Rudy colgó el auricular y se apoyó en la puerta de su apartamento, sonriendo beatíficamente. Sentía una especie de zumbido excitado en la cabeza, como si estuviera ebrio o hubiera tomado drogas; la debilidad, el hambre y la ira habían desaparecido. La fuerza y la vitalidad le hacían cosquillas por todo el cuerpo. Se sentía estupendamente.
—Tremendo —murmuró, dejando colgar levemente la cabeza.
Tenía los ojos cerrados y aprovechó la ausencia de luz para concentrarse en las oleadas de sentimientos que acudían a él. Los dos viejos amigos que corrían por sus venas…
Y observó como los acontecimientos de aquella mañana se iban desplegando en vividos colores sobre el telón oscuro de la sala de proyección privada de su mente…
Se llamaba Dod Stebbits pero todo el mundo le llamaba «El Cuerpo», porque tenía un cuerpo de lo más raro. Si hay que ser sinceros, parecía una gallina atravesada por un espetón: miembros pequeños y flacos y un pecho débil unidos a un vientre inmenso y un trasero muy salido. Su cuello era largo y delgado y la cabeza se sostenía precariamente sobre él como si fuera un trozo de fondue de carne pinchado en un palillo. Su nariz picuda, ojos abultados, sonrisa torcida y corte de pelo a la navaja hacían que se pareciera más a un Teleñeco que a un hombre.
Pero Dod Stebbits siempre tenía a mano drogas de excelente calidad. De eso no cabía duda. Se podían decir muchas cosas de él, pero el chaval era una farmacia ambulante. No había droga del mercado a la que no pudiera echarle mano en un plazo de tres horas, si es que no la llevaba encima para empezar. Era el intermediario par excellence.
Rudy siempre le compraba las anfetas y los estimulantes a Dod «El Cuerpo». Le compraba de todo, desde tonterías como las bellezas negras y los huevos de petirrojo hasta Metedrina de primera clase en cristales. Le bastaba con encontrarle, y eso nunca resultaba demasiado difícil. «El Cuerpo» vivía de eso; y siempre andaba rondando por algún sitio u otro.
Rudy fue al apartamento que Dod tenía en la calle Bleecker. La casualidad quiso que llegara allí justo cuando Dod se preparaba para empezar su ronda nocturna. Rudy le llevó a rastras hasta el interior de su apartamento y mató al camello en una fracción de segundo, dejando que sus brazos y sus piernas se agitaran impotentemente mientras la vida le abandonaba como un batido de leche aspirado por la pajita.
Después, saciado, Rudy le registró los bolsillos y fue arrojando lo que contenían encima de la cama. Lo que encontró le dejó realmente asombrado: una bolsa de Qaaludes, unas veinte dosis de ácido y más de una onza de cocaína, pulcramente repartida en dosis de gramo; por no mencionar toda una miscelánea de drogas menores, 140 dólares en billetes pequeños y una automática Sterling del calibre 32. (Rudy echó un vistazo a la cartera de Dod. No tenía permiso para llevar armas. Rudy chasqueó la lengua en señal de desaprobación).
Pero aquello no era nada comparado con lo que Dod tenía almacenado en su apartamento. Un rato después Rudy se encontró contemplando la cosa blanca sin vida que yacía en el suelo y pensando: «¡Dios santo, tío! ¿Tanto valías?». Era como un año en Disneylandia sin tener que salir de casa. Era increíble. «Con tanta pasta a tu disposición podrías haberte hecho reconstruir el cuerpo para que te dejaran igual que Arnold Schwarzenegger. —Y un instante después tuvo otra idea—. ¿Qué podría hacer yo con tanta pasta? —A lo que siguió una idea más—: ¿Qué podría hacer si dispusiera de unos ingresos continuos tan elevados?».
Y, finalmente, tuvo una idea que le pareció realmente maravillosa.
Media hora después el cuerpo de Dod Stebbits estaba atado de pies y manos a los cuatro postes de su cama, justo delante del ventanal que tenía aquella preciosa vista al este. Rudy usó cuerda y trozos de sábana, dejando el cuerpo de Dod desplegado en una pose desgarbada y carente de gracia, con su enorme cabeza caída a un lado; la luz de la luna arrancaba destellos a los dos agujeros húmedos que había en su garganta. Rudy metió un par de calcetines sucios de Dod en la boca del muerto y los aseguró con cinta adhesiva, por si se le ocurría volver del otro lado gritando.
Mientras hacía todo esto se tomó un par de huevos de petirrojo y esnifó una inmensa línea de cocaína. No había dormido demasiado bien durante su etapa de rata, y ni la sangre había bastado para espabilarle del todo. Además, para eso había venido aquí, ¿no?
Esperaba que los estimulantes le mantendrían despierto. La cantidad de sueño que había estado permitiéndose recientemente le parecía un terrible desperdicio de tiempo. «Y si estoy en algún sitio al que no llegue el sol —razonó—, no veo razón por la que no sea capaz de pasarme el día entero trabajando».
Después de todo, había tanto que hacer… Y quería ponerse manos a la obra enseguida.
Ésa era la razón de que hubiera dejado a Dod atado como un salchichón delante de la ventana; y en cuanto se hubo llenado los bolsillos y estuvo listo para salir, esa misma razón le impulsó a inclinarse sobre el oído de Dod.
—Volveré mañana a recoger un poco más de mercancía —murmuró—. Entonces decidiré si te alimento o si te dejo donde estás. Eso dependerá de si vale la pena tenerte como esclavo o no, ¿comprendes? Si consigues convencerme de que es una buena inversión, dejaré que vivas eternamente.
Y después, llaves en mano, encerró a Dod «El Cuerpo» en el apartamento que se había convertido en la tumba de Dod.
Rudy se dejó deslizar por la pared, cediendo a la euforia. Esta noche tendría montones de horas para trabajar —y, si lo deseaba, podría seguir trabajando durante el día—, pero por ahora se encontraba tan bien que no le apetecía hacer nada.
Su trasero entró en contacto con el suelo. Sonrió y estiró las piernas apoyando la espalda en la pared. Se desperezó, suspiró y puso las manos detrás de la cabeza. Su mente empezó a vagar por el paisaje cerebral, escogiendo imágenes y jugueteando con ellas durante unos instantes para acabar desechándolas y seguir adelante, tan inquieta y caprichosa como un niño encerrado en un cuarto de juguetes atiborrado hasta el techo.
Se vio montado en una Harley Davidson negra, encabezando el inmenso y oscuro desfile de los condenados por la Quinta Avenida con rumbo al parque Washington Square. Una hoguera ardía en el centro de la plaza; podía ver su resplandor parpadeando a través del arco que había al final de la avenida, como la luz al final de un túnel. Había montones de cosas ardiendo en la hoguera. Y pronto habría muchas más.
Se vio presidiendo la mesa de un banquete en el Hotel Plaza, y todas las paredes estaban adornadas por pintadas suyas hechas con sangre. Su horda estaba dándose un festín con el personal de la revista People; antes habían liquidado al personal de Time, Newsweek y el Wall Street Journal. Como postre liquidarían al equipo de noticias del Canal 11 y a todo el reparto de la serie televisiva Mis hijos. Ed Koch, el primer alcalde no muerto de toda la historia de Nueva York, estaba sentado a su derecha. Caspar Weinberger estaba sentado a su izquierda; el pobre Caspar había tenido el infortunio de presentarse en la ciudad para hablar ante las Naciones Unidas. Mañana volvería a Washington para una reunión especial con el Presidente.
Se vio en lo alto del World Trade Center, contemplando su reino. Los trenes oscuros avanzaban a través de los túneles y cruzaban los puentes, llevando la buena nueva a Brooklyn y Queens, atronando con destino a Long Island y Newark, avanzando hacia Jersey City y Hoboken como un beso de la muerte llevado en volandas por la brisa. Y su avance consolidaba la posición de Rudy Pasko, señor de todo lo que divisaba.
Después se vio en el dormitorio imperial, vestido de rojo, satén y seda negra. Una chica se retorcía en el lecho, atada a los cuatro postes con delicados chales de seda, el camisón abierto para revelar la suave carne blanca que había debajo. La cabellera le había caído sobre la cara, enterrándola en sombras todavía más profundas.
Rudy fue hacia la chica. Se sentó en la cama, junto a ella. Se inclinó lentamente para apartarle los mechones de cabello del rostro con una burlona ternura…
—Josalyn…
El nombre apenas si fue un murmullo y sus ojos se abrieron de repente.
El mundo de sus fantasías se hizo pedazos como un velo de gasa al desgarrarse. Rudy estaba contemplando una mugrienta habitación entre la calle Ocho y la Avenida B: paredes color blanco sucio que empezaban a volverse grises, los deformados tablones de madera del suelo, dos ventanas minúsculas que ofrecían una maravillosa vista del callejón…
Y en el centro de la habitación había una rata gris que le contemplaba con expresión interrogativa.
—Ven aquí. —Las palabras salieron de su boca, sorprendiéndole. Usó el mismo tono de voz que un Gran Deportista Norteamericano podría haber empleado para hablarle a uno de sus mejores perros de caza. Sin ira, sin la más mínima señal de repugnancia… Sólo una orden firme y casi amistosa—. Ven aquí.
La rata fue hacia él con paso lento y vacilante. Sus ojos se encendieron con una luz extraña. Llegó a sus pies, los rodeó y se detuvo cuando le faltaban unos quince centímetros para poder tocarla. Sus bigotes empezaron a temblar y ladeó la cabeza, como si luchara por comprender sus propias acciones.
—Ven aquí, ratita —le dijo Rudy moviendo los dedos. Rió y volvió a hablar usando un falsete quejumbroso—. Oh, ratita ratita ratita pequeñita, ven con papaíto…
La rata se encogió y olisqueó el aire, como si un olor pestilente hubiera invadido repentinamente la habitación. Rudy se dio cuenta y todo el buen humor de su voz se esfumó en una fracción de segundo.
—¡Ven aquí! —ladró—. Ven aquí AHORA MISMO…
Y el cuerpo de la rata se envaró y sus cuartos traseros temblaron. Los ojos ardieron con una brillante llama verde que duró sólo un instante y se apagó, dejando tras ella unas pupilas vidriosas e inexpresivas. Un chorrito de orina manchó el suelo. La rata empezó a arrastrarse lenta y trabajosamente hacia adelante, y la orina formó una línea iridiscente a su espalda.
La rata llegó a la mano de Rudy.
—Bien, bien —dijo Rudy con voz cariñosa, llevándose la rata al pecho y acariciándola distraídamente mientras volvía a apoyarse en la pared y cerraba los ojos—. La ratita pequeñita ya ha acabado de mearse en el suelo, ¿verdad que sí? ¡Ah, qué bonita es mi ratita pequeñita! Qué bonita…
Y su mente volvió al dormitorio de la fantasía. Concentró toda la potencia de su voluntad en aquella imagen. Su mano siguió acariciando distraídamente a la rata, pero dejó de hablarle.
Y después, en voz muy baja, pronunció su nombre.
Despertó dentro del sueño; estaba en una inmensa cama de latón dorado en el centro de una habitación oscura. Vio como algo se deslizaba a través de las sombras y se desvanecía. Oyó un sonido ahogado. Un murmullo. Su nombre.
Intentó levantarse. Algo tiró de sus muñecas. El miedo estalló dentro de su pecho como una bomba incendiaria, pero lo único que escapó de su boca fue un gritito estrangulado. Estaba atada de pies y manos a los cuatro postes de la cama, y debatirse no le serviría de nada.
La silueta que se había movido entre las sombras reapareció junto a la cabecera del lecho. Volvió la cabeza para encararse con ella y tragó aire.
La silueta era como un recortable con la forma de un hombre, un recortable hecho con una sustancia de una negrura tan profunda que resaltaba en un agudo relieve contra la oscuridad. Clavó los ojos en ella y sintió que su mente empezaba a nublarse, como si estuviera siendo atraída hacia un abismo, como si cayera por él trazando espirales interminables…
La cosa alargó los brazos hacia ella. Cerró los ojos. Y empezó a gritar.
Había logrado establecer contacto con ella. Podía sentirlo. Una parte de su ser se había mantenido a distancia de todo el proceso, y captaba el terror que emitía aunque estuviera separada de ella por media ciudad. Aquello explicaba la sonrisa que hizo curvarse ligeramente las comisuras de sus labios.
Siguió acariciando a la rata que sostenía en su mano. Y su mente se adentró todavía más en sus sueños.
Unas manos deslizándose sobre su cuerpo. Las manos estaban muy frías y cada vez que se movían sobre su carne hacían que se le pusiera la piel de gallina. Se retorció, pero no de placer. Las ataduras apenas le daban unos dos o tres centímetros de maniobra a cada lado. Gimió, y tiró de ellas con más fuerza.
Unos dedos helados se deslizaron por la parte interior de sus muslos. Sus piernas quedaron completamente separadas y se estremecieron con una rabia tan violenta como impotente. Sus caderas retrocedieron todo lo posible para esquivar el contacto.
Más manos. Por detrás de sus nalgas. Levantándola.
Y más manos. Todavía más manos. Rodeando su cintura. Apretándole los pechos. Clavando sus uñas a lo largo de su vientre, describiendo círculos alrededor de sus pezones dolorosamente erectos. Un dedo helado insinuándose por su recto, haciendo que una horrible oleada de náuseas recorriera todo su cuerpo.
Algo más, algo terrible, suspendido junto a la entrada de su vulva.
Y el último par de manos, rodeándole la cabeza y acariciándole el pelo. Bajando lentamente hasta la base de su cráneo. Moviéndose con una delicadeza infinita sobre la curvatura de su cuello.
Deteniéndose allí durante una fracción de segundo.
Y luego…
—Ahora —dijo Rudy tensando los dedos.
Oyó un chillido casi imperceptible al que siguió un crujido líquido.
Un grito creó ecos en lo más hondo de su mente. Parecía venir de muy lejos. El grito se interrumpió de repente, y el silencio lo dominó todo.
Rudy abrió los ojos. La luz era demasiado fuerte; le hacía daño. Entrecerró los párpados y alzó la mano derecha en un gesto automático.
La cabeza de la rata muerta asomaba entre su pulgar y su índice. Un espeso líquido rojizo goteaba de sus orejas, su hocico y su boca. Le había retorcido la cabeza hasta darle toda una vuelta, y ni se había enterado de lo que hacía.
—Ajjjj —dijo torciendo el gesto.
Arrojó el cuerpo de la rata al otro extremo de la habitación, se limpió las manos en los pantalones y se puso en pie.
Cuando iba de camino al cuarto de baño para lavarse las manos el impacto de todo lo que había hecho cayó plenamente sobre él. «¡He llegado a tocarla! —se maravilló—. ¡Estaba allí! ¡Lo sentí! Y ella… —Se permitió una sonrisa llena de maldad—. Ella también lo sintió…».
Pensó en la imagen que le había enviado y una risita cruel escapó de su garganta. Cuando entró en el cuarto de baño y encendió la luz, la risita se había transformado en una carcajada incontenible.
Entonces recordó que le había roto el cuello a la rata; y su mente oyó el eco de un grito lejano.
Rudy se quedó inmóvil durante un momento mientras las preguntas cruzaban a toda velocidad por su mente. ¿Hasta dónde llegaba su poder? Se preguntó si Josalyn estaría…, si la habría…
Volvió a reír.
—Oh, bueno —murmuró encogiéndose de hombros mientras abría los grifos—. Supongo que ya lo averiguaré, ¿no?
Y se lavó la sangre que cubría sus manos.