22

La servilleta arrugada estaba sobre la mesilla. Los ojos de Stephen volvían a ella por mucho que intentara distraerse haciendo otras cosas. Estaba rodeado por una docena de tareas a medio terminar —el agua de los platos en el fregadero, la ropa sucia amontonada en el suelo, un montón de notas y manuscritos en la primera fase de organización—, y todas ellas habían sido abortadas por un ridículo trozo de papel concebido para que quien comiera con los modales de un cerdo se limpiara la salsa de tomate de la cara.

Un ridículo trozo de papel. Con un estúpido número de teléfono garrapateado encima.

Envuelto en un aura de terror que lo permeaba todo.

—No puedo más —gimió, y casi saltó de su asiento ante la mesa de la cocina—. No puedo seguir aguantándolo.

Cruzó rápidamente el apartamento, cogió la servilleta con una mano temblorosa y la contempló, como si la desafiara a que le amenazase todavía más de lo que ya hacía.

Naturalmente, la servilleta era inofensiva; el terror estaba en lo que le traía a la mente. Stephen tuvo la sensación de estar haciendo el ridículo, de pie con los ojos clavados en una servilleta, y aun así el miedo y la ira corrían por su cuerpo como sacudidas gemelas de freón y fuego.

Y los pensamientos volvieron a la carrera acompañados por un torrente de imágenes: Rudy en el tren, aquellos ojos rojizos que le contemplaban desde la palidez fantasmagórica de su rostro; el pañuelo ensangrentado; la locura inhumana que había encendido los rasgos de Rudy en aquel momento. Y detrás de eso…

Unos ojos oscuros que ardían con una inmensa rabia primigenia. Unos puños inmensos que temblaban con una ira apenas contenida. Una presencia tan formidable que podías usarla para derribar una pared de ladrillos, contemplándole desde el otro lado de la mesa de un bar.

Leyó el nombre escrito en la servilleta: Joseph Hunter. Stephen meneó la cabeza, abrumado por la metáfora encerrada en aquel apellido. Casi podía ver a Joseph con una lanza primitiva en la mano, saliendo a la carrera de alguna caverna para atacar a un tigre dientes de sable, venciéndolo y arrancándole la piel.

«Encontrará a Rudy y cuando le encuentre sólo Dios sabe qué hará con él», pensó. Podía ver a Rudy partido en dos con sólo un pequeño esfuerzo por parte de Joseph. Y sin embargo…

Y sin embargo…

Rudy había cambiado. Stephen no sabía en qué consistía ese cambio —y, desde luego, no creía que Rudy se hubiera convertido en un muerto viviente, cosa de la que Joseph sí parecía convencido—, pero no cabía duda de que le había ocurrido algo. Algo oscuro, extraño y aterrador.

«He recorrido todo el trayecto, Stephen —volvió a sisear la voz en su mente—. He viajado hasta la oscuridad, Stephen, ¿y sabes qué encontré allí?».

—¿Qué encontraste, Rudy? —murmuró—. ¿Qué encontraste…?

El teléfono sonó con la brusquedad y la potencia de una alarma de incendios. Stephen dio un salto y su cabeza se volvió hacia la fuente del sonido mientras sus manos empezaban a temblar. Oyó un suave desgarrarse y sintió como algo cedía entre sus dedos.

—Oh, no —quiso decir, pero las palabras se le atascaron en la garganta.

Había roto limpiamente la servilleta en dos pedazos, justo por la mitad del número telefónico.

El teléfono volvió a sonar. Stephen siguió donde estaba, tan mudo e inmóvil como el muñeco de un ventrílocuo, con media servilleta colgando estúpidamente de cada mano. Mil voces le gritaban desde los oscuros surcos de su cerebro, y la mayoría de ellas eran la suya.

El teléfono volvió a sonar y aquel nuevo timbrazo pareció romper el hechizo. Stephen dejó que los dos pedazos de papel cayeran revoloteando al suelo y se volvió hacia el teléfono. Respondió al cuarto timbrazo.

—¿Sí? —dijo, y la aguda vibración de su voz despertó ecos que el auricular le devolvió.

—Ah, Stephen. —La voz era un leve susurro metálico transmitido a lo largo de la línea telefónica, pero retumbó en sus oídos como si saliera de un timbal—. Estás en casa. Qué alegría… Es sencillamente maravilloso.

La voz era la punta de un estilete larguísimo que estaba introduciéndose en el vientre de Stephen con una lentitud infinita que casi rozaba la indiferencia. La voz era un tenedor en el que había pinchado un trozo de carne agusanada, ofrecido insistentemente a sus labios. La voz era un taxi doblando bruscamente una esquina y lanzándose en línea recta hacia él, con sus ojos relucientes contemplándole por encima de la ávida mueca del radiador.

La voz era un tren. Un tren muy largo y frío. Que estaba a punto de arrollarle.

Y Stephen no podía hacer nada para evitarlo.

—¿Me escuchas, Stephen? —La voz intentó controlarse y acabó haciéndose más aguda, vibrando en un estallido de alegría enloquecida—. No tardaremos en vernos. No sé cuándo será, pero puedes estar seguro de que ya te avisaré.

El sonido de la línea muerta. Stephen tragó aire y el auricular cayó como una piedra de sus fláccidos dedos. Un inmenso e incontrolable espasmo de terror recorrió todo su cuerpo, y Stephen acabó cayendo de rodillas junto al cable del teléfono.

—Oh, Dios mío —murmuró.

Clavó los ojos en la nada y sintió que algo parecido a un maremoto rugía entre sus oídos. Meneó la cabeza violentamente, volvió a ver las cosas con claridad, y se encontró contemplando la servilleta que yacía en el suelo.

Partida en dos pedazos.

Con el número telefónico de Joseph Hunter limpiamente dividido en dos secciones longitudinales, justo en el centro.

—Oh, Dios mío —murmuró.