Eran las dos y treinta y cinco de la madrugada.
Ian estaba solo en la barra del pub Shamrock. Los taburetes vacíos brotaban del suelo flanqueándole como si fueran bulbosas setas negras sostenidas por gruesos tallos cromados. En su mano izquierda había un cigarrillo con tres centímetros de ceniza. En su mano derecha había una pluma Flair roja.
Esparcidas ante él había un montón de anotaciones y diagramas garabateados por una mano algo borracha en el reverso de varios manifiestos del servicio de mensajería. Ian las contempló con la Flair roja entre los dedos mientras su mente luchaba con los detalles del plan.
En la parte superior de una hoja se leía la palabra HERRAMIENTAS, y debajo estaban anotados todos los instrumentos tradicionales del cazador de vampiros: estacas de madera, martillos, crucifijos, balas de plata, ajo, agua bendita. Ian les había añadido una o dos innovaciones: espejitos para detectar al monstruo gracias a su ausencia de reflejo y, lo que era más importante, dos o más buscas, una docena de guías urbanas y el número de todos los teléfonos públicos que había en el metro de la parte sur de Manhattan.
En cuanto al plan en sí…, bueno, no era gran cosa, desde luego. Podía salir bien, si todo funcionaba correctamente. Ian no lo dudaba. Pero seguía teniendo algunos agujeros de gran tamaño, y cualquiera de ellos era lo bastante grande para permitir el paso de todo un vampiro adulto.
«Digamos que unos doce tipos —pensó Ian leyendo las anotaciones en la página encabezada por las palabras EL PLAN—. Dividirse en grupos de tres. Un busca en cada grupo. Dejamos a Joseph y otros dos tipos en la camioneta; los otros tres grupos van a estaciones del metro estratégicamente repartidas por la ciudad. Cuando alguien ve al vampiro avisa a todos los demás. El número del teléfono público aparece en el transmisor de datos de los buscas; examinan sus mapas para localizar ese teléfono y luego rodean el área desde todas las direcciones en un radio de tres paradas… ¡Maldición!».
La frustración que sentía hizo que diera una patada a la barra para apoyar los pies del taburete en que estaba sentado, con lo que consiguió esparcir toda la ceniza del cigarrillo sobre su regazo.
«Maldita sea, esto no funcionará jamás», pensó muy desanimado, y cogió la hoja donde había escrito PROBLEMAS.
Se dio cuenta de que ya era la hoja más llena; y acababa de ocurrírsele otro. Empezó a repasar la lista:
Y ahora tenía que añadir otro problema:
—Bueno, esto es el final —se quejó en voz alta—. No hay forma, es absolutamente imposible…
«Si doce personas no bastan para hacerlo, ¿cómo se supone que lo conseguirá Joseph sin ayuda? ¿Y cómo se supone que voy a explicarle eso?», pensó.
La puerta que había a su espalda se abrió. Ian lanzó una exclamación ahogada y se dio la vuelta automáticamente; seguía teniendo los nervios de punta incluso después de haberse tomado una docena de cervezas o más. No podía cerrar los ojos sin ver la putrefacción acelerada de Peggy Lewin, y sabía que a Joseph le ocurría lo mismo.
Ian se volvió hacia la puerta y vio como dos hombres bastante corpulentos entraban en el pub. Llevaban chalecos reflectantes de color naranja, calzaban botas de goma y vestían las mugrientas ropas de trabajo de los empleados del metro. Sus ojos brillaban con un resplandor blanco en sus sucios rostros, moviéndose velozmente de un lado para otro con una expresión que le bastó un segundo para identificar.
«Estos tipos están aterrorizados». Ian les contempló en silencio durante unos instantes con la mandíbula aflojada por la sorpresa. Sintió deseos de reír, o de enroscarse hasta formar una bola. Vio como el segundo de los recién llegados cerraba la puerta con un golpe seco que le hizo dar un salto al primero. Ian también dio un salto y se le escapó una risita involuntaria. Tenía la piel de gallina.
Podía sentir su miedo incluso a esa distancia.
Giró bruscamente sobre sí mismo y miró hacia adelante. Su reflejo le devolvió la mirada desde el espejo que había detrás de la barra; estaba muy pálido, y parecía una copia barata. Ian intentó que sus labios formaran una sonrisa tranquilizadora, la respuesta tradicional a la incomodidad; pero el rostro que le devolvió la sonrisa estaba tan tenso —tan muerto—, que cerró los ojos sintiendo una terrible repugnancia.
… y Peggy Lewin estaba gritando, con un ojo vuelto hacia la oscuridad y el otro ojo ya no existía, y la carne que rodeaba sus tensas mandíbulas empezó a partirse revelando los rígidos músculos que había debajo…
—No —murmuró apretando los dientes.
Volvió a abrir los ojos y se miró las manos convertidas en puños que reposaban sobre la barra. Oyó el lento y vacilante caminar de los dos hombres que avanzaban hacia la barra. «No voy a mirarles —se dijo—. No quiero ver nada más».
Pero cuando tomaron asiento cuatro taburetes a su derecha aguzó el oído. Los dos hombres pidieron dobles de Johnnie Walker Rojo con cerveza para acompañarlos, y después empezaron a hablar en voz baja y vacilante.
—Oye, T. C…
Era el blanco, el primero que había entrado por la puerta y, como era de esperar, su voz se parecía bastante a la de Sylvester Stallone.
—Adelante —dijo sin mucho entusiasmo el negro que le acompañaba.
—Es que… Yo… Verás, no estoy muy seguro de querer volver ahí abajo. —El negro dejó escapar un bufido despectivo—. No, de veras, yo…
—Tuviste que ir corriendo hacia esa cosa, ¿verdad? Y además tuviste que pasear tu condenada linterna por toda su cara… —Volvió a bufar, pero esta vez con furia—. Eres un auténtico gilipollas, Tommy. Lo sabes, ¿no? Eres un auténtico gilipollas de primera categoría…
—¡Eh! ¡Oye, amigo, tú también corriste! ¡No me vengas con esas mierdas!
—¡Joder, yo ni tan siquiera quería enterarme de qué era! ¡Fuiste tú quien tenía ganas de jugar a los detectives! ¡Fuiste tú quien…!
—Oye, cálmate, ¿quieres?
El blanco llamado Tommy clavó los ojos en sus rodillas y torció el gesto. T. C. le miró, tomó un buen trago de cerveza y guardó silencio durante unos instantes.
—Voy a volver —dijo por fin—. No puedo dejar el trabajo sólo por esto. Tengo que pagar la pensión de mi ex mujer. Tengo que darle dinero para los niños. Las facturas me están comiendo vivo, jamás creerías la cantidad de…
—Sí, sí, pero…
—¡Pero nada, estúpido polaco de mierda! Mira, si Weizak tiene ganas de hacerse famoso gracias a todo esto, puede encargarse personalmente de todo el asunto. Necesitaba un trago para calmarme un poco, nada más.
—¡Esa jodida cosa! —Ian se volvió hacia ellos y vio que los dos acababan de apurar sus dobles de whisky al unísono. Tommy dejó caer su vaso vacío sobre el mostrador con un golpe seco y dijo—: ¡No quiero ni pensar en eso!
Ian apartó rápidamente la mirada.
«¿Qué habían visto?». La pregunta tiraba de la base de su cerebro como un mocoso malcriado que se agarra a las faldas de su madre. Se encontró sonriendo con una mueca feroz dirigida a sus tensos dedos mientras su mente repetía una y otra vez la pregunta: «¿Qué habían visto? ¿Qué habían visto allí abajo?».
Y la red se fue cerrando inexorablemente a su alrededor.
«Se te permite vivir con la ilusión de que las cosas son como han sido siempre y de que siempre seguirán siendo así —pensó—. Y de repente te das la vuelta y alguien te quita el suelo de debajo de los pies, y todo empieza a volverse extraño e increíble, y nada es como antes… Es lo que le ha ocurrido a ese par de tipos. Sé que han visto al vampiro. Si me equivoco me comeré el sombrero. Me compraré un sombrero y me lo comeré…».
En los túneles…
T. C. Williams y Tommy Wizotski están limpiando el desorden producido por la rotura de una cañería del agua en la línea de Broadway, entre la Ocho y Prince. No piensan en los crímenes, ni en los rumores que hablan de cosas mucho peores que la muerte, no piensan en los cadáveres que aparecen esporádicamente en una parte del túnel u otra, incluso en las más corrientes de las circunstancias… Los empleados del metro que tropiezan con el tercer raíl, el que conduce la corriente, los vagabundos y los borrachos que se arrastran hasta allí abajo para morir…
No piensan en nada de eso.
T. C. y Tommy se miran el uno al otro y asienten como dos conspiradores, cubiertos de sudor y agua sucia. T. C. y Tommy dejan todo el jaleo creado por la cañería a sus espaldas y van hacia un nicho de la pared norte. Una mano saca un porro liado con hierba exótica, de la que se paga a 120 dólares la onza, de un bolsillo manchado de grasa y lo enciende.
Un tren avanza rugiendo hacia ellos. Se toman el tiempo suficiente para lanzar una desafiante bocanada de humo azulado hacia las luces que se aproximan, ríen sintiendo como la droga se les sube a la cabeza y vuelven a meterse en el refugio del nicho.
Y en la fracción de segundo transcurrida antes de que la cautela les obligue a esconderse en el nicho, ven algo pequeño y pálido caído junto a las vías que se estremecen…
Retroceden, viendo como los rostros que se recortan en las ventanillas brillantemente iluminadas pasan junto a ellos, tan deprisa que es imposible distinguirlos, y el tren se aleja atronando. Se comunican con una mirada, pues las palabras no podrían abrirse paso a través de aquel estruendo, y el porro pasa del uno al otro en el pequeño espacio del nicho. Sienten los primeros atisbos del miedo, haciendo que el espacio del nicho se vuelva todavía más pequeño y asfixiante…
Y el tren sigue estirándose ante ellos, un muro sólido hecho de poder y movimiento…
Y un instante después ha desaparecido, el último vagón les ha dejado atrás y se ha perdido en la lejanía, dejándoles envueltos en el humo de la droga, la oscuridad y las reverberaciones del sonido…
Que se disipa gradualmente hasta convertirse en silencio.
Se apartan del muro. Pasan cautelosamente sobre el mortífero tercer raíl y se dirigen hacia el centro de las vías, que siguen vibrando con un latir ahogado.
Avanzando hacia la cosa…
Ian había tomado una decisión.
Se habían pasado los últimos quince minutos hablando entre ellos. La historia estaba empezando a cobrar forma poco a poco a medida que el consumo de alcohol iba relajando sus nervios. Pero seguían dando vueltas en torno a lo ocurrido, sin hablar claramente de ello, y estaba seguro de que no podría aguantar mucho más.
Cerró los ojos. La oscuridad giró suavemente, pero al menos Peggy Lewin no estaba allí. «Por la mañana lamentaré todo esto», se informó a sí mismo con una sonrisa torcida. Después abrió los ojos, esperó que la estancia dejara de moverse y le hizo una seña al camarero.
—¿Qué están bebiendo esos dos? —le preguntó, inclinándose hacia adelante y protegiéndose los labios con la mano.
El camarero le contempló con suspicacia, entrecerrando los ojos. Ian se sintió algo confuso, pero la confusión duró muy poco. Se frotó las cejas y le lanzó una mirada llena de frialdad.
—Oiga, limítese a servirles otra ronda de lo que están bebiendo, sea lo que sea —dijo—, y tráigame otra cerveza, ¿de acuerdo?
El camarero asintió lentamente con la cabeza y se volvió.
«¿Qué pensará que voy a hacer? ¿Cree que quiero emborrachar a dos hombretones que trabajan en el metro para llevármelos al callejón y atracarles?». No parecía demasiado probable, teniendo en cuenta que los dos pasaban con mucho del metro ochenta. «Probablemente cree que quiero llevármelos a casa —siguió pensando Ian, y la idea le hizo reír—. Cristo… En un ambiente cuerdo eso sería francamente inimaginable. Pero no estamos en un ambiente cuerdo. —Su mente se aferró a esa idea durante unos segundos—. Vivimos en un mundo donde los cadáveres salen de los túneles del metro. Si tienes un bar con tres tipos sentados ante la barra, hay muchas probabilidades de que hoy los tres hayan visto un monstruo».
Aquello le recordó lo que había planeado hacer. El camarero estaba sirviendo la nueva ronda; los dos empleados del metro le contemplaron con una aturdida expresión de sorpresa. Ian les hizo una seña indicándoles que esperaran un momento, recogió sus cosas y se levantó del taburete.
«Dios, esto va a ser realmente increíble», pensó, y fue hacia ellos.
Era una cabeza. Tommy lo había sospechado nada más verla. A medida que se acercaban se fue haciendo más evidente que no era un bolso de mano, un periódico arrugado o una prenda de ropa interior arrojada por la ventanilla; aquel objeto no encajaba con ninguna de las opciones que T. C. había propuesto tozudamente.
Sí, era una cabeza. La del crimen cometido el día anterior. Estaba del revés y en ángulo, con la frente medio sumergida en un charco de agua, sucios mechones de cabello colgando hacia abajo. En la base del cuello había una masa de negrura costrosa por la que asomaba un hueso dirigido hacia ellos como un dedo acusador.
En la mejilla izquierda de aquel gordo rostro sin vida había una gran verruga llena de pelos.
—Oh, Tommy, venga… —dijo T. C. casi gimiendo—. Olvídate de ella. Hablo en serio.
—Espera un momento. Sólo un momento.
—No creo que quieras verla más de cerca, ¿eh?
Y siguieron avanzando hasta quedar a un metro y medio de la cabeza… Cubrieron el último trecho caminando casi de puntillas, como si temieran despertarla.
Tommy se arrodilló delante de la cabeza, se tomó el tiempo suficiente para estar absolutamente seguro de que T. C. le estaba mirando y cogió la linterna que llevaba colgando del cinturón. La encendió.
Y dirigió el haz luminoso hacia aquel rostro muerto.
Y los ojos se abrieron de golpe como dos reflectores carmesíes que les miraron sin ver nada, mientras las mandíbulas se aflojaban en un silencioso y aullante rictus de horror…
Tommy y T. C. gritaron, proporcionando un acompañamiento sónico al aullido silencioso de la cosa que yacía a sus pies. La linterna resbaló por entre los dedos de Tommy y rodó sobre el suelo; su haz luminoso apuntó hacia la oscuridad y la lejanía. Se dieron la vuelta y corrieron como locos alejándose de aquella pesadilla y de los túneles, corriendo hacia la calle y el consuelo ofrecido por las luces tenues del bar más próximo.
Adentrándose en la red, que cada vez estaba más tensa.
Tomar parte en su conversación no fue fácil. T. C. y Tommy no tenían muchas ganas de charlar. Ian necesitó cuarenta y cinco minutos, otras dos rondas y la historia de Peggy Lewin, y sólo entonces logró sacarles algo.
Pero hacia las cuatro, cuando el Shamrock cerró sus puertas por aquella noche, habían descubierto que realmente tenían muchas cosas de qué hablar.