El teléfono sonó.
Primera hora de la tarde. Las mismas tareas de antes esperaban el momento de ser completadas, pero Stephen estaba más lejos que nunca de terminarlas. Más platos. Más ropa sucia. Un párrafo de algo nuevo —un relato de terror, lo que no era nada típico de él—, había dejado un nuevo ejemplo de prosa inacabada encima de su escritorio.
Y ahora el teléfono estaba volviendo a sonar. Otra vez.
Stephen se levantó de la cama y fue hacia el teléfono con paso vacilante y atemorizado. El estéreo estaba puesto al máximo de volumen y Scary Monsters de David Bowie hacía vibrar la atmósfera de la habitación. Stephen fue hacia él para bajar el volumen y se quedó inmóvil ante el aparato. «No pasa nada —le dijo su mente—. No es Rudy. No hay nada que temer…».
El teléfono volvió a sonar. Su mano se tensó sobre el mando del volumen y se apartó bruscamente de él.
—Idiota —murmuró, avergonzado de su cobardía.
Aun así, el teléfono sonó dos veces más antes de que lograra reunir el valor suficiente para responder.
—¿Sí? —dijo, intentando ocultar el temblor de su voz.
—¿Stephen?
No logró identificar la voz, y aquello hizo que Stephen sufriera un leve ataque de desorientación que sólo duró unos instantes. «Bueno, al menos no es Rudy», se dijo, y su mente lanzó un suspiro de alivio.
—Sí —dijo, y añadió—: ¿Quién es?
—Soy Danny, de MOMENTOS, CONGELADOS.
—¡Ah! —El suspiro interior logró abrirse paso hasta sus pulmones. Stephen dejó escapar una risita algo enloquecida y añadió—: Eh…, ¿qué puedo hacer por ti?
—Bueno, yo…, esto… —Oyó como Danny se aclaraba la garganta desde el otro extremo de la línea—. Quería hacerte unas preguntas sobre algo…, algo realmente muy extraño.
—¿Sí? —La forma en que Danny pronunció la palabra «extraño» hizo que Stephen se tensara de repente—. ¿De qué se trata?
—Bueno, es algo relacionado con tu amigo. El que desapareció. —Durante el silencio que se produjo a continuación Stephen casi se tragó el extremo del auricular que tenía pegado a los labios—. Sabes a quién me refiero, ¿no? Nunca consigo recordar su nombre…
—No.
Stephen oyó como la palabra salía de su boca, pero no la creyó.
—Oh, vamos. El artista de las pintadas. Bart Simpson el negro con rímel en los ojos. ¿Cómo se llama?
Stephen no respondió. El auricular tembló en su mano. Sintió un impulso abrumador de colgarlo y dejarlo fuera del gancho, quizá incluso de arrancar todo el aparato de la pared. Logró resistir el impulso, pero no logró escapar a su poder. Al menos, no del todo.
—¿Stephen? —En la voz de Danny había un leve matiz de desesperación—. Eh, tío, ¿sigues ahí? ¿Te encuentras bien?
«No —pensó Stephen apretando los dientes y cerrando los ojos, sujetando todavía con más fuerza el auricular y sintiendo la presión asfixiante que le agarrotaba el corazón y los pulmones—. No, no me encuentro nada bien —gritó una vocecilla dentro de su cabeza—. Me estoy volviendo loco».
La voz con que le hablaba al mundo siguió guardando silencio.
—¡Stephen! ¡Cristo! —chilló Danny—. ¿No me oyes? ¿Qué…?
—Sí, te oigo —logró decir por fin—. Te oigo, Danny. Yo… Lo siento, yo…
—¿Qué te ocurre?
Danny había hablado en voz más baja y casi una octava más ronca. Estaba preocupado, y a Stephen le pareció que la preocupación no estaba sola, sino que iba acompañada por una cierta suspicacia. Stephen luchó con las palabras que intentaban salir de sus labios. Dos mensajes en conflicto trataban de imponerse el uno al otro: «Estoy estupendamente. ¿Rudy quién? Déjame en paz», era uno; «Me estoy volviendo loco. ¿Qué sabes de Rudy? Por favor, ayúdame», el otro.
Ninguno de los dos salió vencedor.
—Yo…, yo… —tartamudeó Stephen con la voz a punto de quebrarse—. Ahora no puedo hablar contigo. Ya te llamaré más tarde. Lo siento.
—¡Espera, espera! Sólo quería preguntarte…
—Ya te llamaré. Te lo aseguro. Dentro de un par de minutos.
«Tengo que colgar —le advirtió enfáticamente su cerebro—. Tengo que colgar ahora mismo».
—Stephen, espera un minu…
Stephen colgó el auricular.
—Dios —gimió sin soltarlo.
El teléfono volvió a sonar.
Stephen lanzó un grito y dio un salto hacia atrás. Su mano levantó el auricular de forma automática. Stephen lo contempló, aturdido y horrorizado, como si el auricular acabara de transformarse en un cartucho de dinamita con la mecha encendida. Después se lo llevó al oído. Despacio, muy despacio.
—¿Sí? —graznó con voz temblorosa.
—¿Stephen?
La voz apenas si era más que un susurro. No la reconoció; pero en ella había algo con lo que su mente estableció una conexión casi automática. Era un terror muy parecido al suyo, sólo que todavía más incontrolable.
—¿Con quién hablo? —preguntó y, sin darse cuenta, también bajó el tono de voz.
—Oh, Stephen… —dijo la voz, y se desintegró en una serie de sollozos que partían el corazón.
Stephen no sabía qué hacer. Seguía sin conocer la identidad de la persona que le llamaba; le parecía que en toda su vida jamás había oído una voz semejante. Era la voz de una colegiala que había visto como sus padres eran despellejados vivos y que había envejecido diez mil años en un instante de horror.
Siguió con la oreja pegada al auricular, temblando de impotencia. La mujer estaba llorando —quien le llamaba era una mujer, al menos de eso sí estaba seguro—, y siguió llorando durante unos buenos tres minutos antes de que ninguno de los dos pronunciara una sola palabra. Las palabras llegaron por fin. Venían del otro extremo de la línea, y habían sido pronunciadas en un gemido quejumbroso, un sonido cargado de una desolación tan absoluta que nada más oírlo Stephen tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar.
—… por favor, ayúdame…
Y en ese mismo instante Stephen supo con quien estaba hablando. El conocimiento llegó a él como el borde aserrado de un inmenso cuchillo para cortar el pan, un frío acero que rechinó a lo largo de su columna vertebral con una indiscutible seguridad: sí-ahora-has-muerto, decía aquel rechinar. Llegó con un chasquido casi audible de su mente, como el ruido de la puerta metálica de la morgue al cerrarse. Llegó como un murmullo que resonó en sus oídos. «Oh, Dios, va a por nosotros dos», decía el murmullo.
—¿Josalyn? —preguntó, y su voz apenas fue más que un débil siseo en el auricular. Los sollozos que llegaban del otro extremo de la línea se intensificaron repentinamente y Stephen casi pudo verla sentada en su apartamento, incapaz de hablar, asintiendo con la cabeza y clavando los ojos en su ciego teléfono. La pregunta siguiente se presentó de forma automática antes de que hubiera podido pensar en lo que decía—. ¿Qué te ha hecho?
Los sollozos del otro extremo de la línea se calmaron tan deprisa como habían nacido, debilitándose hasta convertirse en un hilillo de suspiros y gemidos. Stephen sintió como Josalyn hacía acopio de fuerzas para hablar. Oyó como carraspeaba, vacilaba y volvía a carraspear.
Esperó.
—Va…, va a matarme, Stephen. —Las palabras parecían haber salido de su garganta obligadas por la pura fuerza de la necesidad. La lucha que ocultaban resultaba espantosamente clara y perceptible—. Sé que ha sido él. Mató…
—¿A quién ha matado?
Faltó poco para que fuese un grito.
—¡Ha ma-matado a m-mi gato! —gritó Josalyn, y una nueva oleada de sollozos brotó de su garganta. Josalyn intentó contenerlos y siguió hablando—. Ha ma-matado a Nigel y…
—¿Tu gato? —Stephen se echó a reír; la risa era un sonido cruel y horrible que parecía…, no, nada de parecía, aquel sonido tenía que salir de otra boca que no era la suya. La risa le aterrorizó y siguió aterrorizándole mientras brotaba de él como la sangre de una arteria seccionada—. ¿Me llamas porque tu maldito gato…?
Las carcajadas se volvieron tan fuertes que le impidieron seguir hablando.
Un silencio aturdido desde el otro extremo de la línea. Una seca aspiración de aire que pareció durar eternamente, pero que en realidad sólo duró un segundo.
Y después llegaron los gritos.
—¡LE HA ROTO SU JODIDO CUELLO! —Ahora parecía una madre llorando sobre el cadáver de su hijo. La risa de Stephen se cortó en seco y una fría pátina de sudor empezó a brotar de sus poros—. ¡LE HA ROTO EL CUELLO Y LE HA ARROJADO A LA OTRA PUNTA DEL MALDITO APARTAMENTO! ME DESPERTÉ Y…
—Espera un momento. —Stephen descubrió que estaba agitando una mano como para apartar todas aquellas telarañas mentales—. Espera un momento. ¿Quieres decir que Rudy entró en tu apartamento y…?
Josalyn guardó silencio durante el tiempo suficiente para que su voz perdiera un par de decibelios de potencia.
—Fue un sueño, Stephen. En mi sueño estaba ocurriéndome a mí. Pero…
—Oye, ¿qué clase de tonterías…? —empezó a decir, sintiendo como la primera y horrenda burbuja de risa subía a la superficie y reventaba.
—… pero cuando desperté Nigel estaba…, estaba volando por los aires y…, y había toda esa sangre y… —Su voz volvió a confundirse con los sollozos, y Josalyn apenas si fue capaz de seguir hablando por entre ellos—. Todavía no puedo…, no consigo…, tocarle…
Stephen se había quedado tan callado e inmóvil como una cabeza disecada de alce clavada en la pared. El único sonido de la habitación era la angustia de Josalyn brotando del auricular mientras Stephen intentaba poner algo de orden en el confuso torbellino de sus pensamientos.
La ira había vuelto al infierno del que salió, fuera cual fuese ese lugar; otro extraño fenómeno, otra pieza que encajar en el rompecabezas formado por el resto de acontecimientos recientes en una vida que había perdido súbitamente toda la cordura. Muertes en el metro. Cadáveres que salían tambaleándose de los túneles, o rumores que hablaban de ello. Un amigo que desaparecía misteriosamente para volver convertido en un chupador de pañuelos ensangrentados con cara de muerto y ojos enrojecidos, alguien que le hacía misteriosas y aterradoras llamadas telefónicas en plena madrugada.
Y que, al parecer, también era capaz de enviar sueños que causaban la muerte.
Era un rompecabezas que no debería poder juntarse, como un modelo de la cascada de agua dibujada por M. C. Escher en la que el agua cae y cae hasta que vuelve a llegar arriba del todo. No, era imposible, aquellas piezas no podían encajar. Aquello no podía tener ni el más mínimo sentido, fuera el que fuese.
Pero sí lo tenía. De repente, de una forma extraña e incomprensible, todo aquello tenía sentido. Y la habitación en la que se encontraba se volvió terriblemente fría.
—Oye, Josalyn —dijo por fin—, no sé qué está pasando, pero sí sé que hay algo que anda espantosamente mal y… —¡NO ME JO-JO-JODAS!
Su risa aguda e histérica se abrió paso a través de las palabras de Stephen y sus propias lágrimas como un picahielos a través de un albornoz.
—No, no —farfulló Stephen, poniéndose a la defensiva. Sintió una punzada de incomodidad y luego otra de ira, y las dos desaparecieron barridas por el recuerdo de su cruel carcajada de hacía tan sólo unos momentos. Se lo tragó todo y siguió hablando—. No eres la primera persona que me dice algo raro sobre Rudy en las últimas cuarenta y ocho horas. Y yo…, yo mismo he tenido una experiencia con él…
—Tú… ¿Qué?
Aquello pareció hacerla callar durante unos segundos. Stephen dejó que una sonrisa extrañamente triunfante iluminara sus rasgos antes de seguir hablando.
—La noche del viernes. Yo… Me lo encontré en el metro. Estaba… —Intentó dar con las palabras más adecuadas y acabó optando por un compromiso—. No sé qué le ocurre, pero es algo muy grave. No sé qué es, pero estaba… Oh, mierda. Escucha, creo que esta noche debes conocer a un par de personas. —Su voz había cobrado una seguridad en sí misma tan extraña y difícil de explicar como la carcajada de antes. Quizá fuera fruto del plan que acababa de presentarse inesperadamente en su cerebro, perfectamente formado y listo para ser puesto en práctica—. Son las personas que han estado hablando conmigo. Ya te he dicho que no entiendo nada de todo este lío, pero si se trata de algo tan grave como parece ser quizá debamos averiguar qué está pasando.
Silencio desde el otro extremo de la línea.
—¿Josalyn? —No obtuvo respuesta, y eso le puso muy nervioso—. Josalyn, ¿estás ahí?
Otro silencio. Y después, con la vocecita de una niña asustada:
—Tú no…, esto no es… No es una trampa, ¿verdad? Quiero decir que…
—No. No, te lo juro por Dios. No lo es.
Ni tan siquiera había pensado en aquella posibilidad, pero en cuanto Josalyn hubo pronunciado aquellas palabras una imagen apareció en su mente: él llevando a Josalyn de la mano hasta la estación de la calle Cuatro Oeste, bajando el primer tramo de escalones que conducía hasta aquel ominoso nivel intermedio… Y allí estaba Rudy, en la oscuridad, con sus ojos rojizos brillando sobre aquella fantasmal sonrisa satisfecha de sí misma, con sus pálidas manos extendidas hacia adelante, y su voz le murmuraba: «Bien hecho, Stephen. Me has servido bien…».
Y Stephen repitió su negativa, pero esta vez la sílaba iba dirigida a sí mismo, y a la voz que lanzaba carcajadas malévolas en lo más hondo de su mente.
Stephen colgó el auricular, se sentó en el borde de su cama y empezó a pensar. La traición imaginaria seguía fresca en su mente, y le tenía espantosamente preocupado. Como la carcajada burlona. Como el hecho de que le había ocultado información a Joseph Hunter, de que había actuado automática y entusiásticamente en contra de los dictados de lo que ahora le parecía el sentido común. Como un millar de cosas más que había hecho durante la semana pasada, y…, sí, ahora que pensaba en ello, durante todo el lapso de tiempo que abarcaba su memoria.
Pero todo aquello resultaba excesivo. No podía pensar en ello.
Stephen se encontró contemplando la papelera que había junto a su escritorio; páginas arrugadas y latas de jugo de naranja Tropicana vacías asomaban por encima del borde. Sabía que las dos mitades del número telefónico de Joseph estaban esperándole allí dentro, no muy enterradas entre los desperdicios. Esperaban a que recobrara la voluntad y el valor, a que se calmara un poco y las sacara de allí.
Había escondido la servilleta en la papelera con la esperanza de que el viejo refrán «ojos que no ven, corazón que no siente» contuviera algo de verdad. Bueno, no había funcionado. Ni pizca. Para lo que le había servido, era como si se hubiese pegado los dos trozos de servilleta con cola encima de la frente.
«Bueno, es el final —se dijo—. No puedo seguir fingiendo que todo esto no me afecta, no puedo seguir ignorándolo por más tiempo. El próximo error puede ser mortal». La idea le hizo estremecer.
Se puso en pie y fue lentamente hacia la papelera. Se arrodilló ante ella. Empezó a sacar meticulosamente los papeles y las latas, uno por uno, hasta encontrar lo que buscaba.
Stephen puso los dos trozos de servilleta en el suelo y los hizo encajar lo mejor posible. Para empezar, el papel delgado y fibroso ya había estado un poco húmedo, y se había roto de la peor forma posible: los números estaban borrosos, distorsionados y en bastante mal estado. Además, Joseph no los había trazado con mucha claridad; el número menos dañado tanto podía ser un siete como un uno.
Sintió como la frustración invadía su cuerpo en pequeñas ondulaciones parecidas a la náusea.
—¿Cómo se supone que voy a arreglármelas? —gimió en voz baja mientras sus dedos toqueteaban los dos pedazos de servilleta separándolos—. ¡Oh, maldita sea! —gritó, alzando los brazos en un gesto de derrota.
«Limítate a marcar el número, imbécil —dijo la vocecita de su mente como sin darle importancia—. Marca el número una y otra vez hasta que aciertes».
Stephen se dio una palmada en la frente.
—¿Por qué diablos no se te ha ocurrido, imbécil? —exclamó.
Se puso en pie con la servilleta entre los dedos, fue al teléfono y empezó a marcar todas las combinaciones posibles.
Su primer intento le puso en comunicación con Antonio’s Pizza.
—Lo siento —dijo, y colgó.
Después oyó una grabación. «Lo sentimos, el número de teléfono que ha marcado no está en servicio…». Eso le puso algo nervioso. Vaciló durante un par de segundos antes de volver a marcar.
La tercera llamada fue respondida por un tal señor Weinstein, quien afirmó estar encerrado en la habitación de un hotel de Queens.
—¿Dónde está Eddie? —le preguntó el señor Weinstein.
Stephen colgó sin decir palabra y volvió a intentarlo.
Una voz femenina y muy sexy le informó de que estaba hablando con Las Fantasías Eróticas de Suzy. Stephen volvió a intentarlo.
Un niño empezó a chillarle en vietnamita. Volvió a intentarlo.
—¿Oiga? ¿Eddie? Soy el señor Wein…
Stephen dejó escapar un chillido y colgó el auricular con un golpe seco. Alzó los ojos hacia el techo como si buscara la ayuda divina. «Esto es ridículo —pensaba—, no sirve de nada, nunca conseguiré hablar con él, quizá será mejor que me olvide de todo…».
Pero cuando cerró los ojos vio unos objetos oscuros que se movían contra un telón de fondo rojo. La luz de la lamparilla de noche que lograba atravesar sus párpados tenía el color de la sangre. Dio un respingo, abrió los ojos, cogió el auricular y volvió a intentarlo.
Otra vez.
Y otra más.
Hasta que marcó el número correcto.