¿Esos chiflados de ahí delante o los chiflados a los que acabo de dejar atrás? Un grupo niega todo lo que no sea sus propios sentidos. El otro grupo niega sus propios sentidos para creer en un libro. Bueno, ¿cuál de los dos está más loco?».

Una idea se impuso con fuerza en su mente, y no era la primera vez que le venía a la cabeza: todo el universo estaba loco. No era un pensamiento que le hiciera sentirse muy a gusto, fuera cual fuese la frecuencia con que se presentaba. Se apartó de la acera, dejando tanto la esquina como la pregunta a su espalda.

Doug cruzó la Sexta Avenida con el tráfico y giró rápidamente para bajar por Bleecker. En la calle MacDougal había un pequeño atasco. Eso le permitió adelantar a la hilera de insectos metálicos que hacían sonar sus bocinas con una patética facilidad.

—¡Cómprate unos patines! —le gritó a un conductor particularmente furibundo atrapado en el atasco.

El conductor respondió sugiriendo que el que Doug fuera atropellado por un camión sería un destino demasiado suave para «un soplapollas como tú». Doug le hizo adiós con la mano y le dejó envuelto en una pequeña nube de polvo.

Después de cruzar MacDougal, Bleecker estaba totalmente vacía de tráfico. Doug lo aprovechó y se lanzó por el centro de la calzada a toda velocidad. Sus patines le permitían alcanzar los treinta kilómetros por hora sin ninguna clase de problemas. Aceleró un poco y se preguntó a qué velocidad iría exactamente. Lo único que sabía era que la calle Sullivan se estaba aproximando con una rapidez que muchas personas encontrarían alarmante.

Y que en todo el Cielo o la Tierra no había nada que le hiciera sentirse mejor que el sencillo acto de obligarse a dar más de sí, a ir más deprisa o aprovechar un poco más sus recursos.

«Nada», pensó, y la calle Sullivan estuvo ante él un segundo después.

Colocó su pie derecho en ángulo y trazó una apretada-pero-grácil curva de 360 grados, deteniendo en seco su avance. El efecto fue trepidante y tonificante a la vez. Sonrió, suspiró y se golpeó el pecho con los puños como Tarzán antes de mirar tímidamente a un lado y a otro. «Naturalmente, no viene nadie —pensó—. El día que no miro es el día en que me la cargo».

Los coches estaban aproximándose por el tramo de Bleecker que tenía a la espalda. Atravesó Sullivan por la derecha, desplazándose sobre la acera. Patinar entre peatones era la forma más lenta de avanzar, pues la mayoría de ellos parecían descendientes de las babosas. Incluso en Nueva York, donde la velocidad del peatón medio es una auténtica carrera a campo traviesa comparada con la del resto del país, Doug siempre tenía la sensación de estar rodeado por una multitud de extras sobrantes de La noche de los muertos vivientes.

Lo cual era una idea interesante, porque cuando un trío de turistas extremadamente gordos le obligó a quedarse totalmente inmóvil durante un segundo sus ojos fueron hacia el otro lado de la calle y se fijaron en un pequeño tugurio llamado La Taberna de Mills. La puerta principal acababa de abrirse dejando que un discordante estruendo de música rock mal interpretada se esparciera por la calle.

Y, aparte de la música, algo más estaba saliendo a la calle.

Rudy.

Doug se apoyó en la pared; ahora ya no le interesaba adelantar a los turistas rechonchos. Reconoció el rostro de la fotocopia. El rostro era inconfundible incluso estando entre las sombras de la puerta y aunque sus ojos estaban ocultos por unas grandes gafas de sol con los cristales curvados.

«Te habías olvidado por completo de Allan, so imbécil. Prometiste que le llamarías». Todos esos pensamientos y algunos más desfilaron por un canal secundario de su mente. Los captó de la misma forma que no puedes evitar oír retazos de conversación procedentes de la mesa contigua del restaurante. Los pensamientos quedaron casi borrados por la reacción visceral que sintió y la fuerza con la que ésta se impuso a sí misma, dejándose bien clara.

«Es el tipo de aspecto más maligno que hemos visto en toda nuestra vida», le informaron sus entrañas. Y Doug estaba absolutamente seguro de que sus entrañas tenían razón.

Doug observó con una aterrorizada fascinación como Rudy abandonaba el portal del bar y salía a la acera. Vio que iba acompañado por una chica —una fulana, para ser más exactos—, que parecía tener bastantes dificultades para conservar el equilibrio. Rudy tiró de ella curvando los labios en una sonrisa desagradable mientras iban hacia la calle Sullivan.

Se detuvieron en la esquina y Rudy le murmuró algo a la oreja. La cabeza de la fulana subió y bajó como si fuera uno de esos perros de felpa con que la gente adorna sus coches, y su risa aguda y estridente resonó en los oídos de Doug. El sonido hizo que una punzada de dolor le atravesara la cabeza, algo parecido a lo que se siente cuando muerdes un pedazo de papel de plata, aunque hacía sólo unos instantes se encontraba estupendamente.

«¿Por qué no puede verlo? —le gritó su mente—. ¿Por qué no puede sentir lo maligno y peligroso que es? ¿Qué diablos le PASA a esa tía?». Alzó nuevamente los ojos hacia el cielo buscando consejo.

Y, como respuesta, le llegó el distante sonido del trueno.

Rudy y la chica estaban cruzando la calle Bleecker con rumbo hacia la acera donde estaba Doug, y unos instantes después empezaron a bajar hacia Sullivan. Doug se metió en un portal, aterrado ante la posibilidad de ser visto; y recordó que Allan había insistido repetidamente en que los mensajeros no debían dejarse ver por aquel tipo. De repente, el tono apremiante de las palabras de Allan le pareció absolutamente lógico y comprensible.

«Tengo que llamarle —pensó—. Tengo que llamarle ahora mismo. Si alguien no se presenta aquí para impedirlo ocurrirá algo terrible. Esa chica va a…». Ni tan siquiera quería pensar en ello.

Doug asomó la cabeza por el hueco del portal y miró hacia la esquina. Rudy y la chica habían desaparecido. Corrió hacia la acera y avanzó rápidamente hacia la esquina para echarle un vistazo a la calle Houston.

Estaban como a media manzana de distancia. La chica seguía riendo y tambaleándose; el hombre casi la sostenía en vilo mientras avanzaban rápidamente hacia SoHo, en la parte sur de Houston. Doug patinó rápidamente a través de la calle Sullivan, llegó a un teléfono público libre y hurgó en su bolsillo buscando una moneda de diez centavos. La primera moneda que le vino a los dedos era de veinticinco; la sacó, la puso en la ranura, se llevó el auricular al oído y…

No había línea.

—Maldición —gruñó, colgando el auricular con un golpe seco.

Había otro teléfono al lado, pero estaba ocupado por una mujer huesuda de piel muy blanca con los ojos inyectados en sangre y grandes manchones de rímel que se le había escurrido por las mejillas. A juzgar por la boina que cubría su cabellera negra como el azabache era alguna clase de artista, y a juzgar por la forma en que se retorcía y movía los pies de un lado para otro estaba teniendo un ataque de nervios o se encontraba en las primeras etapas de un mono bastante respetable.

Doug se fijó en todas aquellas cosas, pero no se paró a pensar en ellas. El hombre y la chica ya estaban en la esquina de Houston y se preparaban para cruzar la calle.

—Disculpe —le dijo a la mujer del teléfono.

Le dio un golpecito en el hombro y la mujer giró rápidamente la cabeza para mirarle con ojos que parecían dagas.

—Es una emergencia, yo… —se oyó decir Doug con un hilo de voz.

—¿Y TE PARECE QUE ESTO NO ES UNA EMERGENCIA? —aulló la mujer en su oído, con una voz tan estridente como el zumbido de una sierra que recorrió toda la longitud de su columna vertebral—. ¿NO TE PARECE QUE TODA MI VIDA SE ESTÁ CAYENDO A PEDAZOS?

Volvió a oír su voz murmurando disculpas mientras retrocedía apartándose de ella, y tuvo la extraña sensación de que su voz no le pertenecía. «Oiga, señora, sus estúpidos problemas me importan una mierda —estaba diciendo una parte nada cristiana de su mente—. Alguien va a morir por culpa de sus estúpidos problemas». Pero aquellos pensamientos jamás llegarían a ser expresados en voz alta. La mujer no entendería nada de lo que le dijese, salvo el hecho de que estaba siendo atacada, y Doug no tenía tiempo para perderlo en una discusión. Especialmente no cuando…

Habían desaparecido.

—Oh, no.

Sus ojos siguieron observando el cruce vacío durante un instante interminable. «¿Será posible que hayan cruzado tan deprisa?», se preguntó. No lo creía, pero el hecho estaba ahí; la pareja se había esfumado en la noche.

Abandonó toda cautela y se lanzó calle Sullivan abajo en una desesperada persecución. Las calles y las aceras que le rodeaban estaban vacías. No había nada que pudiera retrasarle mientras se saltaba todas las señales y semáforos, deslizándose sobre el pavimento agrietado y repleto de baches que llevaba a Houston y lo que había más allá.

Redujo la velocidad en el cruce, dejando que los últimos coches pasaran aprovechando el semáforo en ámbar, y perdió un minuto observando el tramo de Houston que se extendía ante él. Nada. Si se hubieran desviado habría podido verles; estaba seguro de eso. La calle Sullivan le esperaba al otro lado de las cuatro calzadas de Houston, perdiéndose en la oscuridad y bostezando ante él como la boca de un túnel.

—Estás ahí —murmuró—. Ahí es donde te escondes. Lo sé.

Doug perdió unos segundos más buscando un teléfono en alguna de las cuatro esquinas. No hubo suerte. Reprimió el impulso de soltar un taco y avanzó a través de Houston en cuanto el semáforo se puso verde. La cautela volvió a hacer oír su voz y se desplazó a la acera de la derecha, reduciendo deliberadamente la velocidad.

Pasó ante la Rectoría de San Antonio y sus ojos fueron hacia el otro lado de la calle para posarse en las luces que iluminaban la fachada de un Laundromat abierto toda la noche. Había unas cuantas mujeres dentro, con bolsas de lavandería proporcionales al tamaño de sus cuerpos: una señora gorda llevaba una carga enorme, una anciana muy flaca llevaba una bolsita tan pequeña que parecía una salchicha fláccida. El hombre y la chica no estaban allí, lo que no le sorprendió.

El resto de portales de la manzana se perdían entre las sombras. Los comercios estaban cerrados; las casas cerradas con llave y atrancadas para la noche. Doug se quedó quieto unos instantes observando el barrio, intentando localizar el agujero por el que se habían deslizado. Después avanzó muy despacio hasta llegar a la rectoría.

Y oyó un gemido a su espalda.

Doug giró en redondo. Sus ojos captaron una silueta humana que se alzaba sobre él con los brazos extendidos. Los reflejos le hicieron retroceder medio metro y le arrancaron un jadeo sorprendido a sus labios. La silueta seguía inmóvil, como si estuviera decidida a tomarse su tiempo. La parálisis que le había atenazado desapareció en cuanto su mente comprendió la auténtica naturaleza de lo que estaba viendo.

Tenía delante una imagen de la Virgen María con los brazos extendidos y la cabeza inclinada en una súplica al Señor. Doug contempló aquel símbolo de inocencia mística durante bastante rato, amonestándose a sí mismo. «No cabe duda de que estás francamente cagado de miedo. Dejarse asustar por la madre de Cristo…».

Dio dos pasos hacia atrás sin apartar los ojos de la imagen y sin prestarle atención al nacimiento de la escalera ennegrecida que llevaba al sótano de la rectoría y que abría su oscura boca a la izquierda de sus pies. Estaba empezando a darse la vuelta para echarle una mirada cuando la mano surgió de la oscuridad y le rodeó un tobillo.

Todo ocurrió en cinco segundos. Vio a la chica apoyada en la pared con la blusa abierta dejándole los pechos al aire, las caderas hacia adelante y la oreja pegada al muro como si estuviera escuchando una discusión de vecinos. Vio la negra cascada de sangre que se deslizaba por su cuello, resiguiendo los contornos de sus hombros y su pecho desnudo con dedos húmedos y esqueléticos que iban creciendo ante sus ojos. Vio su boca abierta que dejaba escapar otro gemido: un sonido débil, penoso y agonizante.

No vio la mano que le rodeaba el tobillo, pero oyó el sonido del plástico al romperse y sintió aumentar la presión de aquellos dedos parecidos a tenazas. Una garra se introdujo en el músculo de su pantorrilla desgarrando la piel y Doug lanzó un grito.

Se debatió desesperadamente para escapar. Los dedos resbalaron sobre los protectores de plástico que le cubrían las espinillas y perdieron su presa. La uña del pulgar que se había clavado en su carne dibujó un arco sangriento de casi diez centímetros de largo alrededor de su pierna antes de soltarse. Doug se tambaleó hacia atrás; había perdido el control de sus movimientos. Agitó los brazos, y sus patines le llevaron hacia el final de la acera para acabar depositándole en la calzada.

El taxi de la Checker bajaba por la calle Sullivan avanzando tranquilamente a unos sesenta kilómetros por hora. El metro y medio escaso que les separaba hizo que el conductor no dispusiera de tiempo para reaccionar. Cuando la silueta oscura apareció repentinamente en el centro de los haces proyectados por sus faros lo único que pudo hacer fue pisar el freno a fondo y cerrar los ojos.

El taxi golpeó a Doug con la parte izquierda del parachoques y le hizo salir despedido girando locamente hasta chocar con una camioneta Volkswagen aparcada en la acera. Doug se estrelló contra el flanco de la camioneta, rebotó, volvió a dar en él y se agarró al espejito lateral antes de que sus patines dejaran de sostenerle. Se quedó colgado del espejito con las piernas fláccidas y sintiendo que la cadera derecha se le había quedado curiosamente entumecida, pero sabiendo que no estaba fracturada.

—¡GILIPOLLAS! —le gritó el taxista, pisando a fondo el acelerador.

El taxi dejó un chirriante sendero de goma quemada y se alejó atronando calle abajo hasta perderse de vista.

Doug empezó a erguirse lentamente, deslizando sus pies hacia adelante para alinearlos con el espejito al que seguía aferrándose desesperadamente. Estaba aturdido y el entumecimiento empezaba a extenderse por todo su cuerpo, nublándole la mente y embotando sus sentidos. Logró recuperar algo parecido al equilibrio y se afirmó a sí mismo con bastante dificultad. Sólo entonces se volvió hacia el horror.

El hombre oscuro se aproximaba.

Rudy subió la escalera como si fuera un cadáver que emerge de su tumba. Cada paso hacía que pareciera aumentar de tamaño y volverse más terrible. La luz de la luna envuelta en nubes se deslizaba sobre sus blancos rasgos arrancándole guiños a la mancha de líquido oscuro que cubría su mentón y la implacable cuchillada negra de sus gafas.

Doug se quedó paralizado. No podía moverse. No podía respirar. Vio como Rudy llegaba a la acera alcanzando su máxima estatura y le vio venir hacia él, sumido en un terror impotente que no le dejaba hacer nada.

—¡Te he visto! —gritó el hombre oscuro con una especie de terrible canturreo—. ¡Te he visto y te voy a pillar!

Entonces Rudy sonrió. Y alzó la mano. Y se quitó las gafas, muy despacio.

Cuando los ojos rojizos se clavaron en sus pupilas Doug sintió como sus rodillas cedían del todo. La mente se le quedó totalmente en blanco durante un segundo. Perdió el control de los patines y éstos resbalaron en el suelo.

Cayó de culo sobre el pavimento con un golpe seco. Su mente volvió a ser consciente de lo que ocurría: un dolor agudo, una repentina oleada de terror. En cuanto su cerebro empezó a funcionar sus pupilas recobraron la claridad que había perdido. Vio que el hombre oscuro estaba riéndose histéricamente. «¡Sal de aquí AHORA MISMO!», gritó una voz dentro de su cabeza.

Doug logró arrodillarse y puso las ruedas de los patines en el suelo antes de que Rudy tuviera tiempo de actuar. Rudy aún no había podido bajar de la acera y Doug ya estaba en pie y empezaba a moverse. Cerró los ojos e hizo funcionar sus piernas invirtiendo en ellas hasta el último gramo de energía que fue capaz de reunir. Sintió como sus dientes le desgarraban el labio superior; sus oídos resonaron con el eco de unos rápidos pasos a su espalda y el rugido de rabia inhumana que se fue haciendo más y más débil a medida que se obligaba a ir más deprisa, todavía más deprisa…

Y abrió los ojos. Y la calle Prince estaba ante él, a veinte metros de distancia y acercándose muy rápido. Redujo la velocidad y giró 180 grados. A su espalda, hacia la mitad de la manzana, una silueta oscura chillaba y agitaba el puño.

—¡No puedes cogerme, bastardo! —gritó Doug riendo y casi sin aliento. Su voz no consiguió cubrir la distancia que les separaba; pero se sentía tan feliz que no le importó—. Demasiado rápido para ti, ¿eh? Un poquito demasiado rápido, nada más…

Y antes de que pudiera darse cuenta la risa se convirtió en llanto. Lágrimas de alegría. Lágrimas de alivio. Lágrimas que eran un grito triunfante. «¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!».

Entonces se acordó de la chica de la escalera y su propia proximidad a la muerte. Recordó la presión de los dedos alrededor de su tobillo. El repentino resplandor de los faros. Aquellos ojos: los mismísimos ojos del diablo… Toda la monstruosidad de su encuentro volvió a él; y las lágrimas se convirtieron en un líquido ardiente que le abrasó los ojos.

Se dio la vuelta y avanzó rápidamente hacia Prince, doblando a la izquierda en la esquina y yendo en dirección este. Vio un teléfono público en la esquina de Prince y Thompson; podía distinguirlo tenuemente a través de la cortina de lágrimas. Fue hacia él, hurgando nuevamente dentro de su bolsillo en busca de una moneda de diez centavos.

Llegó al teléfono y se llevó el auricular al oído. «Funciona», se maravilló, curvando los labios en una sonrisa mientras dejaba caer una moneda en la ranura.

El teléfono sonó. Y volvió a sonar.

—Vamos —le siseó al auricular, mirando por encima de su espalda para asegurarse de que el hombre oscuro no le había seguido hasta allí.

El teléfono volvió a sonar.

Allan respondió al cuarto timbrazo.

—Sigue sin haber novedad, maldita sea —gruñó.

—¡Le he encontrado! —gritó Doug medio enloquecido—. ¡Oh, Dios, Allan! No me dijiste hasta qué punto…

—¿Que tú QUÉ? —gritó la voz de Allan en su oído. Doug meneó la cabeza, oyó como Allan le gritaba algo ininteligible a otra persona y sintió como la adrenalina volvía a inundar su organismo. Después Allan volvió a la línea, hablándole con una voz cargada de calma prefabricada—. ¿Con quién hablo? —le preguntó.

—¡Soy Doug! —chilló—. Y he encontrado a ese tipo…, esa cosa… Dios, no sabía…

—¿Dónde estás, tío? —le interrumpió Allan con la voz casi crepitando de emoción—. Relájate y dime dónde estás.

—Calle P-P-Prince —tartamudeó Doug—. Estoy en la calle Prince con T-Thompson. —Tratar de mantener la calma era mucho más difícil que gritar. Escuchó como Allan repetía las coordenadas que acababa de darle. La voz distante de otra persona recitó los datos. Escuchar aquellas voces hizo que estuviera a punto de perder el control—. ¿Qué infiernos es ese tipo, Allan? —gritó—. Tienes que…

—Creo que será mejor que vengas al despacho, Doug. —La voz de Allan se había convertido en un zumbido maquinal—. Te lo explicaré en cuanto llegues aquí.

Las mujeres del Laundromat no se atrevían a acercarse al escaparate. Estaban acurrucadas en la parte trasera, con el calor de las centrifugadoras secando el sudor que cubría sus cuerpos. Ni tan siquiera se atrevían a mirar hacia la calle.

Habían acudido corriendo al oír el chirrido de los frenos, vieron como el taxista se alejaba y sintieron una vaga desilusión. Después el hombre oscuro apareció de la nada y reavivó su interés.

Cuando se quitó las gafas, una mujer gritó y todas retrocedieron horrorizadas.

Y cuando los alaridos salvajes hicieron vibrar la calle huyeron hacia la parte trasera del local, y allí se habían quedado.

Después, en cuanto haya transcurrido una media hora de silencio, se acercarán cautelosamente al escaparate y echarán un vistazo. No verán nada, y se aventurarán a salir. Unos ojos más observadores que los demás se fijarán en el extraño fresco que cubre la pared blanca de la rectoría y que antes no estaba allí: un amasijo frenético de palabras garabateadas e imágenes dibujadas a toda velocidad.

Entonces todas las mujeres verán los metros y metros de entrañas blancas que brillan a la luz de la luna como guirnaldas navideñas cubriendo los brazos extendidos de la Virgen María, bajando por la escalera hasta llegar a su origen…

Y entonces todas gritarán, y unas cuantas se desmayarán, y una de ellas tendrá el valor suficiente para llamar a la policía antes de perder el conocimiento.

Y, con ello, alertará a la ciudad haciéndole saber que Rudy se ha cobrado su primera víctima de la noche.