Anocheció, y las sombras se apoderaron de todo haciéndose más oscuras a medida que engullían los últimos rayos del sol. Los faroles cobraron vida. Y los rótulos de las calles. Y los neones. Se encendieron parpadeando como las escamas incrustadas de joyas de un dragón, perforando minúsculos agujeros en la textura de la noche. Nada más.
Las sombras se apoderaron de todo. La noche era suya.
En Madison Square Park una silueta ominosa avanzaba por entre las hileras de bancos que había en el paseo central. La multitud habitual de yonquis, maricas, putas y camellos se congregaba alrededor de los bancos y debajo de los árboles, dedicándose a sus respectivos oficios con un abandono casi ritual, pero cuando veían acercarse esa silueta volvían a confundirse silenciosamente con los arbustos; para ella no había burlas, incitaciones, ofertas o frases de doble sentido. La multitud podía sentir el peligro, como los perros que huelen la muerte a veinticinco metros de distancia. No se atrevían ni a respirar hasta que la silueta estaba lo bastante lejos.
El hombre oscuro, el hombre letal avanzó hacia el extremo este del paseo. Entre los bancos había un punto sin valla que permitía entrar en el claro circundado de árboles que formaba el centro del parque. La silueta cruzó por ese punto, se acuclilló junto a la base de un árbol inmenso, alzó los ojos para contemplar el fantasmagórico resplandor de la luna visible entre las hojas y sonrió.
En una mano sostenía un grueso pedazo de madera. En la otra sostenía un cuchillo muy afilado.
—Esta noche —murmuró—. Oh, sí.
Empezó a silbar suavemente una alegre cancioncilla y fue tallando el pedazo de madera hasta que uno de sus extremos adquirió una punta tan afilada como imponente.
Mientras tanto, hacia el sur, en una calle lateral al sur de Astor Place, un desecho humano yacía sobre el frío pavimento gris de la acera. Roncaba, emitiendo un sonido parecido al de una carraca oxidada girando en las incansables manos de un niño. Una leve niebla de saliva aromática flotaba sobre su boca y sus pantalones apestaban a orina, como de costumbre. No podía ver, oír o sentir nada.
La criatura llegó de repente, y el desecho humano ni tan siquiera se enteró.
No hasta que sus manos heladas le cogieron por los hombros y le sacudieron sin miramientos. No hasta que sintió como su cuerpo se apartaba del pavimento, y como la botella vacía de moscatel resbalaba por entre sus dedos y se hacía añicos a sus pies. No hasta que el contacto, el movimiento y el sonido se fusionaron formando una sola cosa, obligándole a abrir los ojos, y sólo entonces comprendió qué era aquello.
—Louie. —Un murmullo como el hálito que sale de un osario—. Eh, Louie, tengo una botella. Eh…, eh, Louie, ¡tengo BEBIDA!
Una palabra —un nombre—, se ahogó y murió en la garganta de Louie. Sus ojos repletos de mucosidades asomaban obscenamente de las cuencas, y sus mandíbulas se abrieron congelándose en un silencioso rictus de terror. Movió los brazos en un ridículo intento de golpear el aire, e intentó vanamente soltarse de lo que le tenía agarrado.
—¡TENGO BEBIDA, LOUIE! ¡VAMOS, SUÉLTAME! ¡TE ENSEÑARÉ DÓNDE ESTÁ!
El lado izquierdo de su rostro era una masa de costras y huesos que asomaban por entre ellas. En el fondo de la órbita vacía brillaba un destello húmedo, un truco de la luz gracias al que ese rostro de pesadilla daba la impresión de estar guiñando juguetonamente el ojo. El otro lado del rostro estaba pálido y marchito, y un ojo enrojecido ardía sobre una horrenda media sonrisa.
La garganta había sido abierta a mordiscos, formando una segunda boca torcida que sonreía con labios de carne negra y escabrosa. Louie le echó una mirada y se meó encima por ultimísima vez.
—Nooooooooooooooooooo… —gimió, y ésas fueron sus últimas palabras.
Y después Fred se llevó a su viejo compañero de borracheras hacia la entrada de servicio, arrastrándole a la noche eterna donde beber es algo muy, muy serio.