La mañana llegó impulsada por las alas de una creciente humedad, trayendo consigo un día de muy poca faena para Sus Mensajeros, S. A. Allan lo soportó con la clase de hosco estoicismo que sólo puede provenir de la más interminable repetición, diciéndole: «No hay nada en el mostrador, chico» una y otra vez a treinta mensajeros que no querían oír esa frase. «¡Tengo el trasero cubierto de sudor para nada!», gritaban los mensajeros y aunque Allan podía comprender perfectamente su frustración la verdad es que él tampoco quería oír esa frase. La frase agudizaba el dolor de cabeza con el que se había despertado a las siete de la mañana, y no ayudaba a mejorar su opinión de la vida.
Ésa fue la razón de que cuando Ian entró en el despacho cubierto de sudor y con los ojos cansados, pero sonriendo como un atracador después de haber dado un gran golpe, Allan se alegrara mucho de verle.
Hasta que empezó a hablar.
—¡Tío, no te creerías la mañana que estoy teniendo! —dijo Ian, pasándose la mano por la frente para darle más énfasis a sus palabras.
—Sí, chico. No puede ir peor —dijo Tony meneando la cabeza con expresión melancólica.
—Bueno, pues yo he estado corriendo de un lado para otro como un maldito lunático —dijo Ian, y se rió—. Eh, Allan, veo que estás realmente muy ocupado, ¿eh? Anda, ven aquí. Tengo que hablar contigo.
Allan recordó inmediatamente la razón de que hubiera despertado con dolor de cabeza y el recuerdo le hizo lanzar un gemido mientras se ponía de pie, recibiendo la mirada nerviosa y excitada de Ian con una expresión de abatimiento. «Todo ha sido culpa de este maldito crápula. Toda la noche sin dormir bebiendo y pensando en aquello… Y ahora quiere repetir el numerito». Se tragó otro Tilenol en seco, con la esperanza de que le ayudaría un poco.
—Esto tiene algo que ver con tu último trabajo, ¿verdad? —preguntó con voz esperanzada.
—Sí, justo. Fue hace dos horas. Quería saber si he llegado allí o no. ¿Alguien me ha visto? —Ian alzó los brazos como si fuera la princesita perdida del cuento. Allan se dio masaje en las sienes. En cuanto al resto de los presentes, ninguno mostró ni la más mínima reacción. Ian se volvió hacia Tony, animado por su éxito—. Hum… ¿Crees que podrás encargarte de los teléfonos y prescindir de tu ayudante durante un minuto?
—No lo creo, chico. Estos teléfonos suenan con tanta insistencia que van a volverme loco.
Todo el mundo se rió; las centralitas guardaban un silencio de muerte. Allan se encogió de hombros, aceptó lo inevitable y siguió a Ian hacia la calle.
En el portal la temperatura alcanzaba los treinta grados. La atmósfera estaba totalmente inmóvil, cargada de humedad. Allan sintió como si le hubieran golpeado la cabeza con una bolsa de arena mojada, y el impacto hizo que el dolor aullara a través de sus sinapsis como un banco de anguilas eléctricas. Torció el gesto y se llevó las manos a la cabeza.
—Tienes dolor de cabeza, ¿eh?
Allan asintió.
—Y de los fuertes.
—¿Por qué no utilizas el remedio que más recomiendan los médicos?
—Oh, Dios…
—¡Terapia de electroshock! ¡Funciona, de veras!
—Deja de gritar, tío. Tengo un dolor de cabeza realmente serio. —Ian se calló. Allan torció el gesto y siguió hablando—. Bueno, ¿de qué querías hablar?
—De las carreras de caballos, so imbécil. ¿A ti que te parece?
—Vale, vale, está bien. Ya he captado la onda. ¿Quieres saber qué pienso?
—Sí, podría ser agradable.
—No cuentes con que va a serlo. No… ¡Ay! —Esperó a que la última punzada de dolor se fuera calmando—. No, jefe, te lo diré. Anoche estuve pensando muy seriamente en todo este asunto y…
—¿Te convenciste por fin de que lo mejor será que pongas pies en polvorosa?
—No, no. Tuve una buena idea. Una estrategia que puede servirnos para acabar con toda esta locura. —Allan sonrió a través del dolor—. Creo que quizá te guste, así que quizá será mejor que te la cuente.
—Ah, ¿sí? —Ian se acercó a su amigo y ladeó la cabeza acercando la oreja a sus labios como si fuera un conspirador—. Dispara.
—Bueno —dijo Allan, empezando a entusiasmarse con el tema—, se me ocurrió que desde el despacho podríamos coordinar la cacería mucho mejor que desde cualquier otro punto de la ciudad.
—¿Te refieres a…? ¿Este sitio? —preguntó Ian, señalando la puerta con el pulgar y poniendo cara de incredulidad.
—Sí. Tenemos mapas. Tenemos todos los números de los buscas. Tenemos toda una centralita telefónica con la que trabajar. Podríamos usarla para tener controlado a todo el personal; y al como se llame ése…, al vampiro también.
—¡Eso es magnífico! —gritó Ian dejándose dominar por la excitación—. Eso resolvería todos nuestros…
—Por favor.
Allan ponía cara de faltarle poco para echarse a llorar.
Ian se contuvo y cuando volvió a hablar lo hizo en un tono y un volumen de voz normales.
—Eso resolvería todos nuestros problemas —siguió diciendo—. Era el eslabón que faltaba. ¿Crees que podrías conseguirlo? Quiero decir…, ¿cómo te las apañarías?
—Bueno, tendría que inventarme alguna historia sobre un cliente y encargos de última hora. Mejor dicho, de ultimísima hora… Eso me permitiría ofrecerme voluntario para encargarme de todo y podría disponer del despacho durante toda la noche. Cuando el gran jefe se presente a la mañana siguiente le decimos que no hubo llamada. Si no hay llamada, no hay nada que hacer, ¿verdad?
—Es magnífico —repitió Ian, golpeándose la rodilla con la palma de la mano—. ¿Cuándo crees que podemos ponerlo en marcha?
—Esta noche no. Tony tiene una cita con el señor Importante. Conociéndoles probablemente se pasarán toda la noche allí dentro. Probablemente mañana.
—Tiene que ser pronto —insistió Ian, y añadió—: ¿Has visto el Post de esta mañana?
—Sí.
Allan sabía a qué se refería. La historia sobre los dos chicos del Cinema Village había merecido titulares de primera página.
—Probablemente les mató mientras estábamos sentándonos a la mesa, presentándonos y pidiendo la cerveza. —Un fruncimiento de ceño tensó sus rasgos—. Esto apesta. Y demuestra lo apremiante que es resolver el problema.
—Sí, ya te he oído.
Se miraron el uno al otro e intercambiaron solemnes asentimientos de cabeza.
Y, de repente, Allan sintió un mareo terrible. Era como si su cabeza se hubiera convertido en una Mix Maxter con el mando puesto en la posición de hacer puré. Se tambaleó, tuvo que apoyarse pesadamente en la puerta y dejó escapar un gemido de lo más elocuente. Ian le cogió por los hombros y trató de que no perdiera el equilibrio. Lo consiguió, más o menos.
—Creo que será mejor que vuelva al despacho a sentarme un rato —dijo Allan.
Ian abrió la puerta y le ayudó a llegar hasta el despacho. La atmósfera algo más fresca del aire acondicionado ayudó a despejarle un poco la cabeza, pero cuando Ian le llevó hasta su silla y le dejó instalado en ella aún se sentía bastante mareado.
Un par de teléfonos empezaron a sonar. Chester y Tony se encargaron de responder. Ian aprovechó aquella oportunidad para acercar la boca al oído de Allan.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó.
—Sí. —Allan asintió débilmente. Mover la cabeza seguía resultándole doloroso—. Anoche no dormí demasiado.
—No me hables de dormir. Fui a casa de Josalyn y estuve levantado hasta las seis de la mañana.
—Apuesto a que fue divertido.
Allan logró hacerle una mueca medio obscena.
—Fue… muy extraño. —Ian clavó los ojos en la nada durante un segundo y volvió a mirarle—. Ya te hablaré de ello más tarde. —Sonrió—. ¿Sabes qué he estado haciendo hoy?
—¿Qué?
—Bueno, Joseph y yo hemos ido de tiendas buscando todas las cosas que nos harán falta. Hemos visitado algunos sitios realmente increíbles: librerías ocultistas, tiendecitas mugrientas que ni tan siquiera sabía existiesen… Había un sitio que parecía un almacén de saldos del Ejército dedicado a la brujería; ¡una auténtica locura, tío! Creo que es el único sitio que he visto donde puedes comprar un par de testículos de lobezno rebajados. —Se echaron a reír incontrolablemente. Allan se agarraba la cabeza, pero era incapaz de parar—. ¡No, hablo en serio! Tenían montones de pelotitas metidas en frascos…
—Calla. Por favor. Basta.
Algo hizo clang dentro de la cabeza de Allan y le mandó una descarga de mil voltios del más puro dolor. Los ojos de Allan buscaron las pupilas de Ian, suplicándole clemencia. Le fue concedida.
—De momento lo único que hemos comprado es un montón de cruces bien sólidas —dijo Ian en voz más baja—. Deben de pesar unos cuatrocientos gramos cada una… Seas vampiro o no, una de esas cositas puede proporcionarte una buena conmoción cerebral. —Sonrió malignamente—. Y además son hermosísimas. Cuando todo esto haya terminado colgaré una en mi habitación.
—¿No habéis comprado acónito? —preguntó inocentemente Allan.
—Te equivocas de monstruo, tío.
—¿Y hojas de tanna?[4]
—¡Jesús! —Ian se dio una palmada en la cara—. Para ser alguien que juega a Señor de la Mazmorra con nuestras vidas tienes la cabeza hecha un auténtico revoltijo.
Aquel comentario hizo que Allan volviera a dejarse caer en su asiento. El dolor de cabeza desapareció para cederle el sitio a una palpitante pared móvil de temor que le envolvió en sus pliegues.
—Uf —murmuró, parpadeando para ver con más claridad—. Uf, no sé si…
—Claro que lo sabes —insistió Ian—. El papel te va que ni pintado. Es como en Dragones y Mazmorras, tío… Nos harás avanzar por el laberinto para que podamos combatir al temible hombre del saco. Sólo que esta vez cada pasillo será una calle del Village. O una estación del metro. O un túnel.
—Pero esta mazmorra no me la he inventado yo —se quejó Allan.
—De acuerdo, pero conoces su diseño —replicó Ian—. Trabajas en el negocio de la mensajería. Conoces esta ciudad mejor que la inmensa mayoría de los que viven en ella. Y sabes cómo seguirle la pista a treinta tipos a la vez. Una docena no debería plantearte ningún problema grave.
—Sí, pero no sé dónde estará el monstruo.
—Sí, pero de todas maneras vamos a matarle, así que eso no importa mucho.
—Siempre que él no os mate a vosotros, jefe. —Los rasgos de Allan se tensaron en una mueca de preocupación—. Eso es lo que nadie parece estarse tomando demasiado en serio. Esto no es una partida de Dragones y Mazmorras, donde puedes ser descuartizado por un ogro y resucitar diez minutos después con una tirada de dados. Esto es la realidad, Ian, y estoy cagado de miedo. Te lo juro, estoy…
—Oye, ¿de qué demonios estáis hablando, pareja?
Jerome les había interrumpido de repente. Ian y Allan se dieron la vuelta, sobresaltados, dándose cuenta de que les había pillado con los pantalones bajados, como dice el proverbio. Por lo que sabían, podía haber escuchado toda su conversación desde el principio.
—No es asunto tuyo, Mary —dijo Tony encendiendo un Parliament mientras otro cigarrillo a medio fumar humeaba en el cenicero.
—¡No, de veras! —protestó Jerome—. Yo sólo quería…
Sonó el teléfono.
—Responde al teléfono, zorra. Ya te he oído mover la jodida boca lo suficiente para que me dure toda una vida, y te aseguro que no bromeo.
—No me llames zorra.
—Responde al teléfono, puta.
El teléfono volvió a sonar.
—Y tampoco quiero que me llames puta. Ni marica, ni raro, ni sarasa…
El teléfono siguió sonando.
—Soy un hombre —concluyó Jerome con voz enfática.
—Responde al teléfono, so jodida reina Matilda, o convertiré en picadillo tu jodido culo de maricona imperial. Jesús, no hay forma de conseguir que la loca esta haga nada sin tener una jodida discusión con ella, y os aseguro que no bromeo.
Jerome respondió al teléfono. Ian le lanzó una mirada de incredulidad a Allan. Éste se encogió de hombros.
—¿Siempre son tan encantadores? —quiso saber Allan.
—Joder, joder, joder, joder. Joder a la puta japuta —canturreó Tony, claramente complacido consigo mismo.
—Tengo que salir de aquí —gimió Ian—. Estos tíos están locos.
—Ya te acostumbrarás —dijo Allan—. Supongo…
—Que os jodan a los dos, sacos de mierda —dijo Tony como si hablara del tiempo—. ¿Quién os necesita?
Ian le sopló un beso y fue de puntillas hacia la puerta. Allan le saludó con un elegante ondular de la mano.
—Adiós, querido —se despidió.
—Putas, maricas y yonquis —farfulló Tony hablando consigo mismo—. Ése es el personal con el que tengo que trabajar… Putas, maricas y yonquis.
—Ya hablaremos luego, tío —le dijo Ian a Allan mientras abría la puerta.
—Sí, luego —replicó Allan sonriendo.
Ian le devolvió la sonrisa.
La puerta se cerró a su espalda.
Allan Vasey vio como Ian desaparecía en la calle. Contempló el punto donde había estado el rostro sonriente de su amigo y sólo vio la luz reflejada que parecía observarle a través de la ventana. La luz hizo que un lanzazo de dolor al rojo blanco le hendiera la frente.
Y el dolor de cabeza. Y el mareo. Y el terror.
Volvieron.
Mucho más fuertes que antes.