El reloj de la pared indicaba que eran las seis y cinco minutos.
Los últimos miembros de la horda desfilaban por el despacho de Sus Mensajeros S.A. para salir al atardecer. El martes marcaba el final de la semana de paga, por lo que la ceremonia de presentarse en el despacho duraba el doble de lo normal. Allan lo había olvidado y maldijo la mala suerte que había hecho coincidir en el mismo paquete festivo la muerte de Ian, la cacería y la ceremonia semanal.
Cuando la noticia de que Ian había muerto se fue extendiendo entre las filas de los mensajeros provocó preguntas…, demasiadas preguntas. Ian era muy apreciado; y todo el mundo sabía que él y Allan habían sido amigos íntimos. Era inevitable que el tema saliera a la luz una y otra vez a medida que cada nuevo puñado de mensajeros entraba en el despacho.
Y había muy pocas personas con las que Allan quisiera hablar del tema.
Algunas de ellas estaban esperando fuera, en la acera. Allan les había pedido que esperaran allí hasta que hubiera terminado de atender a todos los mensajeros, y le complacía ver que habían accedido a su petición. Se volvió hacia la ventana y vio como se pasaban el porro del final de la jornada formando un círculo nada discreto, y como tomaban tragos de sus marcas de cerveza preferidas.
Doug Hasken, el mensajero de los patines de ruedas, había sido el último en presentarse. El y Allan estaban solos en el despacho —Chester y Jerome se habían marchado con la última gran oleada de mensajeros—, y Allan descubrió que estaba observando a Doug mucho más atentamente de lo que jamás lo había hecho antes.
«Es un buen tipo —pensó Allan—. Lleva menos de una semana con nosotros y ya nos hemos dado cuenta de que acabará convirtiéndose en un auténtico as. Además, parece alguien en quien puedes confiar. Me pregunto si… ¿Se lo contara todo?».
Allan seguía discutiendo consigo mismo cuando Doug le llamó para que echara un vistazo a un encargo particularmente extraño: treinta y cinco minutos de espera para recoger una bolsa de cinco kilos llena de libros sobre cómo mejorarse a uno mismo y llevarla a tres direcciones incorrectas. Era la clase de gilipollez ante la que cualquier mensajero corriente reaccionaría bailando la danza de la guerra; Doug había manejado el lío con tanta gracia que Allan se preguntó si el chaval estaría nominado para la santidad.
—Bueno, entonces supongo que no me ha ido mal —dijo Doug, contemplando sus ganancias totales de la semana—. Ciento cincuenta dólares en cuatro días…
—Si el negocio estuviera realmente animado habrías ganado doscientos cincuenta sin ninguna clase de problemas —le aseguró Ian. Las voces que discutían dentro de su mente habían llegado a un punto muerto. «Habla ahora o calla para siempre», le informaron a coro. Allan decidió contárselo todo—. Eh… —empezó a decir—. Eh… Quería preguntarte qué vas a hacer esta noche.
—¿Que qué voy a hacer esta noche?
Doug enarcó las cejas en un gesto levemente defensivo.
—Sí. Quería preguntarte si tenías pensado hacer algo especial o si…, bueno, si estarías por aquí.
Doug guardó silencio durante un minuto entero antes de contestar. En su mente había un conflicto muy obvio sobre el que parecía no tener ganas de hablar. «Ya somos dos», pensó Allan con amargura, y un instante después Doug empezó a hablar.
—Sí, creo que estaré un rato por el Village. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Ahora le tocaba a Allan estar bajo los focos. Luchó con las palabras, con la idea de seguir adelante —de momento la reacción de Doug no había sido muy prometedora—, acabó diciéndose a sí mismo «Al cuerno con todo», y cruzó la habitación para dar unos golpecitos en la ventana y hacerle una seña a los que esperaban en la acera, indicándoles que podían entrar.
—Tengo que pedirte un favor —dijo por fin—. Te hablaré de ello dentro de unos momentos, en cuanto hayan llegado los demás.
La puerta se abrió unos segundos después y cinco locos entraron en el despacho: Navajo, un negro muy flaco cuyos gustos indumentarios tendían al cuero, las plumas y los collares de cuentas; Dean, un motorista chiflado con una perpetua sonrisa de buscabullas en los labios; Art Dodger, con su larga melena rubia y su maltrecho sombrero hongo, dando la impresión de que acababa de salir de un cómic de los Furry Freak Brothers; Jimi, el saxofonista, que estaba interpretando un tema de Ornette Coleman en un kazoo de plástico; y Zeke, el elfo eternamente serio, permitiendo que una risotada nada propia de él hiciera temblar su cuerpo diminuto.
«Si éstos son tus hombres más dignos de confianza estás metido en un lío muy serio», pensó Allan divertido. Hasta Doug parecía estar loco; los protectores acolchados de sus codos y sus rodillas, su casco de motorista y su mono estilo Mad Max le habrían permitido interpretar a un personaje en Plan Nueve del espacio exterior.
«Pero son los mejores. Auténticos ases, todos y cada uno de ellos… No me importa lo raro que sea su aspecto, ninguno me ha fallado jamás».
—Bueno, ¿qué pasa? —quiso saber Dean—. ¿Es que vamos a volar el despacho o qué?
Antes de que Allan pudiera responderle tres voces joviales ya habían expuesto tres maneras distintas de enfocar la demolición.
—No, no. —Allan no pudo evitar el reírse—. Gracias, pero prefiero que esta noche no penséis en hacer volar nada.
—Tío, eres un muermo —le informó Jim con voz átona.
—¡Voy a pasarme toda la noche aquí! —replicó Allan—. Y ésa es la razón de que… Bueno, por eso os he pedido que os quedarais. Os necesito para que me hagáis un favor.
—Lo sabía —gruñó Dean—. Trabajo extra.
—¡Eh, ésos se pagan doble! —le gritó Navajo al oído—. ¿Tienes algo mejor que hacer con tu tiempo?
—Bueno, no se trata exactamente de eso —siguió diciendo Allan—. Es un favor personal. Y también ganaréis un poco de dinero.
La mención del dinero hizo que la atmósfera de la habitación temblara de una forma tangible. Habían pasado una mala semana, y todos tenían ganas de ganar pasta.
—¿Cuánto? —preguntó Dean con los ojos brillándole como dos abalorios.
Jimi se apresuró a asestarle un codazo y le hizo señas de que se callara.
—Bueno, veréis… —dijo Allan sacando un montoncito de fotocopias de debajo del mostrador y poniéndolo sobre la madera—. Necesito encontrar a este tipo y necesito que sea esta noche. Si he de ser sincero, no tengo muchas ganas de explicaros por qué, pero es muy importante.
Repartió las fotocopias. Mostraban una granulosa foto en blanco y negro sacada de la colección que pertenecía a Stephen: una foto de Rudy. Su pálido rostro les contempló con la misma mueca burlona repetida siete veces.
—Te ha timado —se aventuró a conjeturar Navajo.
—Esto tiene algo que ver con Ian, ¿verdad? —preguntó de repente Zeke.
Y un silencio de cementerio cayó sobre la habitación.
—La verdad es que somos más bien estúpidos, ¿no? —murmuró Dean con expresión avergonzada, hablando en nombre de todos.
—No quería sacar el tema. —Allan pronunció aquellas palabras con los ojos clavados en los zapatos, dolorosamente consciente de todas las pupilas que le contemplaban—. Tenía la esperanza de que no llegaría a ser necesario…
—Eh —le interrumpió Art Dodger—. No te esfuerces, Allan. De veras… Todos apreciábamos mucho a Ian. Era un gran tipo. Lo comprendemos.
Allan nunca llegaría a saber por qué no se echó a llorar en ese instante.
—¿Crees que éste es el tipo que le mató? —preguntó Jimi.
—Sí —admitió Allan—. Estamos bastante seguros.
La pregunta voló por la habitación sin que nadie llegara a hacerla en voz alta: ¿tú y quién más? En el rostro de Allan había la expresión del hombre que ya ha hablado demasiado. Nadie pensaba seguir presionándole.
—Bueno, ¿qué quieres que hagamos? —preguntó Doug, hablando por primera vez.
Allan y los demás le miraron, complacidos al ver lo limpiamente que le había dado la vuelta a la conversación, encarrilándola de nuevo hacia la dirección inicial.
—Veréis —dijo Allan apoyando los codos en el mostrador—, esperamos que este tipo aparezca en el Village entre las nueve y las once de esta noche. Nos gustaría que dierais vueltas por ahí buscándole. Si le encontráis…, no os acerquéis a él, os lo pido por lo más sagrado. No dejéis que se entere de que le estáis vigilando. Buscad el teléfono público más cercano y llamadme al despacho. Eso es todo lo que quiero de vosotros.
—¿Y si le cogemos entre todos y le partimos la cabeza? —sugirió Navajo.
—Me encantaría darle un buen repaso a ese cabrón —dijo Dean.
—¡NO! —La violencia que había en la respuesta de Allan les sobresaltó a todos—. Tenéis que prometerme que no os acercaréis a él. De lo contrario, olvidad todo este asunto.
—¿Por qué? —preguntó Navajo hablando en nombre de todos.
—Porque… —«Porque no sabéis a lo que os enfrentaríais», quiso decirles, pero decidió no hacerlo. Si les decía eso harían cualquier cosa para demostrarle lo duros que eran; se vería obligado a deshinchar su machismo colectivo o a explicarles que Rudy no era humano…, y entonces se volverían realmente locos de entusiasmo y querrían participar en el jaleo a toda costa. «Lo cual sería estupendo si no fuera porque… ya tengo que sufrir por demasiadas personas. No quiero sentirme responsable de ninguna más»—. Porque ya sabemos cómo queremos manejar este asunto. Cuando nos digáis dónde está iremos por él. Queremos hacerlo de esa forma, y de ninguna otra. Bien, ¿estáis dispuestos a ayudarme o no?
Los seis mensajeros se miraron los unos a los otros pensando en lo que les pedía, sopesando su reacción y comparándola con la de los demás, luchando lentamente por alcanzar un consenso común.
—Os daré diez dólares a cada uno para que matéis el tiempo —añadió Allan, haciendo un leve y más bien ridículo encogimiento de hombros ante lo miserable de la suma que ofrecía.
—Ya nos has dicho que no podemos participar en la acción —observó Dean más bien bruscamente—. No nos insultes ofreciéndonos dinero.
—Y éste es el tipo que quería saber cuánto Íbamos a ganar —se burló Jimi.
—Bueno, la verdad es que no tengo dinero suficiente ni para tomarme una cerveza… —dijo Art Dodger con cara de sentirse bastante incómodo.
—¡Yo te lo prestaré, gusano sin corazón! —chilló Dean, pero su sonrisa le delató. Se volvió hacia Allan, le miró a los ojos y dijo—: No sé qué piensan los demás, pero yo estoy dispuesto. ¿Necesitas un explorador? Ya tienes uno.
Jimi, Art Dodger y Navajo ya estaban moviendo la cabeza en señal de asentimiento. Zeke jugueteó pensativamente con su barba; tenía las pupilas tan vidriosas como las de alguien que está soñando. Doug le observó. Tampoco había tomado ninguna decisión, y las cosas a las que estaba dándole vueltas dentro de la cabeza eran claramente visibles en su expresión.
Para empezar, el si aquello estaba bien o mal. Y luego venía el de lo correcto y lo incorrecto.
No eran cosas que pudieran tomarse a la ligera. Al menos, no para Doug Hasken. El seguir estando en paz con Dios dependía totalmente de su obediencia; y a veces averiguar cuál era la auténtica voluntad de Dios podía ser terriblemente complicado.
Y por eso, cuando Zeke acabó saliendo de su trance para dar una respuesta afirmativa, dejando a Doug como el único que aún no se había comprometido de palabra o de obra, dio la única respuesta sincera que podía dar.
—Esta noche tengo que hacer algo muy importante. Creo que estaré libre alrededor de las diez. Te llamaré en cuanto haya terminado. —Se encogió de hombros—. Es lo máximo que puedo ofrecerte. Lo siento.
Y una vez más, como había ocurrido antes con Allan, todos sintieron el impulso de preguntarle qué era aquello tan condenadamente importante de lo que debía ocuparse. Una vez más la pregunta no llegó a formularse en voz alta.
—Bueno, en tal caso no voy a reteneros aquí por más tiempo —dijo Allan, dejando escapar un suspiro de cansancio—. Necesito saber algo de vosotros sobre las nueve, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, y hablo tanto por mí como por mis amigotes aquí presentes —dijo Dean.
Su expresión indicaba sin demasiada sutileza que excluía a Doug.
Dean y sus amigotes se marcharon haciendo bastante ruido, dejando a Doug y Allan nuevamente solos en el despacho. Cada uno tenía un secreto no perteneciente a este mundo que no se atrevía a revelarle al otro. Pero los dos deseaban hacerlo. Y los dos lo sabían.
—Te llamaré. De veras —dijo Doug.
Sus ojos ardían con el brillo de la sinceridad.
—De acuerdo —respondió Allan—. Eso es todo lo que puedo pedir.
Y cuando se sonrieron el uno al otro los dos supieron que se habían comprendido a la perfección.
Después de que Doug se marchara Allan se derrumbó en el sillón de Tony. Pensó en Tony y en los otros tipos del despacho, en cómo habían reaccionado cuando les soltó su mentira sobre los encargos a horas tardías y les pidió que le apoyaran.
—Yo no sé nada del asunto, tío —había dicho Tony—. Tú respondiste a la llamada. Eso es todo lo que sé.
Chester y Jerome también accedieron a guardar silencio y convertirse en cómplices. Pero en los ojos de todos había la misma historia de hacía unos momentos, la misma mezcla de miedo, curiosidad y preocupación.
Pensó en lo que ocurriría esta noche; en si encontrarían a Rudy y, en tal caso, cuáles serían los resultados finales de haberle encontrado. Se preguntó si alguien moriría y, al mismo tiempo, se preguntó cuántas muertes podían llegar a producirse. Y quiénes serían los muertos.
Y después volvió a pensar en Ian.
El reloj de la pared indicaba que eran las seis y veinte. Aquella pequeña información le complació.
Eso le daba diez minutos enteros para llorar, pensar y aclararse un poco la mente antes de que Joseph llegara al despacho y empezara la cacería.