El reloj de la pared indicaba que eran las diez y cuarenta y cinco minutos.
Y todo el mundo se estaba volviendo loco.
—¿Qué quieres decirme con eso de que todavía no hay ninguna novedad? —gritó Joseph con la boca pegada al auricular—. ¡Llevamos casi tres jodidas horas aquí!
—Ya lo sé, jefe. Ya lo sé —replicó Allan con voz cansada—. Llevo casi tres jodidas horas respondiendo al teléfono, y no ha pasado nada dejando aparte una llamada de Bankert y Company para que les hagamos un servicio. Lo cual quiere decir que no sólo tengo que oír cómo me gritáis, sino que además tendré que vérmelas con Vince.
—Dios —dijo Joseph. Dejó escapar una risita ahogada y se calmó un poco—. Pobre chico.
—Vince debe de ser el mayor gilipollas del mundo —siguió diciendo Allan, agradeciendo el cambio de tema y decidiendo explotarlo al máximo—. Oye, te diré lo que vamos a hacer… Cuando hayamos acabado con Rudy nos ocuparemos de Vince, ¿vale? —Se rieron—. Te apuesto diez a uno a que se descompone en un santiamén.
El teléfono sonó en otra línea.
—No cuelgues —dijo Allan, disponiéndose a pulsar el botón que dejaría a Joseph en situación de espera.
—Yo responderé —dijo Josalyn.
Durante las últimas horas su catatonia inicial había ido convirtiéndose en una profunda depresión. Allan no estaba muy seguro de que eso fuese una mejora, pero al menos ahora era capaz de funcionar.
—Josalyn se ha encargado de responder a la llamada —dijo por el teléfono—. Bueno, estábamos diciendo que…
—Será mejor que pase algo pronto. —La casi imperceptible jovialidad que se había deslizado en la voz de Joseph ya no estaba allí—. La tropa está empezando a amotinarse. Puedo controlar a Stevie el Bebé; si vuelve a insistir en lo de irse a casa le dejaré sin cabeza. Pero ¿qué le digo a Tommy, tío? Está empezando a hartarse de esto. Si no ocurre algo se largará, y me quedaré solo con este imbécil.
—Tengo a Zeke en la línea —le interrumpió Josalyn—. Dice que quiere irse a casa.
—Oh, Cristo —murmuró Allan. Le dijo a Joseph que esperara un momento, se volvió hacia Josalyn y dijo—: Pregúntale si puede aguantar quince minutos más. Es lo único que le pido, quince minutos más…
Josalyn asintió con expresión lúgubre y se volvió hacia su teléfono.
—Bueno, cuéntame qué ocurre —dijo Allan, concentrando nuevamente su atención en Joseph—. Armond está teniendo el mismo problema con su gente. Y ahora parece que todos los mensajeros también quieren volver a sus casas.
—Estupendo.
—Han estado haciendo un trabajo realmente magnífico —dijo Allan, poniendo todo el énfasis de que fue capaz en sus palabras—. Dean, Jimi y Navajo han montado una rutina excelente con sus motos. Se citan en una esquina, dan vueltas por allí durante un par de minutos y luego se despliegan en un radio de treinta manzanas y vuelven a encontrarse en otra esquina un poco más hacia el norte. Han estado llamando cada diez minutos desde las nueve. —Hizo una pausa para vaciar su pipa—. Zeke y Art Dodger también se lo han estado tomando muy en serio, así que no es culpa de ellos. Lo que ocurre es que…
—No está en ninguna parte —dijo Joseph encargándose de completar la frase por él—. El hijo de puta se ha desvanecido de la faz de la tierra.
—Es lo que parece, ¿no?
Joseph le respondió con un gruñido.
—Me encantaría que fuese cierto —siguió diciendo Allan.
—Y una mierda. Lo único que me encantaría es que ese cabrón no hubiese nacido jamás. —Rieron con carcajadas secas y desabridas—. Pero no quiero que se escape tan fácilmente de esto. No me sentiré feliz hasta no haberle dejado clavado a una pared. —Joseph bajó la voz hasta convertirla en un murmullo de conspirador y añadió—: ¿Sabes una cosa? Espero que nadie consiga pillarle antes que yo. Sí, hablo en serio… Ya comprendo que necesitamos a mucha gente; es una zona demasiado grande para que pueda cubrirla yo solo y todo eso, pero si algún otro acaba con él antes de que haya tenido ocasión de cargármelo me sentiré como…, como si me hubieran estafado. ¿Comprendes? Como si otra persona hubiera ganado el premio que debía ser para mí.
—Uf, Joseph —jadeó Allan—. Lo importante es acabar con él, no…
—Sí, sí, ya lo sé. —Joseph le lanzó un prolongado suspiro al auricular—. Es una estupidez, pero no puedo evitarlo. Quiero su piel. Es mío. Ha sido mío desde que vi a esa pobre chica saliendo del metro; y ahora, después de lo que ocurrió anoche…
No llegó a completar la frase.
—Capto, jefe. Haré cuanto esté en mi mano. Pero tendremos que esperar y ver qué pasa, no hay más remedio.
—Sí. Bueno… —Allan oyó el sonido de un fósforo siendo encendido al otro lado de la línea—. Si no ocurre algo pronto bajaré a los túneles para buscarle. Estoy harto de esperar.
—Aguanta media hora más antes de hacer nada, ¿vale?
—Está bien.
Joseph cortó la conexión. Allan se quedó inmóvil contemplando el auricular durante un minuto. «Esto va a ser un desastre —pensó—. Una cagada de primera categoría especial… Vamos a tirarnos toda la noche esperando a que ocurra algo y mañana compraremos el periódico y descubriremos que el Psicópata del Metro se ha trasladado a Queens». Era una idea deprimente, pero hasta el momento toda la noche estaba siendo deprimente. No le habría sorprendido descubrir que Rudy había alquilado un camión de mudanzas y se había largado a Boston porque su metro estaba mucho más limpio que el de Nueva York.
«Pero el metro de Boston no es ni la mitad de marchoso que el de aquí…», pensó alargando la mano hacia su bolsita de Capitán Black.
Y la puerta que había a su espalda se abrió de repente.
Allan giró sobre sí mismo con un grito inarticulado en los labios; la pipa salió disparada de entre sus dedos y se estrelló contra la pared. Josalyn también giró sobre sí misma con las pupilas dilatadas por el terror. Los dos eran terriblemente conscientes de que las armas que se habían quedado en el despacho estaban a media habitación de distancia. «¿Cómo ha logrado encontrarnos?», aullaba la mente de Allan.
—Hola —canturreó Jerome asomando la cabeza por el hueco de la puerta.
—¡Cristo! —chilló Allan. Tanto él como Josalyn se dejaron caer pesadamente contra el respaldo de sus asientos intercambiando miradas de alivio—. ¡Nos has dado un susto de muerte!
—Quizá debería haber llamado antes —sugirió Jerome con una sonrisa traviesa—. ¿Puedo entrar?
—¿Quién es? —quiso saber Josalyn.
El cigarrillo suspendido entre sus dedos estaba bailando una danza salvaje.
—Un tipo que trabaja aquí —le informó Allan, que seguía temblando como una hoja.
—¡Un tipo! —protestó Jerome. Se volvió hacia Josalyn, dando a entender que Allan ni tan siquiera merecía su desprecio—. Bueno, permíteme hacerte saber que soy la persona más importante que ha habido en toda la historia de esta firma…
Entonces sonó el teléfono. Los tres se lo quedaron mirando durante un segundo como si fuese un objeto de otro mundo.
—¿Me harías el favor de responder? —le dijo por fin Allan a Josalyn.
Josalyn obedeció y Allan se volvió hacia Jerome.
—Estaba preocupado por ti —dijo Jerome anticipándose a su pregunta—. Llevo todo el día preocupado por ti y al final no pude aguantarlo por más tiempo, así que cuando pasé delante del despacho y vi que seguías aquí…
Se encogió de hombros.
—Dean dice que los chicos quieren irse a casa —dijo Josalyn—. ¿Qué le respondo?
—¡Oye, esto es igual que una jornada normal! —exclamó Jerome—. ¡Todo el mundo quiere irse a casa!
—Pregúntale si pueden aguantar diez minutos más —dijo Allan.
—¡Sí, igualito que una jornada normal! —volvió a exclamar Jerome, con más énfasis que antes.
—Cállate, Mary —dijo Allan, haciendo su mejor imitación de Tony.
—Eh, no empieces —le advirtió Jerome.
—Volverán a llamar dentro de diez minutos —dijo Josalyn colgando el auricular.
—Son buenos chicos —declaró Allan—. Unos auténticos ases, hasta el último de ellos.
—Bueno… —Jerome alargó bastante la palabra—. ¿Puedo hacer algo?
—Pues… —Allan alargó la palabra el doble de lo que había hecho él—. Si quieres puedes traerme una docena de latas de cerveza. Me muero de sed. ¿Josalyn?
—Tomaré un poco de cerveza —dijo Josalyn—. Mis nervios están enloqueciendo. Y casi se me han acabado los cigarrillos.
—¿Tengo cara de chico de los recados o qué? —preguntó Jerome.
—No, tienes la misma cara que la princesa que hace de hada en mis sueños.[5] Y ahora, si puedes conseguir que la cerveza se materialice con un golpecito de tu varita mágica…
—Oh, ya sabes que puedes manejar mi varita mágica siempre que quieras —le interrumpió Jerome con voz entre tímida y picara.
—Oh, Dios —gimió Josalyn, sonriendo por primera vez en toda la noche, cosa que complació mucho a Allan.
—Ve a buscar la maldita cerveza antes de que coja la lámpara de la que has salido y te la meta donde yo me sé —gruñó Allan.
—Oh, ya sabes que puedes meterme lo que quieras donde…
—¡SAL DE AQUÍ! —rugió Allan, y Jerome fue de puntillas hacia la puerta.
—¡Y no olvides mis cigarrillos! —le gritó Josalyn cuando salía. Jerome volvió a asomar la cabeza por el umbral—. ¡Salem Light 100!
Jerome desapareció y la puerta se cerró a su espalda. Allan y Josalyn se contemplaron en silencio durante un momento y se echaron a reír.
—¿Ves lo que tengo que aguantar? —dijo Allan.
—Me gusta —dijo Josalyn con voz pensativa—. Es muy gracioso.
—Sí, pero es más lento que un caracol. Con el calor que hace, cuando vuelva podremos freír huevos en las latas de cerveza.
Rieron un poco más; los dos eran muy conscientes de hasta qué punto lo necesitaban. Y, en su fuero interno, cada uno le agradeció a Jerome el que se hubiera presentado para romper el hielo. La noche había sido larga y enloquecedoramente aburrida.
No tardarían en desear que todo hubiera seguido como hasta entonces.
Eran las once de la noche.