16

La noche se fue desvaneciendo lentamente ante el amanecer y el gradual florecimiento de la luz en un cielo cubierto de nubes. La ciudad dormía con el sueño más profundo de que es capaz; y en los túneles hasta los muertos reposaban.

En un pequeño apartamento de la calle MacDougal la policía estaba acabando de interrogar a una joven aterrorizada llamada Claire Cunningham. El cuerpo —las dos partes en que había sido dividido—, ya no estaba allí.

El detective Brenner de Homicidios no estaba muy contento. La chica seguía bajo los efectos del shock. No podía contarle nada útil. Le había dicho que no estaba allí, y Brenner la creía; decía no tener ni idea de quién era el acompañante de Dorian Marlowe, y Brenner ya no estaba tan seguro de que dijera la verdad. «Pero ¿qué puedo hacer? —se preguntó retóricamente a sí mismo—. Basta con que abra la boca para que se eche a llorar».

Brenner dejó su nombre y su número de teléfono sobre la mesa de la cocina, junto al teléfono. Le dijo que le llamara cuando hubiese descansado; quería volver a hablar con ella. La joven apenas si pareció oírle. Sus ojos contemplaban algún espacio negro situado más allá del mundo normal. Brenner se encogió de hombros, intercambió miradas de impotencia con el resto de los agentes y les precedió hacia la puerta.

En este caso había muchas cosas que le preocupaban: el hecho de que no hubiera señales de lucha, la sorprendente brutalidad del crimen en sí y la extraña escasez de sangre, tanto dentro del cuerpo de Dorian Marlowe como a su alrededor. El hecho de que hubiera sido hermosa también le hacía sentir una pequeña punzada de dolor privado; pero en los diecisiete años que llevaba en el cuerpo había visto un número considerable de fiambres hermosos.

Lo peor de todo era la similitud entre la muerte de la Marlowe y la de la mujer gorda del día anterior…, lo cual le llevaba ineludiblemente a lo ocurrido en el «Tren del Terror». Sabía que no era el único que establecería esa conexión, y aquello le preocupaba. El jefe de la policía no paraba de acosarle, el alcalde y los concejales estaban tan nerviosos que pronto empezarían a cagar sus gemelos comprados en Tiffany, los periódicos no paraban de hablar del asunto consiguiendo que empezara a cobrar proporciones míticas…, y Brenner no tenía nada salvo un creciente montón de cadáveres que aún no se habían enfriado, un inmenso peso muerto que había estado llevando encima de los hombros.

Se detuvo en el vestíbulo y pasó las páginas de un maltrecho cuadernillo de anotaciones con tapas de cuero. El conductor del «Tren del Terror» seguía ingresado en Bellevue convertido en un desecho humano que no paraba de darse manotazos mientras gemía y babeaba. Era como si alguien le hubiera sacado el seso, lo hubiera metido tres minutos en el microondas y lo hubiera vuelto a colocar dentro del cráneo después de haberlo cocido. Nunca conseguirían sacarle ni una sola palabra.

Y después estaba el viejo, Hacdorian. Se había mostrado terriblemente evasivo y no les había ayudado en nada, pero Brenner se sentía incapaz de culparle por ello; los viejos eran blancos tradicionales para los locos asesinos impulsados por el afán de venganza. Los registros le habían dejado muy claro que aquel pobre bastardo ya había soportado tantas calamidades y horrores que no lograría olvidarlos ni aunque viviera dos mil años.

Lo cual le dejaba sólo a Claire Cunningham, una de las chaladas más considerables con que se había encontrado en toda su carrera. Su dormitorio era digno de aparecer en el siguiente número de Hogares y ataúdes. Estaba demasiado alterada para hablar, y Brenner lo comprendía; pero tenía la impresión de que antes de lo ocurrido su salud mental tampoco debía de ser muy buena. ¿Qué habría en su cabeza? Murciélagos en un campanario, quizá. Juguetes en el ático.

«Vampiros —pensó cerrando el cuadernillo de un manotazo—. Vampiros. Claro». Encendió un cigarrillo y salió a la calle.

La ambulancia estaba alejándose de la acera llevándose los restos mortales de Dorian Marlowe pulcramente tapados con sábanas. Brenner observó los rostros de los mirones bienintencionados que se apelotonaban contra las vallas azules colocadas por el departamento de policía. Una camioneta de Noticias 4 acababa de llegar y se estaba preparando para transmitir. Por suerte Brenner ya había dicho a sus chicos que mantuvieran la boca cerrada.

—Vampiros —dijo con voz pensativa, señalando con el cigarrillo a las hordas sudorosas—. Aquí tenéis a vuestros malditos vampiros…

Claire estaba sentada en el sofá de la sala. Sola. Necesitó un minuto para comprender que estaba sola y que los policías se habían marchado. El conocimiento no la afectó demasiado, ni en un sentido ni en otro. Estaba perdida en la neblina de sus pensamientos.

Había cuatro imágenes en particular que la acosaban. La cabeza de Dorian era la primera, naturalmente; vería esa imagen hasta el día de su muerte. La segunda de la lista era el tipo del St. Marks Bar & Grill; los detalles estaban algo borrosos, pero la impresión inicial que le había producido seguía estando muy clara.

La tercera imagen era lo que vio al entrar tambaleándose en su dormitorio para llamar frenéticamente a la policía después de haberse levantado del suelo. La desorientación ya había sido abrumadora incluso entonces, pero sus ojos se habían fijado en el libro abierto caído en el suelo, junto a su cama.

Confesiones de un vampiro, de Anne Rice.

Claire cogió el libro y lo estuvo contemplando durante un lapso de tiempo imposible de calcular. Intentó leer las páginas por las que había quedado abierto, pero las palabras se confundían ante sus ojos formando un manchón borroso. No importaba.

Cerró el libro pasado un rato y volvió a colocarlo con mucho cuidado en su estante. Después fue a la sala y esperó la llegada de la policía.

Cuando la interrogaron no les habló del libro. Y tampoco les habló del tipo del bar. No sabía muy bien por qué.

Y, última pero no menos importante, estaba la rata.

Pese a la confusión que la dominaba su mente había dispuesto esas imágenes formando una pulcra cosmología, una cosmología cuyo origen se remontaba a Danny y la noche anterior. El vampiro había estado aquí, en su casa. Claire estaba segura de ello.

Y sabía que ahora el vampiro conocía su existencia. Había estado en su dormitorio. Le había dejado una pista.

Y, por alguna razón inexplicable, no le había hecho nada.

Sintió que la cabeza empezaba a pesarle; el sueño iba presentándole sus insistentes demandas a su aturdido y embotado cerebro. Cerró los ojos y el mundo hizo caer su peso suave e insistente sobre ella como si fuera una montaña de algodón y cloroformo.

Antes de sumirse en la inconsciencia tuvo la sensación de que no estaba sola en la habitación. Una presencia poderosa e invisible aguardaba el momento adecuado para presentarse ante ella. Intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. Y un instante después la presencia ya había desaparecido.

«Tengo que ver a Danny —pensó en la última fracción de segundo antes de que la oscuridad se apoderara de su cerebro—. Quizá él sepa qué podemos hacer».

Y se quedó dormida. Con la cabeza sobre la mesa. En su apartamento.

Sola.