27

—Y tú dices que este tipo sabe algo al respecto.

Allan no daba la impresión de estar muy convencido y, además, ponía cara de irritación. Parecía el concursante que ha escogido la Puerta Número Tres y ha conseguido que le toquen dos toneladas de estiércol.

—Sí —dijo Joseph sin detenerse—. Ya te lo he explicado antes, conoce a Rudy.

—¿Y quiénes son esas otras personas que asistirán?

—Una chica que dice que Rudy está enviándole pesadillas, una chica que cree que Rudy puede haber asesinado a su compañera de habitación, y otro tipo. No sé cuál es su historia.

—Jugaba al baloncesto con Rudy en la secundaria de Transilvania —dijo Ian, asestándole un codazo a Allan en las costillas—. Anímate, Gruñón. Esto no es el funeral de nadie.

Allan dejó escapar un gemido y clavó los dientes en la boquilla de su pipa.

Avanzaron rápidamente por la calle Bleecker rumbo a su cita con el destino. Habían quedado en El Otro Extremo, un pequeño bar y club nocturno con dos ambientes distintos. Habían escogido el más pequeño de los dos recintos porque allí la música era acústica, no eléctrica, y porque no había que pagar nada a la entrada.

—Además —había observado Stephen—, es un sitio poco concurrido, y en la parte trasera hay una gran mesa. Probablemente podremos estar sentados en ella durante toda la noche.

—La verdad es que todo esto no me hace ninguna gracia —refunfuñó Allan.

Pasaron junto a una señal de PROHIBIDO APARCAR y Allan golpeó el poste con su pipa para sacar las cenizas.

—Lo sabemos, lo sabemos —dijo Ian imitando su tono de voz quejumbroso—. Hay personas que no saben cómo pasárselo bien. ¿Verdad, Joseph?

Asestó un codazo a cada uno de sus amigos.

—Para ya —protestó Allan.

Joseph se limitó a lanzar un gruñido y siguió caminando.

—Nunca me había divertido tanto —añadió Ian con una sonrisa de picardía. Un instante después sus ojos se iluminaron con un chispazo de interés—. Es aquí.

Señaló un portal verde oscuro situado al otro lado de la calle. Avanzaron en fila india por entre dos coches estacionados y se detuvieron esperando el momento de cruzar. El semáforo estaba en rojo. Allan aprovechó la oportunidad para hacer una última apelación a su sentido común.

—Oye, si no os importa preferiría no entrar ahí —dijo—, y además…

—A mí sí me importa. —Joseph se volvió hacia él, conteniéndose gracias a sus últimas reservas de paciencia, ya bastante escasas—. Quiero que conozcas a esas personas porque quiero que veas que no nos lo estamos inventando todo. ¿De acuerdo? Quiero que te enteres de una vez.

—Yo…

—Allan… —Joseph habló en un tono de voz tan duro como inflexible—. Si no entras ahí con nosotros no volveré a dirigirte la palabra en lo que me quede de vida.

—No bromea —dijo Ian, pero sus palabras no sonaron tan joviales como le habría gustado que sonaran—. Podría significar el final de una hermosa relación.

—Todo esto apesta —dijo Allan mirándose los pies.

Pero cuando el semáforo se puso verde y Joseph cruzó la calle con Ian dando saltitos y haciendo muecas monstruosas a su espalda Allan supo que no tenía elección.

Y les siguió, aunque de muy mala gana.

—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó Ian en cuanto hubieron entrado.

—Por la parte de atrás —respondió Joseph, y siguió avanzando. Dejaron atrás el tocadiscos y la barra, a su izquierda. En ese punto la sala se hacía más grande, y tendría como unos treinta metros contando desde la pared trasera y el pequeño escenario situado en un rincón. Entraron en aquella zona más espaciosa. Joseph miró hacia la derecha y vio una mesa muy grande casi pegada al escenario. A su alrededor había sentadas cuatro personas: dos hombres y dos mujeres. Los hombres estaban mirando hacia el otro lado, y Joseph necesitó un minuto para identificar al de la derecha.

—Stephen —dijo dando un paso hacia adelante.

Las cuatro personas sentadas alrededor de la mesa alzaron los ojos nada más oírle, y los hombres medio giraron en sus asientos. Las pupilas de Stephen se iluminaron apenas le vio; resultaba difícil saber si la emoción que había en ellas era miedo, alivio o ambas cosas a la vez.

—Joseph —dijo poniéndose en pie con cautela y señalando las sillas libres.

Le pasó por la cabeza que quizá debiera alargar su mano para que Joseph se la estrechara, pero la idea se esfumó tan deprisa como había llegado.

Las dos jóvenes estaban sentadas en un banco que corría a lo largo de la pared. Se desplazaron un poco y Joseph se sentó junto a ellas. El hombre de la izquierda, un tipo alto y flaco con gafas y una cola de caballo al final de su ya no muy frondosa cabellera negra, se cambió de sitio para no separarse de la chica a la que le había estado dando la cara, una morena opulenta con montones de maquillaje cubriendo su rostro pálido y bastante hermoso.

Allan se sentó entre los dos hombres y delante de la otra chica. Estaba mirando hacia abajo, por lo que la estudió durante unos momentos. Tenía el cabello oscuro y lo llevaba corto, mal peinado y sin lavar; la carne estaba fláccida y levemente descolorida alrededor de los ojos y había profundas arrugas de preocupación a cada lado de sus delgados y temblorosos labios, arrugas que parecían reflejar las que le fruncían el ceño.

Parecía como si acabara de pasar unos días invitada en una mazmorra de la Inquisición española. Pese a todo aquello, estaba claro que en circunstancias normales resultaba muy agradable a la vista. Allan se sintió un poco impresionado, y tuvo que acabar apartando los ojos.

Ian también había estado mirándola. Desde que levantaron la cabeza sus ojos no se habían apartado de su rostro. Había logrado atraer su mirada durante aquel momento, y fue como si una chispa se encendiera en el fondo de su mente.

«Oh, Dios mío —había pensado, sintiendo que algo se tensaba en su interior, como un trapo húmedo escurrido por unos dedos—. ¿Qué te ha hecho?».

Se dio cuenta de que seguía en pie junto a la cabecera de la mesa, con los ojos clavados en una perfecta desconocida. Meneó vigorosamente la cabeza y le dedicó una sonrisa idiota a la pared. Después se dio la vuelta para apropiarse de una silla vacía de la mesa contigua y se instaló en ella, quedándose en la cabecera.

—Bueno… —dijo contemplando a los presentes sin saber muy bien qué cara poner—. ¿Por dónde empezamos?

Hubo un breve y nervioso silencio lleno de inconscientes miradas semifurtivas. Stephen se removió en su asiento, sintiéndose incómodo. Hasta Joseph parecía no tener mucha idea de cuál sería la mejor forma de empezar.

—De acuerdo, ¿qué os parece esto? Me llamo Ian y tú eres… Stephen.

Stephen asintió con una débil sonrisa. Ian le devolvió el gesto, sonrió y se volvió hacia el otro tipo.

—Danny —dijo éste sonriendo afablemente.

Allan se presentó, y la morena, Claire, se apresuró a imitarle con una voz ronca a la que le faltaba muy poco para ser sugestivamente sensual.

—Y éste es Joseph —dijo Ian, viendo que Joseph no parecía tener muchas ganas de presentarse a sí mismo.

Joseph acogió la mención de su nombre con un asentimiento de cabeza, se reclinó en el banco y cruzó los brazos manteniendo el rostro inexpresivo.

Sólo faltaba por presentar a una persona. La otra chica tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia abajo. No dijo nada, no se movió. El nuevo silencio que siguió a las presentaciones era tan incómodo y opresivo como el nudo en la soga de un verdugo. Ni tan siquiera Ian sabía cómo seguir adelante.

—Os presento a Josalyn —dijo por fin Stephen, inclinándose hacia adelante—. Ha tenido una experiencia muy…, muy dura.

Y entonces la chica empezó a llorar.

—Oh, Dios —dijo Ian alargando un brazo hacia ella.

Allan imitó su gesto y los dos se quedaron quietos antes de haberlo completado.

El llanto empezó como una repentina aspiración de aire que hizo temblar todo su cuerpo y volvió a dejarlo inmóvil. Josalyn se quedó tan quieta como una estatua, con la espalda muy recta y rígida. La primera lágrima rodó por su mejilla como si fuera fruto de un acto de magia; parecía algo surgido de la nada, una nueva versión de las historias sobre Cristos que sangran.

A partir de ahí el llanto sólo necesitó quince segundos para derribar todos los muros de contención y Josalyn acabó derrumbándose sobre la mesa. Sus leves sollozos hacían vibrar suavemente la atmósfera.

—Está bien —dijo bruscamente Joseph, poniendo uno de sus grandes puños sobre la mesa—. Ya hemos hecho las presentaciones. Ahora, ¿dónde está la maldita camarera? Necesito un trago, y tenemos que empezar a hablar.

Nadie más supo cómo reaccionar, pero Ian y Allan le lanzaron una mirada cuyo significado estaba clarísimo: «Eres un gilipollas sin corazón», decían sus ojos. Joseph se encogió de hombros en lo que no llegaba a ser exactamente un gesto de disculpa. Josalyn siguió con la cabeza apoyada en la mesa, sollozando suavemente.

La camarera apareció en ese momento como una actriz que sale al escenario con un ligero retraso, y les preguntó qué querían beber.

—Una grande de Bud —respondió Joseph inmediatamente.

—Que sean dos —dijo Ian.

—No, tres —añadió Allan.

Danny no pudo contener una sonrisa y se volvió hacia Claire.

—¿Quieres partirte una? —le preguntó. Claire asintió, devolviéndole la sonrisa—. De acuerdo. Por ahora llevamos cuatro.

—Yo sólo quiero una jarra —dijo Stephen, dando la impresión de que recordaba su última sesión de copas con Joseph, y acompañó las palabras con una sonrisa algo nerviosa.

Allan fue el que se encargó de inclinarse hacia adelante y hablar con la joven, que seguía llorando.

—Josalyn, ¿quieres que te pidamos algo? —le preguntó.

Josalyn dejó de llorar durante unos instantes, pareció pensar en lo que acababan de preguntarle y alzó la cabeza justo lo suficiente para ser oída.

—Vino —dijo con un hilo de voz que apenas si llegaba a ser un murmullo.

—¿Vino? —repitió la camarera, no muy segura de haberla comprendido.

—Sí. Vino blanco.

Josalyn alzó la cabeza e irguió el cuerpo, intentando sonreírle a la mesa. Casi lo consiguió. Casi… Y sus ojos, aunque inyectados en sangre y cubiertos por una neblina de lágrimas, estaban mucho más vivos que hacía un minuto.

—Lo siento —dijo, y volvió a bajar la vista.

—No pasa nada, niña —le aseguró Ian—. No tienes que preocuparte por eso. Lo principal es que te sientas mejor.

Josalyn le miró. En cuanto sus ojos se encontraron, algo cruzó la distancia que les separaba y recorrió sus cuerpos como una veloz descarga eléctrica. Ocurrió en una fracción de segundo; ése fue todo el tiempo que hizo falta.

Danny captó lo ocurrido. Sabía reconocer una conexión en cuanto veía una. Su mano se movió sobre la mesa como en un acto reflejo y sus dedos apretaron suavemente la mano de Claire. Ésta le sopló un beso y se volvió hacia los demás. También se había dado cuenta. De hecho todos ellos habían captado la chispa, aunque su reacción fue distinta en cada caso: asombro confuso en Stephen, una leve punzada de celos en Allan y considerable impaciencia en Joseph.

La camarera dio media vuelta para ir a buscar lo que habían pedido, dio por supuesto que eran viejos amantes que habían pasado por una mala racha y se preguntó por qué estaban tan separados el uno del otro.

—Bueno, ¿podemos empezar? —gruñó Joseph, abriendo un agujero en el momento.

Ian se volvió hacia él; al principio le miró con sorpresa y luego le dirigió una sonrisa en la que había un poco de su fría irritación.

—Oye, ¿te importaría relajarte un poco aunque sólo fuera un momento?

—Eh… —replicó Joseph—. No sabía que esto fuese una reunión social. Ahora mismo deben de estar abriéndole la garganta a alguien, pero, eh, ¿qué cuernos importa eso? ¿Y si nos vamos todos al cine?

Ian puso los ojos en blanco. Sus labios y sus hombros se tensaron. Miró a Josalyn, quien había vuelto a clavar la vista en la mesa, y se volvió nuevamente hacia Joseph lanzándole una mirada de irritación.

—De acuerdo. Muy bien —dijo, y examinó con la mirada a los presentes—. Supongo que todos sabemos por qué estamos aquí, ¿no? En los últimos tiempos todo el mundo ha estado teniendo experiencias bastante raras. ¿No es así?

Allan fue el único que no respondió con un asentimiento de cabeza. Estaba observándoles con los ojos entrecerrados y una expresión de perplejidad en el rostro.

—Bueno, ¿alguien quiere decirnos qué cree que está pasando?

Un silencio prolongado y nervioso, lleno de roces y ruiditos.

—Ya. —Ian sonrió nerviosamente y se aclaró la garganta—. Bueno…

—Un monstruo anda suelto por el metro —le interrumpió Joseph—. ¿Hay alguien que todavía no se haya enterado?

Josalyn puso cara de sorpresa. Stephen parecía tener ganas de salir corriendo. Los rostros de Danny y Claire se iluminaron como árboles de Navidad o como niños subidos en la montaña rusa, y sus ojos se encendieron con chispas gemelas de asombro e interés. Se miraron el uno al otro e intercambiaron sonrisas radiantes.

—¿Qué, os parece divertido? —les preguntó Joseph apretando los puños.

—No, no —dijo Danny, sin dejar de sonreír pese a la ira perceptible en la voz de Joseph—. Es solo que… ¡Estábamos seguros de que era eso! Es un vampiro, ¿verdad?

Y ahora le tocó a Joseph poner cara de sorpresa. Era lo último que esperaba oírle decir a otra persona. Asintió lentamente con la boca abierta y los ojos momentáneamente aturdidos.

—¿Qué os hace pensar eso? —preguntó Ian, clavando los ojos en Danny.

Había decidido ir directamente al grano. En sus labios había una media sonrisa de la que no era consciente.

—Bueno… —empezó a decir Danny, y en ese momento la camarera apareció con lo que habían pedido.

Josalyn podía sentir como iba perdiendo la razón. Era como si el suelo se hubiese esfumado bajo sus pies, precipitándola hacia el abismo repleto de serpientes de la locura más absoluta. Un escalofrío de miedo se deslizó por su cuerpo como un reptil. Sintió como se le ponía la piel de gallina, y cuando se abrazó a sí misma, dominada por una repentina desesperación, se dio cuenta de que sus poros estaban exudando un sudor helado y pegajoso.

La camarera empezó a repartir vasos y jarras y un pesado silencio cayó sobre el grupo sentado a la mesa. Era la clase de silencio que invade una habitación cuando un grupo de chavales está planeando una broma pesada y la madre de alguno entra sin avisar: brusco, cargado de astucia y tan culpable como el infierno. Una idea dotada de una fuerza alarmante pasó por la mente de Josalyn y tuvo la impresión de estar atrapada en algún extraño juego infantil, un fingimiento terrible que había roto todas las barreras de la normalidad.

Una pesadilla que se había vuelto real…

«¿De qué están hablando? —le oyó gritar a su voz interior, y sus ojos se movieron velozmente examinando los rostros que la rodeaban—. ¿Vampiros? ¿Vampiros? ¿De qué diablos están HABLANDO?». Reprimió un escalofrío y clavó las uñas en la carne desnuda de sus brazos. El tipo que había dicho llamarse Danny se llenó la jarra de cerveza y abrió la boca para seguir hablando. Josalyn se volvió hacia él. Los ojos que había tras sus gafas de montura de alambre parecían distorsionados y demasiado grandes para su cabeza. Josalyn contuvo un sollozo que nadie pareció notar.

Y el abismo que había bajo sus pies se fue haciendo más grande.

—Empezó cuando fuimos a ver Nosferatu —dijo Danny hablando a toda velocidad—. Es una película de vampiros alemana dirigida por Werner Herzog, una película buenísima y… —Enseguida se dio cuenta de que nadie tenía ganas de oír sus comentarios sobre la película. Dejó escapar una risita nerviosa y siguió hablando—. Bueno, el caso es que los dos estábamos sentados en el cine… —movió la cabeza señalando a Claire, quien respondió con un asentimiento—, y de repente los dos tuvimos la misma idea, por increíble que parezca. Por aquel entonces ni tan siquiera nos conocíamos. Estábamos sentados el uno al lado del otro, nada más, y los dos tuvimos la misma idea al mismo tiempo.

—¿Y si hubiera un vampiro en el metro? —dijo Claire, recordando aquel momento.

Danny se rió —fue el único en hacerlo—, y siguió hablando:

—Sí, justo. En la película hay una escena donde Nosferatu llega a Inglaterra en un barco lleno de ratas. Eso nos hizo pensar en aquellos horribles crímenes del metro. ¿Os acordáis de ellos? Creo que ocurrieron el lunes por la noche o el martes por la mañana…

Esta vez todos asintieron salvo Josalyn y, por primera vez, Danny se dio cuenta de que tenía un pésimo aspecto, como si pudiera hacerse pedacitos en cualquier momento. Apartó rápidamente la mirada y siguió hablando con voz algo temblorosa.

—Toda la parte trasera del tren estaba llena de ratas. Al menos, eso es lo que dijeron los periódicos… Y a un tipo le habían abierto el cuello a mordiscos, como si hubiera sido atacado por un animal. Se supone que los vampiros son capaces de convertirse en muchas clases de animales. Lobos, por ejemplo…

—Pero ¿encontraron alguien a quien le hubieran chupado la sangre? —preguntó Allan, volviéndose hacia él para mirarle a los ojos.

—Bueno… No, pero…

—Bien, entonces, ¿por qué tuvo que ser un vampiro? Quiero decir que… No sé, creo que si fuese un vampiro tendría que haber como dos pinchazos gemelos en la vena yugular, ¿verdad? —Danny no dijo nada y Allan movió la cabeza en un hosco asentimiento de triunfo—. Mira, si quieres saber mi opinión, creo que tu teoría no tiene ni pies ni cabeza.

—Nada de todo esto tiene pies ni cabeza —dijo Ian con expresión pensativa—, lo cual no significa que no esté ocurriendo.

—Sí, pero…

—No sé, quizá fuera porque los dos estábamos flipados y establecimos alguna especie de asociación subconsciente —dijo Danny—. Pero, como ya os he dicho, los dos tuvimos la misma idea a la vez, y estuvo acompañada por un presentimiento muy fuerte, algo que no había forma de negar. Sabíamos que era verdad. Lo sabíamos, eso es todo. Y luego…

—¿De qué estáis hablando? —Josalyn se puso en pie de repente. Tenía las pupilas dilatadas e iluminadas por un brillo enloquecido; su rostro estaba enrojecido y su cuerpo temblaba de tal forma que cuando apoyó las manos sobre la mesa hizo vibrar todo el tablero de madera—. ¿Qué es toda esta mierda de vampiros? ¡No lo entiendo! ¿Qué tiene que ver esto con nada de lo que ocurre?

Nadie supo cómo reaccionar. Los labios de Ian articularon una exclamación muda y se reclinó en su silla. Danny la contempló en silencio, boquiabierto. Stephen tragó una masa de algo que sabía fatal y se encogió. Las cosas iban a ponerse todavía más desagradables. Lo presentía.

Finalmente, Claire extendió el brazo para coger a Josalyn de la mano y rompió el silencio.

—Te explicaré a qué viene todo esto —dijo con voz tranquila y tan controlada que casi daba miedo—. Mi compañera de piso fue asesinada la noche del viernes. La dejaron sin sangre y le arrancaron la cabeza. —Josalyn se estremeció violentamente, pero Claire siguió sujetándola por la mano—. Un rato antes vi al tipo con el que estaba. No le vi bien porque estábamos en un bar repleto de gente, pero pude distinguirle durante unos segundos.

—Y cuando me lo describió —añadió Danny—, me pareció que era el tipo al que había visto algunas veces con Stephen.

—Oh, Dios —murmuró Josalyn, dejándose caer contra el respaldo de su asiento mientras su rostro se ponía pálido—. Oh, Dios, oh, Dios…

—Y luego recordé que el día después de los crímenes del metro Stephen andaba buscándole —concluyó Danny.

—Ése fue el día en que me llamaste —dijo Josalyn hablando muy despacio y dejando caer las palabras como piedras. Se volvió hacia Stephen y le contempló con incredulidad—. Dijiste que había desaparecido y…, y que creías que estaba muerto…

—¿QUÉ? —rugió Joseph, dando un puñetazo sobre la mesa. Stephen casi salió disparado de su silla—. ¡Bastardo asqueroso! ¡No me lo dijiste!

Alargó el brazo para agarrar a Stephen del cuello y falló por un par de centímetros.

Stephen ya había apartado su silla de la mesa unos buenos treinta centímetros antes de darse cuenta de que se había movido. Ian cogió a Joseph por el brazo e intentó hacerlo retroceder. Estuvo a punto de conseguir que sus dos jarras de cerveza cayeran al suelo.

—¡Eh! —gritó Joseph, soltándose de un manotazo.

Durante un segundo muy largo y peligroso Ian y Joseph se contemplaron el uno al otro jadeando y con los ojos enrojecidos.

Stephen se levantó de un salto y se alejó de la mesa.

—¡Eh! —repitió Joseph.

Empezó a levantarse del banco, pero Ian le cogió del brazo por segunda vez.

—Deja que intente hacerle volver —dijo Ian. La ira había desaparecido de su rostro—. No me tiene ni la mitad de miedo que te tiene a ti. Todavía…

Después le dirigió una sonrisa llena de astucia, esperó a que Joseph se diera por enterado de ella y se marchó en pos de Stephen.

—Cristo bendito… —murmuró Allan.

Los demás se habían quedado sin habla. Joseph extendió la mano hacia el recipiente de la cerveza y volvió a llenar su jarra con expresión ceñuda, apurándola de un trago. Después volvió a llenarla y la dejó sobre la mesa, lanzando una mirada desafiante al resto de los presentes.

Y de repente Josalyn se echó a reír. Sus dedos se curvaron formando puñitos fláccidos. Los alzó elegantemente hasta su boca y se los llevó a los labios como si pudieran servirle para contener la risa. Tenía los ojos vidriosos y en ellos ardía una llama remota e irreal: hacían pensar en dos botones cosidos en el rostro de una muñeca. Cuando habló, su voz pareció brotar de un muñeco de goma apretado por una mano infantil.

—Así que Rudy es un… vampiro, ¿eh? —Una carcajada muy aguda escapó de su boca y una lágrima rodó lentamente por su mejilla—. Oh, estupendo. Es sencillamente fantástico. No me lo puedo creer… ¡No puedo creer lo bien que nos lo estamos pasando!

La risa se fue volviendo más potente e histérica. Joseph se miró las manos preguntándose si debería abofetearla. Acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo y volvió a vaciar su jarra de cerveza.

—Bueno, tío, ¿adónde pensabas ir?

Ian había alcanzado a Stephen en la entrada del local y le había puesto suavemente la mano en el hombro por detrás.

—Déjame en paz —gimoteó Stephen haciendo débiles esfuerzos por liberarse.

«Ahora comprendo lo que quería decir Joseph con lo de que este chaval es un gilipollas», pensó Ian, pero se lo guardó para él.

—Mira, tú eres el que nos ha hecho venir aquí, ¿no? —Stephen asintió, no muy convencido—. Bueno, supongo que no querrás salir corriendo de tu propia fiesta, ¿verdad?

Stephen le lanzó una mirada de soslayo cargada de terror.

—Sí, de acuerdo, Joseph es capaz de asustar a cualquiera. —Ian puso todas sus reservas de empatía en la voz—. Pero acaba de pasar por unos momentos muy duros (te costaría creer lo duros que han llegado a ser), y en realidad no quiere hacerte ningún daño. Lo único que quiere es encontrar a ese tal Rudy, ¿comprendes?

Stephen abrió la boca para decir algo, pero la cerró sin haber hablado. Por su cara parecía como si alguien acabara de meterle las pelotas en un plato de sopa hirviendo.

—Oh, vamos… —le apremió Ian—. Venga, dilo. No quiero pegarte ni nada parecido. Sólo quiero oír lo que tengas que contarnos. Eso es lo que todos queremos, nada más… Parece que tú sabes mucho más que ninguno de nosotros acerca de Rudy, y me encantaría que compartieras tus conocimientos conmigo y con los demás.

Stephen acabó apartando los ojos de sus pies y alzó la mirada hasta el rostro de Ian. Las lágrimas se agolpaban detrás de sus párpados, esperando el momento adecuado para brotar. Pero detrás del miedo y de la tristeza —y Ian tenía muy claro que eran dos factores a tomar en consideración—, había también un creciente elemento de confianza. Stephen había visto quién contuvo el brazo de Joseph antes de que éste lograra cogerle, y sabía que Joseph sólo escucharía a esa persona…, si es que era capaz de escuchar a alguien.

—No permitirás que me ponga las manos encima, ¿verdad? —le preguntó.

Era casi una súplica.

—No te tocará ni un pelo —dijo Ian, y esperó estar diciendo la verdad.

Stephen dejó que Ian le llevara de vuelta a la mesa. Ninguno de los dos se había fijado en la silueta que les observaba con un agudo interés desde la calle.

Allan se sentía muy incómodo. Ya se había sentido incómodo al entrar, se había ido sintiendo todavía más incómodo cuando Josalyn se echó a llorar por primera vez, y desde entonces su incomodidad había ido aumentando en progresión geométrica.

De hecho, lo único que podría haberle animado habría sido un telegrama personal de Dios informándole de que los últimos días habían sido una pesadilla y de que no tardaría en despertar. Eso, o el que todos los presentes admitieran al unísono que aquello había sido una broma, una farsa tan loca y carente de gracia que había exigido toda una semana de pasárselo fatal para llegar a su culminación.

Tal y como estaban las cosas, Allan no veía que ninguna de esas dos opciones fuera a asomar por el horizonte. Al contrario, estaba rodeado por personas que o tenían los tornillos flojos o habían entrado en La Zona Crepuscular caminando de puntillas. En cualquiera de los dos casos, aquello apestaba.

Y lo peor era que Ian y Joseph estaban metidos hasta el cuello en el asunto y no habría forma de conseguir que olvidaran toda aquella locura. No cuando acababan de encontrarse con tal cantidad de apoyo y afirmaciones… «Cristo —pensó, sintiéndose decididamente incómodo y desgraciado—, no podría contenerles ni aunque tuviera a mano seis metros de cadena y una pesa de diez toneladas».

Un silencio húmedo y pegajoso había caído sobre la mesa, roto esporádicamente por los leves sonidos que brotaban de los labios de Josalyn, quien en aquellos momentos parecía estar alternando los suspiros con los sollozos y las risitas. Tenía la cabeza enterrada en las manos, y temblaba mucho.

Joseph contemplaba su cerveza con el ceño fruncido tomando breves traguitos. De vez en cuando alzaba la cabeza para mirar hacia la dirección por la que habían desaparecido Ian y Stephen y volvía a clavar los ojos en sus manos. Sintió los ojos de Allan posados en él y alzó la vista durante una fracción de segundo; y Allan tuvo la impresión de que en sus pupilas había una leve disculpa mezclada con la rabia y la impaciencia habituales. Después Joseph volvió a apartar la mirada.

En cuanto a Danny y Claire, estaban contemplando la nada y en sus rostros no había ninguna expresión particular. Estaba claro que no se sentían muy a gusto. «¿Y quién va a sentirse a gusto sentado ante una mesa con alguien que está perdiendo la cabeza?», se preguntó Allan.

Sacó un pellizco de Capitán Black de su bolsita y lo metió dentro de su pipa, apisonándolo con dedos entumecidos que parecían pesar como el plomo. Toda la atmósfera de aquel lugar —la poca luz, la madera oscura, los fantasmales compases de la canción No temas a la Mujer de la Guadaña de Blue Oyster Cult que brotaban del tocadiscos—, parecía haber sido calculado para aumentar todavía más el aura tenebrosa que les envolvía.

Joseph se inclinó repentinamente hacia adelante y sus ojos brillaron con más fuerza. Allan se volvió a mirar y un segundo después Stephen tomó asiento junto a él. Ian le siguió con una sonrisa radiante en el rostro y le lanzó una mirada a Ian. «Tranquilo, tío. No vuelvas a empezar», decía la mirada. Joseph asintió casi imperceptiblemente. Ian volvió a sentarse en su silla.

—Bueno —dijo Ian—. ¿Dónde estábamos?

—Estábamos hablando de que Rudy es un vampiro, ¿verdad? —dijo Josalyn con voz notablemente tranquila y firme—. Estábamos sugiriendo que ha sido él quien ha matado a todas esas personas. —Se calló para tomar el primer y algo vacilante sorbo de su vino. El vaso tembló entre sus dedos. El esfuerzo que había tras aquella exhibición de control era evidente—. Bueno, creo que todo eso es verdad —siguió diciendo—. Ahora que habéis sacado a relucir el tema, creo que debe ser verdad. Rudy es un vampiro o algo muy parecido. Es una especie de monstruo. Tiene que serlo. De lo contrario no podría haber hecho… lo que hizo… Lo que me hizo. —Añadió aquella última frase como si acabara de pasarle por la cabeza. Había ido bajando el tono de voz hasta que ésta fue casi inaudible. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono más alto y firme que antes—. ¿Sabéis qué me ha hecho ese cabrón? —preguntó—. ¿Sabéis por qué estoy sentada aquí montando todo este numerito?

Un menear de cabezas con expresiones ceñudas, apremiándola a continuar. Josalyn tomó otro sorbo de su vino y siguió hablando:

—Llevo varias noches teniendo sueños. Sueños terribles; los peores que he tenido en mi vida. No recuerdo muy bien el primero, dejando aparte el que algo salió de la tumba y quería cogerme…

Todos los presentes se estremecieron de forma claramente perceptible.

—… pero recuerdo los de las dos noches últimas. Los recuerdo muy bien. —Su rostro se tensó en una sonrisa vengativa y llena de furia. Clavó los ojos en los blancos nudillos de sus delicadas manos convertidas en puños apretados. Todos la observaban con mucha atención, sin perderse ni uno solo de sus gestos o palabras—. Durante las dos noches últimas he sido violada y asesinada en mis sueños —dijo Josalyn, y Claire fue quien reaccionó de forma más violenta, dando un respingo—. He pasado por un auténtico infierno en sueños tan vividos que me despertaba gritando. Y mi gato…, mi gato… —No quería llorar, no quería permitirse aquella debilidad. Tensó el cuerpo y meneó la cabeza de una forma tan rápida como convulsiva, cambiando rápidamente de tema—. Bueno… El caso es que la noche pasada por fin vi su rostro. Sólo durante un segundo, justo antes de despertar, pero la imagen sigue estando muy clara en mi mente. Era…

—¡Bien, bien, bien! —dijo una nueva voz, y una mano muy fría dejó caer su peso sobre el hombro de Stephen—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Una fiesta?

Todos alzaron los ojos, sobresaltados. Josalyn se quedó paralizada en su asiento; sus pupilas se contrajeron hasta convertirse en dos alfileres que destacaban en un rostro súbitamente más pálido que el blanco de sus ojos, inyectado en sangre. Sus rasgos se aflojaron. Empezó a poner los ojos en blanco, como si hubiera perdido el control de los músculos. Se tambaleó en el asiento y acabó derrumbándose contra la pared, desmayada. Nadie se dio cuenta.

Todos estaban contemplando a Rudy Pasko con expresiones en las que había más o menos terror e incredulidad.

Ver a Rudy hizo que Ian y Allan experimentaran reacciones diametralmente opuestas. Allan sintió como todo su escepticismo se esfumaba en una fracción de segundo —al cuerno la lógica; ahora sabía que todo era cierto—, pero Ian echó una mirada a aquel rostro pálido y sonriente y sintió una vaga decepción. «¿Eso es todo? ¿No hay nada más?», se dijo a sí mismo.

La presencia de Rudy hizo que a Joseph se le pusiera la carne de gallina y se le erizara el vello. Era la clase de miedo que sientes cuando alguien surge de entre las sombras a tu espalda; un terror fugaz, pero, aun así, absolutamente abrumador mientras dura. Olió la muerte en el aire de una forma todavía más clara que Stephen.

Para Danny fue lo que habría esperado sentir si se encontrara repentinamente arrastrado al interior de uno de sus carteles de cine: la sensación de entrar en el reino de lo imposible, con los dos pies en el suelo y la cabeza suspendida a una altura que daba vértigo.

Y Claire pensó que Rudy estaba todavía más guapo que cuando le había visto en el bar.

Stephen parecía estar encogiéndose bajo el peso de aquella mano fría y aquellos ojos luminosos. Su rostro estaba pálido, tan pálido como el de Rudy. El vampiro le dirigió una burlona sonrisa del tipo aquí-no-pasa-nada, y Stephen casi se tragó la lengua.

—Bueno, Stephen, ¿qué ocurre? —le preguntó Rudy fingiendo auténtica preocupación—. ¡Creí que te alegrarías de verme! Umm…, ¿es que no vas a presentarme a todas estas encantadoras nuevas amistades tuyas? Stephen se limitó a contemplarle en silencio. Su rostro estaba tan blanco como una rebanada de pan Bimbo.

Joseph empezó a levantarse del asiento. Ian presintió que lo haría un instante antes de que se moviera e, instintivamente, hizo girar su silla para quedar de cara a Rudy. Una pierna salió disparada hacia la derecha haciendo tropezar a Joseph antes de que el hombretón hubiese separado el trasero tres centímetros de la silla. Joseph volvió a caer sobre ella dejando escapar un ligero jadeo. Ian le puso la mano en el brazo ejerciendo una leve presión para que no se moviera de la mesa, sin apartar los ojos ni un segundo del rostro de Rudy.

—Así que tú eres Rudy, ¿eh? —dijo—. He oído hablar mucho de ti.

Rudy miró a Ian, se volvió hacia Stephen y nuevamente hacia Ian. Sus rasgos, que se habían contorsionado de rabia durante un momento, se alteraron hasta adoptar una sonrisa calculadora.

—Vaya, Stephen, así que has estado hablando de mí, ¿eh? Sí, pensé que quizá lo harías. Qué falta de consideración por tu parte… —Sus ojos se clavaron en los de Ian durante un momento muy prolongado que casi hizo chisporrotear el aire. Ian no se encogió ni un milímetro—. Y tú te llamabas…

—Ian. Y sigo llamándome así. —Una mano extendida. Una sonrisa tan falsa y poco sincera como la de Rudy—. Encantado de conocerte.

Rudy contempló la mano durante un segundo, perplejo. «¿Quién coño se cree que es?», se preguntó, sin darse cuenta de que Ian estaba pensando exactamente lo mismo que él. Contempló la mano durante un momento más, pensó en aceptarla y acabó decidiendo pasar por alto aquel gesto.

—¿Y qué te ha contado de mí nuestro amigo?

—No nos ha contado una mierda —dijo Joseph con irritación. La idea de que alguien le impidiera actuar no le gustaba nada; ni aunque fuera su mejor amigo, ni aunque fuese por la mejor razón del mundo…—. Necesitábamos averiguar la verdad.

—Ah, ¿sí? —Rudy concentró su atención en Joseph y le contempló con frialdad—. ¿Y qué habéis averiguado?

—Oh, nada —dijo Ian—. Nada que no sepas ya, estoy seguro. Realmente, sólo son pequeñas tonterías carentes de importancia. —Su sonrisa estaba cargada de una dulce condescendencia. Sintió como la tensión se iba acumulando en su interior, igual que el vapor dentro de una olla, y disfrutó con cada segundo del proceso—. Nada demasiado interesante, créeme.

A Rudy no le hizo ninguna gracia. Fue como una bofetada en la cara; le dejó desorientado durante un momento, y cuando recobró el control estaba muy cabreado. Miró fijamente a Ian y cuando habló con voz sibilante en su rostro ya no había ni rastro de la sonrisa anterior.

—Eres un cabroncete muy listo, ¿eh?

Ian se inclinó hacia adelante y le lanzó una sonrisa maligna.

—Sí señor, ése soy yo —dijo, asintiendo con la cabeza—. Tus palabras han dado justo en el blanco, lo cual tiene mucho mérito viniendo de un mierdecilla viscoso con cara de gusano como tú.

—¿Qué? —Rudy enrojeció ligeramente. Un burbujeo de risas involuntarias recorrió la mesa, y Rudy repitió lo que había dicho—: ¿Qué?

—¡Eh, creía que tenías oídos de rayos X! —se burló Ian. Su sonrisa era tan grande que Joseph casi habría podido aparcar su camioneta en ella—. ¿Qué hay de todos esos poderes asombrosos que estábamos convencidos poseías? ¡No me digas que no tienes poderes! ¡Oh, no podría soportar oírtelo decir!

Se puso las manos sobre las orejas y torció el gesto en una mueca cómica, desorbitando los ojos.

Rudy estaba perplejo. No podía creer lo que estaba oyendo. La audacia de este ser humano excedía todos los límites. Sintió el deseo de poner sus manos sobre el rostro de Ian y estrellarlo contra el techo.

—Vas a lamentar esto… —empezó a decir.

—¡Oh, ya lo estoy lamentando! —La ferocidad de Ian se le había subido a la cabeza y estaba empezando a hervir como un líquido recalentado—. Créeme, hablo en serio. Cada vez que oigo comentarios sobre el gran monstruo malo que viola a las mujeres y las mata veo una imagen mental de alguien que es realmente impresionante, ¿comprendes? ¡Y ahora me encuentro con que he estado montándome películas yo solito! Es una gran decepción, puedo asegurártelo.

Josalyn empezó a recobrar el conocimiento en ese instante. Abrió la boca y dejó escapar un prolongado gemido. Todos los ojos se volvieron hacia ella, dándose cuenta por primera vez de que había estado inconsciente. El terror floreció en el corazón de Ian como una nube en forma de hongo. Rudy sonrió como debió de sonreír el hombre que acababa de descubrir que Aquiles era vulnerable en el talón.

—Te gusta. —Una afirmación burlona—. Veo que esa putilla reprimida te atrae, ¿eh? Bueno, permíteme hacerte una advertencia: le gustan los hombres que no tienen cojones ni voluntad. Le gustan los tipos blandos a los que pueda dominar…

—Ah, entonces supongo que tú debes gustarle un montón. —Ian se volvió hacia Rudy y en su rostro no había ni rastro de la sonrisa que había servido para enmascarar su ira—. Le gustan los sacos de mierda ambulantes que envían pesadillas para que se encarguen de hacerles el trabajo. Le gustan los chicos guapos con el pelo oxigenado, los dientes amarillos y montones de rímel en los ojos que están convencidos de ser lo peor que le ha ocurrido a la humanidad desde Atila el huno. Sí, ya veo cómo tiembla de deseo… —Dijo todo aquello sin elevar el tono de voz, con lo que sus palabras resultaron todavía más cruelmente audibles—. Oye, Señor Mierda de Más Allá de la Tumba, ¿por qué no te largas de una puta vez? ¿Por qué no tomas un bañito de sol y te pudres, como hizo tu última amiguita? ¿Por qué…?

—¡BASTA!

La voz de Rudy retumbó como un escopetazo en un sótano vacío. Hizo vibrar toda la atmósfera del local, ahogando las peleas a gritos que se estaban disputando al otro extremo de la barra, igual que el aterrizaje de un reactor engulliría el zumbido de un mosquito. Era imposible, el diafragma de Rudy no podía generar tal volumen de sonido… Ian lo supo y el sonido le hizo retroceder medio metro.

Y la temperatura alrededor de la mesa descendió diez grados en un segundo.

—Vas a morir —dijo Rudy.

La oscuridad se encendió como una repentina implosión de luz. La pestilencia de la muerte invadió sus fosas nasales y una calina verdosa de putrefacción se cernió en el gélido aire que les rodeaba. Ian se volvió hacia sus compañeros y el horror le golpeó como un martillo pilón; estaban muertos, con los cuerpos retorcidos en ángulos imposibles y la carne descolorida dejaba al descubierto músculos y tendones… Se llevó las manos a la cara en un impulso involuntario y las apartó un segundo después. Un alarido subió por su garganta y murió asfixiado antes de abandonarla.

Se miró las manos. Contempló los delgados cilindros blancos de hueso que asomaban por entre la maltrecha y agujereada carne de sus palmas. Durante un segundo su piel pareció ondular como si tuviera voluntad propia, y un instante después vio que eran gusanos, gusanos rechonchos de cuerpos blancos y grises que entraban y salían de él en una danza intemporal de nacimiento, consunción y muerte.

Su segundo grito ascendió hacia el techo, pisoteando el cadáver del primero en el trayecto hasta la boca. Su lengua le transmitió un sabor repugnante, como si acabara de dar un gran mordisco a algo podrido. Entonces se dio cuenta de que su boca estaba descomponiéndose, derrumbándose sobre sí misma, reptando con una pálida e hinchada vida que se alimentaba de carroña

Y cuando su grito hizo vibrar la atmósfera sintió como algo se agitaba detrás de sus ojos, ejerciendo presión sobre ellos.

Abriéndose paso.

Y no pudo ver nada. Y sus gritos se tensaron como un zarcillo que se descompone a toda velocidad. Y el horror húmedo rezumó sobre sus mejillas

… y de repente volvió a estar en el local, y los demás estaban vivos, y Rudy le contemplaba con una expresión estupefacta en el rostro. Las sensaciones regresaron en un torrente de sudor helado que pareció brotar de cada poro de su cuerpo. Se frotó los ojos y miró a Rudy, a sus compañeros, a la carne sólida y viva de sus manos.

—Oh, Dios —jadeó, y volvió a alzar los ojos hacia Rudy.

Nada más hacerlo comprendió que Rudy tampoco sabía qué había ocurrido; la confusa perplejidad que había en aquel rostro pálido y fantasmagórico quedaba histéricamente fuera de lugar.

—¿Qué diablos acabas de hacer? —graznó la voz de Joseph a su espalda.

Las flemas acumuladas en su garganta hacían que su voz sonara rasposa y la conmoción la había vuelto inexpresiva. El resto del grupo emitió un ahogado murmullo colectivo, por lo que Ian supo que todos habían visto… algo.

Los ojos de Ian se clavaron en el rostro de Rudy. Se echó a reír. Intentó controlarse, pero era tan inútil como intentar ponerle freno al déficit público.

—¡Es un mago! —exclamó, y las palabras brotaron de sus labios como banderines multicolores en una fiesta infantil—. ¡Eh, eh, mi-mirad cómo saco un conejo de mi so-sombrero! —Estaba riéndose tan fuerte que apenas si era capaz de hablar—. Na-nada en mi ma-ma-manga…, ja, ja, ja… ¡Y PRESTO!

Se derrumbó sobre la mesa con los ojos llenos de lágrimas y la risa estremeció su cuerpo.

Rudy retrocedió unos cuantos pasos, frunciendo el ceño como si no supiera qué hacer. Danny empezó a reírse suavemente. Los demás estaban tan aturdidos que no podían hacer nada salvo mirarles.

—¿Es que no lo entendéis? —Ian alzó la cabeza y sus ojos acuosos y enrojecidos se fueron clavando por turno en las pupilas de sus compañeros. Tenía el rostro tensado en una sonrisa tan exagerada que parecía irreal, como un payaso de pesadilla en un delirio febril—. ¡Oops! ¡No sé hasta dónde llega mi propia fuerza! —gritó, y volvió a reírse. Después se volvió hacia Rudy—. ¡Joder, tío, si no fueras tan capullo resultarías realmente aterrador! No tienes ni la más mínima idea de lo que acabas de hacernos, ¿verdad que no?

Rudy le devolvió la mirada con el rostro inexpresivo.

—¡No sabrías distinguir tu trasero de un agujero en la pared! —gritó Ian levantándose de un salto. Puso su mano sobre el pecho de Rudy y le empujó, haciendo que el vampiro retrocediera tambaleándose—. ¡Eres increíble, tío! ¡Eres la monda, en serio! Tendrías que buscarte una nariz de goma y hacerte llamar…, ¡el Conde Bozo, Vampiro de Primera!

Rudy retrocedió casi a ciegas, apartándose de él. Sus ojos enrojecidos se movían en la blancura del rostro como un par de pececillos en el fondo de un río. Sus pálidos labios se curvaron como para emitir un gruñido, pero el sonido que emergió de ellos carecía de fuerza. Rudy estaba totalmente a la defensiva; su cuerpo había perdido el equilibrio y su mente daba vueltas convertida en un torbellino enloquecido.

Ian ya le había hecho recorrer la mitad de la distancia que les separaba de la puerta, y seguía empujándole, clavándole el dedo en el pecho y haciéndole muecas obscenas.

—¡Venga, tío! —gritaba—. ¡Sal de aquí antes de que me hernie de risa!

Le propinó un último empujón y el vampiro casi cayó al suelo. Todo el mundo estaba mirándoles. Los espectadores gritaban burlonamente y lanzaban vítores irónicos, recordándole de una forma insoportable a la multitud del Cinema Village. Era el pobre señor Cuchillo Eléctrico, hecho pedacitos ante una multitud aullante, y no iba a tener ni la más mínima oportunidad de recuperar el control de la situación.

La rabia, el dolor y la confusión hervían detrás de sus ojos como la poción mágica en el caldero de una bruja. Se quedó inmóvil durante un momento sin saber qué hacer, acabó dando media vuelta y se abrió paso por entre la gente, deteniéndose en la puerta para mirar a Ian con una expresión mitad humillada y mitad vengativa. Un instante después había desaparecido.

Ian le vio marchar sin dejar de reírse histéricamente ni un segundo, pero el humor le había abandonado como el aire que escapa de una muñeca hinchable perforada por un alfiler. La risa se había convertido en algo casi convulsivo, como un ataque de hipo incontrolable, y las carcajadas le desgarraron el pecho mientras veía como Rudy desaparecía en la noche delante de sus ojos.

Durante un momento olvidó dónde estaba.

Y cuando logró recordarlo Ian Macklay se sintió extrañamente vacío y desorientado; como si él también hubiera descubierto un potencial oculto en su interior sólo para acabar comprendiendo que no tenía forma de controlarlo.

Ian volvió a la mesa y fue recibido por una docena de ojos en forma de luna que le miraron fijamente. Les dirigió una débil sonrisa y se dejó caer en su silla, pasándose la mano por los rubios mechones que el sudor había pegado a su frente. Le temblaban los dedos. Los curvó alrededor de su jarra y se quedó callado, contemplando la mesa como si quisiera perforarla con las pupilas.

—Ha sido realmente asombroso —dijo Danny.

Ian alzó los ojos, y vio que le estaba sonriendo y que movía la cabeza con franca admiración.

—Sí, de veras —añadió Allan. Él también estaba obviamente impresionado—. Joder, Ian, no sabía que fueras capaz de hacer cosas así.

—Oh, vamos… —replicó Ian, pero sentía que la cabeza le daba vueltas.

Miró a los demás intentando captar sus reacciones. Josalyn le miraba como podría haberlo hecho una niña después de ver a su papá realizando un milagro que estaba más allá del alcance de los míseros mortales corrientes. En el rostro de Stephen se veía la misma combinación de miedo, respeto y gratitud.

Joseph, por su parte, parecía bastante inquieto y preocupado. Ian se devanó los sesos durante un momento, vio como Joseph desviaba la mirada y acabó comprendiendo su actitud.

«No puede entender por qué se ha quedado sentado en su sitio sin hacer nada». Ian sonrió y asintió lentamente con la cabeza. «Está cabreado consigo mismo porque no ha hecho nada…, y puede que esté un poquito celoso de mí».

La única expresión que no lograba entender del todo era la de Claire. Ella también se negaba a mirarle a los ojos; y no la conocía lo bastante bien para comprender cuál era el significado de esa negativa.

—¿Podéis creerlo? —dijo por fin—. Me refiero a la forma en que salió de aquí con el rabo entre piernas… Eso sí que fue increíblemente extraño. —Meneó la cabeza y tomó un trago de cerveza largamente esperado—. Me asombra que no me matara.

—Rudy no puede soportar que le humillen —dijo Josalyn. Su rostro había recobrado un poquito de color y en sus rasgos había algo más de energía que antes—. Si hay algo que no puede soportar es que alguien ponga el dedo en la llaga de sus debilidades. Le vuelve loco. Se cree tan condenadamente perfecto… —Se calló y se miró las manos—. Por eso me odia tanto.

—¿Por qué?

La pregunta venía de Allan, que acababa de inclinarse hacia adelante apuntándola con la boquilla de su pipa. La pipa se le había apagado durante el altercado, y volvió a encenderla mientras hablaba.

—Porque… la noche en que desapareció tuve una gran pelea con él. En mi apartamento. Habíamos estado… saliendo juntos durante cierto tiempo. —Evitó cuidadosamente los ojos de Ian—. Empezó a tratarme mal. Le encantaba tratar mal a la gente. Y cuando las cosas llegaron a cierto punto decidí que no lo aguantaba más, así que empecé a devolverle la pelota. Le dije lo que pensaba de él. Le dije que emocionalmente era un crío de ocho años; un capullo egoísta al que le importaba un comino que alguien saliera perjudicado mientras él consiguiera salirse con la suya.

Se quedó callada y sacó un cigarrillo del bolso. Allan se encargó de encendérselo.

—Se enfadó muchísimo. Yo me enfadé todavía más. Quiero decir que…, bueno, me pasé un buen rato gritándole y gritándole, y acabé comprendiendo que no sabía qué hacer. No podía reaccionar.

—Le encanta maltratar a la gente pero no soporta que le maltraten a él.

Joseph saboreó aquella idea durante unos instantes con las cejas enarcadas. Ian le observó con una sonrisa, viendo como la mente de Joseph convertía aquel rasgo de Rudy en una ventaja.

—Bueno, ¿y qué ocurrió? —preguntó Allan, instándola a continuar.

—Le dije que se largara de mi apartamento —replicó ella—. Y se largó.

—Uf. —La simplicidad de aquella respuesta hizo que Ian la contemplara con los ojos muy abiertos. Miró a Allan y se encogió de hombros. Allan imitó su gesto—. Bueno, ¿qué hacemos ahora? ¿Matarle a insultos?

—¿Ponerle en ridículo hasta que decida largarse de Dodge City? —exclamó Allan, y todos rieron nerviosamente.

—Tenemos que matar a ese hijo de perra —gruñó Joseph—. Eso es lo que tenemos que hacer… Tenemos que meterle en una tumba y asegurarnos de que se queda allí, y tenemos que hacerlo deprisa. Esa es la razón por la que he venido aquí esta noche, para averiguar si alguien estaba dispuesto a ayudarme. —Sus ojos recorrieron la mesa—. Lo que quiero decir es… Bueno, ahora mismo tendríamos que estar ahí fuera, persiguiéndole.

—Vamos, Joseph… —dijo Ian—. No tenemos ninguna herramienta. Dudo mucho que alguno de nosotros lleve encima ni tan siquiera una cruz. —Miró a su alrededor, pero nadie se sacó un crucifijo del bolsillo—. ¿Ves? Puede que tú fueras capaz de hacerle pedazos con las manos desnudas, pero eres el único.

—Esto es una locura —gimió de repente Stephen—. No tiene sentido, es una auténtica locura.

—Ah, veo que te has dado cuenta —replicó Ian.

—¿Por qué no nos limitamos a llamar a la policía o algo así?

El rostro de Stephen estaba muy pálido y tenso, y tenía los ojos desorbitados. Parecía un Peter Lorre que se hubiera perdido en el laberinto de los espejos y estuviera inmóvil ante el espejo cóncavo que convierte en palos a los tipos con forma de patata.

—¿Cómo? ¿Y perdernos una cacería de vampiros? —jadeó Danny como si no pudiera creer lo que oía. Sus ojos centelleaban con un brillo alegre tras el grueso cristal de sus gafas—. No creo que quieras perderte algo semejante, ¿verdad que no, Claire?

Claire meneó la cabeza en un gesto lleno de firmeza, pero sus ojos estaban muy lejos.

—Oye, idiota, no quiero oírte decir esa clase de tonterías —gruñó Joseph dirigiéndose a Stephen—, y menos después de lo que ha ocurrido esta noche. Joder, si tuvieras que esperar a que la policía te protegiera ese tipo ya estaría tomándote las medidas para un ataúd.

—Y aparte de eso ya le están buscando —añadió Ian—. Al menos, están buscando al Psicópata del Metro. Y si les decimos quién y qué es…, ¿os parece que nos creerían? —Dejó escapar una carcajada melancólica—. Entrarían en cualquiera de nuestros apartamentos, encontrarían un poco de droga y antes de que os dierais cuenta os estarían dando palmaditas en la cabeza y poniéndoos las esposas. «Oh, sí, chico, claro que sí… Vampiros, ¿eh? Anda, dinos dónde has comprado esta mierda y procuraremos no ser demasiado duros contigo».

—Ni hablar —dijo Joseph poniendo mucho énfasis en sus palabras—. Tendremos que encargarnos de él personalmente. Habrá que tenderle unas cuantas trampas y acabar con ese cabrón.

—Bueno, ¿quién está con nosotros? —preguntó Ian—. ¿Allan?

—Estoy pensando —replicó Allan.

Se tiró de la barba con una mano y se llevó la pipa a los labios con la otra mientras clavaba los ojos en la nada.

—Yo estoy con vosotros —dijo Josalyn de repente. La vieja decisión (una confianza en sí misma que ninguno de ellos había visto antes) insufló fuego y pasión en sus palabras—. Quiero verle muerto. No quiero… seguir teniéndome que preocupar por él.

Ian la miró a los ojos y, una vez más, la chispa recorrió la distancia que les separaba. Esta vez no fue acompañada por ninguna sacudida oh-Dios-mío-será-verdad. Era una conexión pura y firme, totalmente libre de estática, y los dos la mantuvieron durante unos segundos intemporales y carentes de perímetros, uniendo sus mentes en un lazo sin palabras.

. La palabra llegó de repente sin haber sido solicitada. . Hizo falta un momento nuevamente incrustado en el tiempo para que comprendieran que no había salido de ninguno de los dos.

—Sí —estaba diciendo Allan—. Estoy contigo, jefe. Tomaré parte en el juego.

Sólo faltaba Stephen. Stephen, que temblaba entre la espada y la pared, con Rudy Pasko a un extremo y Joseph Hunter al otro… «Junto con todos los demás», pensó, sintiendo el lazo que empezaba a unirles. Sintiéndose muy alejado de él. Sintiéndose muy, muy solo… Y preguntándose de repente por qué tenía que ser así.

—De acuerdo —dijo por fin, y hasta sus oídos tuvieron la impresión de que era la voz de un desconocido, una parte de sí mismo que sólo ahora empezaba a emerger bajo la luz—. De acuerdo. Podéis contar conmigo.

Mientras, la red se cerraba.

Sobre todos ellos.