Stephen soñaba con un frío pasadizo de piedra perdido en las entrañas de un viejo castillo. Gruesas cadenas tintineaban al chocar con los grilletes que le rodeaban las muñecas, creando un contrapunto de ecos al roce ahogado de sus lentos pasos.
Los hombres que tiraban de él y le flanqueaban clavándole los dedos en los bíceps llevaban mucho, mucho tiempo muertos. La carne se había podrido desprendiéndose a pedazos, dejando tras de sí una capa viscosa de músculos y tendones mohosos para que cubriera los huesos. Sólo los ojos habían resistido a la putrefacción; ardían y brillaban como pilotos de freno en sus cuencas esqueléticas. Stephen estaba demasiado aterrorizado para hacer nada que no fuese obedecer mientras le hacían avanzar por el pasadizo, escoltándole con el odio en sus muecas sonrientes de calaveras.
Distinguió la puerta por entre la oscuridad que les esperaba. La luz brillaba a través de la ventanita minúscula que había en su centro y caía sobre el suelo formando un rectángulo deforme en el que se dibujaba el entrecruzamiento de sombra que formaban los barrotes metálicos. Oyó el crujir de una vieja maquinaria, el gemir de las almas atormentadas por el dolor. Venía de allí.
Stephen Parrish chilló y se retorció. Intentó hundir los talones en el suelo de piedra, pero no consiguió nada. Las manos de los muertos se tensaron alrededor de sus brazos, atravesando la piel y hundiéndose en la carne. Aulló y dejó que su cuerpo se relajara, sintiendo como los chorros de sangre corrían por sus brazos, con los pies fláccidos colgando a su espalda.
Y siguieron avanzando hacia la puerta.
Al otro lado del Atlántico, en un pequeño café parisino, una criatura cuya maldad era tan extremada como su longevidad tomaba pequeños sorbos de una copa de brandy muy caro y contemplaba el mundo con expresión satisfecha. La vida llevaba más de ochocientos años siendo maravillosamente buena con él. Sí, la vida le había tratado de la mejor forma posible. La vida le había saciado una y otra vez con belleza y botines ilimitados.
Su mente volvió a un día del que le separaban quinientos veintiún años, el día en que estaba inmóvil ante un inmenso fuego rugiente cuya luz bailaba alegremente en sus ojos. El fuego ardía ante la ciudad transilvana de Sibiu, y en el interior de aquel infierno aullante había trescientas ochenta castas doncellas de Sibiu; su cabello se chamuscaba y la grasa de sus cuerpos burbujeaba bajo el efecto calcinador de las llamas. El Príncipe Loco en persona había ordenado que se encendiese aquella pira, y tres más como ella, separadas por medio kilómetro de distancia y esparcidas a lo largo del valle, considerando grosero y descortés que las vírgenes fuesen expuestas a más humillaciones de las estrictamente necesarias. Aquellas a las que sus soldados habían desflorado tan salvajemente al entrar en Sibiu ya no eran castas, por lo que habían podido unirse al resto de sus conciudadanos, que se retorcían clavados en estacas, colocados como adornos de una gran fiesta para diversión del Príncipe Vlad el Empalador.
La vieja criatura sonrió. Sí, había sido un día muy divertido… Vlad y un ejército de veinte mil hombres habían cruzado la frontera de Rumania atacando Sibiu sin ninguna razón aparente. La carnicería fue impresionante: diez mil muertos o agonizantes. Y la carnicería sólo ahora empezaba a dar señales de agotarse, principalmente por la falta de víctimas. El viento cambió ligeramente de dirección, impulsando una nube de humo acre hacia el rostro de la criatura. Sus ayudantes tosieron, se atragantaron y se alejaron del fuego, pero la criatura siguió contemplándolo como transfigurada, absorbiendo con sus ojos cada débil movimiento en el interior de las llamas.
La vieja criatura acabó apartándose de la pira. Cruzó las pulcras hileras de estacas en las que se retorcían los habitantes de Sibiu, desgarrados por los últimos espasmos de la agonía. Se maravilló ante la audacia de Vlad Drácula, ante las exhibiciones cada vez más ambiciosas en que se embarcaba intentando ganarse sus favores. Ah, qué alumno tan dedicado… Cuánto entusiasmo. Una risita gutural nació en lo más hondo de su garganta.
«Vlad es un estúpido», pensó. A primera hora de ese día el príncipe había decapitado con sus propias manos al alcalde y los regentes de la ciudad, y sus cabezas se habían desprendido de los cuellos como melones maduros arrancados del suelo. Después clavó las cabezas en estacas delante de la puerta principal de Sibiu, y cuando la criatura se negó a darle la aprobación que le pedía con este gesto Vlad estuvo a punto de cagarse en los calzones. Después ejecutó a los hombres que habían sido testigos de su terrible secreto.
Y ahora, sentada en un café parisino de este oh-tan-civilizado siglo veinte, la criatura reía, bebía su brandy a sorbitos y pensaba en el terror mortal que le inspiraban los vampiros al gran y temido Vlad Drácula, el Conde Sangriento de Transilvania.
Una hermosa joven francesa apareció junto a su mesa; el traje de camarera realzaba los contornos de su cuerpo. La criatura se encogió de hombros y sonrió como un niño, indicando que todo iba maravillosamente, que su copa estaba llena y que se sentía feliz. La chica asintió lentamente, sus rasgos inexpresivos convertidos en una máscara por el trance a que estaba sometida.
Se la tomaría como postre después de la hora de cierre.
Pero por ahora le permitió volver a sus otras mesas, atendiendo a los clientes mortales con una lentitud y una torpeza nada propias de ella. El viejo monstruo no tenía ninguna prisa. Sabía cuán poco significado tiene el tiempo.
Tomó un sorbo de su brandy. Se estiró y suspiró. Su mente volvió a los siglos de sangre y crecimiento, repasando las guerras, revoluciones y avances en la brutalidad que habían trascendido sus más salvajes y oscuras expectativas. Y se dio cuenta de que nunca había sido más feliz.
«Oh, sí, todo marcha maravillosamente —pensó con alegría—. Ya no hay cabezas clavadas en estacas —a veces echo realmente de menos esas cabezas clavadas en las estacas—, pero haciendo un balance global la verdad es que las cosas marchan de maravilla. Los nuevos días oscuros están aquí, y me encantan».
Tomó otro sorbo de su brandy y sonrió. Y, por alguna razón inexplicable, su mente volvió a Nueva York, el lugar donde había pasado sus últimas vacaciones. Pensó en la pequeña semilla que había plantado allí…, Rudy, así se llamaba. Se preguntó qué tal le irían las cosas a Rudy.
«Era bastante extraño —recordó—. No estaba hecho para durar, pero aun así poseía una gran intensidad. Puede que a estas alturas ya haya causado algunos problemas muy interesantes. Quizá valga la pena echar un vistazo por allí para ver qué tal le va todo… Sí, creo que lo haré».
Se recostó en su asiento, cerró los ojos, relajó los músculos de su cuerpo y entró en aquel estado donde todas las barreras desaparecen y todas las leyes físicas quedan suspendidas. Hay una puerta que lleva a ese reino y esa realidad, una puerta imponente, hecha única y exclusivamente de miedo. El monstruo la atravesó sin ningún esfuerzo.
El monstruo empezó a volar.
Rudy Pasko estaba hecho un ovillo en el suelo, sumido en un trance; se sentía en la gloria. Aún se protegía cautelosamente los testículos con la mano, pero no experimentaba ningún dolor. La furia que le había producido el permitir que Ian se le escapara tan fácilmente mediante la muerte también había desaparecido. Todas las preocupaciones terrenales habían quedado olvidadas, borradas por el sueño.
Por el enviar sueños.
Asomó la cabeza por detrás de la Doncella de Hierro para observar cómo los dos centinelas putrefactos arrastraban a Stephen hacia el interior de la estancia. Todo tenía el aspecto aborrecible y repugnante requerido: los centinelas, las víctimas, la mismísima cámara de torturas… Stephen también parecía adecuadamente aterrorizado.
«Y así es como deben ser las cosas, Stephen —rió Rudy en silencio—. Ten en cuenta que estoy haciendo todo esto por ti y sólo por ti».
Rudy ajustó los pliegues de su túnica, se irguió hasta el máximo de su estatura y se preparó para hacer su entrada triunfal. En sus sueños él era el rey. Nadie podía robarle la victoria. Nadie podía darle un puñetazo en los testículos. Nadie podía manchar su visión o hacer que la lluvia estropeara su desfile. Y nadie podía resistírsele. Era el amo y señor. Lo controlaba todo.
No era consciente de los ojos que le observaban con una maligna e ilimitada diversión.
Ian estaba clavado a la pared con los pies colgando a unos centímetros por encima del suelo. Fue lo primero que Stephen vio al entrar en la estancia; el pok-pok-pok lento y regular de la sangre de Ian cayendo sobre el pavimento atrajo su atención con la fuerza de un hechizo irresistible.
Apartó la vista rápidamente. Durante un segundo le había parecido que Ian se retorcía, y no quería saber si estaba en lo cierto o si se había equivocado. Pero lo siguiente que vieron sus ojos sólo sirvió para aumentar todavía más el terror que sentía. Y lo siguiente fue todavía peor. Y lo siguiente más aún.
Aquí, la muerte mediante el aceite hirviendo. Aquí, los golpes y el arrancar la piel, el colgar suspendido de los pulgares sobre un fuego que ardía lentamente. Aquí, los aparatos para machacar los dedos. Aquí, el potro de tortura. Aquí, el viejo suplicio chino: «La Muerte de los Ciento Veinte Tajos».
A su derecha, en el rincón, había un hombre encadenado con el cuerpo erguido. Los espasmos hacían moverse sus miembros. Le habían colocado una jaula repleta de ratas hambrientas alrededor de la cabeza. Las ratas ya no estaban tan hambrientas y el hombre ya no aullaba, pero seguía tirando de sus cadenas y retorciéndose en una horrible danza de títere, mientras el líquido carmesí resbalaba por la desnudez de su pecho y su espalda.
Stephen gritó. Y volvió a gritar. Siguió gritando mientras los centinelas le obligaban a avanzar, dejando atrás al hombre con los hierros al rojo vivo clavados en los ojos y a la mujer con las entrañas fuera del cuerpo ofrecidas a los perros. Seguía gritando cuando le colocaron sobre una viga de madera que dejó su cuerpo colgando a noventa centímetros del suelo, le metieron la cabeza y las manos en una picota que sólo tenía sesenta centímetros de altura y le dejaron allí, con el culo al aire y las piernas agitándose impotentes a su espalda.
Miró hacia abajo. Esta vez el grito se le congeló en la garganta. Al pie de la picota, justo debajo de su cara, había un cesto lleno de cabezas cercenadas y manos amputadas. Algo se movió dentro del cesto, y Stephen cerró los ojos para no ver aquel horror.
El golpe seco de una inmensa puerta de hierro al cerrarse le sacó de su aturdimiento. Un grito ahogado resonó en el aire y murió un instante después. Stephen alzó los ojos y miró por encima del cesto hacia delante, hacia la Doncella de Hierro con su expresión inescrutable y la sangre que se deslizaba por los orificios de drenaje que había en sus pies. Sabía dónde tenía los clavos; no necesitaba verlo.
—Hola, Stephen —dijo una voz desde detrás de la Doncella de Hierro—. Bienvenido a mi humilde morada.
Y Rudy apareció ante él ataviado con una majestuosa túnica de terciopelo negro y rojo. Un par de niños muertos cuyo aspecto era muy parecido al de los centinelas sostenían los inmensos pliegues de tela que se extendieron a su espalda cuando fue hacia él.
—Esto es la oscuridad —dijo Rudy, moviendo la mano en un gesto que abarcó todo cuanto les rodeaba—. No es la miserable oscuridad de tu mente, entendámonos. No estoy hablando de tus penas y tus depresiones de tercera categoría. No, aquí no hay truco; esto no tiene fondo ni final. Quería que lo vieras.
Rudy se acercó un poco más, inclinándose para ver mejor el rostro de Stephen. Stephen luchó con la picota e intentó deslizar sus caderas por encima de la viga; no le sirvió de nada. Los centinelas le cogieron por las piernas y se las inmovilizaron, estirándole el cuerpo hasta dejarlo bien rígido mientras Rudy se acuclillaba justo delante de él clavándole la mirada de sus ojos luminosos.
—Bueno, Stephen, voy a metértela bien metida. —Rudy ladeó la cabeza y sonrió, observando atentamente su reacción—. Voy a hacerte saber de una vez y para siempre quién es el amo y quién es el esclavo. Verás, sólo hay dos formas de aproximarse a la oscuridad: o la sirves o te devora. Todos tus compañeros se encuentran en esa última situación. Pero tú, mi pequeño Stephen —dijo pellizcándole dolorosamente las mejillas—, tú me servirás bien.
Rudy se puso en pie y los pliegues de su túnica se abrieron. Stephen vio que Rudy estaba desnudo debajo de ella; el pálido escroto y la delgada y blanca erección colgaron libremente a sólo unos centímetros de su frente. Vio como Rudy se acariciaba los genitales durante un momento y luego se puso a su espalda.
En aquel mismo instante le deslizaron los pantalones alrededor de la cintura y se los bajaron hasta los tobillos. Oyó el sonido de la ropa desgarrándose y el tintineo del acero. Los pantalones fueron sustituidos por grilletes colocados en los tobillos que le hicieron separar las piernas dolorosamente. Horrorizado, se dio cuenta de que su falo se había hinchado hasta tal punto que parecía iba a estallar; descubrir que le excitaba enfrentarse a la perspectiva de tal abominación hizo que aquel momento fuese el más humillante de toda la vida de Stephen Parrish.
Rudy estaba detrás de él, entre sus piernas. Sintió como aquellas manos frías se deslizaban por la parte interior de sus muslos, como subían por sus tensas nalgas y acababan emprendiendo misiones separadas; una se apoderó de su polla, la otra abrió el orificio de su recto. El aire siseó entre sus dientes; los gritos de los muertos y los agonizantes rebotaron en las paredes y entraron en su cerebro mezclándose con sus propios gritos mientras esperaba la primera y gélida embestida…
… y entonces una voz monstruosa retumbó desde la nada.
—¿QUIÉN ES EL AMO Y QUIÉN EL ESCLAVO?
Y de repente Rudy estaba ante él con el rostro contorsionado en un alarido y las manos atrapadas por una picota idéntica a la suya. La capacidad de movimientos de su cabeza estaba severamente limitada y no podía ver lo que ocurría a su espalda; pero sabía que Rudy había sido arrancado de entre sus piernas y depositado en la misma postura que él.
Por algo mucho más terrible.
—COMO UNA NIÑITA, RUDY. —La voz parecía un trueno—. UNA Y OTRA VEZ SI LO DESEO. Y PARA SIEMPRE.
Los hombros de Rudy empezaron a chocar rítmicamente contra la picota, impulsados por algo que le embestía desde atrás. Gimió y maulló como un animal herido, luchando desesperadamente contra la picota que le sujetaba, jadeando al compás que le imponían los golpes brutales que hendían su cuerpo una vez, y otra, y otra más…
Stephen le observó con la mandíbula aflojada por el asombro, perplejo, olvidando el apuro en que se encontraba. Vio las lágrimas de rabia y humillación que se deslizaban por las mejillas de Rudy a medida que la violación iba aumentando en intensidad. Contempló los ojos de quien era sometido a tal profanación de su cuerpo y vio en ellos la locura, la misma mezcla de odio dirigido hacia sí mismo, dolor, terror y violencia que había soplado como un vendaval por su mente cuando Rudy se preparaba para montarle.
—HAY ORDEN EN EL CAOS. UNA OSCURA JERARQUÍA DE PODERES. —El suelo retumbó en sincronía con las palabras y las embestidas. Todo se había vuelto mecánico, carente de vida—. HAY TANTAS COSAS QUE DEBES APRENDER, PEQUEÑO MÍO…, Y LA PRIMERA DE ELLAS ES QUE…
Rudy lanzó un aullido agónico arrancado por algún tormento secreto, oculto bajo la madera que le aprisionaba…
—… YO SOY EL AMO Y SIEMPRE LO SERÉ.
La cámara de torturas empezó a esfumarse. Stephen sintió como la presión iba deslizándose por sus extremidades, como si lo que le aprisionaba fuera desvaneciéndose gradualmente. Ahora ya no podía ver nada, pero su mente seguía vibrando con los ecos que inundaban la cámara de torturas: el aullido gimoteante de Rudy, aquella horrible voz, los gritos de los muertos y los agonizantes. Estos últimos habían cobrado un tono completamente distinto.
Ahora parecían vítores y aclamaciones.
Y un instante después Stephen ya no estaba allí, dejando atrás los frenéticos aplausos de los condenados mientras Rudy lanzaba un último alarido…
… y los tres despertaron simultáneamente del sueño: Stephen empapado en sudor y sintiendo la costra reseca dejada por su emisión nocturna; Rudy con un recto muy dolorido para hacerle compañía a sus muy doloridas pelotas; y la vieja criatura que había decidido permitir que la camarerita francesa volviera a su casa sin sufrir daño alguno. Ya se había tomado el postre.