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En la pantalla alguien estaba siendo destripado con un cuchillo eléctrico. Montones de sangre. Montones de intestinos salpicándolo todo. El público gritaba, se reía y abucheaba al asesino mientras la pobre víctima aullaba y se debatía frenéticamente, con un fondo de sintetizadores mal programados haciendo vibrar la atmósfera con lo que, en teoría, era un acompañamiento musical.

La película se llamaba Banquete sangriento. Banquete sangriento había hecho honor a su nombre y la acción había ido avanzando a una velocidad desenfrenada, sirviendo nuevos cuerpos que mutilar con intervalos de cinco minutos escasos. Cabezas reventadas a martillazos. Ojos convertidos en papilla mediante una batidora de huevos. Torsos colgando de ganchos para reses. Cerebros al soufflé. Pastel de riñones.

Rudy estaba empezando a sentir un apetito feroz.

Estaba sentado en el anfiteatro del Cinema Village, que llevaba toda la semana proyectando un ciclo de películas consagradas a las psicopatías y las degollinas. Clásicos eternos como Desmembrando a mamá y Escupo sobre vuestra tumba, Los mutiladores sangrientos o lisa, la loba de las SS, reunidos en un mismo local para siete días de putrefacción cinematográfica. El ciclo suponía una considerable desviación del tipo de cine habitual en aquella sala —Woody Allen, Monty Python, Stanley Kubrick y Federico Fellini—, pero contaba con su público de tipos raros y aficionados al género que pagarían sus buenos dólares para verlo.

Rudy tenía sentadas delante a dos de esas criaturas: dos bolas de manteca con la cara llena de granos, el cabello grasiento y gafas de montura de concha con cristales más gruesos que la ventanilla blindada de un banco. Sus labios no habían parado de moverse engullendo palomitas de maíz y sus voces quejumbrosas habían ido emitiendo continuas críticas con las bocas todavía llenas. Eran la clase de personas que te hacen sentir deseos de romperles la cara en cuanto las ves.

Pero Rudy tenía una idea mejor.

La víctima del cuchillo eléctrico ya había quedado reducida a picadillo; el público se había calmado y la cámara se había alejado para investigar otros asuntos. Un suave zumbido de música ostensiblemente aterradora le hacía de telón de fondo, y la cámara acabó encuadrando la puerta de un armario que se fue abriendo lentamente, en silencio.

Una sierra mecánica asomó tímidamente su cabeza multidentada por la abertura.

—¡Oh, Dios! —gimió el aficionado gordo y grasiento de la derecha—. ¿Es que no son capaces de hacer nada original? ¡Realmente, esto ya es el colmo!

Rudy sintió como si tuviera la garganta a punto de reventar.

—Bueno, tengo que admitir que nunca había visto cómo le sacaban los ojos a nadie con una batidora de huevos —dijo el de la izquierda con un desprecio burlón.

—Pero ¿una sierra mecánica? ¡Hombre, venga ya! ¡Dios!

Se metió otro puñado de palomitas de maíz en la boca.

«Cierra el pico, gordo cabrón. No te aguanto. Hablo en serio». Rudy tenía la sensación de que su estómago se había convertido en un hueco recubierto de fango viscoso. Se lo aferró con dedos fríos y temblorosos y empezó a mecerse hacia atrás y hacia adelante, intentando soportar los próximos segundos sin perder el control.

Pero la sierra mecánica emergió de la abertura en toda su longitud sin el más mínimo sonido. El zumbido de la música fue aumentando lentamente de volumen: demasiado despacio. Pequeñas bolsas de gruñidos impacientes hicieron vibrar la atmósfera cargada de humo. Rudy apretó los dientes y dejó escapar un prolongado y tembloroso suspiro. El momento pareció prolongarse eternamente.

—Esto es lo que pasa por suspense en una Serie Z —murmuró el segundo aficionado, dándoselas de listo.

Y de repente la sierra mecánica cobró vida con un rugido atronador. El asesino del cuchillo eléctrico giró sobre sí mismo con el tiempo justo de ver como la hoja dentada le rebanaba la parte superior del cráneo. La sangre brotó como la pintura de una lata volcada. El asesino gritó. La multitud gritó con él.

El volumen global era más que adecuado. Rudy se inclinó hacia adelante justo cuando el primer aficionado retrocedía con una mueca de asco involuntario. Cogió un mechón de sus grasientos cabellos y tiró de la gorda cabeza hasta hacerla reposar sobre el asiento, tensando la garganta y dejándola al desnudo.

Y, sin vacilar, localizó la carótida y empezó a dejarla seca.

El amigo del chico que agonizaba ni se enteró. Sin quererlo, estaba totalmente absorbido contemplando el espectáculo de cómo la cabeza de un hombre era aserrada en dos mitades de un solo y limpio barrido en vertical que terminó a la altura del esternón. Las dos mitades de la cabeza cayeron hacia cada lado y quedaron colgando como húmedas gallinas de goma de los restos del cuello. Como exhibición, no estaba nada mal.

El segundo aficionado se disponía a hacer algún comentario al respecto cuando una mano muy fría le cogió por la base del cuello y apretó. Lo que salió de su conducto respiratorio fue sólo aire, un ruidoso estallido de aire que parecía un pedo ahogado por un montón de mantas. Sus gruesos labios se agitaron impotentemente en aquella leve brisa. Los dedos que rodeaban su cuello aumentaron la presión.

Y, muy lentamente, empezaron a hacer girar su cabeza.

Mrgmph —logró decir, con sus ojos de vaca desorbitados y brillando a causa de las lágrimas.

Sus pupilas captaron un fugaz atisbo del muerto rostro de su amigo; la carne hinchada y blanca como el hueso, la mandíbula humedecida y fláccida, los ojos que reflejaban el delgado haz luminoso emitido por la cabina del proyeccionista con un resplandor apagado… Tuvo el tiempo suficiente para comprender lo que veía antes de que una segunda mano pasara sobre su hombro derecho para cogerle por el lado izquierdo del rostro.

—Eh, cara de pus —dijo una voz a su espalda, un siseo que entró directamente por su oído—. ¿Qué te parece esto? ¿Te asusta?

Un leve gorgoteo brotó de la garganta cruelmente oprimida.

—Me he dado cuenta de que la película no ha conseguido asustarte lo más mínimo.

La mano que sujetaba su rostro empezó a ejercer presión haciendo girar la cabeza hacia la izquierda, mientras la otra mano mantenía inmovilizado su cuello. Algo hizo ping en la base de su cráneo y un rayo de dolor al rojo blanco recorrió todo su cuerpo.

Se retorció hasta quedar de lado, consiguiendo aliviar la presión durante un momento. Alzó las rodillas golpeando la carne muerta que tenía al lado haciendo que perdiera el equilibrio; el cadáver se volcó como si fuera una bolsa de basura demasiado llena. El chico la empujó débilmente, intentando impedir que cayese sobre él. Un gemido a medio nacer se retorció en su tembloroso diafragma.

Un instante después la presión ya le había hecho girar del todo, dejándole con la cara hacia la parte posterior del cine. Logró tragar una última bocanada de aire antes de que las manos se cerraran sobre su garganta, aislándole del oxígeno tan efectivamente como una bolsa con cremallera.

Rudy le sonrió; sus narices estaban separadas por escasos centímetros de distancia. Sus colmillos eran muy largos y se hallaban recubiertos por vainas de oscuridad, como las puntas de las plumas estilográficas. Sus ojos eran estanques donde bailaban las llamas.

—Quizá tengas ganas de hacer algún otro comentario crítico —murmuró, y sus manos apretaron con toda la fuerza que poseían.

Mrgmph —intentó decir el aficionado, pero ya no tenía aliento para nada.

Sus ojos se ocultaron bajo los párpados que iban poniéndose púrpura. Sus mejillas se curvaron como globos. Sus granos se hincharon y se fueron volviendo más oscuros. Todo él parecía un grano inmenso a punto de reventar.

Rudy apartó la vista durante un segundo, atraído por un movimiento súbito en la pantalla. El señor Sierra Mecánica seguía concentrado en su labor, haciendo trocitos del pobre señor Cuchillo Eléctrico. Ya le había cercenado los cuatro miembros, y éstos se movían débilmente por el suelo en una grotesca parodia de lo que ocurría realmente en el asiento delantero. Una frase de un libro acudió a la mente de Rudy, algo sobre cómo la vida imitaba al arte, y contuvo una risita antes de volver a ocuparse de lo que tenía entre manos.

Una espuma oscura y burbujeante había aparecido en las comisuras de los labios del chico gordo. Su lengua, gruesa y cada vez más negra, asomaba estúpidamente de la boca. Una ventosidad semilíquida brotó de su opulento trasero: sus tripas acababan de esparcir todo cuanto contenían sobre sus pantalones de pana. Un último espasmo hizo temblar su cuerpo como si fuese gelatina sobre un trampolín.

Un instante después todo había terminado.

Rudy le fue soltando poco a poco, procurando no mancharse cuando la garganta se abrió lo suficiente para beber. Y, naturalmente, un chorro de líquido espeso cayó al suelo junto a él. Rudy apartó las piernas con el tiempo justo. Acabó dejando el cadáver apoyado en el respaldo de su asiento y lo soltó.

El cine se había quedado repentinamente casi en silencio. Una rápida mirada hacia arriba le reveló que la película había dado comienzo a una nueva escena, una desde el punto de vista de una mesa con ruedas que avanzaba por un pasillo muy largo y oscuro. Rudy clavó los ojos en la pantalla, reclinándose en su asiento y dejando escapar un suspiro de satisfacción. Se sentía mucho mejor que antes. El primer chico ya había sido toda una cena y media.

Al final del pasillo había una puerta con una ventanita ovalada en el centro. Una luz azul claro se filtraba por el cristal. Rudy aprovechó la fracción de segundo antes de que la mesa entrara en contacto con la puerta para examinar su cara y sus manos, asegurándose de que no estaban manchadas de sangre. No lo estaban. Su pulcritud le complació.

«Estás mejorando —se dijo—. No paras de mejorar».

La puerta se abrió bruscamente y la cámara entró en un gran salón de banquetes. Un gran número de caníbales masticaban sus órganos favoritos. Evidentemente, era el banquete sangriento tan pregonado por la publicidad de la película. Los chillidos y la aguda hilaridad subsiguiente hicieron sonreír a Rudy.

El asesino de la sierra mecánica apareció en pleno centro de la pantalla, inclinándose sobre la mesa que acababa de llevar a la sala de banquetes. Le quitó la tapadera a una gran bandeja circular, y allí estaba la cabeza del señor Cuchillo Eléctrico —aparentemente, las dos mitades habían vuelto a ser unidas con pegamento—, con una manzana roja en la boca.

Rudy decidió salir del cine. Le habría encantado quedarse y ver el resto de la película, pero el olor de los excrementos ya empezaba a esparcirse por el aire. Se puso en pie y se dirigió hacia la escalera. Mientras lo hacía, vio que todo el mundo seguía en sus asientos, observando fijamente la pantalla.

«Nunca me había dado cuenta de que ir al cine podía ser tan divertido», pensó, riendo en silencio, y empezó a bajar la escalera.

A su espalda atronaban los gritos y risas de la multitud, una dulce música para sus oídos.