37

La camioneta de Joseph se detuvo delante del despacho a las seis cuarenta y cinco. Danny y Claire ya habían llegado. Estaban con Allan junto a la ventana, y vieron como Stephen y Josalyn salían de la puerta corredera mientras Joseph iba hasta el asiento de pasajeros y ayudaba a bajar a un anciano al que no conocían de nada.

—¿Quién es ése? —se preguntó Claire en voz alta arqueando las cejas.

—Un hombre al que Joseph conoció la noche pasada —respondió Allan, casi sin ser consciente de que lo había hecho.

Él también estaba contemplando al anciano con una obvia sorpresa.

—Es el doctor Van Helsing —bromeó Danny.

Claire rió y le miró sonriendo. Su relación durante el día había sido muy tensa —estaba empezando a desear no haberse acostado nunca con Danny—, pero su talento para saber ver el lado gracioso de las cosas era un rasgo de carácter por el que sentía una auténtica admiración; algo que tan pronto conseguía irritarla como fascinarla.

Vieron como Joseph acompañaba al anciano hasta la puerta con los otros dos siguiéndoles de cerca. Se fijaron por primera vez en el anillo purpúreo que rodeaba el ojo izquierdo de Stephen; era la segunda gran sorpresa que se llevaban en otros tantos minutos. Allan lanzó una carcajada algo apenada, sabiendo muy bien quién le había adornado así el ojo. Danny necesitó un segundo más para adivinarlo. No le pareció tan divertido.

—Joseph no aprecia mucho a Stephen, ¿verdad? —preguntó.

—No, creo que no le aprecia mucho —afirmó Allan riendo y meneando la cabeza.

—¿Quieres decir que…? —preguntó Claire, perpleja. Allan y Danny asintieron al unísono. Claire se mordió el labio inferior y clavó los ojos en el suelo—. No estoy muy segura de que eso me guste —murmuró—. Me asusta.

—Te asusta —repitió Danny con voz pensativa.

Sintió la tentación de observar que su adorable vampiro hacía mucho más que ponerle un ojo negro a la gente, pero la mirada que le lanzó Claire le hizo saber que ya había recibido el mensaje. Y no le había hecho ni la más mínima gracia.

La puerta se abrió y los recién llegados empezaron a entrar en el despacho. Danny y Claire echaron una mirada a aquellos ojos y sus propios problemas se encogieron hasta cobrar una mísera insignificancia.

Jamás habían visto expresiones tan atormentadas, tan indeciblemente graves y repletas de emociones mutiladas.

El anciano era el que parecía encontrarse mejor. No le costó nada sonreírles y daba la impresión de controlarse bastante bien. A su alrededor flotaba una aureola de poder, de sabiduría y equilibrio conseguido al precio de muchos esfuerzos que captaron apenas entró en la habitación. Pero era tan viejo y el precio de su victoria estaba tan claramente escrito sobre sus rasgos que la calma que desprendía resultaba más bien gélida. Parecía haberse acostumbrado a cargar con su muerte como si fuese un traje viejo en el que se sentía muy cómodo, y el ver lo bien que le quedaba hacía que sintiera una aguda satisfacción.

Stephen fue el siguiente en entrar. Les obsequió con una leve sonrisa, incapaz de mirarles a los ojos. Llevaba su morado como si fuese la manga de un oficial sometido a juicio de guerra después de que le hubieran arrancado los galones. Estaba claro que había llegado a perder casi toda su autoestima; si no lograba recobrarla pronto ya no tendría ninguna otra oportunidad. Seguiría hundiéndose hasta perderse en el vacío y la nada, y nunca volvería a emerger de ella.

Pero en lo tocante a la pura y simple destrucción no cabía duda de que Josalyn era la peor. Toda la vida, la energía y el coraje que había recuperado el día anterior le habían sido arrancados como si una garra inmensa hubiera perforado su pecho llevándosele el corazón. Cuando la miraron a los ojos fue como si contemplaran el fondo de un vaso vacío.

Y Joseph, que se había encargado de mantener la puerta abierta para que entraran y que ahora estaba cerrándola, parecía haber envejecido veinte años en el espacio de un día. Su rostro había desarrollado nuevos pliegues y arrugas que hacían pensar en tatuajes ejecutados con una aguja eléctrica. Sus ojos brillaban con una luz fría y dura; eran como un par de guijarros relucientes incrustados en una máscara de cuero. Su ira era como una presencia viva que flotaba en el aire del despacho.

—¿Han aparecido? —le preguntó a Allan.

—No, pero llamaron hace una hora, más o menos. Tendrían que estar aquí en cualquier momento.

—Bien. —Joseph se volvió hacia la puerta—. He de sacar algunas cosas de la camioneta —dijo por encima del hombro—. Vuelvo enseguida.

Joseph salió del despacho y el anciano fue hacia Allan ofreciéndole una mano cubierta de manchas amarronadas.

—Me llamo Armond Hacdorian —dijo, y en su pronunciado acento eslavo había una atractiva musicalidad—. Y tú eres…

—Allan. Allan Vasey. Encantado de conocerle.

Se estrecharon la mano.

—Yo también estoy encantado de conocerte, amigo mío. Joseph habla muy bien de ti; y ahora veo que tiene buenas razones para hacerlo.

Había algo vagamente inquietante en aquella afirmación, así como en el apretón de manos y la sonrisa que la respaldaban. No es que Allan hubiera detectado alguna malevolencia oculta —lejos de ello—, sino que daban la sensación de que el anciano pudiera verle y sopesarle de una forma que ni tan siquiera él podía comprender. Era como si su sabiduría y su distanciamiento de las cosas hubieran hecho que Allan se volviera transparente, y Allan había pasado el examen con una nota magnífica; no sólo no tenía ningún moco colgando de su nariz, sino que poseía algún valor misterioso. Aquello le hizo sentirse halagado y desconcertado al mismo tiempo.

Armond dejó que Allan siguiera devanándose los sesos y concentró su atención en Danny y Claire. «Una pareja bastante extraña —pensó nada más verles—. Han venido en calidad de mirones; son vírgenes convencidas de que leer un libro sobre el tema es lo mismo que vivir la realidad». Cuando fue hacia ellos vio que le estaban contemplando con las pupilas tan dilatadas como las de una lechuza; su asombro le divirtió, aunque también acabó de convencerle de que no tenían ni idea de en qué se habían embarcado.

Empezó presentándose a Danny y descubrió que el joven era extremadamente agudo y agradable, pero un poco nervioso y no muy estable. Armond lo atribuyó a las drogas y la rebeldía —una tozuda negativa a dejar escapar la adolescencia—, que le habían hecho pasar los años posteriores a esas experiencias sin sacarles todo el partido posible.

Claire era muy parecida; se aferraba a la irresponsabilidad como si fuera un estandarte, pero en ella había algo más y su curiosidad presentaba matices más oscuros, matices que se hicieron visibles en el mal disimulado miedo que le inspiraba su presencia. Claire tenía una razón secreta para estar con aquel grupo de personas. Y no se podía confiar en ella.

«No se podía confiar en ella». La idea le puso algo nervioso. Había tanto en juego… Su única esperanza era que hubiera sabido ocultar sus emociones mejor que ella mientras se sometía al ritual social típico en estos casos.

La puerta volvió a abrirse y el anciano se dio la vuelta para ver como dos hombres corpulentos entraban en el despacho seguidos por Joseph. Los dos iban vestidos de negro, y el nerviosismo que sentían irradiaba de sus cuerpos en oleadas de una potencia casi eléctrica. Armond le sonrió a cada uno, automáticamente complacido al verles. Su experiencia con el horror había sido auténtica y adquirida sin intermediarios; no tendría que calmarles y vigilarles. Y, además, eran muy fuertes y corpulentos; su masa rivalizaba con la de Joseph y casi pesaban tanto como él.

Joseph no se tomó la molestia de presentarles, como era típico en él. Dejó dos grandes bolsas de viaje sobre el mostrador haciendo bastante ruido y se secó el sudor de la frente. Después, sin decir palabra, fue sacando el contenido de las bolsas.

Una docena de sólidas cruces de acero inoxidable, las mismas que tanto habían impresionado a Ian. Una docena de estacas de madera muy afiladas, de casi sesenta centímetros de longitud cada una, muy parecidas a la que había hecho huir la vida por la nariz, la boca y el vientre de Ian. Una docena de mazos de madera tan grandes como un martillo de los que usaban los obreros encargados de reparar las aceras y que pesarían aproximadamente una tercera parte de lo que pesaban éstos, perfectos para clavar las estacas con una letal facilidad.

—Bueno, ahí están los instrumentos con los que tendremos que trabajar… —empezó a decir Joseph, y un gemido ahogado procedente de algún lugar de la habitación le hizo quedarse callado. Se volvió con el tiempo justo de ver como Josalyn ponía los ojos en blanco y como se le doblaban las rodillas. Tenía el rostro tan blanco como la harina. Allan se levantó en menos de un segundo y fue hacia ella, cogiéndola antes de que cayera al suelo—. Cristo bendito… —exclamó Joseph con impaciencia.

—Joseph… —siseó Allan con los dientes tan apretados que casi le rechinaban, temblando bajo el peso del cuerpo de Josalyn y la ira repentina que le había invadido—. Cierra el pico. No eres el único que va a participar en esto, ¿entendido?

Se tambaleó durante unos instantes, intentando sujetar mejor a Josalyn mientras Joseph le contemplaba, enmudecido por la sorpresa.

Uno de los recién llegados —el negro—, fue hacia Allan.

—¿Puedo echarte una mano, amigo? —le preguntó.

Allan sonrió tensamente y asintió. El negro cogió a Josalyn por los pies y entre los dos la llevaron hasta el sillón del encargado, depositándola en él con mucha delicadeza. En cuanto la tuvieron instalada allí se miraron y se dieron la mano.

—T. C. Williams —dijo el negro.

—Allan Vasey. Hablé contigo por teléfono, ¿verdad? —Su apretón de manos se hizo más fuerte, como dándole solidez al encuentro, y acabó deshaciéndose—. Y éste es…

—Tommy Wizotski —dijo T. C. señalando a su amigo. Después se volvió hacia el cuerpo inconsciente de Josalyn y preguntó—: ¿Se pondrá bien?

—Sí, creo que sí —respondió Allan, pero la duda era claramente visible en su rostro—. Sus últimos dos días han estado demasiado llenos de mierda, nada más.

—Eso me han contado —murmuró T. C. con voz solemne—. Y… Eh, siento lo que le ocurrió a tu amigo, ¿sabes? Ian era un buen hombre. —Se quedó callado durante unos instantes y apartó la mirada—. Un tío legal —concluyó.

Allan asintió y también apartó la mirada, deseando que se le permitiera olvidar a Ian durante un rato. Cada vez que alguien mencionaba su nombre sentía como algo se le ablandaba por dentro. Y no podía permitirse el lujo de la blandura o la debilidad. Al menos, no en aquellos momentos.

—Ahora ya estamos todos, ¿verdad? —dijo una voz a su espalda. Se dio la vuelta para ver como Armond Hacdorian le dirigía una sonrisa jovial a todos los presentes en la habitación. Una serie de mudos asentimientos le respondieron, el de Allan incluido—. Entonces quizá podamos empezar. La noche caerá demasiado pronto sobre nosotros. Debemos estar preparados.

La frase iba dirigida a todos, pero tenía a Joseph como destinatario especial. El hombretón no había dicho ni una sola palabra desde que Allan le riñó; se había quedado inmóvil tensando y aflojando los puños, desgarrado entre la humillación y la ira justiciera. Aquellas palabras hicieron que alzara los ojos hacia Armond y viera la sonrisa y la comprensión de su apuro actual que iluminaba las pupilas del anciano. La tensión que había en su interior fue disminuyendo lentamente y acabó respondiendo a la sonrisa de Armond con una sonrisa propia.

—Lo siento —dijo, volviéndose hacia Allan. Esperó a que Allan aceptara su disculpa con un asentimiento de cabeza, le indicó a Tommy que se pusiera junto a él y añadió—: Bien, pongamos en marcha este espectáculo.

La reunión fue corta y no perdieron el tiempo en preámbulos. Naturalmente, Allan fue quien habló más; el plan era suyo, aunque se había basado en ideas originales de Ian. Joseph se quedó a su lado, asintiendo enfáticamente a cada punto principal y asegurándose de que todo el mundo le prestaba atención.

El plan, en esencia, era el siguiente:

Cada cazador recibió una gran bolsa de mensajero hecha con cuero y lona que tenía una correa para colgársela al hombro. Cada bolsa contenía un busca, una tablilla de anotaciones, un impreso de la compañía con el número telefónico impreso en la parte superior, una fotocopia con el rostro de Rudy, un bolígrafo, una cruz, un mazo, un par de estacas de madera, tres frasquitos con agua bendita y un cartucho de monedas de diez centavos que, en total, hacían la suma de cinco dólares.

Los cazadores se dividirían en dos grupos: uno dirigido por Joseph, el otro por Armond. Un grupo vigilaría el apartamento de Stephen y otro el de Josalyn. En las puertas de los dos apartamentos había clavadas notas falsas; por ejemplo, la nota de Josalyn decía STEPHEN, HE TENIDO QUE IR A LA TIENDA. VOLVERÉ DENTRO DE QUINCE MINUTOS. ESPÉRAME. JOSALYN. El objetivo de las notas era mantener a Rudy en un sitio el tiempo suficiente para que un grupo pudiera ponerse en contacto con el otro y que éste acudiera a prestar su ayuda.

Después Allan les explicó cuál era la función de los mensajeros/exploradores: actuarían como ojos errantes de los grupos de caza. Recalcó la importancia de los buscas, y de llamar al despacho de forma regular.

—Es la única forma de seguirle la pista a todo el mundo —les dijo—. De lo contrario todos andaremos perdidos en la oscuridad. Además, es la única forma de cubrir una zona tan grande como la parte sur de Manhattan.

Se había decidido que Josalyn se quedaría en el despacho con Allan para ayudarle con los teléfonos y la tarea de ir siguiendo el desarrollo de la cacería. Estaba claro que su estado no le permitía recorrer el Village persiguiendo a Rudy. Los presentes también expresaron alguna preocupación por Armond, pero el anciano intentó tranquilizarles.

—Soy viejo y lento —les dijo—, pero creo que aún puedo ser de cierta utilidad.

Nadie era capaz de discutir con aquel rostro, aquella voz y aquellos ojos sonrientes.

Los grupos fueron escogidos con un mínimo de discusión. Danny, Claire y T. C. irían con Armond; Stephen y Tommy acompañarían a Joseph. Los dos líderes acogieron con agrado aquel acuerdo, aunque no lo dejaron traslucir: Joseph quería mantener vigilado a Stephen, y Armond también deseaba no perder de vista a Claire.

Después de aquello quedaba muy poco por decir. Tommy y T. C. recalcaron lo importante que era no perder la calma en los túneles, si se daba el caso de que acabaran encontrándose en ellos.

—Por eso le insistimos a Allan en que todos debíais vestir de negro —dijo Tommy—. Si alguien nos pilla dando vueltas por ahí abajo tanto mi trasero como el de T. C. correrán un grave peligro.

El reloj de la pared indicaba que eran las siete y cuarenta y cinco minutos. En menos de una hora el sol ya habría recorrido una buena parte de su trayecto hacia el horizonte.

Y las sombras se apoderarían del mundo devorando toda la luz.

—Hora de marcharnos —dijo Joseph de repente.

No le sorprendió ver como muchos de los presentes daban un salto.

Hacia las ocho Allan y Josalyn estaban solos en el despacho. Para Allan era bastante parecido a estar totalmente solo. Josalyn despertó justo antes de que dieran comienzo a la reunión, y desde entonces no había pronunciado ni una docena de palabras. Sus ojos seguían clavados en algún punto de la lejanía. Respondía a los sonidos; estaba erguida en su silla y cuando encendió su pipa sacó un cigarrillo del bolso y le imitó. Pero no estaba allí del todo.

Por eso se sorprendió cuando Josalyn se volvió bruscamente hacia él y le preguntó:

—¿Realmente van a matarle esta noche?

Allan la miró, perplejo. La preocupación había tensado las casi imperceptibles arruguitas de su cara. Sus ojos seguían mostrando su expresión absorta de antes, pero algo intentaba abrirse paso a través de ella: cuanto más los miraba más lúcidos e inteligentes parecían volverse.

—¿Crees que serán realmente capaces de conseguirlo? —le preguntó.

—Yo… No lo sé —respondió Allan. Se ruborizó y lamentó sus palabras apenas las hubo pronunciado. «No necesita oírte decir esa clase de cosas, estúpido», le riñó su mente—. Sí, no creo que les cueste demasiado conseguirlo —se corrigió a toda prisa.

—No me trates como si fuera una niña —dijo Josalyn. Su voz había cobrado fuerza de repente; sus ojos parecían cuchillos—. Esta noche morirán muchas personas. Lo sabes, ¿verdad?

«Bueno, adiós a esa teoría», pensó Allan.

—Sí —respondió—. Creo que sí.

—¿Crees que conseguirá matarles a todos?

—No.

—¿Crees…? —Sus ojos volvieron a iluminarse, esta vez a causa del miedo—. ¿Crees que descubrirá dónde estamos?

—Imposible —respondió Allan con voz confiada—. Le tendremos demasiado ocupado corriendo de un lado para otro.

—Pero ¿crees realmente que serán capaces de acabar con él? ¿Crees que podrán asegurarse de que no regresará nunca?

Su voz estaba tan cargada de emoción que Allan torció el gesto al oírla.

«¿Qué es lo que creo realmente? —se preguntó a sí mismo—. ¿Hay alguna posibilidad de que esto funcione? Por el amor de Dios, ¿podemos matar a una criatura que ya está muerta usando cruces y palos puntiagudos?».

—No lo sé —dijo por fin—. La verdad es que no lo sé.

La respuesta pareció satisfacerla. Josalyn volvió a darle la espalda y chupó silenciosamente su cigarrillo; la distancia absorta de antes había vuelto a apoderarse de sus ojos. Y, una vez más, Allan se quedó solo en la habitación.

Pasaban diez minutos de las ocho.