28

Fuera…

No había luna. Ni estrellas. Una calina sucia se congelaba en los cielos. Nubes negras flotaban sobre el perfil de los rascacielos de Manhattan como si fuesen un sudario.

En las calles…

Un millón de almas vagando a lo largo de un millón de senderos distintos. Cada alma era distinta, y cada una tenía su propósito particular que la impulsaba a moverse.

Y muy pocas de ellas sabían cuál era ese propósito.

En la entrada norte de la estación Astor Place…

Estaba de pie. Encorvado. Un viejo que temblaba pese al calor. Sus tensos dedos sujetaban una botellita de líquido transparente.

Hablando consigo mismo en murmullos. Con los ojos cerrados. La cabeza inclinada. Llevándose la botella a los labios. Besando el frío cristal.

Y dejándose caer de rodillas con una inmensa lentitud.

En sus manos…

La botellita. El corcho minúsculo saliendo del gollete. Un dedo con manchas amarronadas deslizándose por el orificio, manteniendo el líquido dentro de la botella. Un dedo con manchas amarronadas saliendo del orificio.

Una última bendición.

Después: la botella, inclinándose ligeramente. Un hilillo de transparencia bailarina que brotaba de la botella y caía sobre el sucio pavimento definiendo una línea recta que se fue alargando ante el anciano hasta alcanzar los quince centímetros y acabó deteniéndose.

El proceso, repetido. Otra línea cortando la primera. Uniéndolas.

Hasta formar una cruz.

En el rostro del anciano…

Arrugas. Muchas arrugas. Arrugas abiertas por el vitriolo, talladas por el escalpelo del tiempo, arrugas que se entrecruzaban sobre su rostro como los pliegues del cerebro. Cada arruga era distinta a las demás, cada arruga era un recuerdo.

Ésta hablaba de un día lejano, hacía ya muchos años, cuando los muros del campo de la muerte se hicieron visibles por primera vez desde la ventanilla del vagón para ganado. Ésta, y esta otra, por el hombre que había sido golpeado con una pala hasta la muerte; la primera cuando el brazo derecho quedó cercenado a la altura del hombro; la segunda cuando la frente se aplanó hasta derrumbarse hacia adentro y el cuerpo siguió tambaleándose sobre unas piernas que ya no sentían nada.

Ésta nació cuando su esposa fue llevada a las cámaras de gas. Y ésta grabada indeleblemente en la carne por la imagen de su hijo colgando de las vigas suspendido de un trocito de cuerda marrón.

Todas las arrugas eran viejas. Muy viejas.

Y, de repente, esta arruga, esta nueva arruga que se había formado hacía sólo tres días… En el metro, creada por un espectáculo capaz de calcinar el alma de un hombre.

Los gritos al ver a aquella mujer. Oh, pobre, pobre mujer. En el tren.

Más arrugas. Los profundos surcos del cansancio físico. Arrugas que se formaron alrededor de la boca cuando sonrió con expresión satisfecha. Las arrugas que definen la personalidad, conseguidas a lo largo de una vida que había sido tanto dulce como espantosamente dolorosa. Arrugas que florecían como flores. Como tumbas.

Mientras se incorporaba lentamente.

Joseph estaba observando desde el otro lado de la calle.

Vio como el anciano llevaba a cabo su extraño ritual al comienzo de la escalera. Vio como se ponía en pie con lo que le pareció un esfuerzo extraordinario. Volvió a confundirse con las sombras y vio como el anciano se daba la vuelta y empezaba a cruzar la parte de calzada donde la Cuarta Avenida se confundía con la calle Lafayette, de forma tan seguida y carente de señales que las distinguieran como dos discos de éxito sucediéndose en la consola de un disc-jockey de primera categoría.

El anciano atravesó la extensión de cemento moviéndose con el paso lento y cansino propio de la gente muy mayor. No paraba de mirar furtivamente hacia su izquierda. Dos adolescentes aceleraban ruidosamente sus Ford trucados en el cruce: las matrículas de Nueva Jersey brillaban bajo la luz de los faroles y los motores gruñían con impaciencia. Joseph no estaba muy seguro de que fuesen a esperar el cambio del semáforo, y se dio cuenta de que el anciano albergaba dudas similares a las suyas.

El semáforo se puso amarillo justo cuando el anciano cruzaba la línea central para entrar en la segunda calzada. Joseph, alarmado, vio como los dos coches se ponían en marcha y avanzaban hacia el cruce. «Van a hacer una carrera —le informó cansadamente su cerebro—. Dos capullos de Jersey. Pueden verle perfectamente, está en pleno centro de la calzada…, pero les importa un comino».

Y, automáticamente, dio unos cuantos pasos hacia adelante emergiendo de entre las sombras.

El semáforo se puso verde.

Los dos coches salieron disparados al mismo tiempo. Los motores rugieron y los neumáticos chirriaron como bestias lanzadas a una huida agónica. Hilachas de humo negro y gris se alzaron como flatulencias de los traseros mecánicos cuando los vehículos corrieron hacia adelante al máximo de velocidad de que eran capaces.

El anciano se quedó inmóvil, paralizado por los faros como un conejo en una carretera rural. Sólo le faltaban unos dos metros para alcanzar la acera; si se daba prisa conseguiría llegar hasta allí sin ninguna dificultad. Pero al parecer no podía darse prisa, y la parálisis le había hecho perder unos segundos preciosos.

Los coches seguían acelerando.

—¡Eh! —gritó Joseph y echó a correr.

Los ojos del anciano se volvieron hacia él; el hechizo de los faros se había roto. Volvió a ponerse en movimiento, pero iba demasiado despacio. Los coches se lanzaron sobre él como perros de caza que han divisado la presa.

Estaban a nueve metros de distancia. A catorce. Joseph alcanzó al anciano cuando aún le faltaba como un metro para llegar a la acera, y los coches estaban a sólo tres metros de ellos.

Dos metros y medio. Uno y medio. Joseph le aferró en un abrazo del oso que mantenía un delicado equilibrio entre lo exigido por la cautela y lo apurado de la situación. Temía apretarle con demasiada fuerza; y actuar con un exceso de precauciones le daba todavía más miedo. Su mente comprendía con la más absoluta claridad que dentro de tres segundos podían quedar reducidos a un montón de carne para hamburguesas.

Joseph giró sobre sí mismo y corrió hacia la acera con su carga. Las luces y el aullido de los motores se lanzaron sobre él, sintió una duda que duró sólo un instante…

Y se encontraron en la acera. Los coches pasaron velozmente junto a ellos y se alejaron hacia la noche.

—Bastardos estúpidos —gruñó Joseph en voz baja, siguiendo los coches con la mirada hasta que desaparecieron detrás de una esquina. Entonces recordó que seguía estrechando al anciano contra su pecho como si fuera un enorme saco de patatas—. Oh, Dios mío —dijo ayudándole a incorporarse—. ¿Se encuentra bien?

El anciano temblaba y tenía el rostro muy pálido. Había cerrado los ojos y en sus rasgos había una extraña expresión de concentración. Parecía como si estuviera intentando no perder el control; como alguien que ha bebido demasiado y contiene el vómito por un puro esfuerzo de voluntad. Durante un momento tan largo como aterrador Joseph estuvo seguro de que el anciano iba a sufrir un ataque cardíaco y de que se le moriría allí mismo.

Pero no lo hizo. Lo que hizo fue menear la cabeza, sonreír y alzar la mirada hacia Joseph, contemplándole con unos ojos gris claro que brillaban cual guijarros pulidos.

—Estoy estupendamente —dijo—. Y le doy las gracias.

—Esos malditos mocosos —masculló Joseph, ocultando su alivio y pasando por alto la gratitud expresada por el anciano—. No sé qué diablos anda mal dentro de sus cabezas… Están locos.

—Ya aprenderán. —El anciano habló con voz tranquila y casi reverente—. Algún día matarán a alguien o uno de ellos morirá en un accidente. Descubrirán lo frágiles que somos y con qué facilidad nos rompemos. Comprenderán lo delicado que es el equilibrio de la vida, y puede que entonces empiecen a pensar.

Joseph le observó con atención mientras hablaba. Una obvia chispa de inteligencia iluminaba sus ojos. Sus ropas eran de buena confección, aunque estaban ligeramente abolsadas, y dejando aparte las manchas de polvo en las rodillas, también se encontraban limpias. Sí, estaba claro que aquel hombre no había estado durmiendo en la cuneta haciéndose sus necesidades encima; estaba claro que poseía una mente aguda y lúcida.

«Entonces, ¿qué estaba haciendo arrodillado en el suelo, rociándolo con agua y hablando consigo mismo?», se preguntó Joseph. La pregunta hizo que se absorbiera en sus pensamientos durante un segundo; cuando el anciano le dirigió la palabra volvió a la realidad sintiéndose más bien confuso.

—Eh…, perdone, ¿cómo ha dicho? —preguntó luchando con su lengua.

—Le he preguntado —y el anciano sonrió—, si suele salvarle la vida a la gente con mucha frecuencia.

Joseph no respondió. No podía hacerlo. Contempló aquellos ojos y supo que el anciano estaba viéndole en toda su realidad, con una claridad casi sobrenatural que llegaba hasta el corazón del hombre y comprendía lo que se encerraba dentro de él. Joseph no estaba acostumbrado a ser evaluado tan deprisa y con tanta penetración, y eso le había dejado sin habla.

—¿Ha visto lo que estaba haciendo? —le preguntó el anciano.

Joseph meneó la cabeza lentamente.

—Le vi hacer algo… —dijo.

—Ah.

El anciano apartó la mirada y dirigió una sonrisa enigmática al pavimento. Suspiró, se aclaró la garganta y no dijo nada más. Cuando hubieron pasado treinta segundos Joseph comprendió que su silencio era una forma de pedirle que le interrogara al respecto.

—Eh… ¿Qué estaba haciendo? —le preguntó.

Supo la respuesta en cuanto la pregunta hubo salido de sus labios. La vio en los ojos del anciano cuando éste alzó la cabeza para mirarle a la cara. Lo vio en su memoria, en la postura del anciano arrodillado moviendo el brazo delante de la escalera del metro.

La escalera del metro…

Y, de repente, supo por qué había estado observándole con tanta atención.

—Oh, Dios mío —murmuró Joseph, y sus labios se curvaron hacia arriba.

—Exactamente —dijo Armond Hacdorian.