MOMENTOS, CONGELADOS no había tenido un día muy animado. Eso no era demasiado raro; pero, como resultado, Danny Young había dispuesto de mucho tiempo libre para pensar mientras vagabundeaba por entre los estantes e hileras de artículos para los coleccionistas. Demasiado tiempo libre…
Danny llevaba todo el día pensando en Claire. En si aquello no tenía nada de malo; se había pasado gran parte del día anterior haciendo exactamente lo mismo. El problema era que sus pensamientos de ayer habían consistido básicamente en agradables fantasías románticas (y películas porno de la mente), pero los de hoy estaban dominados por el miedo.
Todo empezó cuando se despertó con gotas frías de sudor rodando por su frente y ardiendo en sus ojos. No lograba acordarse del sueño —rondaba por las fronteras de la consciencia y se escapaba antes de que Danny hubiera podido atraparlo—, pero una imagen persistía como un fantasma en la pantalla de proyección de su cerebro.
Y la imagen mostraba a Claire y a una sombra oscura que se inclinaba sobre ella. En los ojos de Claire ardía una luz situada a medio camino entre el miedo y el anhelo.
Como recuerdo ya era más que suficiente. Intentó librarse del recuerdo mientras se preparaba para ir a trabajar. El recuerdo se retorció en sus entrañas mientras iba hacia la tienda, le oprimió las sienes cuando abrió el local, se deslizó hacia su trasero mientras atendía a los escasos clientes del día… El recuerdo se negaba tozudamente a dejarle en paz.
Y seguía negándose.
Danny fue a la caja registradora y contempló por enésima vez el despertador que había detrás de ella. Ya casi eran las tres de la tarde. «Oh, diablos», pensó, hurgándose nerviosamente los dientes con la larga uña de su dedo índice.
Y, también por enésima vez, volvió a echarle una mirada al listín. Se había jurado a sí mismo que no buscaría ese número…, que esperaría a que ella se presentara por voluntad propia, demostrándole la clase de amante no amenazador y dispuesto a dejarse llevar por la corriente que estaba decidido a ser.
Pero entonces aún no había tenido el sueño.
Clavó los ojos en el listín. Fue lentamente hacia él. Pasó las yemas de los dedos sobre la tapa como un niño que descubre el milagro del tacto. En su interior la lógica luchaba contra la intuición, y el miedo al rechazo se oponía al miedo de que Claire hubiera sufrido un daño físico o algo todavía peor.
Algo todavía peor…
Su mente le ofreció una imagen: Claire recorriendo las calles del Village por la noche, dejando sin aliento a montones de jóvenes repletos de testosterona. Llevándoselos a casa con un guiño, una sonrisa y un contoneo de caderas; acostándose con ellos, su carne tan fría y blanca como una lápida de mármol… Invitándolos a que la poseyeran. Y después, cuando habían bajado la guardia y habían sucumbido a su hechizo, una repentina exhibición de colmillos…
—Olvídalo —jadeó, casi sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
Su atención estaba concentrada en las páginas que pasaban ante sus ojos mientras buscaba su apellido.
Y, naturalmente, su número no figuraba en el listín.
—Mierda y remierda —gimió, cerrando el listín de un manotazo. Giró sobre sí mismo y clavó los ojos en la pared desnuda que había a su espalda—. Probablemente no se apellida así —le informó a la pared, aun sabiendo que no sacaría nada con ello—. Probablemente es Dustin Hoffman que ha vuelto a disfrazarse. Probablemente…
La puerta de la tienda se abrió.
Danny volvió a girar sobre sí mismo con el rostro enrojecido, un poco irritado ante aquella intrusión.
Necesitó un instante para reconocerla.
—¿Claire? —preguntó con un hilo de voz, y le bastó con mirarla para confirmar sus peores miedos.
Claire Cunningham, también conocida como De Loon, se había quedado inmóvil en el umbral; la luz del sol atravesaba el salvaje desorden de su oscura cabellera. No llevaba maquillaje y no vestía ningún atuendo exótico, sólo una oscuridad orgánica alrededor de los ojos, tejanos y una camiseta sobre un cuerpo que temblaba ante él, asustado y vulnerable.
Y, sin decir palabra, sin ni tan siquiera cerrar la puerta a su espalda, Claire cruzó corriendo el local y se arrojó en sus brazos.
Le contó lo de Dorian. «Dios mío», pensó Danny, imaginándose la escena sin demasiadas dificultades. Sus brazos se tensaron alrededor del cuerpo de Claire obedeciendo al instinto de protección; Claire se pegó a él y se estremeció. Las vibraciones le recorrieron como si fuesen olas.
Le habló de su dormitorio, del libro tirado en el suelo. Danny pensó «Dios mío», y la apremió sin un solo momento de vacilación a mantenerse lo más lejos posible de su apartamento.
—Duerme en casa de una amiga. Ve a un hotel. Ve a la Asociación de Jóvenes Cristianas. Hasta podrías… —y entonces vaciló por primera vez—, si quisieras podrías quedarte en mi casa y…
Claire le hizo callar bruscamente con un beso. «Dios mío», pensó Danny, pero no protestó. Pasaron los tres minutos siguientes sumidos en un acuerdo mudo y total.
Después de que su respiración hubiera vuelto a normalizarse Claire le habló del tipo que había visto en el St. Marks Bar & Grill. Danny le pidió que se lo describiera. Claire se lo describió. «Dios mío», pensó él y se quedó paralizado; una imagen dotada de una gélida claridad invadió su mente.
La imagen del amigo de Stephen Parrish. Aquel extraño artista de las pintadas. ¿Cómo diablos se llamaba?
El tipo que había desaparecido…