Mientras Armond y Joseph discutían sobre la consagración con agua bendita de las entradas que daban acceso al sistema del metro…, mientras Stephen y Allan volvían solos a sus respectivos hogares…, mientras Danny y Claire se preparaban para enfrentarse a las primeras malas vibraciones de su breve y extraña relación…, mientras Rudy meditaba en las complejidades del suicidio vampírico, sublimando temporalmente su impulso de vengarse…, mientras una criatura que emitía un terrible olor a podredumbre se alimentaba por primera vez con sangre humana, y un monstruo similar nacía en su dormitorio con unas ataduras imposibles de romper sujetándole por los brazos y las piernas…, mientras, al otro lado del Atlántico, un ser tan maligno como viejo recorría las calles de París en una limusina conducida por otra criatura podrida…, mientras todo esto ocurría Ian y Josalyn estaban tomando un taxi para volver al apartamento de Josalyn en la calle Veinticinco con Park Avenue Sur. Habían decidido que esta noche no debía viajar sola.
Y tenían muchas cosas de que hablar.
Tomaron un taxi de la Checker justo al otro lado del arco que daba al parque Washington Square, a través del que habían paseado como si en el mundo no hubiera absolutamente nada a lo que tenerle miedo. En momentos distintos a ambos les había pasado por la cabeza la idea de que la muerte podía estar acechando detrás de cualquier árbol; pero se habían esforzado por expulsarla de sus pensamientos, y no les había ocurrido nada terrible.
El taxi se encontró con un atasco en el semáforo de las calles Doce y Seis. A su derecha había varios coches de la policía y una ambulancia aparcados delante del Cinema Village. Los enfermeros estaban entrando dos camillas en la ambulancia. A ninguno de los dos se le pasó por alto que las cabezas de los cuerpos que yacían sobre las camillas estaban tapadas con sábanas.
La atmósfera del taxi pareció enfriarse de repente.
Cuando llegaron a casa de Josalyn se repartieron el importe de la carrera, dieron una generosa propina y salieron del taxi. Después se volvieron hacia el portal del edificio donde estaba su apartamento.
A su derecha había una delikatessen con la fachada pintada de un horrendo color verdoso. Josalyn compraba allí desde que llegó a la ciudad.
Y, que ella recordara, antes su nombre jamás la había hecho estremecerse.
—Muy gracioso —bromeó Ian; pero la negrura del chiste hizo que él también sintiera un escalofrío.
El nombre de la delikatessen, escrito sobre la fachada en grandes letras rosadas ribeteadas con filetes carmesí, era EL PLACER DEL MORDISCO.
Mientras subía la escalera, la mente de Josalyn estuvo realizando complejos ejercicios gimnásticos. Estaba volviendo a casa acompañada por un desconocido —y, sí, todo parecía demostrar que era un buen tipo, pero aun así seguía siendo un desconocido—, justo después de lo que bien podían haber sido las peores veinticuatro horas de toda su vida. No lograba impedir que sus pensamientos proyectaran imágenes en la relativa oscuridad de la escalera, fragmentos de la pesadilla intercalados con la imagen del cuerpo de Nigel volando por los aires a través del dormitorio, Ian y Rudy en El Otro Extremo, aquel momento en que sus ojos recorrieron la mesa y vio que todos los demás estaban muertos… Se encontró interrogándose tanto sobre sus motivos como sobre su cordura; y descubrió que en ambos casos las respuestas eran nebulosas, por decirlo suavemente.
—Si hubiera sabido que vivías tan arriba habría traído mi cuerda y mis ganchos de escalada —dijo la voz de Ian a su espalda.
Josalyn se rió, sorprendida al ver lo fácil que le resultaba reír estando con él, y la tensión se disipó. De momento.
Naturalmente, la luz del tercer rellano estaba fundida. Ian se puso a su lado mientras Josalyn hurgaba en el bolso para sacar las llaves, y sus ojos escrutaron las sombras buscando la más leve señal de movimiento. Nada. Josalyn encontró las llaves, avanzó con paso vacilante hacia la puerta y localizó la cerradura gracias a su intuición.
Abrió la puerta.
El teléfono sonó.
—Oh, mierda —exclamó, dándole un rápido manotazo al interruptor de la luz y corriendo hacia la cocina. Ian vaciló en el umbral, observándola—. Entra. Ponte cómodo, haz como si estuvieras en tu casa —le oyó decir desde el otro lado de la esquina—. Veo que tendré que hacer algo con…, oh, diablos.
Oyó el sonido de su pie al entrar en contacto con algún objeto de plástico, haciéndolo deslizarse por el suelo.
Ian entró en el apartamento y cerró la puerta a su espalda. Fue hacia el umbral de la cocina y vio como el cuenco para el agua se estrellaba contra la alacena, derramando su contenido sobre los armaritos. Vio tensarse la columna vertebral de Josalyn, como se le aflojaban los hombros y como se llevaba las manos al rostro mientras se tambaleaba delante del teléfono, que seguía sonando.
Aún no sabía nada sobre Nigel. No sabía nada sobre la media docena de alimento para gatos Siete Vidas que jamás serían consumidas, ni sobre la cubeta con tierra para gatos del cuarto de baño sobre la que jamás volvería a caer ni una sola partícula de excremento. Y tampoco sabía nada sobre la llamada telefónica de Stephen, de la que sólo hacía cinco días contados en tiempo de reloj, pero que seguía resonando espectralmente en sus oídos a través de una extensión de tiempo que parecía la eternidad.
Pero sabía reconocer a una mujer llorando en cuanto la veía.
Y cuando el teléfono se hubo callado después de lanzar su último timbrazo, Ian entró lentamente en la cocina y la rodeó con sus brazos.
Josalyn se lo contó todo.
Sobre Nigel. Sobre Rudy. Sobre Glen Burne, aquel novio de hacía tanto tiempo que se había ahorcado. Sobre sus estudios y el embrollo filosófico que la llevó a Rudy y que acabó apartándole de él. Sobre otras cosas marginalmente relacionadas con todo aquello, cosas que ni tan siquiera Josalyn había sabido que la estaban preocupando hasta que empezó a soltarlo todo en voz alta delante de su nuevo confidente.
Ian la escuchó, comprendiendo el papel que le había adjudicado esta noche. Se sentaron muy juntos en el sofá de la sala, y sus sentimientos recorrieron la cuerda floja que hay entre el amor platónico y la pasión. Hubo momentos en que sus ojos se encontraron y sus labios se entreabrieron, y el potencial maduro de sus dos bocas uniéndose hizo que el aire vibrara con una corriente casi tangible; pero siempre había algo que les detenía, como un coro griego emergiendo del telón de fondo. «Todavía no —canturreaba el coro—. Todavía no. Si tiene que ser, habrá tiempo. Todavía no. Todavía no. Si tiene que ser…».
Ahora lo que Josalyn necesitaba era un oído atento que la escuchara. Necesitaba un hombro en el que apoyarse. Ian poseía un par de cada, y estaba más que dispuesto a prestárselos.
Y las horas fueron pasando en un chorro incesante de conversación, y el suave peso del sueño empezó a caer sobre los párpados de Josalyn. Se apoyó en el hueco del brazo de Ian como lo habría hecho sobre un montón de almohadas, bostezando y apretándole el codo como una niña. Ian la sostuvo, dándole un suave masaje en los hombros y el cuello, evitando concienzudamente sus zonas erógenas y sonriendo ante la imagen de su libido atada a una correa, como un perro de ojos tristones que anhelaba echar a correr.
Unos instantes antes de que se quedara dormida la voz soñolienta de Josalyn subió flotando hacia él.
—Espero que esta noche no haya sueños —dijo.
—No te preocupes —le aseguró él—. Estás en las mejores manos de todo el estado.
Josalyn se rió y le frotó el pecho con la mejilla. Ian le besó la coronilla. Se quedaron callados, envueltos en el calor y el silencio.
Josalyn se quedó dormida.
Y el sueño no tardó en llegar.
Josalyn.
Una parte de la mente de Ian oyó el sonido y despertó. Lo oyó flotando en la sombría tierra intermedia que separa la oscuridad del sueño; era como una estaca de madera abriendo un agujero en la neblina. Sabía que no era una voz de su mente. Era una voz fría, y oírla le llenó de pavor.
Josalyn. Una silueta caliente osciló junto a él y su conciencia se alzó lentamente hacia la superficie y hacia el mundo de la vigilia. La voz venía de allí y, sin embargo, no venía de allí. Ian tembló en la frontera, envuelto en las heladas ondulaciones de la niebla.
Putilla. Ahora vas a recibir tu merecido.
El peso pegado a su cuerpo se retorció. Ian oyó un prolongado gemido que venía de años luz de distancia; una densa aura de terror se cernió sobre él, haciendo chisporrotear la atmósfera como antes de una tempestad eléctrica.
Y, de repente, supo dónde estaba. Sabía que en el mundo real él y Josalyn estaban dormidos en el sofá. El peso era Josalyn. El terror era su terror.
Pero la voz no era la suya.
Vio moverse algo en la distancia.
Corrió hacia adelante, hombre perdido en un sueño, hendiendo la neblina con sus brazos. Se internó en aquel paisaje extraño e incomprensible. Desesperado, corriendo a ciegas… Abriéndose paso por entre las nubes que susurraban y danzaban como cortinas de gasa en un harén. Una y otra más y otra más y otra…
Nada salvo oscuridad. Abrupta y total. Se detuvo, intentando ver algo.
Vio los dientes.
Unos dientes largos y afilados que surgieron del punto donde todo se desvanecía y vinieron hacia él como si hubiesen sido disparados por un cañón. Unos dientes inmensos y afilados que ya tenían el tamaño de una imagen vista en la pantalla de un cine al aire libre. Y seguían creciendo, seguían creciendo, acercándose más y más…
… y pasaron atronando junto a él, por encima y por debajo de él, haciendo girar la oscuridad como un huracán…
… y vio una habitación, una habitación inmensa que no podía existir, viéndola como el hombre sentado en la primera fila de un cine ve las imágenes en la pantalla. Josalyn estaba allí, con los ojos desorbitados y gritaba, moviendo las mandíbulas sin emitir ni un solo sonido mientras retrocedía con paso tambaleante…
Y Rudy estaba allí, con el resplandor rojizo de sus ojos oscureciendo parcialmente sus rasgos: eran demasiado brillantes, tanto que no podía dirigir la vista hacia ellos. Rudy sonrió y sus dientes se hicieron claramente visibles. Unos dientes muy largos. Y muy afilados. Unos dientes que brillaron bajo la luz carmesí.
«Ahora —dijo la voz de Rudy, esa misma voz helada de antes—. Ahora».
Y extendió la mano hacia ella.
«¡No!», se oyó gritar Ian. Rudy y Josalyn se dieron la vuelta, como si su grito les hubiera sobresaltado. Miraron en su dirección y, aparentemente, no le vieron. «¡DÉJALA EN PAZ, MALDITO HIJO DE PUTA!», aulló Ian. Rudy dio un paso hacia atrás, y en su rostro había una expresión muy parecida a la del bar. «¡SAL DE SU CEREBRO! ¡VE A ENROSCARTE EN UN RINCÓN Y MUÉRETE!».
Tuvo la sensación de estar creciendo; o quizá fuera Rudy el que se encogía. Josalyn había desaparecido de la imagen. Sólo podía ver el rostro de Rudy que retrocedía velozmente hacia aquel punto en que todo se desvanecía, contorsionándose con la furia de un animal. Un grito despertó ecos en la bostezante oscuridad, disminuyendo de volumen hasta esfumarse con la desaparición del rostro…
… Ian Macklay despertó. Estaba total y absolutamente despierto. La adrenalina corría por sus venas como un galón de café helado, haciendo que el sudor brotara de su piel.
Josalyn volvía a dormir pacíficamente en sus brazos. Escuchó el suave susurro de su respiración y el firme latir de su pulso, y sonrió. El sueño había sido rechazado. Con un poco de suerte mañana por la mañana ni tan siquiera recordaría que había estado allí.
Pero Ian sí lo recordaría.
Y, como Rudy, que gritó, sucumbió a un ataque de ira y deshizo todo lo que había hecho la noche anterior. Ian no lograría volverse a dormir hasta que la luz de la luna fuera devorada por el sol.