33

Ian Macklay se acabó su tercera pinta de Guinness y dejó la jarra vacía sobre el mostrador de su cocina. En su cabeza había un zumbido levemente-más-que-respetable, y cuando giró sobre sí mismo y fue al espejo del cuarto de baño para echarse una última mirada el zumbido le hizo compañía de una forma muy agradable.

Se vio a sí mismo: larga cabellera rubia y frondoso bigote, grandes ojos patrióticos (azul, rojo y blanco), tres botones de la camisa abiertos para revelar un retazo de carne desigualmente bronceada que se extendía hasta el nacimiento de su cabellera.

Empezó a hacerle muecas al espejo. Abrió la boca. Torció los labios en un gesto salaz. Se pavoneó como una modelo. Se metió un dedo en cada comisura y se estiró la piel, meneando una lengua no muy limpia ante su imagen del espejo. Su insolente reflejo le devolvió el gesto. Dejó de hacer el payaso y volvió a examinarse, ahora en serio.

«Tengo toda la pinta de estar borracho —admitió—. Mis ojos parecen albóndigas. Dejando aparte eso, estoy guapísimo, pero…, no sé, quizá debería ponerme gafas de sol».

La idea le hizo reír, pero la razón que la había motivado seguía siendo válida. «Parezco estar más borracho de lo que realmente estoy —se confirmó a sí mismo, algo apenado—. O quizá es que no me doy cuenta de lo borracho que estoy… No sé. Sea cual sea el caso, lo cierto es que parezco bastante más borracho de lo que quiero parecer cuando voy a ver a una dama. O quizá sea que estoy muy cansado… Esa es la respuesta —decidió por fin—. Duermes dos horas y media, vas corriendo de un lado para otro bajo el sol como un idiota durante unas ocho horas y luego esperas parecer el Príncipe Encantador en cuanto dan las nueve y media de la noche… Jesús, Macklay, eres un tipo listo. No me extraña que todas las chicas estén llamando a tu puerta».

Se permitió una última carcajada melancólica a expensas de su cara y apagó la luz, cruzando la cocina para ir hacia la puerta de entrada. Se detuvo junto al interruptor de la sala y sus ojos se movieron abarcando la totalidad del apartamento. «Muy bonito —pensó—. Un poco mugriento, un poco desordenado…, pero, básicamente, la verdad es que es un sitio muy agradable para vivir».

Y, de repente, Ian se preguntó por qué estaba tan melancólico.

—Eres un agujero de ratas —informó a la habitación, temiendo que sus pensamientos le traicionaran—. Eres un mísero y pequeño apartamento nido de pulgas situado en las nalgas de la Sodoma actual. —Pensó en las mil pegas que le había encontrado al apartamento desde que se mudó a vivir en él, pero ninguna de ellas podía imponerse con éxito al calor que sintió mientras paseaba la mirada por su pequeño nicho, el sitio al que llamaba hogar—. Qué extraño es todo esto —dijo.

Se sentía súbita y decididamente alejado de todo, como si fuera otra persona observando a un hombre llamado Ian Macklay que contemplaba su apartamento con los ojos de un babuino fuera de su sitio. Hizo un esfuerzo por librarse de aquella sensación, volvió a ser él mismo, cruzó el umbral y cerró la puerta con llave a su espalda.

Ian compró una Super Bud para el camino a la altura de la calle Catorce con la Séptima Avenida Sur. La abrió con lentitud, regodeándose en el acto, y vertió el líquido en su boca; la fría marea de oro carbonatado bailó sobre su lengua y cayó por su garganta en un alegre torrente. Un delgado tributario resbaló por su mentón y sobre la pechera de su camisa. Maldijo entre dientes, se la limpió, pensó durante unos segundos en si sería prudente tomarse otra cerveza y luego volvió a llevarse la Bud a los labios.

«Bueno, que me demanden —pensó—. Mañana cazaremos un vampiro por las calles de Nueva York, y más me vale estar sobrio para entonces. Si no lo estoy Joseph me hará picadillo el cráneo».

Brindó por eso y avanzó por la calle Veinticinco y el East Side, tambaleándose ligeramente. Trazó un sendero semidiagonal que le llevaba hacia el Edificio Flatiron, donde daba la casualidad de que la calle Veintitrés se unía con la gran intersección que había entre la Quinta Avenida y Broadway.

Después cruzó la calle, dirigiéndose hacia el perímetro del parque Madison Square, y se detuvo indeciso ante la entrada más próxima. El ceñudo rostro de la estatua de William H. Seward le contempló desde lo alto de su pedestal. Ian le devolvió la mirada durante unos instantes, se quitó un sombrero imaginario para saludarla y fue por el sendero que llevaba al centro del parque.

Apenas había dado treinta pasos por él cuando se dio cuenta de algo. «¿Dónde está todo el mundo? —pensó—. Llevo aquí más de un minuto y nadie ha intentado venderme drogas». Era asombroso. Se detuvo un momento en el centro del sendero para encender un cigarrillo, aspirando una calada de humo y silencio.

Nada. Ningún movimiento. Ni tan siquiera una brisa que hiciera moverse las ramas y agitara la basura que había a sus pies. Miró hacia adelante y vio el nuevo conjunto de bancos multicolores. Estaban vacíos.

No había nadie en el parque.

—Bueno —se dijo en voz alta—. Al menos no me atracarán.

Dejó escapar una risita, pero la aureola de extrañeza seguía permeando todos sus pensamientos. «Esto no es normal —le decía—. Esto no tiene sentido. De acuerdo, hace una noche horrible, cálida y pegajosa pero… Vamos, he visto a personas aguantando la lluvia y la nieve en este parque y…, ¡vamos!».

Tomó otro trago de su cerveza y clavó los ojos en la oscuridad, sin moverse. Sus pupilas se adaptaron a la sombra intensificada que proyectaban los árboles y escrutó el paisaje con más atención, viendo negrura dentro de la negrura, y cada nivel de negrura estaba un poco más alejado de la luz y constituía un triunfo mayor sobre ella.

Pero no había ni el más mínimo movimiento.

Nada.

—Cristo, esto sí que es raro.

El eco átono de sus palabras le impresionó. Sonaban huecas, vacías. No había nadie a su alrededor para oírlas. Nadie… Pronunciada por su mente aquella palabra sí tenía peso. La palabra retumbó en sus sienes como la vibración de un gran timbal.

Ian pensó que quizá sería mejor largarse del parque; y quizá sería mejor hacerlo pronto, antes de que lo que no estaba allí, fuera lo que fuese, saliera de su escondite y le convirtiera en otro pedazo de nada. Su ebriedad le hizo imaginarse un inmenso vacío sentado en el centro del parque, un vacío que no hacía nada salvo esperar la ocasión de absorber a cualquier cosa capaz de moverse. La idea le animó un poco; siguió inmóvil en el centro del sendero, riéndose, hasta que la risa dejó de resultar divertida.

Después se quedó callado y se puso a pensar.

—Bueno, señor Macklay… —se informó a sí mismo usando su voz más sobria y tranquila—. O te retiras como un cobarde o sigues avanzando como un gilipollas. O te quedas de pie aquí toda la noche como un idiota, lo que tampoco es una opción muy interesante. Por lo tanto…, ¿qué opsión prrefierre usssted? —concluyó en su mejor tono de nazi siniestro.

Su mente pasó por unos segundos de indecisión.

—Así que gilipollas, ¿eh? —anunció por fin—. ¡Bueno, pues adelante!

Y se internó en el parque, yendo hacia el corazón del misterio. Llegó a la zona de los bancos multicolores y volvió a detenerse. Había frases escritas en los bancos, una distinta para cada uno. Ian las fue leyendo con una creciente curiosidad.

«¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE AL GOBIERNO?», decía la primera. En vez de usar la palabra «puente» habían incluido un dibujito de un puente colgante, dibujito que parecía ser parte imprescindible de cada frase. «¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE A TU FAMILIA? ¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE A TU COMUNIDAD?».

En el banco que preguntaba «¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE A TU SALUD?» algún listillo había tachado la palabra «salud» sustituyéndola por la palabra «muerte».

«¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE A TU MUERTE?», se leía ahora en el banco.

—Oh, qué ingenioso —observó Ian—. Sencillamente adorable. —Se acercó un poco más y pasó el dedo sobre la nueva palabra. Se miró la yema y vio que estaba sucia; la palabra había sido escrita hacía poco—. ¿Quién ha escrito esta mierda? —quiso saber.

El parque le respondió con el silencio.

Y entonces miró hacia la parte derecha del centro del parque y vio que habían construido una especie de puente. Parecía algo hecho para que los niños jugaran en él: una gran estructura de madera que tendría unos nueve metros de largo, con un diseño muy cúbico pero que seguía sugiriendo los contornos básicos de un puente.

«Bueno, pues me parece una estupidez —se dijo—. ¿De quién ha sido la brillante idea? ¿Alguna organización cívica que está convirtiendo los parques de nuestra ciudad en monumentos del pensamiento conceptual que podrán ser saboreados por las generaciones venideras? Dejando aparte el hecho de que las únicas personas que vienen por aquí son yonquis, putas, vagabundos y camellos… —Y entonces lo recordó todo—. Ninguno de los cuales está presente ahora, por cierto».

Ian volvió a recorrer el parque con la mirada. Se encontraba en un punto de observación mucho mejor que el anterior; el centro del parque era esencialmente un claro, y el paseo central se alejaba a cada lado. Siguió sin ver nada. No había nadie.

—Bueno, obviamente todo esto es una trampa —se dijo en voz alta—. Han construido este puente porque sabían que iba a venir aquí. Lo han hecho sólo para confundirme. Sí, apuesto a que es eso… Bueno, ¡yo os enseñaré de lo que soy capaz! —le anunció al vacío—. ¡No estáis tratando con ningún chaladito de jardín! ¡Soy un loco de primera categoría! —Apuró la cerveza, arrojó la botella vacía por detrás de su espalda hacia un oportuno cubo de la basura y consiguió meterla dentro—. ¡Cha-chán!

Hizo una reverencia al público inexistente y barrió el aire con un sombrero imaginario. Nadie aplaudió, y la payasada enseguida dejó de tener gracia. Pensó que a esas alturas Josalyn ya debía de estar preocupada; según sus cálculos, llevaba unos cuarenta y cinco minutos de retraso. Y aquí estaba, haciendo el payaso en el centro del parque sin nadie que pudiera disfrutar de sus payasadas…

En el centro. Del silencio muerto. Del parque.

Y entonces tuvo una idea, se le ocurrió una idea tan súbita como tranquilizadora. La idea tenía el sabor prosaico de la razón, y produjo una mejora sustancial en el estado mental originado por los desenfrenados vuelos de su fantasía.

«Tiene que haber habido un jaleo de los gordos —razonó—. Una pelea con cuchillos, o un gran trato de drogas que ha hecho acudir en masa a la policía. Y todo ese puente de mierda realmente es obra de alguna estúpida organización cívica que se ha gastado miles de dólares recaudados con los impuestos en una renovación idiota que ellos creen es realmente astuta e inteligente porque, caray, nos hará pensar en lo afortunados que somos los ricos manhattanitas; tenemos tanto dinero que podemos desperdiciarlo en esta clase de exhibiciones ridículas. Sí, probablemente se trate de eso. Pero, de todas formas, creo que iré a echar un vistazo debajo de ese puente… Iré a ver si han puesto alguna rampa deslizante o alguna diversión decente. Puede que Josalyn y yo podamos volver aquí y divertirnos un poquito. Si el hombre del saco no nos pilla antes…».

Canturreó el tema de La Zona Crepuscular, saltó sobre el banco donde se leía «¿CUÁL ES EL PUENTE QUE TE UNE A TU MUERTE?» y avanzó hacia el centro del parque.

Se sintió estupendamente durante todo el trayecto. Saber que estaba solo y que cada paso que daba hacía que la civilización se alejara un poco más resultaba extraño, sí, pero no le asustaba; no había presagios terribles. Las alarmas de su mente guardaban silencio. No había escalofríos helados subiendo y bajando por su columna vertebral. Se sentía de maravilla.

Cuando llegó al puente y empezó a observarlo desde los lados ya había cambiado al tema de Perry Mason. No había rampas, no había escaleras…, ni una sola diversión. Lanzó un suspiro decepcionado, comprendiendo que después de todo los gilipollas que se autoproclamaban portavoces de la comunidad eran realmente responsables de toda aquella estupidez; sólo la gente animada por las mejores intenciones sería capaz de construir juguetes con los que no resultaba divertido jugar.

«Oh, bueno —pensó—. Al menos me ha hecho ir hasta el otro lado del parque. Mañana le escribiré una carta a mi congresista».

Se dispuso a alejarse hacia el apartamento de Josalyn.

Y entonces, por alguna razón inexplicable, le vino a la mente una escena de El resplandor de Stephen King. Era la escena en que Danny, el niño, estaba jugando en la nieve delante del Hotel Overlook, y encontraba uno de esos grandes tubos de cemento que tanto les gusta atravesar a los niños, y se metía dentro, y de repente se daba cuenta de que no estaba solo dentro del tubo, de que había algo más con él: un niño que se había metido ahí dentro y no había podido salir, que había muerto en el tubo, que le gritaba con un patetismo que casi rozaba lo repugnante y acababa sobrepasándolo, porque estaba claro que quería ver cómo Danny también moría allí dentro, porque quería que se quedara con él para toda la eternidad…

Ian se encontró preguntándose simultáneamente por qué Kubrick no incluyó esa escena en su película y pensando: «Mami, mami, sácame de aquí, este lugar me da escalofríos…». No le sorprendió descubrir que acababa de acelerar el paso y estaba caminando a toda velocidad.

—Esto es ridículo —se dijo a sí mismo en voz alta—. Ese cabrón de Stephen King… Todo eso es culpa suya.

Pero las bromas no conseguían dispersar el terror que estaba acumulándose dentro de él, como un tornado que se iba haciendo más y más furioso a medida que avanzaba hacia el paseo.

Llegó al primer tronco del círculo interior de árboles, un roble inmenso que podía ocultar muy fácilmente a un hombre. Atisbo cautelosamente por detrás del tronco manteniéndose a una buena distancia de él, aunque sabía que no había nadie detrás. Y no había nadie. Le dio unas palmaditas al tronco como si fuera un viejo amigo y lo dejó a su espalda.

Y algo se interpuso en su camino.

—Sabía que vendrías —dijo la silueta con una voz que era al mismo tiempo meliflua y amenazadora—. Te he estado esperando.

«Detrás del segundo tronco —gritó irracionalmente el cerebro de Ian—. Siempre están detrás del segundo tronco». Pero no le mostró nada de lo que le pasaba por la cabeza a su asaltante, prefiriendo optar por lo que esperaba pareciese una desapasionada frialdad.

—Supongo que no me habrás hecho un pastel —dijo, quedándose totalmente inmóvil y sonriendo como el doctor Sardónicus.

Rudy le devolvió la sonrisa. Sus dientes reflejaron la difusa claridad lunar.

—No, no te he hecho un pastel —dijo Rudy dando una larga zancada hacia adelante. El gesto hizo que Ian retrocediera involuntariamente, obligándole a moverse en contra de su voluntad—. Pero te he traído otra cosa, algo que quizá te reconforte y te dé ánimos.

Extendió el brazo hacia Ian. Sus dedos rodeaban una afilada estaca de madera.

—Tengo entendido que ésa es la forma tradicional de matarnos —dijo Rudy—. Ya que te crees tan listo, supuse que te gustaría intentarlo.

—Imagino que tampoco habrás traído un martillo —replicó Ian, temblando en sus zapatos e intentando ocultarlo con todas sus fuerzas—. ¿Qué se supone que he de hacer? ¿Perseguirte con esa cosa y esperar que me permitas clavártela? Vamos, eso es ridículo.

—Sí, desde luego que lo es —dijo Rudy—. Por eso me pareció que querrías intentarlo.

Touché, dijo una parte no muy cuerda de la mente de Ian, la parte más enloquecida, la que siempre está dispuesta a suicidarse. Ian luchó severamente con esa parte de su mente mientras llevaba a sus labios la mejor respuesta que fue capaz de encontrar, dadas las circunstancias.

—Oh, eres graciosísimo, de veras… —dijo—. ¿Por qué malgastar tu tiempo con este papelito digno de Bela Lugosi? Tendrías que poner al día tus conocimientos sobre Robin Williams. Es mucho más adecuado para la década de los ochenta.

—Sigue riendo —dijo Rudy—. Anda, sigue haciendo el imbécil y soltando chistes. El hecho es que voy a matarte…, a menos que tú me mates primero.

—Ah, ¿sí? —Ian hizo cuanto pudo por contener la risa puramente histérica que quería trepar a lo largo de su garganta. Algún manantial interno de fuerza (el mismo que le había hecho perder el control la noche anterior) murmuró suavemente en su oído antes de estallar hacia el exterior. «Calma, tío», le dijo. «Gana tiempo. Espera tu momento y procura salir de aquí con vida»—. Ah, ¿sí? —repitió, dando un inesperado paso hacia adelante. Los reflejos hicieron que Rudy diera un paso hacia atrás. Ian sonrió—. No sé, quizá deberíamos tomárnoslo con calma. Quiero decir que… ¡Eh, podríamos pasárnoslo de puta madre! Sólo tú y yo, cariño, bailando durante toda la noche… Dio otro paso hacia adelante y fingió bailar el cha-cha-chá.

Rudy no retrocedió; de repente Ian se encontró cerca de él, mucho más cerca de lo que le habría gustado estar. Una visible ondulación de miedo recorrió todo su ser; dejó de bailar y se quedó inmóvil en una postura torpe y desgarbada.

Ahora le tocaba sonreír a Rudy.

—Sigues sin comprender a qué te enfrentas, ¿verdad? —Meneó la cabeza y sus labios emitieron un leve chasquido desaprobatorio—. No sabes de qué soy capaz.

—¿Y tú? ¿Lo sabes? —Ian le dirigió una sonrisa salvaje y le obsequió con su mejor imitación de Cecil la Tortuga—. ¡Socorro, señor Brujo! —chilló y, con su voz de siempre, añadió—: ¿Has visto esos dibujos animados o estoy malgastando mi tiempo?

—Estás malgastando tu tiempo —gruñó Rudy, dando varios pasos hacia adelante en rápida sucesión. Ian empezó a retroceder antes de darse cuenta—. Verás, amigo mío, esta noche no vas a conseguir dejarme en ridículo. Esta noche eres mío. Esta noche, y todas las que vengan después…

—No me digas.

La voz de Ian sonó notablemente tranquila y suave, pero sólo era una fachada. La fría mano del miedo le había agarrado por las pelotas y estaba apretándolas lentamente, inundando sus entrañas con olas de debilidad y mareo enfermizo. Su talón tropezó con una raíz que sobresalía del suelo y se tambaleó, faltando poco para que perdiese toda la compostura. «Calma, gana tiempo», le dijo su mente, pero había una creciente nota de pánico en la voz interior.

—Así que después de todo no eres tan duro, ¿eh? —le preguntó Rudy, acercándose un poco más y haciendo que Ian se viera obligado a retirarse sin poder recuperar el equilibrio—. Doy mucho más miedo cuando no estás con tu pandilla de amiguitos, ¿eh? Oh, sí. Doy mucho más miedo… —Sus ojos se encendieron con un fugaz destello rojizo que resultaba casi cegador—. Mierdecilla ridícula… Esto casi resulta demasiado fácil.

—Ah, ¿sí? —Algo se rompió dentro de Ian; se lanzó hacia adelante haciendo que Rudy retrocediera medio metro y se plantó ante él, temblando de ira—. ¡Bueno, pues deja que te diga algo, cabeza de chorlito! ¡Puede que des miedo, sí, pero el miedo que das no es nada comparado con las ganas de vomitar que provocas! ¡Tendría que partirte el culo por la mitad!

Rudy le obsequió con una sonrisa de buen chico que no tiene prisa por actuar.

—Bueno, bravucón, entonces coge la estaca —le dijo—. Vas a necesitarla.

—¡Vete a la mierda!

—Vamos. Coge la estaca.

Rudy extendió lentamente el brazo, ofreciéndosela con la punta por delante. Parecía estar muy afilada. Ian la contempló con nerviosismo; cada músculo de su cuerpo estaba muy tenso.

Y entonces se acordó de su cuchillo.

—¿Para ti, chaval? —rugió—. ¡No me hagas reír! ¿Has dicho que eras un vampiro aterrador? ¡Ja! ¡Bueno, pues quiero ver algunos fuegos artificiales! Anda, veamos cómo te conviertes en murciélago, ¿eh? —Rudy pareció vacilar; Ian decidió aprovechar aquella ventaja momentánea y siguió acosándole—. ¡Oh, venga, seguro que eres capaz de eso! ¡Pero si es el truco más sencillo del repertorio! Bueno, ¿qué opinas de convertirte en lobo, comadreja o conejillo de Indias? Chico, si fueses capaz de hacerlo me encantaría ver un conejillo de Indias ahora mismo.

—Cállate.

La voz de Rudy era un siseo amenazador.

—¡Eh! ¿Y una rata? —gritó Ian sin dejarse impresionar—. Tienes todos los rasgos de carácter necesarios…

¡WHAP! Ian ni tan siquiera tuvo tiempo de ver alzarse la mano izquierda que le golpeó en la cara; el movimiento fue demasiado rápido. Retrocedió tambaleándose y durante un minuto su mente se convirtió en un vacío al rojo blanco. Después fue recobrando la visión y sintió llegar el dolor. «¡Dios, ese cabrón es realmente fuerte!», pensó, y vio como Rudy avanzaba nuevamente hacia él.

—Se acabó —gruñó Rudy—. Basta de juegos. —Dio dos pasos más hacia adelante—. Te ha llegado el momento de morir.

Ian siguió retrocediendo y su espalda tropezó con algo muy grande y sólido. Dio un salto y movió las manos para averiguar con qué había chocado. «El árbol —pensó—. El primer árbol… Oh, chico». Su mano derecha se metió automáticamente en el bolsillo de atrás y sus dedos se curvaron sobre la empuñadura del estilete. Esperaba que Rudy no se diera cuenta.

«Dale un buen tajo y echa a correr», pensó mientras su voz decía:

—No me eches el aliento a la cara.

—Ya va siendo hora de que te reúnas con tu amiguita —dijo Rudy con expresión malévola—. ¿A que será divertido?

—¿QUÉ? —gritó Ian, sintiendo como todo el aire salía de sus pulmones.

—Ahora es mía —siseó Rudy, viendo como Ian parecía deshincharse y disfrutando con cada segundo del proceso—. Me pertenece…

—¡MENTIROSO DE MIERDA! —aulló Ian, sacando el estilete del bolsillo.

Movió el brazo en un rápido arco con la hoja apuntando hacia la sien de Rudy, brillando en la oscuridad y entonces…

Algo tan veloz que el ojo no podía captarlo zumbó por entre ellos, golpeando la mano de Ian con la fuerza de un martillo pilón. El estilete salió disparado y giró locamente sobre la tierra. Ian, enmudecido por la sorpresa y el dolor, contempló la estaca sostenida por los dedos de Rudy; la punta flotaba entre sus rostros. Rudy le había desarmado con ella y la había vuelto a colocar en posición de ataque antes de que Ian pudiera enterarse de lo que ocurría. Rudy bajó la estaca y dio un paso hacia adelante, sonriendo.

«Estoy realmente jodido», le informó la mente de Ian con una voz extrañamente tranquila. Su cuerpo empezó a retorcerse en un último y desesperado intento de fuga.

Y algo se abrió paso a través de su vientre.

Ian dejó escapar un chillido ahogado de agonía; su cuerpo se dobló levemente sobre sí mismo, se fue encorvando y acabó derrumbándose contra el árbol. Sus ojos desorbitados contemplaron con incredulidad los cuarenta centímetros de estaca de madera que asomaban de su estómago, las gotas de sangre negra y aceitosa que se deslizaban sobre la estaca, la mano de Rudy, el suelo a sus pies… Alzó los brazos y sus dedos carentes de fuerza se curvaron sobre el pedazo de madera. Rudy lo hizo girar muy, muy despacio, introduciéndolo tres centímetros más en la carne.

Ian intentó gritar, pero sólo consiguió sufrir un acceso de arcadas, y chorros de sangre brotaron de su boca y su nariz. Se atragantó; el dolor estaba convirtiéndose en la bendita insensibilidad del shock y sus ojos empezaban a vidriarse. Alzó la cabeza y contempló el rostro de Rudy. La imagen se volvió borrosa, distorsionada y luego desapareció…

y se encontró contemplando a un desconocido llamado Ian Macklay: un anciano sentado en un balancín de porche, con una pipa de mazorca de maíz en la mano y un montón de nietos a los pies, narrándoles una historia que les tenía atrapados en una alegre cautividad de ojos muy abiertos. Vio como el hombre rejuvenecía por arte de magia, retrocediendo a lo largo de una vida marcada por el amor y la risa, bailando locamente hasta dejar atrás los matrimonios de los niños, sus nacimientos, su propio matrimonio y luego más atrás, más atrás, hasta un bar donde el joven estaba sentado con Allan y Joseph, sus mejores amigos, a un dormitorio donde estaba haciendo el amor con una joven dama llamada Josalyn Horne en una noche húmeda y asfixiante que parecía tan lejana

Vio todas las cosas que nunca llegarían a existir.

—Ahora —siseó la voz al lado de su oreja.

Ian volvió instantáneamente a la realidad; las nubes desfilaron velozmente junto a él. Vio con una terrible claridad el rostro de Rudy a sólo unos centímetros del suyo. Vio los ojos que se precipitaban hacia él como faros carmesíes. Vio los dientes; eran los dientes del sueño.

Tan largos. Tan afilados.

—No —farfulló con la boca llena de sangre.

El líquido rojo salió disparado hacia el rostro de Rudy, goteando por sus mejillas y su frente en forma de hilillos. Alzó la mano izquierda hasta tocar el rostro de Rudy e intentó apartarlo. Rudy empujó hacia adelante haciendo retroceder lentamente la mano, hasta que Ian pudo sentir su frío aliento sobre su cuello.

Y, con el último esfuerzo de su agonía, Ian alzó la mano derecha, le cogió de las pelotas y las apretó con todas las energías que le quedaban.

Rudy aulló, chilló y se retorció como un pájaro sobre una verja electrificada. Ian tuvo el tiempo suficiente para permitirse una tensa sonrisa de victoria. Después el brazo de Rudy salió disparado hacia adelante.

Y la punta de la estaca asomó por la espalda de Ian Macklay, hundiéndose diez centímetros en el gran roble que tenía detrás.

Josalyn estaba sentada ante su escritorio, intentando concentrarse en su trabajo sin conseguirlo. La máquina de escribir guardaba silencio y una hoja de papel en blanco asomaba impotentemente del carro. Un lápiz del número 2, extremadamente afilado, temblaba en su mano sobre algunas notas garrapateadas a toda prisa.

Josalyn llevaba todo el día siendo incapaz de pensar con claridad. Desde que Ian la despertó aquella mañana y sus ojos vieron su rostro, cansado pero sonriente, la imagen se había impuesto a sí misma aprovechando la más mínima oportunidad. El efecto que producía era simultáneamente delicioso y aterrador; su corazón galopaba a toda velocidad, hecho un lío.

Se había pasado el día dándole un aspecto agradable al apartamento, limpiando y cambiando de sitio las cosas con un fervor casi enloquecido. En cierto momento —cuando se sorprendió en el espejo reordenando los almohadones del sofá por tercera o cuarta vez—, le pasó por la cabeza que estaba actuando de una forma muy extraña y que no se parecía en nada a su comportamiento habitual. Entonces comprendió lo mucho que Ian había llegado a significar para ella en tan poco tiempo.

Pasó una hora acicalándose y decidió escribir un poco mientras esperaba. Tenía que matar una hora antes de que llegara, y no podía estar toda esa hora dando vueltas a los pulgares…, aunque al final eso era exactamente lo que había estado haciendo.

Ya pasaban cuarenta minutos de las diez. Ian llevaba algo más de una hora de retraso. Josalyn había empezado a preocuparse. Sabía que probablemente había una explicación razonable; con lo loco que parecía estar, no le sorprendería nada que Ian resultase ser uno de los tipos menos puntuales del mundo. Pero todos los miedos que había estado reprimiendo a lo largo del día empezaban a burbujear y emergían incontrolablemente a la superficie; sus peores fantasías acudían a visitarla una por una.

«Ojalá llamara y me dijera lo que está pasando —pensó—. Aunque dijese que no podía venir al menos ya no tendría que seguir preocupándome por él… Esto es una locura. ¿Por qué no llama?». Cuando oyó sonar el teléfono casi salió disparada de la silla. El lápiz se le escapó de entre los dedos y dio vueltas por el aire. «¡Es él!», pensó, y el nacimiento de una sonrisa empezó a tomar forma en cada comisura de su boca…

… mientras veía como la punta del lápiz se clavaba en el duro suelo de madera, quedando tan recto como la aguja de una brújula apuntando hacia el norte. Temblando durante un segundo. Y luego quedándose completamente inmóvil…

El teléfono volvió a sonar.

«Oh, Dios, oh, Dios», susurró su mente.

El teléfono volvió a sonar.

Otra vez.

—No voy a contestar —se dijo con un hilo de voz—. No voy a contestar. No lo haré. Déjame en paz.

Retrocedió unos cuantos pasos meneando violentamente la cabeza. El teléfono volvió a sonar. Una vez. Y otra. Y otra más.

«¿Esperabas compañía?», susurró una voz de su pasado; una voz horrible, burlona y desagradable que reía y reía y reía…

Cuando cayó al suelo, inconsciente, el teléfono seguía sonando. No le había hecho falta coger el auricular.

Ya había recibido el mensaje.