Domingo por la mañana. Hacía mucho calor y la atmósfera estaba saturada por una humedad asfixiante que encerraba el potencial de un chaparrón cercano. Era la clase de día que invitaba a la inactividad y a devanarse los sesos.
La calma que precede a la tempestad.
Joseph Hunter estaba cruzando el puente de Manhattan en el tren D, contemplando la Estatua de la Libertad que se alzaba al otro lado del puerto mientras se preguntaba si tendría alguna oportunidad de actuar y, en tal caso, qué provecho sabría sacarle. Allan seguía roncando en el colchón para invitados de Ian, sin enterarse de que Ian ya estaba levantado y haciendo planes…, planes que les llevarían a los dos hasta la mismísima boca del dragón.
Danny Young yacía en su cama y uno de sus brazos seguía rodeando los hombros desnudos de Claire «De Loon» Cunningham, quien soñaba que estaba deambulando por un castillo gótico que parecía sacado de una película de terror de la Hammer. Claire se removió nerviosamente en sueños. La expresión de Danny pasó de la alegría a la preocupación y volvió a la emoción inicial. Le había hecho el amor —sí, no cabía duda de que ahora la amaba, de una forma tan innegable como irrevocable—, y la emoción era una pelota de ping-pong que iba y venía entre el lado oscuro y el lado luminoso de su mente.
T. C. Williams y Tommy Wizotski estaban en sus hogares respectivos, temiendo el momento inevitable en que la oscuridad volvería a terminar con el día. Armond Hacdorian hablaba con su sacerdote, y en su bolsillo había una cantidad desacostumbrada de agua bendita.
Stephen Parrish apenas si había probado el desayuno que acababa de prepararse. No lo sabía, pero estaba esperando oír sonar su teléfono.
Y en el apartamento de Josalyn Horne la puerta del dormitorio estaba abierta un par de centímetros, lo que ayudaba un poco a ventilar la habitación.
Y a que la abrumadora pestilencia de la muerte no fuese tan fuerte.