Joey…
Joseph estaba suspendido al borde de un sueño, en ese estado intermedio donde tanto el mundo interior como el exterior poseen dedos fantasmales que pueden usar para tirar de ti y atraerte hacia ellos. Dentro de su mente había vuelto a Union Square y se encontraba ante la escalera del metro. Desde abajo: un roce ahogado, el sonido de voces. Se volvió hacia Ian, pero Ian ya no estaba allí.
Y los roces ahogados de abajo se acercaban cada vez más.
Joey…
Joseph bajó lentamente por la escalera entrecerrando los ojos para ver lo que había en la oscuridad del fondo. Algo se movía entre las tinieblas; una silueta encorvada sobre sí misma que avanzaba con paso tambaleante y que se detuvo indecisa allí donde caía la luz del sol. Joseph dio otro paso hacia adelante, se agazapó y clavó los ojos en aquella silueta, examinándola con toda su atención…
Y entonces la reconoció.
Intentó gritar, pero el sonido se negó a salir de su boca. Se estremeció, paralizado durante unos segundos, y siguió avanzando. Pero se movió con demasiada lentitud, y llegó demasiado tarde…
… y su madre emergió tambaleándose de entre la oscuridad, con la cabeza extrañamente torcida hacia un lado, su marchito cuerpo temblando espasmódicamente bajo su camisón…
… y su carne empezó a chisporrotear y a derretirse…
… y gritó…
… y de repente Joseph se encontró solo en un lugar muy oscuro, avanzando decididamente hacia adelante. Había una luz en la lejanía. Se detuvo.
Y esperó. A que la luz. Se acercara.
A él.
La luz llegó con un rugido en sus pies y sus oídos. Llegó acompañada por una violenta ráfaga de viento, como si la luz fuese una pared que corría hacia él. Llegó con una velocidad tan repentina e impresionante que Joseph casi retrocedió alzando los brazos para protegerse el rostro…
… y un instante después la cosa cayó sobre él, desgarrándole los brazos, el pecho y la cara con sus zarpas. Joseph luchó contra ella y le rodeó la garganta con las manos, intentando mantener a distancia los dientes que tenía delante de los ojos, largos y afilados, unos dientes que brillaban con destellos rojizos…
… la luz y el rugido se hicieron imposibles de soportar…
… y Joseph se irguió bruscamente en el asiento viendo ante él la inmensa boca de Bugs Bunny en la pantalla del televisor, mientras la luz del sol entraba a chorros por la ventana de la sala.
—Mierda —gimió.
La palabra emergió de sus labios convertida en un sonido confuso. Tenía el interior de la garganta recubierto por una costra de flemas secas; su cuerpo, debilitado por la falta de reposo y la deshidratación aguda que sufría, gritaba pidiendo agua y comida. Se frotó los ojos con una de sus manazas, intentando calmar el terrible picor que sentía, y volvió a gemir.
En la pantalla del televisor Bugs se enfrentaba al Demonio de Tasmania. Bugs y el Demonio empezaron a rugirse el uno al otro, nariz contra nariz. El sonido hirió los oídos de Joseph. Torció el gesto, volvió a frotarse los ojos y logró levantarse de la silla. Oyó el ruido de algo que se rompía a su espalda y el monstruo de los dibujos animados lanzó un aullido de dolor. Joseph dio un salto, sobresaltado, y se volvió hacia el televisor.
«¡Jesús! ¡Está demasiado alto! —pensó alargando la mano hacia el mando del volumen—. Voy a despertar a…».
Y entonces se acordó.
Joseph contempló el televisor durante un segundo que le pareció eterno, sin enterarse de la acción que tenía lugar en la pantalla. Su mente volvió al sueño; estaba allí donde empezaba la escalera, mirando hacia abajo. Salió del sueño haciendo un terrible esfuerzo de voluntad, se apartó del televisor y se quedó inmóvil con los brazos cruzados encima del estómago.
—Puedes hacer todo el ruido que quieras —le informó al Pato Lucas, que acababa de aparecer en la pantalla—. Ahora ya no importa.
Bugs y el Pato Lucas se enzarzaron en una discusión mientras el Demonio de Tasmania les observaba con expresión algo aturdida. Discutían sobre cuál de los dos sería la víctima más sabrosa. Joseph les dio la espalda y fue con paso cansino hacia el cuarto de baño; necesitaba orinar.
Se detuvo ante el umbral del dormitorio que había ocupado su madre. La puerta estaba abierta de par en par; la habitación estaba sumida en la oscuridad. Se quedó inmóvil en el umbral durante casi un minuto, necesitando todo ese tiempo para reunir el valor suficiente y echar una mirada al interior.
La cama vacía situada en el centro del cuarto sin luz. El profundo surco que había en el centro de la cama, allí donde el colchón se había deformado para adaptarse al cuerpo de su madre, que había yacido sobre él durante meses interminables. Las sábanas limpias, recién cambiadas; la mesilla de noche en la que no había nada salvo una lámpara que ya no estaba encendida; las paredes desnudas, los charcos de sombra, la ventana con los postigos cerrados que contemplaba el interior del cuarto con la misma vacuidad que el ojo de un cadáver.
El velatorio se celebraba en una pequeña catedral de Brooklyn, no muy lejos del apartamento de Joseph. Había accedido a la ceremonia por las amistades de su madre, que llegaron vestidas de negro para llorar y saludarse las unas a las otras delante del ataúd abierto.
Joseph estaba sentado en la parte trasera de la catedral, solo, con el rostro inexpresivo. Las ancianas que habían acudido a presentar sus respetos pasaban junto a él en silencio, asustadas por aquel rostro pétreo que se interponía entre ellas y la puerta.
Joseph estaba esperando a que se fuera todo el mundo.
Joseph logró guardar silencio durante el largo sermón en que el sacerdote derramó piadosos lugares comunes sobre las cabezas de su apenado rebaño. No fue fácil. El impulso de gritar y levantar los bancos del suelo arrojándolos contra las vidrieras de colores era casi imposible de contener. Pero lo hizo, porque ceder a él no habría servido de nada.
Siguió inmóvil en su banco, pensando: «¡Qué conmovedor es todo esto!» e intentando ocultar la terrible ira que sentía mientras el padre Drucker iba soltándoles las tonterías que sacaba de un libro encuadernado en cuero. La imagen de Jesucristo guiando a Mary Ellen Hunter por el sendero de la gloria rodeada de querubines tan blandos y gordos como conejos, le hizo apretar los puños. El buen padre Drucker alabó a Dios por Su misericordia, Su amor eterno y el consuelo que nos daba en estos tiempos nuestros llenos de dolor y penalidades, amén, y Joseph dejó escapar un siseo ahogado. Que la muerte de su madre fuera usada para esto le hizo tragar bilis; no era más que un recurso oportuno, una ocasión para que un imbécil de ropas blancas y negras hiciera más publicidad a la Iglesia.
La capilla se fue quedando vacía y Joseph pensó en lo que haría si fuese Dios, estuviera caminando por Su casa y se topara de repente con aquel sacerdote de boca melosa. Se vio contemplándole con ferocidad, vio todas las llamas del Infierno ardiendo en sus ojos, con la cabeza tan arriba que casi tocaba el techo. Vio al padre Drucker encogiéndose detrás del altar, vio como la ropa se desprendía de aquella carne regordeta, convirtiéndose en cenizas antes de tocar el suelo…
Y un instante después volvía a estar en el último banco de la catedral. Se había quedado solo. Drucker apagaba las velas del altar. Cristo colgaba de una cruz de metal brillante.
Y su madre yacía en un ataúd temporal, esperando el cálido beso de la cremación.
Joseph Hunter se levantó muy despacio y avanzó lentamente por el pasillo. El sonido de sus pasos hizo que Drucker volviera la cabeza. Joseph rehuyó escrupulosamente la mirada del sacerdote, clavando los ojos en el pálido perfil blanco que asomaba del ataúd abierto.
Y un instante después estaba de pie ante ella, con sus grandes manos apoyadas en el borde del ataúd, contemplando el horrible maniquí en que la habían convertido los artistas del maquillaje. Tembló, sintiendo una repentina oleada de emociones, tan brusca e inesperada como el primer disparo de un francotirador.
—No tengo ni idea de cuál es la voluntad de Dios, mamá —se oyó decir—, pero estoy condenadamente seguro de que no debe de ser esto. —Una parte de su mente le observó con frialdad. «Eh, tío, estás hablando con un cadáver —le dijo—. Corta el rollo». Pero las palabras siguieron saliendo de sus labios—. Es una locura —dijo—. No tendrías que haber muerto así. Es una locura, no está bien. Lo que quiero decir es que… Fuiste buena conmigo, mamá. No fuiste la mejor de las madres, pero… Cristo, ¿quién puede serlo? No siempre me gustaba lo que hacías. A veces hasta tenía la sensación de que no…, de que no te quería, mamá, pero…, eras mi madre, ¿sabes? Eras mi madre y yo…
Se quedó callado e intentó comprender lo que estaba diciendo. Ya no podía seguir ignorando las lágrimas que se deslizaban por su rostro, las convulsiones del pecho que le dificultaban la respiración y los ojos del padre Drucker contemplándole desde detrás del altar con una expresión de sorpresa. Un gemido muy agudo y casi absurdo en un hombre de su tamaño escapó de su garganta; un instante después Joseph se abandonó a él como un mártir a su destino.
No oyó los suaves pasos del padre Drucker acercándosele por la espalda. No vio la mano regordeta que se alzó para posarse con delicadeza sobre su hombro. Ni tan siquiera sintió el contacto. Sólo se dio cuenta de que se había acercado a él cuando la voz del sacerdote se deslizó en sus oídos.
—Joseph —dijo el sacerdote, todo bondad y eficiencia—, ¿puedo hacer algo por ti?
Joseph se lo pensó durante unos instantes; el tiempo suficiente para controlar su respiración.
—Sí —dijo por fin—. Podría apartarse de mi cara.
Drucker retrocedió nerviosamente.
—Vamos, hijo… —empezó a decir.
—No me venga con que soy su hijo. —Joseph se había dado la vuelta hasta quedar de cara al sacerdote. Sus ojos vidriosos estaban inyectados en sangre y ardían con un brillo salvaje. Habló con voz tranquila y firme, y su tono logró disfrazar las peligrosas pasiones que había debajo—. Acabo de oírle hablar durante media hora o más. Creo que en total mencionó el nombre de mi madre dos o tres veces. ¿Se acuerda de ella? Es la que está dentro de esa caja de madera.
Joseph señaló el ataúd con el pulgar. Drucker tropezó con el borde del estrado y se tambaleó durante una fracción de segundo, con los ojos desorbitados por una mezcla de pánico e incomprensión. Una sonrisa se abrió paso por los rasgos de Joseph, haciendo pensar en el feroz destello con que cobra vida una navaja de resorte.
—Venía mucho aquí, ¿verdad? La misa del domingo, las actividades sociales de la iglesia, la recogida de fondos… —Drucker se apartó del estrado y Joseph fue hacia él—. Solía pasarse montones de horas arrodillada en esta iglesia, escuchando la misma clase de gilipolleces devotas que nos ha hecho tragar hoy. Sólo que hoy ella no podía oírle, ¿verdad que no?
Alargó el brazo y clavó un rígido dedo en el pecho de Drucker. Drucker retrocedió; su lisa frente estaba cubierta de sudor.
—Porque alguien la mató, ¿verdad?
Volvió a clavarle un dedo en el pecho, ahora con más fuerza. El sacerdote retrocedió tambaleándose y balbuceando sílabas incomprensibles.
—Pero hoy no se ha hablado de eso para nada, ¿verdad que no?
Un último empujón con el dedo hizo que el opulento trasero del padre Drucker cayera sobre la primera hilera de bancos.
—No —dijo Joseph, dominando al sacerdote con su estatura, la voz convertida en una mezcla de hielo y acero—. Hoy hemos oído hablar de lo grande que es Dios. Hemos oído hablar de los cielos llenos de compasión que nos esperan arriba. Hemos oído decir que Dios es grande porque nos ha preparado un lugar tan maravilloso; y lo único que debemos hacer es rezarle y creer en Él, y agradecerle todo lo que hace.
»Después, cuando unos chorizos miserables nos asalten mientras vamos de camino al colmado de la esquina podremos darle las gracias por los huesos rotos, las hemorragias internas y el ataque que nos hizo pasar años y años tirados en una cama. Podemos agradecerle a Dios el que esos chorizos sigan rondando por ahí para que un número cada vez mayor de nosotros pueda llegar al Cielo mucho más pronto de lo esperado. ¡Podemos agradecerle a Dios el que haya tipos como usted dispuestos a contarnos lo maravilloso que es porque nos permite caer de rodillas para cantar Sus alabanzas! ¿Verdad que sí?
»Y ahora escúcheme bien. —Se acuclilló delante del sacerdote hasta que sus rostros estuvieron separados por escasos centímetros—. Ahora mismo hay algo que vaga por los túneles del metro. Está matando gente. Puede que haya leído artículos sobre eso en los periódicos. —Drucker movió la cabeza en un tímido gesto de asentimiento, los ojos muy abiertos y llenos de terror. Su frente sudorosa brillaba como un suelo recién barnizado. Joseph también asintió con la cabeza—. Ayer vi algunas cosas —siguió diciendo—. Vi algunas cosas que me hicieron comprender que no estamos hablando de ningún ser humano corriente. ¿Comprende lo que le estoy diciendo? No es un ser humano corriente.
Y al llegar a ese punto vaciló, no sabiendo muy bien qué palabras escoger. Una sonrisa sardónica cruzó por su rostro, se esfumó y volvió a aparecer. Drucker estaba convencido de que Joseph Hunter se había vuelto loco, pero no osaba decir ni una palabra.
—Es un vampiro, padre. ¿Cree usted en los vampiros? Es un vampiro y chupa la sangre en el cuello de las personas. Es una criatura muerta que camina de noche, matando personas y convirtiéndolas en vampiros. No sé si ha sido usted niño alguna vez, pero yo debo de haber visto como a un millón de esas criaturas en las películas, y no creí en ellas ni durante un segundo… Hasta ahora.
En su voz había la misma violencia de antes, pero ahora iba acompañada por algo nuevo.
—Se supone que usted es un hombre de Dios. Se supone que es un experto en esta clase de mierdas. Bien, pues permítame que le haga una pregunta: ¿cree en los vampiros, padre? ¿Cree en el mal de la misma forma que se supone ha de creer en el bien? ¿Cree que Satanás puede hacer que los cadáveres vuelvan a la vida?; y si lo cree, ¿sabe si su Dios puede hacer algo para detenerles?
Sus dedos tenían sujeto a Drucker por el cuello de la sotana.
Drucker movió las mandíbulas, pero de su boca no salió sonido alguno.
—¿Puede hacer algo para detenerles?
El rostro de Drucker empezó a volverse de un color púrpura oscuro. Joseph estaba apretando el cuello de la sotana con demasiada fuerza.
—¿Puede?
Joseph arrojó al jadeante sacerdote contra el respaldo del banco. En sus ojos ardía una despectiva llama de triunfo.
—Ya me parecía que no —dijo Joseph, volviéndose hacia su madre—. Este tipo no sabría distinguir a Jesucristo de un jodido cheque en blanco.
A su espalda, el padre Drucker estaba tragando aire como una ballena varada en la playa. Joseph no le prestó atención a su ansioso jadear. Había concentrado toda su atención en el rostro de su madre y absorbía todos sus detalles, sabiendo que no volvería a verlo nunca.
—Adiós, mamá —murmuró.
Y, sin quererlo, cerró los ojos y la vio tal y como había sido antes, cuando todavía había vitalidad en su cuerpo, cuando sus ojos aún tenían vida y brillo. Recordó cómo había sido todo después de la muerte de papá: mamá y Joey en Coney Island, ella sonriendo y estirando su magro presupuesto para permitirle otro trayecto en el Ciclón; Joey, hinchando todavía más su gordo rostro preadolescente a base de perros calientes, golosinas y caramelo de algodón. Mamá y Joey solos contra el mundo, ella trabajando todo el día en Freiberg’s y tres noches a la semana nada menos que como criada, por el amor de Cristo, y todo eso sólo para conservar un apartamento demasiado pequeño y poner una barra de pan sobre la mesa; Joey, el hombre de la casa, dejando los estudios y poniéndose a trabajar para que ella pudiera descansar por fin… «Joey», siempre protegiéndola, temiendo dejarla sola, amándola demasiado para dejarla y odiándola por ello.
Y los ojos de su mente la vieron tal y como era ahora: los rasgos hundidos, la arrugada tez color harina, los ojos cerrados para siempre…
… y de repente los ojos se abrieron para lanzarle una mirada inexpresiva, y las pupilas ardían con un resplandor rojizo mientras su cabeza giraba lentamente, y sus fríos labios se separaban para revelar…
—No —siseó, volviendo a la realidad en un acto puramente reflejo, con los ojos clavados en el rostro del ataúd.
Aquel rostro frío e inmóvil.
«Está muerta, nada más —pensó—. Ha muerto y eso es todo, gracias a Dios. Sea cual sea el significado de eso… El cielo, el infierno o la nada… No volverá de la tumba. Gracias a Dios. Si es que existe…».
Después se dio la vuelta con el terror y la rabia fluyendo por su cuerpo como una lenta inyección de fluido embalsamador, y dejó al padre Drucker en su casa vacía consagrada a la adoración divina; un lugar que no había sido contaminado por ningún poder, llama o presencia viviente.