El rodar de los dados de seis caras oculto por sus manos. Una astuta y risueña mirada de sus ojos, ligeramente vidriosos. Una calada entusiástica. Una sonrisa malévola. La nube de cannabis que dejó escapar con un silbido por entre sus dientes.
—Siete esqueletos armados acaban de entrar en la estancia —dijo.
—¡EEEEEEE-OOO! —chilló Ian inclinándose sobre la mesa. Sus ojos ardían con un brillo salvaje—. ¡De acuerdo! Fu desenvaina su espada. Se lanza hacia adelante y asesta un mandoble en los dientes del primero.
Dados rodando como molares fuera de su sitio. Allan observó el resultado de la tirada y asintió.
—La cabeza del esqueleto se hace pedazos. La parte superior de su cráneo acaba de darle en la cara al segundo esqueleto.
—Estupendo… —empezó a decir Ian.
—Pero sigue viniendo hacia ti. Alza su hacha de doble filo y te ataca con ella.
—Pero…
Como el sonido de una burbuja al deshincharse.
Allan volvió a tirar los dados.
—Fu para el golpe. ¿Lanza otro mandoble?
Ian asintió enfáticamente.
—Justo por debajo de las costillas, partiendo la columna vertebral.
—De acuerdo. —Allan volvió a tirar los dados y le pasó la pipa a Ian—. Justo en el blanco. La mitad superior del esqueleto se ha desprendido y se ha hecho añicos al chocar con el suelo. Las piernas siguen dando saltitos de acá para allá.
Ian dio una profunda calada a la pipa e hizo una mueca maliciosa.
—Fu les pone la zancadilla —graznó conteniendo el humo.
Los dados volvieron a rodar.
—Han caído al suelo. —Ian dejó escapar el humo y sonrió—. El segundo y el tercer esqueleto avanzan hacia Fu. ¿Qué hacen los demás?
—Bueno, Matilda la Poderosa sigue teniendo algunos problemas con el brazo roto. Ya sabes, el que maneja la espada… De momento no participa. Cara de Comadreja se está escondiendo detrás de ella. —Ian se volvió hacia su silencioso compañero y le apuntó con la boquilla de la pipa—. ¿Y tu gente?
—Están cagados de miedo —murmuró Joseph, sin apartar los ojos de una ondulación en el estucado del techo.
—¿Hasta Wambo, el Rey Guerrero? —le preguntó Ian con incredulidad. Joseph se encogió de hombros. Hubo un silencio bastante largo. Ian miró a Joseph, intercambió una mirada apenada con Allan y volvió a mirar a Joseph—. ¿Estás seguro de que no quieres un poco? —preguntó, ofreciéndole la pipa.
Joseph negó con la cabeza. Ian se encogió de hombros, hizo girar los ojos como si fuesen dados y le devolvió la pipa a Allan. Otro silencio, igualmente prolongado.
—Fu les parte en dos a la altura de sus bazos imaginarios —dijo Ian por fin.
La sonrisa no le salió demasiado bien, pero no tenía más remedio que seguir sonriendo.
—De acuerdo. —Allan hizo rodar los dados con menos entusiasmo que antes. Su sonrisa también era un poco tensa—. Has acabado con ellos. Hay huesos por todas partes.
—¡Eh! —Ian asestó un alegre puñetazo a la mesa y alzó su puño en la atmósfera cargada de humo—. ¡Caray, chicos, esta noche hay una auténtica juerga en la vieja mazmorra! ¡Uau!
La nueva sonrisa le había salido sin ningún esfuerzo y era totalmente auténtica. «Es divertido matar monstruos», decía la sonrisa, y por unos instantes pensó en hacer partícipe de esa sensación a Joseph. Después se lo pensó mejor; ya estaban caminando sobre una capa de hielo extremadamente delgada.
—Todavía no se ha acabado, tío —le informó Allan—. No olvides que Fu está metido hasta las rodillas en un montón de brazos y piernas animados. —Hizo rodar los dados—. Uno de los brazos acaba de clavarle las garras en la pierna.
—¡Uf!
Ian dio un salto que hizo retroceder su silla casi treinta centímetros.
—Y los cuatro esqueletos restantes van hacia él.
—¡Jesús! —Ian le lanzó una mirada de asombro traicionado al señor de la mazmorra, quien se encogió de hombros en un auténtico despliegue de indiferencia divina—. Oye, tío, ¿qué intentas hacerme?
—Lo que yo intente hacerte o dejar de hacerte carece de importancia —dijo Allan—. Los esqueletos están intentando matarte. Ya sabes, los esqueletos son así… —Bebió un trago de su Captain Black y dejó escapar una nube de humo que se dispersó sobre la cabeza de Ian—. Bien, Fu, ¿qué piensas hacer?
—Bueno, como parece que los refuerzos llevan un poco de retraso… —Le lanzó una mirada falsamente despectiva a Joseph, quien estaba contemplando su cerveza—. Supongo que no puedo hacer nada aparte de retroceder.
Allan tiró los dados.
—Fu tropieza con las costillas de un esqueleto y se cae de culo. La espada se le escapa de entre los dedos. —Volvió a tirar los dados—. Un cráneo acaba de morderle en el antebrazo, y un esqueleto armado con una lanza viene hacia él.
—¡Por el amor de Cristo! —le gritó Ian a Joseph—. ¡Haz algo, tío! ¡Van a matarme! —Joseph le lanzó una mirada inexpresiva—. ¡Haz que san Pomposo me proporcione un hechizo de protección o algo parecido!
—Hechizo de protección —murmuró Joseph.
Ian puso cara de exasperación. Allan hizo rodar los dados.
—No ha funcionado —anunció con voz grave.
—¡Ni tan siquiera lo has intentado! —aulló Ian.
—Tienes tres segundos antes de que la lanza baje hacia ti —dijo Allan—. Será mejor que empieces a moverte.
—¡Jesús! —Ian parecía auténticamente preocupado—. Fu rueda hacia la izquierda sobre sí mismo y empieza a alejarse…
El rodar de los dados.
—Odio decirte esto —dijo Allan hablando muy despacio—, pero Fu acaba de recibir un lanzazo en la espalda.
Los labios de Ian articularon la palabra «no», pero ningún sonido salió de ellos. Allan dejó escapar un lento suspiro y asintió con la cabeza. Ian carraspeó.
—¿Hasta el fondo? —medio preguntó y medio graznó. Allan volvió a asentir—. Oh, Dios —jadeó Ian, ocultando el rostro entre sus manos—. ¿Estoy…, estoy muerto?
—Bueno, permíteme expresarlo de esta forma… —dijo Allan poniendo la mano sobre el hombro de su amigo—. Bastará con que te pique un mosquito y lo estarás.
—¡AAAAAUGHHHHHH! —gritó Ian, dejándose caer contra el respaldo de su silla. Sus brazos y sus piernas se agitaron como los estandartes de naciones vencidas—. ¡AAAUGHHHH! ¡AAAUGHHHH! —Se dejó resbalar de la silla y acabó desapareciendo debajo de la mesa—. ¡San Pomposo! ¡Tienes que ayudarme! ¡ME MUERO!
—Bueno —dijo Allan volviéndose hacia Joseph—, ¿qué piensa hacer san Pomposo? ¿Un hechizo de curación? ¿Algo para repeler a las fuerzas malignas?
—¿Un consolador mágico con el que cargarme a mis enemigos? —preguntó Ian desde debajo de la mesa, agitándose débilmente.
Joseph seguía con los ojos clavados en su cerveza y la mano de nudillos blanquecinos sujetando la botella. Su rostro estaba muy serio e inexpresivo.
—San Pomposo no puede hacer una mierda —dijo por fin.
Los movimientos que hacían vibrar la mesa cesaron de repente. Un silencio tan pesado como una piedra descendió sobre la habitación. Joseph seguía con los ojos clavados en su mano. Allan se frotó los ojos, cruzó las manos sobre la mesa y le imitó.
—De acuerdo —dijo una voz cansada desde debajo de la mesa. El silencio que reinaba en la habitación hizo que los roces y crujidos parecieran extraordinariamente fuertes. Ian volvió a ocupar su silla moviéndose con una exagerada rigidez, como si fuera un anciano que se había abandonado al peso del letargo—. De acuerdo. Bueno, esperaremos la llegada del rigor mortis. —Frunció el ceño, sonrió, volvió a fruncir el ceño y apuntó con el dedo a la frente de Joseph como si éste fuera una pistola y pensara dispararle—. No sé, chico —dijo—, pero no pareces entender que estamos intentando conseguir que te lo pases bien.
Joseph dejó escapar un ruidoso suspiro. Sus ojos seguían mirando hacia abajo.
—Y tú no pareces entender que no va a funcionar —dijo.
—Estupendo. —Ian alzó los brazos—. Eso me da el valor que necesito para seguir adelante.
—Eh, lo siento —se apresuró a responder Joseph—. Os agradezco mucho lo que estáis intentando hacer, pero tengo muchas cosas en que pensar y no estoy de humor para jugar, eso es todo. ¿Comprendes? Quiero decir que… Bueno, hoy he tenido que despedirme de mi madre. Ahora ya no es más que un montoncito de cenizas. Eso me da el valor que necesito para seguir adelante, ¿comprendéis? Tuve que sentarme en un banco de esa condenada iglesia de mierda y oír como ese imbécil de sacerdote hablaba y hablaba… ¡Dios, cómo deseé matar a ese jodido idiota! —Se calló el tiempo suficiente para tomar un irritado trago de cerveza—. ¿Y sabéis qué es lo más raro de todo el asunto? Me pasé todo ese rato esperando que abriera los ojos. No como si aún estuviera viva, sino como si fuera… —Se volvió hacia Ian—. Como si fuera la criatura que vimos ayer. Le has hablado de eso, ¿no?
Ian asintió. Tanto él como Allan tenían los ojos clavados en la mesa y guardaban silencio con expresión algo avergonzada.
—Sí… Bueno, ahí lo tenéis. ¡Una cosa anda suelta por el metro matando y haciendo que vuelvan de la muerte para seguir matando! ¡Supongo que no teníamos suficiente con los asesinos y los ladrones normales! ¡Además ahora tenemos vampiros para que podamos cagarnos de miedo cuando andamos de noche por las calles! ¡Eso me está volviendo loco!
»Y mientras tanto, ¿qué hacemos? ¡Estamos sentados en el apartamento de Ian cogiendo un pedo y jugando a Dragones y Mazmorras, por el amor de Cristo! ¡Ahí fuera hay un auténtico monstruo que está matando a personas de verdad! ¿Y se supone que he de echarme a llorar porque Fu acaba de ser atravesado con una lanza? ¡Mierda! ¡Es como si no tuviéramos ni un maldito gramo de cerebro dentro de nuestras cabezas!
Joseph contempló a sus amigos con expresión desafiante, y éstos no fueron capaces de mirarle a la cara. Tomó otro trago de su cerveza, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y dejó caer la botella sobre la mesa con violencia. Cerró los ojos y sus rasgos se tensaron hasta quedar tan apretados como un puño.
—No puedo aguantarlo —siseó con un hilo de voz por entre los dientes.
—Bueno, ¿qué quieres hacer al respecto? —le preguntó Allan.
—Quiero acabar con esa criatura, nada más.
—Uf. Joseph…
—¡Uf nada, tío! ¿Es que no lo entiendes? ¡Alguien tiene que acabar con esa criatura!
Allan se volvió hacia Ian pidiéndole ayuda. No la consiguió. Ian estaba con los codos apoyados en la mesa y se sostenía el rostro con las manos. Un instante después empezó a masajearse suavemente las sienes. En su frente había una delgada capa de sudor. Cuando abrió los ojos sus pupilas brillaban con una luz distante y absorta.
—De acuerdo —dijo Allan, volviéndose hacia Joseph—. Alguien tiene que matarla, suponiendo que sea real…, suposición que todavía no estoy totalmente dispuesto a hacer. Pero ¿quién dice que debas ser tú?
—¿Se te ocurre alguien mejor?
—Siempre está la policía…
—Mierda. —Joseph escupió la palabra con una mueca despectiva—. No saben con qué están tratando, y nunca llegarán a saberlo.
—¿Y tú sí lo sabes? —Allan se inclinó hacia adelante para tomar la ofensiva—. ¿Has cazado vampiros antes? ¿O crees que haber visto al doctor Van Helsing en la tele a altas horas de la madrugada te ha enseñado todo lo que necesitas saber? ¡Vamos, Joseph! ¡Sé un poco realista!
—En todo esto no hay nada real dejando aparte el hecho de que está sucediendo —dijo Ian de repente—. Y está ocurriendo, Allan, puedes estar bien seguro de eso. La única pregunta es: ¿nos quedamos tranquilamente sentados sobre nuestros traseros, o actuamos? Y, si he de serte sincero, yo estoy de acuerdo con Joseph…
—¡VENGA YA! —gritó Allan—. ¡Creía que me ayudarías a meterle algo de sentido común en la cabeza!
La expresión de sus ojos decía: «Puedo comprender que Joseph se haya metido en una vendetta personal, pero no comprendo qué diablos te pasa». Ian captó la expresión, entendió el mensaje, asintió, alzó un dedo y respondió.
—Verás, tío, intentaré explicártelo y creo que Joseph estará de acuerdo conmigo. —Le miró para asegurarse de que el hombretón estaba prestándole toda su atención. La sonrisa que vio en sus labios le alegró el corazón—. ¿Te has encontrado alguna vez metido en una situación que está más allá de tu control; algo que tiene muy poco que ver contigo, y que desde luego no es la clase de cosa que escogerías como tu pasatiempo favorito…, pero aun así tú estás metido justo en el centro de esa situación y sabes que tienes un papel a jugar en ella? Claro que sí. Es lo que nos está ocurriendo ahora mismo. —Miró a Allan y le guiñó el ojo, pero la aparente jovialidad de aquel gesto quedó desmentida por la seriedad de su rostro—. En esos casos experimentas la extraña sensación de que todo es inevitable —siguió diciendo Ian—. Puedes intentar ignorarlo. Puedes intentar huir. Puedes albergar la esperanza de que la situación se resolverá por sí sola, o de que alguna otra persona se las verá con el problema. Pero sabes que más pronto o más tarde volverás a enfrentarte con ella tanto si te gusta como si no. Las cosas te tirarán de la manga para recordártelo; y al final tendrás que rendir cuentas de lo que hiciste o dejaste de hacer.
»Bueno, eso es justo lo que está ocurriendo ahora. Es algo parecido a lo que estamos haciendo por Joseph cuando intentamos ayudarle a pasar un poco mejor estos momentos tan duros. —Aquellas palabras iban dirigidas exclusivamente a Allan—. Nadie nos ha pagado para que le montemos una diversión esta noche, ¿verdad? Hay departamentos del gobierno que te ayudan a pasar el mal trago de que se te haya muerto un familiar. La asistencia social, los psiquiatras… Pero nosotros sabemos que todo eso no sirve de mucho.
»Verás, todo se reduce a lo siguiente: te das cuenta de que es preciso hacer algo, y una vocecita empieza a hablar dentro de tu cabeza y te dice: Tú sabes lo que hay que hacer, tío. Hazlo. No esperes a que otros se encarguen de hacerlo, porque o no podrán o no lo harán, y puede que a esas alturas ya sea demasiado tarde.
Ian se calló para observar la reacción de su público. Joseph estaba asintiendo enfáticamente; el rostro de Allan era el vivo retrato de la más hosca resignación. Al parecer él también había tenido la sensación de que todo aquello era inevitable. Ian sonrió y siguió hablando.
—Joseph siente eso mismo respecto a la…, la criatura del metro. —«Qué difícil resulta pronunciar en voz alta la palabra “vampiro” sin sentirse como un gilipollas», pensó para sí, aunque la interrupción que ello supuso en su discurso apenas si llegó al segundo—. No puede librarse de esa sensación. Le roe por dentro cada vez que se para el tiempo suficiente para pensar. Sé a qué se refiere porque, si he de ser sincero, a mí me está ocurriendo exactamente lo mismo.
»No os he contado lo que me ocurrió anoche, ¿verdad?
Allan meneó cansinamente la cabeza. Pero Ian vio brillar una chispa detrás de los ojos de Joseph: el destello de un recuerdo, la llama de algo todavía no divulgado que se acercaba velozmente a la superficie. «¡Ajá! —pensó enarcando las cejas—. Tendría que haberlo adivinado».
Empezó a contarles lo de anoche.
Y la red se fue tensando inexorablemente, atrapándoles en su interior.
No era una mazmorra, aunque las similitudes con ella resultaban tan baratas como abundantes. Estaba enterrada en las entrañas de un imponente montón de ladrillos y piedra. También se hallaba perpetuamente protegida de la luz del día. Comerciaba con la muerte, y los cadáveres eran su moneda. Sus infortunados visitantes eran despedazados sin ceremonias y llevados de un lado para otro por técnicos de expresiones cínicas que silbaban durante el trabajo.
Pero en vez del acre chisporroteo de las antorchas de sebo aquel lugar estaba iluminado por el parpadeo y el frío zumbar blancoazulado de los tubos de neón. El moho y la paja sucia habían sido sustituidos por el olor a primavera industrial del Pinosol; la piedra húmeda y rugosa había sido sustituida por kilómetros y kilómetros de baldosines recubiertos de linóleo. La mazmorra indicaba el comienzo del sufrimiento y los tormentos, pero la morgue de St. Vincent anunciaba su final.
A las diez y cuarto Rick Halpern se había comido la mitad de su habitual bocadillo hecho con Bacos y ensalada de huevo. Sus rechonchos rasgos porcinos mostraban una expresión de apacible felicidad. Su mente pensaba en la soirée frenética con el vídeo porno de Sylvia Marx que tenía planeada para después. Una comisura de sus labios estaba adornada por una mancha de mayonesa amarillenta, y una tumescencia invisible intentaba tensar la tela blanca de sus pantalones.
Las puertas se abrieron de golpe justo cuando Halpern iba a darle un gran mordisco a su bocadillo. Halpern se sobresaltó ligeramente, y un trocito de huevo quedó suspendido en perezoso equilibrio sobre la punta de su nariz.
—¡Maldición! —chilló, dejando el bocadillo y limpiándose la nariz con la manga.
La camilla que contenía un gran cadáver blanco tapado por una gran sábana blanca entró rodando en la habitación. Una etiquetita blanca colgaba del dedo gordo del pie derecho.
—¡Adivina quién viene a cenar! —anunció Broome, siguiendo a la camilla hacia el interior de la habitación.
Broome poseía una sonrisa enorme y llena de dientes que Halpern sentía ocasionales deseos de reventar a puñetazos.
—¿Me has traído el café? —quiso saber Halpern.
—Puedes apostar a que sí. Ahora tendrás algo en que mojar tu galletita, ¿eh? —Broome colocó el cadáver delante de su compañero, metió la mano bajo la sábana y cuando la sacó sus dedos sostenían una taza de cartón tapada por un plástico—. No te preocupes. No se ha bebido ni una gota. Ha venido a que le hagan una autopsia y un facial al vapor.
—Broome, eres un auténtico pervertido —murmuró Halpern con repugnancia.
Durante los últimos segundos su erección se había ido empequeñeciendo, y la perspectiva de beberse el café no le resultaba demasiado atractiva, aunque no sabía muy bien por qué.
—Y tú eres una costilla de cerdo ambulante —replicó Broome, sabiendo que podía criticar su gordura sin problemas; a los cincuenta y cinco años Broome tenía el cuerpo de un levantador de pesas y lo mantenía cuidadosamente en forma gracias a las máquinas de ejercicios Nautilus—. De hecho, me recuerdas a este tipo. —Apartó la sábana del rostro del cadáver—. Sí, hay un fuerte parecido familiar… Puede que hayáis comido en la misma pocilga.
—Vaya, muchas gracias. —Ahora que lo había mencionado, lo cierto es que sus rasgos resultaban bastante parecidos… Halpern torció el gesto y el primer bocado de ensalada de huevo que había tragado pareció emerger de su estómago durante unos segundos para atormentarle. Halpern estaba más que acostumbrado a su trabajo, pero los cadáveres que se le parecían siempre tocaban un punto sensible—. ¿De qué murió? —preguntó, cambiando rápidamente de tema.
—Un ataque cardíaco —dijo Broome, sacando su taza de café de debajo de la sábana y volviendo a tapar el rostro del cadáver. Bebió un sorbito y dejó escapar un «aaah» de satisfacción—. Sabes, es agradable tener aquí dentro a alguien que ha muerto de causas naturales… De vez en cuando un asesinato inexplicable puede alegrarte el día, pero tampoco hay que pasarse, no sé si me entiendes.
—Sí, te entiendo. —Los últimos días habían traído consigo una terrible cantidad de muertes horribles, y un número de víctimas bastante considerable había acabado en St. Vincent—. Si tengo que ver otro cadáver como el de nuestra belleza sin cabeza presentaré mi dimisión y me buscaré un puesto tranquilo en Proctología.
—Tal para cual…
—Oh, qué listo y gracioso eres, Broome. Eres una auténtica monada.
Era una de aquellas ocasiones; los dientes de Broome ofrecían un blanco tan tentador que la tentación resultaba casi irresistible.
—Pero la verdad es que tienes razón. Aquello fue muy deprimente. Ni tan siquiera quise saber qué le había ocurrido… —Los ojos de Broome fueron hacia las hileras de puertas que ocultaban las planchas deslizantes donde colocaban los cadáveres—. Marlowe, ¿no? Chico, era una verdadera belleza. Fue una auténtica vergüenza, desde luego…
Cierto. Dorian Marlowe llegó la noche anterior y no hubo nadie que se tomara a broma su llegada. La causa de la muerte estaba bastante clara, así que no le hicieron la autopsia. La poca sangre que le quedaba fue extraída a través de su pie derecho, y luego le cauterizaron los muñones. Después la metieron en una gran bolsa de plástico, con la cabeza pulcramente colocada debajo del brazo. El funeral se celebraría con un ataúd cerrado. No importaba lo mucho que la hubiesen amado, su familia y sus amistades no querrían verla en su estado actual.
Broome fue hacia las puertas y empezó a examinar las etiquetas. Halpern volvió a llevarse el bocadillo a los labios y lo dejó suspendido ante ellos. Temía que Broome se dispusiera a hacer alguna locura, y quería tener la boca libre por si necesitaba gritar.
Pero Broome se detuvo ante la etiqueta donde ponía MARLOWE, meneó la cabeza y dio tres golpecitos muy suaves sobre el metal.
—Eh, niña —dijo en voz baja—. Tómatelo con calma, ¿quieres? Serás un ángel precioso.
Y al otro lado de la puerta, dentro de la bolsa de plástico color gris claro, el rostro de Dorian Marlowe se contorsionó en una mueca horrible al captar el sonido. Sus labios retrocedieron en un gruñido inaudible y sus ojos se abrieron de golpe, iluminándose con un fugaz parpadeo rojizo, la chispa vestigial de una maldad que jamás llegaría a madurar plenamente. Pasado un segundo la luz se desvaneció.
Pero la expresión no, y era cualquier cosa menos angelical.