Rudy también estaba esperando que salieran las estrellas.
Estaba agazapado bajo una oscura escalerilla de servicio al extremo sur de la línea de la Avenida Lexington, allí donde nadie podía verle. En sus ojos había una luz soñolienta y totalmente enloquecida, y sus pupilas ardían con una luminosidad rojiza más intensa que la desprendida por la punta del cigarrillo que se llevaba perezosamente a los labios de vez en cuando.
Llevaba todo el día esperando la puesta de sol.
Rudy había estado temblando suspendido al borde del sueño desde primera hora de la mañana —tan pronto que aún se la podía llamar noche, así de lejano estaba el amanecer—, desde que despertó de aquel trance terrible con su recto palpitando todavía gracias a los recuerdos de la violación que había sufrido en la picota. Varias dosis de anfetaminas tomadas a intervalos regulares le habían permitido mantenerse en aquel precario estado de vigilia.
Pero el sueño del que se había privado era el sueño de los muertos, y las exigencias del sueño de los muertos son mucho más apremiantes que las del sueño de los vivos.
Su cuerpo sufrió una convulsión repentina, un efecto más de las anfetaminas que corrían por sus venas casi desprovistas de sangre. No sabía cómo o por qué la sangre iba saliendo de su organismo —no parecía estar rezumando por sus poros, y llevaba ocho días sin orinar ni defecar—, pero aun así lo hacía, y le dejaba sintiendo un anhelo desesperado de conseguir más. Y hoy, sin el sueño para servirle de amortiguador a la región existente entre la saciedad y el hambre subsiguiente, había sido el día más difícil de todos.
Porque se había quedado atrapado en los túneles, con aquel vacío viviente que crecía poco a poco dentro de su cuerpo. Porque no había podido hacer nada para aliviar su estado, aprisionado por el sol y el ajetreo del Manhattan diurno. Nunca se había sentido tan oprimido por los túneles, como si fuese un prisionero que vagaba por catacumbas de pesadilla que no le ofrecían ni protección ni posibilidades de escapar. El resultado había sido un desesperado anhelo de rendirse a la más profunda oscuridad del sueño.
Pero no se atrevía a dormir.
Tenía miedo de los sueños.
Y las pesadillas le habían visitado estando despierto, fragmentos retorcidos de su imaginación que pasaban saltando junto a él impulsados por flacas patas de araña. Sombras que le acechaban desde la nada. Los ecos fantasmales de viejas máquinas, los gritos intemporales de los hombres sometidos al dolor. Extraños destellos luminosos que le arrancaban de los brazos del sopor, como ángeles llamándole a un sitio en el que jamás podría morar. Y carcajadas casi inaudibles, terribles y familiares, que hacían temblar la pálida carne que cubría sus huesos.
La muerte desprovista de reposo es algo terrible. Ahora Rudy lo sabía. Sí, conocía muy bien ese estado. La Era de la Maratón Creativa de los Tres Días había pasado. La Era de la Fiesta Interminable también había quedado atrás; aquel desfile irreal de días apenas entrevistos que pasaban velozmente junto a él como las cartas al barajarse… Las dos se habían esfumado mientras intentaba acostumbrarse a su nueva certidumbre de que estaba en un lugar terrible donde todas las reglas habían variado y el único camino que se abría ante él era el camino que llevaba al Infierno.
Ningún vampiro que se respetara habría tocado las anfetas ni con una pértiga de tres metros. Esos vampiros sabían cuán desesperadamente necesitaban el olvido, aunque sólo fuese por unas horas. Necesitaban olvidar hasta qué punto podía empeorar su situación, y lo fácil que era el que eso ocurriese…
Los párpados de Rudy aletearon lentamente hasta cerrarse, pálidas membranas que ocultaron la luminiscencia rojiza. Sintió la rendición final del sol que se deslizaba tras el perfil de los rascacielos y la llegada de la oscuridad que le daba vida, y se entregó al abrazo remolineante de la muerte. Dejó que le engullera y que se agitara sobre su cabeza en olas oscuras y susurrantes, acunándole mientras se acomodaba en el consuelo de sus pliegues y esos abismos suyos que volverían a darle fuerzas.
Mientras, los segundos se convertían en minutos.
Y en horas.