35

El martes la edición matinal del Post contenía dos historias dignas de ser leídas, pero una de ellas captó la atención de Jerome mientras corría hacia el trabajo, al que llegaría tarde.

La otra —aquella en la que no se fijó—, estaba relacionada con un joven llamado Dod Stebbits. El Post no sabía qué calificativo aplicarle a la muerte de Stebbits, si suicidio o asesinato, por lo que el titular usaba ambas palabras enmarcándolas con signos de interrogación. La policía tampoco parecía saber muy bien cómo explicar lo ocurrido.

Les habría ayudado bastante saber que Dod Stebbits había sido convertido en vampiro; que había despertado una noche después y había descubierto que estaba demasiado débil para liberarse de sus ataduras; que cuando el sol salió la mañana del lunes el dolor fue tan intenso que Dod acabó consiguiendo soltarse un brazo, impulsado por la pura fuerza de la desesperación; que usó la pistola para volarse los sesos y poner fin a su agonía; que había sobrevivido al disparo y había estado retorciéndose sobre la cama con medio rostro destrozado durante casi una hora del sufrimiento más inconcebible antes de acabar muriendo; y que fue el sol, y no la bala, lo que acabó poniendo punto final a su nueva existencia.

Pero sin esa clase de información nadie había sido capaz de dar con una teoría que pudiera explicar lo ocurrido.

Jerome no se fijó en el artículo. Toda su atención estaba concentrada en otro titular igual de extraño e inexplicable, pero que le tocaba mucho más de cerca. «Siempre que él no os mate a vosotros, jefe —canturreaba la voz de Allan en su memoria—. Siempre que él no os mate…». Acabó quedándose quieto en plena acera.

Llegar tarde al trabajo había dejado de preocuparle. De hecho, la idea de presentarse allí le resultaba aborrecible.

—Oh, esto es terrible —gimió en voz alta—. Oh, no quiero estar allí cuando Allan se entere de que…

Pero Allan ya lo sabía.

—Respondí a la llamada a las ocho, cuando llegué al despacho para abrirlo. El teléfono ya estaba sonando —dijo Allan con voz átona.

Se sentía extrañamente entumecido. No se daba cuenta de que las palabras salían de su boca, y eso era una suerte. «Si continúo hablando todo irá bien —pensó—. No sentiré absolutamente nada».

Joseph guardaba silencio al otro extremo de la línea.

—Alguien tendrá que ir allí para… identificar el cuerpo —siguió diciendo Allan, y la voz se le quebró un poquito, no mucho. Hizo cuanto pudo para que no se le quebrara del todo—. Puedo ir yo…, o puedes ir tú, si quieres… No importa. Alguien tiene que ir, eso es todo. Yo…

—Yo me encargaré —dijo la voz de Joseph, y en ella no había ninguna emoción descifrable.

—De acuerdo —dijo Allan—. Muy bien. Sí, me parece…, sí, bien.

—La cita de esta noche sigue en pie, tío. —Una mera afirmación—. No creo que haya problemas con eso, ¿verdad?

Allan no logró responder. Su aliento había empezado a salir de la boca en breves ráfagas que parecían disparos de ametralladora. «Tendría que haber seguido hablando —se dijo, aturdido—. Ahora no puedo decir nada…».

—¿Allan? ¿Estás de acuerdo conmigo? —le preguntó Joseph con voz insistente.

Allan perdió el control.

—¿Estás loco? —le gritó al auricular—. ¡Ian ha muerto! ¡Ian ha MUERTO, maldita sea! ¿Es que no lo entiendes?

—Oh, sí —murmuró Joseph—. Oh, sí. Lo entiendo. Y también entiendo que voy a matar al cabrón que lo hizo; y tú vas a ayudarme o te arrancaré las… Maldición. Allan, lo siento…

Su voz acabó extinguiéndose en el silencio provocado por la vergüenza que sentía.

El entumecimiento que le había invadido se desvaneció de repente y Allan lo experimentó todo —la ira, el dolor, la pena, el asco y la terrible incredulidad al comprender que era posible que algo tan espantoso e injusto ocurriese—, sintió como todo aquello le invadía y provocaba un torrente de lágrimas que ya no podía seguir conteniendo o negando. Durante dos minutos el sonido de su llanto fue lo único audible en la línea telefónica. La respiración entrecortada de Joseph era demasiado suave para poder ser captada.

Finalmente Joseph acabó rompiendo el silencio.

—Allan —dijo—. No sé qué me ha pasado. Olvidé con quién estaba hablando. Yo… Yo…

—No importa —logró decirle Allan entre sollozo y sollozo—. No importa, jefe, no pasa nada. Lo comprendo.

—Bueno… Voy a…, voy a verle. Piensa en lo de esta noche y dime algo. Si crees que no podrás aguantarlo, si no te sientes con fuerzas…

—Joseph.

Silencio.

—¿Qué?

—Seguimos adelante, campeón. Tú…, reúne a todo el mundo y yo lo prepararé todo aquí.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro. —La respiración de Allan volvió a cobrar una apariencia de normalidad—. No quiero decir que se lo debemos, pero supongo que en el fondo eso es lo que quiero decir. Lo que… Si hubo algún momento en el que pensé que podía olvidarme de toda esta locura, ese momento ya ha pasado para siempre y no volverá. Tenemos que ponerle punto final a esto. Tenemos que detener a ese hijo de puta. —Hizo una pausa para tragar una honda bocanada de aire intentando calmarse y detener los temblores que sacudían todo su cuerpo—. Ahora también es mi pelea, ¿sabes?

Joseph dejó escapar un lento suspiro lleno de cansancio.

—Ya sabes que lo sé.

—De acuerdo. —La energía iba volviendo a él en forma de hilillos; la fuerza y la resolución, procedentes de una reserva tan íntima que ni tan siquiera había sabido que la poseyese—. Llámame un poco después y cuéntame cómo va todo. Quiero participar en esto y seguirlo de cerca. Tenemos que hacerlo bien, sin errores.

—Tú lo has dicho —replicó Joseph sin disimular su admiración—. Tú lo has dicho, jefe.

Una hora y media después Joseph estaba conduciendo su camioneta por el Village. Había visto el cuerpo de Ian sobre una losa de la morgue. Lo había identificado. Y había salido de la morgue con su mente limpiamente desgarrada entre la angustia, el asombro y la rabia asesina.

«Estaba sonriendo —se repitió en silencio por cuadragésima vez, todavía aturdido por las implicaciones de aquella sonrisa—. Cuando murió ese chaval estaba sonriendo; se reía en la mismísima cara de la muerte…». El coraje que había en aquel acto, aquella vindicación de la vida, le hizo sentir un respeto hacia él mucho mayor del que jamás había sentido antes. Y también le hizo desear mucho más que antes que Ian siguiera estando a su lado.

De ahí nacían la angustia y la rabia asesina. Había examinado el cuerpo buscando señales de mordiscos, esperando contra toda esperanza que no encontraría ninguna. La idea de que se vería obligado a perseguir a su mejor amigo y cazarle como un animal era más de lo que podía soportar; pero acabó descubriendo que aquello no sería necesario. Allí estaba la victoria, y la razón que explicaba la sonrisa con que Ian había entrado en la eternidad.

«Pero está muerto —gimió Joseph en silencio—, y no hay nada que pueda devolvérnoslo». La pérdida era como un sabor que saturaba su lengua; el sabor de la bilis, el polvo y la sangre. Ahora lo único que deseaba era estar cinco minutos a solas con aquel maldito y escurridizo punk de mierda. Lo único que deseaba era sentir como Rudy se hacía pedazos entre sus dedos.

Y tendría esa satisfacción. O moriría intentando conseguirla.

Esta noche.

Joseph giró dejando atrás MacDougal y se detuvo en la acera de la calle Tercera Oeste, justo ante el escaparate con las palabras MOMENTOS, CONGELADOS talladas en el cristal. El escaparate se encontraba demasiado sucio para ver lo que había al otro lado, pero la puerta estaba abierta. Dejó el motor en punto muerto, saltó de la cabina, subió corriendo los siete peldaños de la entrada y se detuvo al otro lado del umbral.

Danny y Claire estaban discutiendo en la parte trasera de la tienda. Aparte de ellos dos, el local estaba vacío. Joseph se dio cuenta de que no le habían oído entrar y se aclaró ruidosamente la garganta. Los dos alzaron la vista rápidamente y adoptaron dos posturas muy distintas: Danny se encogió, avergonzado, y le sonrió como pidiendo disculpas; Claire le miró con la boca fruncida en un mohín y bajó los ojos clavándolos en el suelo como si intentara agujerearlo.

—Hola, Joseph. —Danny dio un cauteloso rodeo alrededor de Claire y el mostrador, pareciendo tanto incómodo como agradecido ante aquella interrupción—. ¿Qué pasa?

—¿Has leído el Post de esta mañana?

Danny puso cara de confusión.

—Eh… No, yo…

—Léelo. —Miró por encima del hombro de Danny y sus ojos se posaron en la agenda Rolodex que había sobre el mostrador—. Necesito la dirección de Stephen. ¿La tienes?

—Eh… No, yo… —repitió Danny, medio encogiéndose mientras retrocedía hacia el mostrador—. Pero yo…, eh…, puedo buscártela en el listín telefónico…

—Estupendo. —Joseph siguió a Danny hacia la parte trasera de la tienda, le vio examinar nerviosamente las Páginas Blancas de Manhattan y de repente recordó que había dejado el motor de su camioneta en marcha—. Oh, Dios —chilló, y se dio la vuelta para correr hacia la puerta—. Vuelvo enseguida.

Los pies de Joseph hicieron vibrar el suelo de madera y se detuvieron en el umbral. La camioneta seguía allí, aunque pareciese un milagro; pensó si debía salir a la calle y apagar el motor y acabó dándose la vuelta para ver cómo Danny escribía algo en un trozo de papel. Esperó unos momentos y Danny vino corriendo hacia él con el papel en la mano.

—Aquí tienes —dijo Danny casi sin aliento—. Eh… ¿Crees que podrías explicarme qué está pasando? Me gustaría mucho saber…

—La verdad es que no quiero hablar de ello —replicó Joseph con voz hosca. Los rasgos de Danny se aflojaron un poco y Joseph oyó una vocecita dentro de su cabeza. «Deja de ser tan capullo, ¿quieres?», decía la vocecita. «Este tipo está de tu lado». Era la clase de cosa que Ian habría dicho; era lo que Ian estaría diciendo si…, si no estuviese…—. Lo siento —dijo Joseph apartando la vista. Suspiró y frunció el ceño, sintiéndose fatal—. Lo siento, tío, pero estoy… Eh… Bueno, la verdad es que estoy un poco fuera de mis cabales, porque…, porque Ian ha muerto y…

—Oh, Dios.

Joseph le miró y vio que Danny se encontraba verdaderamente afectado. Iba a seguir hablando, a decirle que había sido cosa de Rudy, pero no hacía falta que lo dijera en voz alta. El hecho de que Danny lo hubiera intuido, que lo comprendiera y que le preocupara tanto hizo que sintiera un leve destello de gratitud. Si fuera capaz de expresar lo que sentía, si no tuviera la cabeza tan condenadamente hecha un lío… Entonces lo habría hecho.

—Hemos quedado para esta noche —dijo—. Necesitaremos que estés en el despacho a las seis y media. Aquí tienes la dirección. —Sacó un bloc de recibos de su bolsillo; la dirección y el número de teléfono del servicio de mensajeros estaban impresos en letras mayúsculas al final de cada hoja. Arrancó una y se la pasó a Danny—. Si tienes algún problema que te pueda impedir el asistir, llama a ese número y habla con Allan. Si no, te veremos esta noche.

—Gracias —dijo Danny—. Estaremos allí.

Se volvió hacia Claire, que había estado siguiendo su conversación desde el principio. Claire se volvió enseguida para rehuir su mirada.

—Muy bien —dijo Joseph.

Sus ojos se encontraron con los de Danny y vieron en ellos una firme decisión y el deseo de que esa decisión fuera reconocida y agradecida. Un impulso le hizo alargar la mano y Danny se apresuró a estrecharla con una sonrisa.

Después se dio la vuelta y bajó los peldaños dirigiéndose hacia la camioneta, con la dirección que Danny le había dado firmemente sujeta entre sus dedos. Le echó un vistazo y una fea sonrisa tensó sus rasgos.

«Y ahora a por ese pequeño lameculos de Stephen —pensó, entrando de un salto en la camioneta y poniéndola en marcha—. Ahora verá lo que es bueno».

Cuando los puños empezaron a golpear su puerta Stephen estaba derramando lágrimas sobre el primer borrador de su nota de suicidio, que se le resistía tozudamente. Saltó de su asiento y un nuevo torrente de sollozos brotó de su interior. Le había llegado la hora, como estaba seguro de que ocurriría; todo se reducía a una mera cuestión de día o noche, Joseph o Rudy.

—¡ABRE LA MALDITA PUERTA! —aulló la voz de Joseph desde el otro lado del panel, algo ahogada por la madera.

Stephen no supo cuánto tiempo se quedó inmóvil en el centro de la habitación con los puños tensos sobre las orejas y las lágrimas corriéndole por las mejillas. Quería terminar la nota de suicidio, pero de repente le pareció que no valía la pena. No merecía vivir. No merecía que sus últimas palabras fueran inmortalizadas en el Daily News. Además, el mundo no había hecho nada para merecérselas…

Los golpes que hacían vibrar la puerta se fueron volviendo más y más fuertes. Sabía que Joseph iba a tirarla abajo de un momento a otro. Pensó que podía esconderse en el armario, y también pensó en saltar por la ventana o cortarse las venas; pero lo único que hizo fue seguir en el centro de la habitación, con una camiseta y sus calzoncillos como único atuendo.

—¡MALDITA SEA, STEPHEN, TE HE OÍDO Y SÉ QUE ESTÁS AHÍ DENTRO! ¡ABRE LA PUERTA!

Stephen se volvió hacia la puerta moviéndose muy, muy despacio. Observó como el continuo diluvio de golpes la hacía oscilar rítmicamente separándola del marco. Se imaginó uno de aquellos puños entrando en contacto con su rostro y descartó la idea del suicidio. No quería morir. No de esa forma. De hecho, no quería morir de ninguna forma.

Y, desde luego, no quería morir como Ian, el amigo de Joseph.

«Tiene todo el derecho del mundo a estar furioso», se dijo a sí mismo. Había visto el artículo en el periódico de la mañana, y el impacto le hizo enroscarse como una bola. Lo ocurrido estaba muy claro. Y su complicidad estaba igualmente clara. Había ocultado información; de no haberlo hecho, Ian quizá siguiera con vida.

Claro que ahora ya no importaba. Ian estaba muerto y la puerta estaba cediendo a toda velocidad. Un par de segundos más no parecían tener demasiada importancia, después de todo. Stephen fue hacia la puerta caminando muy lentamente, como un hombre en un funeral.

—¿Joseph? —dijo con una voz que le pareció absurdamente tranquila—. Voy a dejarte entrar.

Abrió la puerta.

La primera parte de Joseph que entró en el apartamento fue su puño derecho, que se estrelló contra el ojo izquierdo de Stephen con tal fuerza que el estudiante de arte trazó una vuelta completa sobre sí mismo antes de chocar contra la pared. Stephen se derrumbó con un gemido y Joseph acabó de entrar. Cerró la puerta con un golpe seco a su espalda y empezó a ir y venir por la habitación.

—Levanta —gruñó Joseph. Stephen rodó sobre sí mismo, gimió y se llevó las manos a la cabeza—. ¡He dicho que TE LEVANTES! —gritó Joseph.

Cogió a Stephen por el cuello de la camiseta y le sostuvo en vilo con una mano mientras alzaba la otra para abofetearle la cara.

Stephen chilló. Ser golpeado en la cabeza por Joseph era peor de lo que jamás habría podido imaginarse. El mundo o lo que podía ver de él giraba enloquecidamente. La carne que rodeaba su ojo izquierdo ya empezaba a hincharse y perder el color; cuando se llevó la mano a esa zona para tocársela sintió un terrible escozor.

—Nunca llegaré a saber por qué no te he matado nada más entrar —gruñó Joseph con la boca pegada al rostro de Stephen—. Ian valía más que un millar de capullos como tú. Tendría que matarte ahora mismo…

Stephen gimoteó y dejó colgar fláccidamente la cabeza.

—Oh, mierda —gruñó Joseph, comprendiendo que Stephen se encontraba tan aturdido que amenazarle sería perder el tiempo. Arrojó su desmadejado cuerpo sobre la cama, cogió unos tejanos arrugados del suelo y se los arrojó—. Póntelos —le dijo—. Y los calcetines y los zapatos. Nos vamos de aquí.

—Uh, uh —farfulló Stephen sin comprender nada.

—Nos vamos —siseó Joseph, inclinándose hasta pegar su nariz a la de Stephen—. Vamos a casa de Rudy, tu amigo del alma. Vas a llevarme hasta allí porque quiero saber dónde vive, y quiero saber dónde vive porque voy a matarle. Y si eres afortunado no te dejaré allí como cebo. ¿Comprendido?

Stephen asintió enfáticamente.

—Bien —dijo Joseph, y empezó a darse la vuelta…, justo cuando el movimiento hacia arriba de la cabeza de Stephen llegó hasta el punto máximo que permitían las articulaciones del cuello, haciendo que su cabeza cayera sobre el colchón; se había desmayado.

Quince minutos después estaban fuera del apartamento. Joseph tiró de Stephen a lo largo de los escalones y le llevó hasta la camioneta que esperaba junto a la acera. Joseph metió a su compañero de un empujón en la cabina por el lado del conductor, y le indicó con señas bastante violentas que se cambiara de asiento; un momento después la camioneta rodaba calle abajo. Joseph no cerró la portezuela hasta que el vehículo no se hubo puesto en marcha.

Avanzaron en silencio: Stephen ya le había dado la dirección. Se inspeccionó con expresión lúgubre en el espejo retrovisor, tocándose cautelosamente el ya considerable morado que adornaba su órbita izquierda. El morado estaba engalanado con grandes pinceladas rojo y púrpura; y la humedad de la bolsita de hielo hacía que reluciera como una pintura al aerógrafo. Stephen pensó en la posibilidad de ofrecerlo al profesor como su siguiente proyecto artístico y trató de expulsar la idea de su mente. No se atrevía a reír en presencia de Joseph.

«Tengo miedo y punto —admitió ante sí mismo mientras avanzaban por la calle Ocho hacia la Avenida B—. Tengo miedo de lo que encontraremos en el apartamento de Rudy. ¿Y si está allí? ¿Y si en el centro del dormitorio hay un gran ataúd? ¿Y si tiene a alguien para que le proteja mientras duerme…?».

Esa última pregunta parecía tan pertinente que faltó poco para que le hablara de ello a Joseph; pero una rápida mirada al hombre sentado detrás del volante bastó para hacerle cambiar de opinión. Joseph hacía pensar en una masa sólida de venganza; sus ojos convertidos en pedernales miraban fijamente hacia adelante y un fruncimiento de ceño amenazador tensaba sus rasgos. Estaba fumando un cigarrillo de forma mecánica, sin sacarle ni el más mínimo placer, utilizándolo sólo para llenar los segundos que separaban este lugar de la puerta principal del edificio donde vivía Rudy.

Llegaron a la Avenida B y se metieron con un chirrido de neumáticos en el único aparcamiento disponible unos momentos antes de que una oriental de mediana edad consiguiera hacer retroceder su viejo Buick para aparcar en él. La mujer les gritó algo en un inglés no muy comprensible y agitó su flaco puño. Joseph la ignoró, paró el motor y le hizo una seña a Stephen para que se le acercara.

—Por aquí —dijo—. Pon el seguro. No tardaremos mucho.

Stephen bajó obedientemente por el lado del conductor dirigiéndole un apenado encogimiento de hombros a la mujer, que seguía gritando. Joseph cerró la portezuela dando un golpe seco y la cerró con llave. Después se dio la vuelta y cruzó la calle sin decir palabra. Stephen le siguió, mirando nerviosamente a ambos lados, absorbiendo la pompa y circunstancia del Paraíso Yonqui.

Porque la Avenida B era la clase de sitio del que hablaba la gente cuando se refería a «una parte mala de la ciudad». Jóvenes que no debían llevarle muchos años de ventaja a Stephen yacían inconscientes sobre la basura y los desperdicios que cubrían las aceras. Niños pequeños corrían de un lado para otro llamándose cabrones entre ellos y gritándose «te vi a rajá». Todo el mundo parecía ir armado o estar demasiado hecho mierda para preocuparse por lo que pudiera sucederle. Para alguien como Stephen, que ya se sentía asustado y miserable, la Avenida B era un paisaje de lo más deprimente y opresivo.

—¿Es aquí? —preguntó Joseph, señalando el portal mientras Stephen apretaba el paso para reunirse con él.

—Creo que sí…

—Crees que sí.

Joseph se volvió para fulminarle con la mirada.

—¡No, no! —se apresuró a farfullar Stephen, retrocediendo un paso—. No, quiero decir… Estoy seguro. Segurísimo. Lo que pasa es que no venía por aquí con mucha frecuencia. No es mi clase de vecindario, la verdad.

—Claro —dijo Joseph, y empezó a subir los peldaños con Stephen pisándole los talones.

Abrieron la puerta principal del edificio y contemplaron un vestíbulo mugriento. La atmósfera olía a orina vieja y su acre pestilencia se abrió paso por sus fosas nasales como si fuera amoníaco. Joseph torció el gesto, se llevó una mano a la nariz y entró en el vestíbulo para inspeccionar los buzones.

—Bingo —gruñó con voz nasal, sin dejar de pellizcarse la nariz con los dedos—. Pasko. 3B. Vamos.

La puerta interior que daba acceso al edificio en sí debería estar cerrada, pero se abrió nada más empujarla. Se encontraron ante una escalera de aspecto un tanto precario que apestaba a cocina grasienta y cuerpos sin lavar. Los peldaños se encontraban en bastante mal estado; cuando subieron por ellos hasta el rellano del tercer piso oyeron como crujían y se combaban bajo su peso. Un televisor a todo volumen inundaba la atmósfera del segundo piso con el estrépito y los gritos de algún concurso. No pudieron oír ningún otro sonido.

—Aquí es —dijo Stephen por fin, apoyándose en la barandilla para recuperar el aliento.

Se quedaron inmóviles unos momentos ante el apartamento de Rudy, dejando que sus sentidos examinaran el aura que rodeaba la puerta. El aura era pésima, ambos lo captaron enseguida. Era la clase de aura que hablaba directamente al sistema nervioso provocando escalofríos y haciendo sonar señales de alarma, quitando la tapadera del subconsciente para que los terrores más profundos y letales pudieran correr libremente de un lado a otro sembrando el desorden.

Joseph dio una zancada vacilante hacia la puerta, siendo repentinamente consciente del terrible ruido que hacían sus pasos. Puso la mano derecha sobre el picaporte y la apartó bruscamente dejando escapar un siseo de sorpresa.

El picaporte estaba helado. La temperatura ambiente superaba con creces los treinta grados, pero aquel pedazo de plástico redondeado estaba más frío que el interior de una nevera; tan frío que casi quemaba.

—Cristo —murmuró Joseph, frotándose las manos a toda velocidad.

Stephen le lanzó una mirada mitad interrogante y mitad aterrorizada. Joseph se encogió de hombros y se alejó sus buenos diez pasos de la puerta antes de detenerse, darse la vuelta y hacer acopio de valor.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Stephen.

Joseph puso los ojos en blanco y meneó cansinamente la cabeza.

—Adivina —dijo.

Después se lanzó hacia la puerta corriendo a toda velocidad y colocando el hombro izquierdo delante de su cuerpo un segundo antes del impacto. El grito de advertencia que Stephen se disponía a soltar murió helado en su garganta cuando el sonido de la madera al astillarse hizo explosión en sus oídos. Cerró los ojos en un acto reflejo, y casi dio media vuelta.

Una puerta se abrió repentinamente detrás de ellos. Stephen giró en redondo para ver un rechoncho rostro portorriqueño asomando por el umbral.

—Quién hace todo ese ruido, ¿eh? —gritó el rostro.

—¡OCÚPATE DE TUS ASUNTOS! —gritó Joseph a espaldas de Stephen.

—¡Yo llamo a los polis, eh! —graznó el portorriqueño.

—¡CIERRA EL PICO O NO TARDARÁS EN NECESITARLOS! —aulló Joseph dando un puñetazo en la pared.

El rostro rechoncho desapareció por el umbral y la puerta se cerró una fracción de segundo después. Oyeron el chirriar de un montón de cerrojos al correrse, y un reguero de gruñidos y maldiciones en castellano que se desvanecieron en el aire como una hilacha de vapor.

—Ven aquí, Stephen —dijo Joseph.

Stephen se dio la vuelta y vio que la puerta colgaba de una bisagra. Joseph estaba dándole la espalda, intentando ver algo entre las tinieblas del apartamento. Debía de estar como medio metro dentro de él.

—Ven aquí —repitió—. Tienes que ver esto.

Stephen se obligó a avanzar de mala gana. Cuando llevaba recorridos tres metros sus nervios empezaron a hacer sonar todas las señales de alarma de que disponían. Esta vez iban acompañadas por un auténtico descenso de casi quince grados en la temperatura, y un olor fétido y muy fuerte que no le era nada familiar. La combinación de todos aquellos factores le hizo estremecerse y encoger el cuerpo mientras se obligaba a seguir avanzando hacia el interior del apartamento.

—Adelante, echa un vistazo —murmuró Joseph con cruel satisfacción—. Este es el tipo al que intentabas proteger.

Encendió la luz.

—Oh, Dios —murmuró Stephen, y apenas si se le oyó.

La habitación se le mostró a Stephen en su totalidad primero como un organismo muerto que apestaba a maldad y hervía con una vida antinatural. Inundó sus sentidos con un parloteante enjambre de imágenes pesadillescas unidas en una sólida impresión gestáltica, dejándola grabada en su mente para que ardiera allí eternamente. Le agarró paralizándole durante un segundo interminable lleno de horror, bombardeándole desde todas las direcciones al mismo tiempo, rezumando a través de su nariz, su boca y sus poros, hiriendo sus globos oculares con fuego, llenándole la cabeza con el infinito aullar de su coro.

Después, poco a poco, fragmento a fragmento, fue desplegándose ante él.

Le mostró el mensaje. La sangre. Las paredes. Le mostró cómo las tres cosas se habían confundido hasta formar un todo mucho más horrendo que la mera suma de sus partes. Le mostró los muebles hechos pedazos y esparcidos por la habitación. Le mostró los tablones arrancados del suelo y clavados delante de la ventana impidiendo que ni un rayo de sol entrara en el apartamento.

Después le mostró las ratas.

Había docenas de ratas, de todos los tamaños y colores. La luz repentina y su intrusión las habían aturdido dejándolas confusas. Ahora estaban empezando a corretear por el suelo en ciegas oleadas, lanzando agudos chillidos. Las ratas desaparecieron por agujeros secretos, por umbrales que daban a la oscuridad.

Le mostró el informe montón de harapos que había en un rincón y las ratas que lo rodeaban negándose a abandonarlo. El odio que había en sus ojos cuando se fueron apartando lentamente era casi palpable, y sus bocas diminutas no paraban de moverse.

Después le mostró lo que había dentro de sus bocas.

—Rudy Pasko —murmuró Joseph—, ésta es tu vida.

Stephen vomitó en el suelo.

Joseph se rió. No podía evitarlo. La locura de aquella situación le abrumaba. Se apresuró a bailotear hacia un lado, intentando evitar el vómito que caía sobre los tablones del suelo, y una ráfaga de secas carcajadas carentes de humor que parecían disparos de ametralladora escapó de sus labios.

El montón informe de la esquina estaba compuesto por algo más que harapos. Ya no quedaba gran cosa, y la mayoría se encontraba tan concienzudamente mordisqueado y maltratado que desafiaba todo intento de ser reconocido, pero Joseph logró distinguir los restos de unos pantaloncitos minúsculos, unas playeras y una camiseta donde se leía la palabra MENUDO no muy bien impresa sobre el pecho.

Y, naturalmente, estaban los huesos.

Huesos muy pequeños.

Huesos de niños.

—Bastardo —murmuró tensando las mandíbulas—. Hijo de puta. Dios, ojalá estuvieras aquí.

Stephen seguía vomitando a su espalda. Y, de repente, todo aquello dejó de parecerle divertido y le hizo enfurecer. Un torrente de furia irracional cayó sobre él y le dominó. Pasó junto al charco de vómito y cogió a Stephen por la nuca obligándole a erguir la cabeza.

—Dos niños —siseó en su oreja—. Tu amiguito del alma ha matado a dos niños, ha usado su sangre para escribir en las paredes y se los ha dado de comer a las ratas. ¿Qué opinas de eso, Stevie? ¿Eh? ¿Qué piensas de Rudy ahora?

Stephen fue incapaz de hablar. Estaba recordando a los dos niños de su sueño. Estaba viendo sus ojos muertos y sus caras putrefactas mientras sostenían los pliegues de la túnica de Rudy.

Volvió a vomitar, pero ya no le quedaba nada que echar y el vómito se redujo a unas cuantas arcadas secas.

—Eh, si comprendiera su filosofía quizá lograría entender a qué viene todo esto. —Ahora Joseph estaba gritando en el oído de Stephen—. ¡Quizá podría participar de su viaje! ¡Eh, escúchame! Lo que debería hacer… —siguió diciendo, arrastrando a Stephen hacia adelante—. ¡Sí, tengo que leer estas palabras llenas de sabiduría! ¡Puede que cambien toda mi vida! ¿Qué opinas?

Stephen tosió, gimió y echó saliva. Cuando llegaron a la pared Joseph casi se la hizo rozar con las narices. Después le apartó, pero sólo un paso. Las palabras escritas en la pared se negaban a dejarse ver con claridad. Había demasiadas lágrimas en sus ojos.

—Oh, sí. Esto es increíble, es realmente soberbio —dijo Joseph. Habló en un tono de voz bajo y letal—. Esto es la obra de un auténtico genio. Ya me siento mucho mejor. ¿Estás leyendo lo que pone ahí?

Stephen intentó menear la cabeza, pero Joseph le sujetaba la nuca con demasiada fuerza.

—Léelo.

Un gemido que floreció lentamente hasta convertirse en un grito.

—¡He dicho que lo LEAS!

El sonido floreció lentamente hasta convertirse en un grito, acumulándose en su diafragma y expandiéndose en el interior de sus pulmones. Floreció lentamente convirtiéndose en un grito que se cortó en seco cuando Joseph le agarró por la garganta y apretó con ambas manos.

Stephen abrió la boca dejando asomar su lengua hinchada mientras Joseph le sacudía violentamente como si fuera un bastón de majorette. Su rostro fue cobrando un color rojizo que se oscureció para rivalizar con el púrpura que rodeaba su ojo. El grito volvió a entrar en sus pulmones. Alzó las manos y las movió débilmente para oponer una fútil resistencia. El mundo empezó a volverse gris.

Y entonces un sonido extraño invadió sus oídos; a ratos parecía el rugir de un mono, el estruendo de un tren, el chillido de un bebé que llora por la noche. Era un sonido loco y caótico que venía de muy lejos…

… y de repente sintió que caía, y la presión que le oprimía el cuello se desvaneció. Su frente chocó con la pared y Stephen cayó al suelo, jadeando desesperadamente en busca de aire y arañando ciegamente el vacío con las manos.

Necesitó un minuto entero para darse cuenta de dónde estaba. Y entonces comprendió cuál era la fuente del sonido.

Joseph Hunter estaba llorando.

Stephen alzó la cabeza hacia él y le contempló con incredulidad. Se frotó el ojo derecho y parpadeó hasta dejar lo más limpio posible de lágrimas el ojo izquierdo, intentando asegurarse de que lo que veía era real. Lo era. Joseph había caído de rodillas y su inmenso cuerpo se había doblado sobre sí mismo como si fuera una navaja de resorte mientras unos terribles espasmos de dolor y pena le desgarraban una y otra vez. Había olvidado por completo la presencia de Stephen. Se había olvidado de todo.

Stephen reptó por el suelo sin hacer ningún ruido, alejándose de la pared y alzando los ojos hacia los trazos sanguinolentos que había en ella. Ahora sus ojos podían verlos con más claridad. Su visión había mejorado notablemente.

SOY EL REY

SOY DIOS

POSEO LAS LLAVES

DE LA CIUDAD

decían las primeras frases.

NADIE ENTRARÁ

EN EL REINO

SALVO A TRAVÉS

DE MÍ

Allí terminaba la columna. Había más frases, escritas al lado. Los ojos de Stephen fueron hacia ellas mientras Joseph seguía llorando.

MATÉ AL CERDO

QUE INTENTÓ

CONSEGUIR QUE ME

ARRASTRARA

Había más. Había más. Stephen tragó saliva para contener la oleada de miedo y mareo que brotó de sus entrañas, amenazando con hacerle vomitar de nuevo. Se apoyó con las manos en la pared para no perder el equilibrio y leyó las últimas frases cuidadosa y elegantemente escritas con sangre.

MATARÉ A LA PUTA

Y MATARÉ AL CABRÓN

Y EL VIEJO CAERÁ

Y LE PISOTEARÉ

Y LAS OVEJAS

SE CONVERTIRÁN EN LOBOS

QUE ME SEGUIRÁN

SOY EL REY

Soy el rey. Las palabras daban vueltas por su mente como si fuesen seres vivos. Y las ovejas se convertirán en lobos que me seguirán. Stephen cerró los ojos y los niños estaban allí, tal y como habían estado en su sueño; tal como eran ahora, amontonados en el suelo junto a él. En toda la tierra no había nada que pudiera librarle de tales visiones. Le acosarían mientras viviera.

—Esta noche, cabrón —le oyó sollozar a Joseph Hunter—. Esta noche acabará todo.

Y oyó su propia voz en lo más hondo de su mente, una voz que susurró una sola palabra: .