14

La estación de la calle Cuatro Oeste es una inmensa estructura subterránea de múltiples niveles hecha con cemento reforzado y acero. Por su punto más profundo, a sus buenos veinte metros bajo el nivel de la calle, corren los trenes de la línea de la Sexta Avenida: el D, el B, el F y el Expreso JFK. En el nivel superior, a sólo unos seis metros del mundo exterior, la línea de la Octava Avenida se desvía hacia el oeste, comprendiendo los trenes A, AA, CC y E. Los andenes de las dos líneas están brillantemente iluminados, como la mayoría de las estaciones del metro; y todos se encuentran razonablemente bien poblados cualquiera que sea la hora del día o de la noche.

Atrapado entre los dos se encuentra un tercer nivel que vibra continuamente con los rugidos de las vías que hay arriba y abajo, pero que no posee vías propias. No está bien iluminado, y los visitantes son muy escasos; su aspecto es el de un almacén vacío con inmensas vigas de acero colocadas a intervalos regulares y escaleras de caracol a cada lado que, vistas desde cualquier punto cercano al centro, le dan la apariencia de poseer una longitud infinita, con los extremos más alejados desapareciendo en la oscuridad.

Es un lugar ominoso que huele a moho y, como mínimo, a una década de la orina vertida por los vagabundos. No es la clase de lugar que inspire deseos de ser visitado, a menos que uno sea un vagabundo que busca refugio de los elementos, o un atracador que espera la ocasión de atraer a algún inocente hacia esos interminables entrecruzamientos de sombras. La mayoría de personas —de personas cuerdas, se entiende—, atraviesan este nivel con la nariz arrugada sintiendo una especie de temor pesadillesco, y se mueven lo más deprisa que pueden.

No es un buen sitio para morir.

Rudy Pasko estaba apoyado en una pared húmeda y mugrienta, escondido entre las sombras junto a un montón de excrementos humanos a los que el tiempo había despojado de su olor. Jugueteaba nerviosamente con su cabello, enroscando y desenroscando un mechón alrededor de un dedo pálido y huesudo. El pañuelo ensangrentado yacía a sus pies convertido en un bulto informe, recubierto por una costra seca de suciedad y saliva, tan olvidado como el envoltorio de una golosina ya consumida.

Había sido un aperitivo, nada más; algo para ayudarle a seguir aguantando. Lo había cogido obedeciendo a un impulso, como el niño que pasa junto a una tienda donde venden caramelos. Había luchado por él como el perro que intenta conseguir un hueso, como la paloma que hace esfuerzos desesperados para apoderarse de una corteza de pan reseco.

Y la verdad es que no era nada más que eso: una migaja arrojada por el Destino con el fin de enloquecerle durante unos momentos y aguzar todavía más su apetito. Ahora el hecho de haberse lanzado sobre él de una forma tan automática e instintiva le resultaba un tanto molesto; que la visión y el olor de tan poca sangre pudieran hacerle perder el control hasta ese punto era realmente irritante.

Pero, aparte eso, estaba preocupado por Stephen. Haber hablado durante tanto rato mientras flexionaba sus nuevos músculos…, sentía deseos de abofetearse a sí mismo. Habría sido tan sencillo llevarle a cualquier sitio utilizando el más sencillo de los pretextos —«vamos a tomar una copa, Stephen, no vas a creerte todo lo que me ha ocurrido esta semana»—, y revelarle la verdad cuando ya fuese demasiado tarde.

«¿Qué es lo que sabe? —se preguntó Rudy mientras seguía jugueteando distraídamente con su cabello—. ¿Qué parte de la verdad le he revelado?». Le irritaba ser tan poco capaz de concentrarse. Habían pasado menos de diez minutos y apenas si lograba recordar lo que le había dicho…

Para Rudy los últimos días habían sido como un interminable viaje con un ácido increíblemente poderoso. La misma clase de enloquecida claridad sensorial, la misma desorientación irreal, el mismo torrente de imágenes tan poderosas que cobraban el aspecto de Visiones Enviadas Por Dios… Y aunque la idea de Dios y del diablo le resultaba risible, no podía negar que las visiones parecían llegar de algún sitio que estaba muy por encima o por debajo de él.

Rudy se apartó de la pared y se quedó inmóvil en el centro de la inmensidad que formaba el segundo nivel. Para su sentido de la vista las sombras parecían temblar con un poder y una vida propios, como protozoos ciegos deslizándose sobre el rostro de toda la creación terrenal, invisibles a los ojos corrientes.

«Puede que esté viva —pensó riendo silenciosamente para sí mismo—. Puede que la oscuridad posea una vida propia». Sí, de repente aquello tenía sentido. Estaba clarísimo… Le bastó un solo paso para ir del reino de las ideas al dominio de la más absoluta certidumbre: otra visión.

Servía para explicar la nueva y extraña existencia en la que acababa de entrar.

Rudy se rió en voz alta. La risa creó ecos en las paredes desnudas y el rebote los convirtió en fantasmas que volvieron a sus oídos. Sonrió, divertido. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no aullar como un lobo, llenando el aire con sonidos estruendosos. Pero aquello haría acudir a los policías del metro, y haría inevitable un encuentro innecesario que acabaría con su anonimato actual.

—No —murmuró poniéndose muy serio—. Ya habrá tiempo para eso después. —Se permitió una leve sonrisa perversa—. Todo el tiempo del mundo…

Rudy Pasko escuchó el atronar de un tren que pasaba sobre su cabeza. Alzó los ojos, atraído por aquel poder. Fue lentamente hacia el tramo de escalera más cercano; el sonido de sus pasos quedaba ahogado por los ecos del rugido de arriba. Subió lentamente los peldaños.

Habría sido divertido recorrer los trenes esta noche. El metro siempre le había fascinado, aunque nunca tanto como en los últimos días. Pero los periódicos que había encontrado abandonados en las estaciones y tanto su reciente encuentro con Stephen como el incidente con el chico de la nariz ensangrentada le hacían creer que las calles serían más seguras. La noche era joven, y a estas horas el Village debía de estar rebosante de vida.

Vida de sangre cálida…

Esperando su beso.

«Además —pensó—, sigue estando el problema de Stephen. Tendré que resolverlo pronto, antes de que sume dos y dos. Le costará bastante, claro… Stephen es un imbécil. Probablemente ahora estará temblando como una hoja, tomándose un par de los Darvons que le habrá proporcionado ese gilipollas de psiquiatra suyo, sentado delante de su estúpida máquina de escribir».

Pensar en Stephen le hizo reír. Menudo desgraciado… Stephen era una pobre y minúscula medusa que tenía miedo a la vida y a la muerte, al sexo y hasta a su propia sombra. Rudy sabía que Stephen le deseaba, y había estado jugando con ese deseo durante mucho tiempo, provocando a Stephen subliminalmente, aunque la idea de meterse en la cama con él no le interesaba en lo más mínimo. Habría sido demasiado fácil, como seducir a una niña de doce años. Habría sido aburrido. No encerraba ningún desafío, ningún riesgo.

«Pero Stephen puede serme útil —pensó Rudy mientras llegaba a lo alto de la escalera y avanzaba hacia la rampa que llevaba a la calle Cuatro Oeste y todo lo que había fuera del metro—. El dinero de sus padres me iba muy bien. Y, ¿quién sabe? Puede que sea un esclavo excelente».

El tren AA se alejó rugiendo del andén, borrando el sonido de su risa cuando avanzó por entre grupitos de personas que no le interesaban lo más mínimo. Alzó los ojos durante un segundo, y se dio cuenta de que un policía del metro le estaba mirando de una forma rara.

«Jódete, capullo», pensó Rudy apartando la mirada, y siguió adelante. Estaba sintiendo la misma clase de paranoia insolente que solía experimentar cuando vendía drogas; una irracional y abrumadora desconfianza hacia cualquier persona que le mirara de soslayo, unida al deseo de lanzarse sobre ella y hundir a golpes los ojos del fisgón en sus cuencas.

Rudy siguió caminando, conteniendo su miedo y su ira. Notó la quemadura de los ojos del policía en su espalda. Siguió caminando. No se volvió a mirar hasta no haber llegado a la rampa de subida y haber dado unos pasos por ella; cuando vio que el policía seguía mirándole sin haberse movido ni un centímetro de su sitio Rudy se rió y asintió con la cabeza, como diciendo «Sí, payaso, mírame todo lo que te dé la gana».

Después se dio la vuelta con sus blancos labios tensados en una desagradable sonrisita vengativa. Ya casi había llegado a los torniquetes, la garita del taquillera y la escalera que conducía hasta la noche.

—Estoy cerca, Stephen —canturreó—. Voy a por ti. Pero antes creo que comeré algo… Sólo un mordisquito —añadió, riendo y pasándose la lengua por los afilados y soberbios incisivos que estaban desarrollándose en sus mandíbulas—. ¡Dios, qué hambre tengo!

Y después de haber pronunciado esas palabras siguió andando hacia la escalera y la primera luna que había visto desde la noche en que murió.

—Aquí mismo —dijo Joseph con cierta impaciencia—. Entremos.

Tiraba de Stephen llevándole casi a rastras. En cuanto los efectos del shock empezaron a desvanecerse el miedo original volvió a hacerse sentir, y Stephen había ido sumiéndose en un mutismo cada vez más pronunciado. Al principio Joseph intentó dar muestras de comprensión y estuvo tan tranquilamente persuasivo como nunca lo había sido en su vida, pero ya se había hartado.

—No, creo que… —dijo Stephen con una chispa de temor en los ojos, tirando ligeramente de los dedos que le sujetaban la muñeca.

—Adentro —dijo Joseph, haciéndole avanzar con una mano y abriendo la puerta del pub Piedra de Blarney con la otra.

Su entrada hizo que una considerable cantidad de viejos apartaran los ojos de sus jarras de cerveza y vasos de whisky, pero en las pupilas que les contemplaron sólo había el desinterés de los borrachos. Dos parejas jóvenes sentadas en un reservado de la parte trasera estaban riéndose a carcajadas, sin prestar atención a nada de cuanto contenía el universo que no fuera sus propias personas. El camarero, un irlandés alto y corpulento con chispeantes ojos verdes e inmensas patillas, les saludó con una sonrisa y un gesto de la cabeza. Los coches chocaban ruidosamente y estallaban en la pantalla del televisor que había sobre su cabeza.

Joseph le devolvió el gesto sin sonreír.

—Dos grandes de Bud —gritó para hacerse oír por encima del jaleo de la televisión y las hienas que reían en el reservado. El camarero le hizo la señal de OK con los dedos de la mano izquierda y cogió dos jarras del estante con la derecha. Joseph se volvió hacia Stephen y señaló una mesa situada cerca de la puerta—. Sentémonos aquí.

—Eh… No hace falta que pidamos dos grandes —dijo Stephen dejándose llevar hacia la mesa.

—No te preocupes por eso. Lo más probable es que yo acabe bebiéndomela casi toda. Tómate la que quieras. —Joseph apartó una silla para Stephen, fue hacia el otro lado de la mesa y se sentó dejando escapar un leve gruñido de cansancio—. Siéntate —le dijo.

Stephen se sentó. Se contemplaron en silencio durante un momento y acabaron apartando la mirada; sus mentes funcionaban a toda velocidad. El silencio se prolongó durante casi dos minutos. Entonces una camarera salió del lavabo de señoras, vio que el encargado del mostrador le señalaba las dos Bud y a los recién llegados, asintió secamente con la cabeza y les trajo su bebida.

—¿Qué tal te va, Joe? —preguntó mientras dejaba la cerveza y dos jarras sobre la mesa. Joseph se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo sacándola con un billete de diez dólares—. ¿Quién es tu amigo? —le interrogó la camarera, y sus ojos fueron de Stephen a Joseph y volvieron a Stephen.

—Eh… Me llamo Stephen —dijo éste haciendo un esfuerzo por sonreír—. Stephen Parrish. ¿Qué tal estás?

—Bien —dijo la camarera, lanzándole una rápida mirada a Joseph cuyo significado era «¿Es idiota o qué?».

Joseph se rió y le dio el billete.

—Quédate con el cambio, Rita —dijo en voz baja—. Y gracias.

Rita sonrió, se metió el billete en la blusa con una sonrisa de falso pudor y volvió a la barra contoneándose. Stephen observó sus movimientos, sintiendo un considerable interés por el balanceo de sus caderas. Joseph, que no les había prestado ni la menor atención, empezó a llenar su jarra.

—¿Vienes mucho a este sitio? —le preguntó Stephen.

—Voy mucho a casi todos los sitios —respondió Joseph tomando un gran trago de cerveza. Apuró casi todo el contenido de la jarra, volvió a llenarla y dejó el recipiente de cristal delante de Stephen—. Toma, bebe un poco.

—Gracias —dijo Stephen, en voz tan baja que ni él pudo oírla, y se llenó la jarra. Tomó un sorbito, chasqueó los labios y después tomó algo más parecido a un auténtico trago—. Ah. Está buenísima —dijo dejando la jarra sobre la mesa y mirando a Joseph.

Joseph le devolvió la mirada con frialdad.

Después hubo un silencio tan largo como incómodo.

—De acuerdo, tío —dijo Joseph por fin—. Stephen, ¿no? —Stephen asintió lentamente con la cabeza—. De acuerdo, Stephen… Quiero que me hables de ese tipo al que encontraste en el tren. Para empezar, ¿cómo se llama?

Stephen vaciló. Una idea ridícula acudió a su mente. Después, se aclaró la garganta y, en el tono de voz más tranquilo de que fue capaz, dijo:

—Eh…, Bruce.

—Y una mierda.

—¡No, en serio! Se llama Bruce…

—Entonces, ¿por qué le llamaste Rudy?

—¡Se llama Bruce Rudy! —gritó Stephen, siendo consciente de lo absurdo que sonaba y de lo obvia que resultaba su mentira, mientras en el fondo de su mente se preguntaba por qué lo hacía.

Pero no tenía ninguna respuesta.

—¡Y UNA MIERDA! —gritó Joseph, golpeando la mesa con su jarra para dar más énfasis a sus palabras. Un segundo después su mano derecha salió disparada hacia adelante, cogió a Stephen por las solapas y tiró de él—. Y ahora escúchame bien —siseó Joseph con el rostro casi pegado al de Stephen—. Si eres sincero conmigo podrás volver a casa de tu mamaíta en menos de una hora, si quieres, o podrás quedarte sentado aquí y beber gratis durante toda la noche. Pero si intentas hacerme tragar mentiras como la que acabas de soltarme, te partiré ese miserable cuello flaco que tienes. ¿Me has comprendido? Si no me dices lo que necesito saber te arrancaré la cabeza. ¿Vale?

Stephen asintió rápidamente con los ojos desorbitados, incapaz de decir nada. Joseph le mantuvo en esa posición un momento más de lo que habría sido necesario, obteniendo una especie de cruel alegría con ello, y mientras lo hacía pensó que los gimoteos y las torpes mentiras de aquel niñato llamado Stephen eran insoportables. Resultaba más bien patético.

«Pero es la única pista que tengo», se recordó, y acabó soltándole.

La mente de Joseph volvió al andén del metro y a la extraña sensación que había experimentado cuando vio por primera vez a Rudy entre la multitud; en aquel pequeño bastardo de melena erizada había algo profundamente fuera de lugar, algo que iba más allá de la moda, la política o la personalidad. Algo que su cuerpo emitía en oleadas… Lo sintió incluso desde lejos, incluso estando medio muerto de cansancio. Y este universitario gilipollas cagado de miedo era su mejor amigo. Stephen le diría lo que necesitaba saber, o de lo contrario…

Cuando Joseph le soltó, Stephen se derrumbó en su silla temblando incontrolablemente. Cogió su jarra y tragó un torpe sorbo de cerveza, mojándose media cara con él. Las lágrimas empezaron a acumularse en sus ojos. Alzó una mano nerviosamente para limpiárselas, se sorbió los mocos y clavó la mirada en la mesa.

—Volvamos a intentarlo —dijo Joseph, y en su voz no había ni la más mínima emoción—. ¿Cómo se llama?

—Rudy. —Stephen habló con un hilo de voz al que le faltaba poco para quebrarse—. Rudy Pasko. Es artista.

—Es artista —repitió Joseph con expresión pensativa—. Apuesto a que es el mejor. ¿Dónde vive?

—Yo… No lo sé…

—Escúchame bien…

—¡NO LO SÉ! —gritó Stephen.

Apoyó la cabeza en la mesa y empezó a sollozar histéricamente. Joseph se volvió y contempló a los demás clientes del pub. Los ojos de todos los presentes estaban clavados en ellos. «De acuerdo, me lo tomaré con calma durante un rato», decidió, aunque sabía que Stephen estaba mintiendo.

—Vale, vale —dijo—. Así que no sabes donde vive, ¿eh? —El acceso de histeria de Stephen pareció calmarse un poco, aunque siguió con el rostro pegado a la mesa. Joseph encendió un cigarrillo e intentó pensar en alguna forma de manejar mejor aquella situación. La cerveza estaba volviendo a nublarle la mente, y quería sacarle el mayor jugo posible a aquella oportunidad antes de que fuera demasiado tarde—. Oye, Stephen… —dijo, usando el tono de voz más compasivo de que era capaz—. Lo lamento. Verás, ese tal Rudy hace que sienta muy malas vibraciones… Su forma de actuar en el metro no era normal, ¿comprendes? Y además…

Stephen farfulló unas palabras que se perdieron en sus manos.

—¿Qué? —preguntó Joseph inclinándose hacia adelante.

Stephen necesitó un momento para levantar el rostro de la mesa. Tenía los ojos enrojecidos y muy hinchados; un charquito de mucosidad casi transparente surgido de sus fosas nasales había acabado acumulándose en la curva de su labio superior; cuando abrió la boca para hablar Joseph vio las hebras iridiscentes de saliva que unían los dientes de su mandíbula inferior con los de la superior, haciendo que su flaco rostro pareciese algo salido de una ilustración de Bernie Wrightson. Su cara estaba muy roja y surcada por las lágrimas y, al verla, Joseph no pudo evitar que su corazón sintiera una cierta piedad por aquel chico.

—Cr-crees que Ru-Rudy tuvo algo que ver c-con los crí-crímenes, ¿verdad? —Era casi una acusación—. ¡Crees que él pu-puede haber matado a to-todas esas personas!

Joseph dio una calada a su cigarrillo y no dijo nada.

—¡Bueno, pues te e-equivocas! —Stephen se irguió, recobrándose lo suficiente para limpiarse los mocos de la nariz y se esforzó al máximo por hablar con una voz normal—. Rudy está un poco loco; pero no está tan loco. Jamás haría nada así. Él no…, él no lo haría…

—¿Le conoces bien?

Joseph pudo ver de nuevo la lucha interna de Stephen reflejada en su rostro, y vio como la realidad chocaba con la mentira más adecuada a la situación actual. «Nadie quiere arriesgar su trasero por nada», pensó nada más ver la expresión de su rostro, recordando lo que le había dicho a Ian el día en que dejó sin sentido al ladrón de bolsos. Después, volvió al presente y esperó la respuesta del chico, fuera cual fuese.

Pero Stephen había decidido no responder a esa pregunta.

—Tienes que comprender a Rudy —dijo—. Rudy es un filósofo. Piensa mucho en lo que ocurre actualmente. Tiene una forma especial de ver las cosas…

—Ah, ¿sí?

Joseph volvió a llenar su jarra, intentando que su cara no mostrase la oscura diversión que sentía.

—Si comprendieras realmente a Rudy no pensarías… lo que estás pensando.

El final de la frase resultó extrañamente brusco, como si Stephen hubiera tenido intención de decir algo totalmente distinto y hubiese cambiado de opinión en el último instante.

—Bueno —dijo Joseph poniendo un codo sobre la mesa y apoyando la mandíbula en el puño—, ¿por qué no me explicas cómo es?

Stephen apartó la mirada durante un segundo. Cuando sus ojos volvieron a posarse en el rostro de Joseph su expresión había cambiado ligeramente. Ahora mostraba una decisión, un deseo de hablar que antes no habían estado allí, como si quisiera convencerse a sí mismo, y no sólo a Joseph, de que estaba diciendo la verdad.

—¿Puedo tomar un poco más de cerveza? —preguntó.

Joseph asintió con una leve sonrisa. Stephen cogió el recipiente, echó la cerveza que quedaba en su jarra, se la bebió de un solo trago y volvió a llenar la jarra con la cerveza del segundo recipiente. Joseph sintió la tentación de aplaudir, pero en vez de hacerlo se reclinó en su asiento, cruzó sus enormes brazos y esperó que el chico empezara a hablar.

El nihilismo es la rama de la filosofía que niega la existencia de la verdad absoluta, o cualquier posible conocimiento de ésta; niega que en el orden exista ningún orden o significado; se burla de cualquier sistema religioso, moral o social que pretenda imponerle semejante orden o significado, basándose en que tal imposición es puramente arbitraria, una simple estructura mental concebida por quienes ocupan el poder para mantener sometido al resto de la humanidad. Por lo tanto, un nihilista no cree en ninguna de las cosas que le proporcionan un sentimiento de orden o significado a la inmensa mayoría de la humanidad: la esperanza, la caridad, el valor, la fe, el amor, la armonía, la cooperación y el preocuparse por los demás.

Josalyn apartó las manos de las teclas de su máquina de escribir para sacar un Salem Light 100 del paquete y llevárselo a los labios con dedos temblorosos. La máquina siguió zumbando suavemente ante ella, esperando pacientemente a que decidiera cuáles serían las palabras del párrafo siguiente.

Encendió una cerilla, acercó la bailoteante llamita a la punta del cigarrillo e inhaló. Un chorro de frío humo mentolado apagó la llamita. Josalyn vio como la nube se dispersaba hasta dejar de existir, tal y como habría debido hacer el universo según Rudy y sus amigos filósofos; la idea hizo que sonriera con ferocidad. «Vaya pandilla de gilipollas», pensó; pero, naturalmente, no podía poner eso en su tesis.

Se imaginó las palabras pulcramente mecanografiadas a doble espacio sobre el escritorio de su profesor de la universidad. «Los nihilistas son unos gilipollas irritados que se engañan a sí mismos y que prefieren negar todos los significados a asumir ninguna responsabilidad por el estado actual del mundo. Si la vida carece de sentido eso quiere decir que son libres; pueden hacer lo que les dé la gana y no han de sentirse responsables por ello, ya que nada tiene ningún significado, y si todo va a terminar en el negro pozo del infinito, ¿qué más da lo que uno haga o deje de hacer? Siéntate, hurga en tus costras y que otro cargue con el mochuelo».

La imagen la hizo reír en voz alta. Siempre cabía la posibilidad de que el doctor Mayhew le diera una buena nota por su valor y audacia, pero lo dudaba; aquel tipo de lenguaje era más fuerte que el que había planeado usar en ninguno de sus escritos sobre el tema. No, expresaría sus observaciones con la misma retórica cortés y bien construida que había utilizado durante toda su carrera universitaria.

Y, cuando pensaba en ello, lo gracioso es que su tesis le debía mucho a Rudy. Al comienzo de sus investigaciones se hallaba peligrosamente cerca de defender el nihilismo considerando que era la respuesta adecuada. Algo dentro de su interior —Josalyn suponía que debía de ser el bebé ensangrentado que se negaba a morir—, seguía resistiéndose a la idea; pero la vida en el hogar y la vida de los periódicos casi habían llegado a convencerla de que debía matar a esa niña y abandonar toda esperanza.

Entonces conoció a Rudy y había algo tan condenadamente atractivo en su forma de empaquetar la ira que sentía que se olvidó de su tesis durante una temporada, y se concentró totalmente en él. O quizá había sido él quien se concentró en ella… Lo que fuese.

Aquello duró unos dos meses. Al final de aquel período Rudy ya empezaba a resultarle insoportable. Jamás había imaginado que un ser humano pudiera contener un odio tan insondable, y en cuanto a conocerlo… Si hubiera querido encontrar una encarnación viva de la filosofía que la intrigaba, ya lo había conseguido; que Dios la ayudara a sobrevivir.

Hacia el final de aquel período ya había vuelto a escribir, cosa que cabreaba mucho a Rudy. «¿Qué estás haciendo, jodiendo conmigo o poniéndome debajo de un microscopio?», le había gritado en una ocasión, entrando en su sala de estar hecho una furia después de haber encontrado algunas de sus observaciones consignadas en su cuaderno de notas.

Josalyn no supo qué responderle. No se trataba de eso; daba la casualidad de que Rudy había dicho algunas cosas que le habían parecido dignas de ser anotadas, aunque sólo fuese porque le parecían inmensamente discutibles.

Pero ahora se daba cuenta de que Rudy tenía razón. Había estado observándole y estudiándole. Y el tiempo le había demostrado que actuó correctamente; era lo único bueno que había sacado de aquellos dos meses horribles que pasaron juntos.

«Me pregunto si estará muerto —pensó mientras apagaba el cigarrillo en un montón de cenizas—. Y, en tal caso, me pregunto dónde habrá ido a parar su cuerpo».

Muy pronto conocería la respuesta a esa pregunta.

«Dorian siempre se queda con los chicos guapos —se dijo Claire quejumbrosamente a sí misma—. Le basta con hacer ondular esa melena oxigenada suya, desabrocharse algunos botones de la blusa y presentarse como si fuera Debbie Harry en celo. Así de sencillo…».

Estaba de pie junto al tocadiscos del St. Marks Bar & Grill, sola o todo lo sola que se puede estar en una sala donde había por lo menos treinta personas más de las doscientas cincuenta para las que había sido concebida. Los cuerpos la oprimían por todos lados, y un mar de rostros se extendía hasta la puerta de entrada; pero ni uno solo de los que podía ver era tan guapo como el que su compañera de habitación se las había arreglado para tener a su lado.

«Perra… Hay personas con suerte, no cabe duda —siguió diciéndose, tomando un sorbo de Heineken con los ojos mirando hacia el punto donde estaban sus zapatos. Naturalmente, no podía verlos; eso sería pedir demasiado, ¿verdad? Ser capaz de ver sin obstáculos todo el trayecto que había hasta sus pies era un imposible—. Cristo, para lo que me estoy divirtiendo bien podría haberme quedado en el metro durante la hora punta».

El tipo guapísimo que estaba junto a Dorian tenía la clase de flaco atractivo vampírico que siempre volvía loca a Claire. Tez pálida, ojos oscuros y un aura de misterio y sensación de peligro que se expresaba en el descaro de su postura corporal; la forma en que sus labios se curvaban hacia arriba cuando sonreía transmitía una impresión de críptica maldad. Sólo había podido verle durante un instante cuando volvía de la barra, pero fue suficiente; le habría gustado que Dorian cayera muerta de repente para tener la ocasión de probar suerte con él.

Pero, naturalmente, eso no ocurriría. Dorian se lo llevaría a casa y jodería con él hasta que los sesos se le salieran por las orejas. Putilla asquerosa… Claire casi podía verlo. Acabaría durmiéndose con los auriculares puestos, intentando no oír los gemidos y chillidos salvajes de la habitación contigua. Casi le daban ganas de dedicarse a la prostitución; al menos Dorian no sería la única que haría temblar los cuadros de las paredes a las seis de la mañana.

«Oh, bueno —pensó, terminándose la Heineken y volviendo la cabeza hacia las grietas del techo de escayola—. Siempre me queda Danny. No me costaría nada ligármelo y además probablemente conseguiría unos cuantos carteles gratis de propina». Tuvo que admitir que era un pensamiento bastante cruel; Danny le gustaba, pero no había comparación. Con conexión paranormal o sin ella, al pobre seguían faltándole una o dos cosas en el aspecto físico. Si fuera posible, le cambiaría sin vacilar por una noche estúpida y carente de significado dedicada al mete-y-saca con un tipo tan guapo como la última conquista de Dorian.

«Después de todo sólo se vive una vez, ¿no?», pensó.

Desde luego que sí.

Claire decidió acercarse a la barra para pedir otra cerveza y echarle un nuevo vistazo a Romeo antes de cambiar de aires. No le resultó nada sencillo. Antes de llegar al punto donde había visto por última vez a Dorian y su chico guapo tuvo que abrirse paso por entre una docena de cabezas rapadas, el doble de tipos elegantes y un grupito donde había un poco de todo.

Ya no estaban allí.

«Lógico», pensó enfurecida. Sus ojos recorrieron la estancia o lo que podían abarcar de ella, pero no había ni rastro de Dorian y su conquista. Conociendo a su amiga, probablemente ya estaban a punto de meterse en la cama.

—Maldición —murmuró, lo suficientemente alto para ser oída.

—¿Cómo has dicho? —preguntó una voz a su espalda.

Claire se dio la vuelta y se encontró con un estudiante que tenía cara de pizza y dientes que parecían algo mohosos.

—Oh, que te jodan —le sugirió, y se abrió paso a codazos hasta la barra para pedir otra botella en la que ahogar sus penas.

O quizá una docena.

Stephen y Joseph llevaban una hora sentados en el Piedra de Blarney. Durante ese tiempo habían sucedido muchas cosas, la menos importante que habían pedido otra ronda de cerveza. Ahora estaban sumidos en el silencio, contemplándose tan inexpresivamente como dos ranas metidas en formaldehído, preguntándose qué ocurriría a continuación.

Cuando se analizaba a fondo, el discurso soltado por Stephen sobre el Evangelio Según Rudy no tenía mucho peso, y desde luego, no era nada comparable a la descripción de la mujer pudriéndose sobre los escalones de Union Square hecha por Joseph. Joseph volvía a verla cada vez que cerraba los ojos: el vapor verdoso que desprendía mientras se agitaba e iba deshinchándose como un globo reventado, la forma en que su carne iba cubriéndose de moho y una delgada capa de líquido viscoso… Ian le había dado la espalda con la boca llena de bilis, pero Joseph se había quedado allí viéndolo todo. Seguía allí cuando la multitud fue subiendo lentamente por la escalera, y vio las expresiones de asco, los desmayos y los gritos a cada nuevo contacto con aquella cosa y la pestilencia que la rodeaba. Vio como la policía hacía retroceder a los mirones. Vio como la rascaban de los peldaños.

El agente al mando, un tipo bastante joven llamado Benzoni que no tenía un color de cara muy saludable, le pidió que no le contara nada de todo aquello a la prensa.

—No se preocupe, no les contaré nada —había dicho Joseph, y no lo había hecho.

Quería encontrar a la criatura que había matado a esa pobre chica, y no quería que nadie se le adelantara.

Ésa era la razón de que hubiera decidido rondar por el metro después del anochecer; y la razón de que hubiera decidido seguir a Stephen en cuanto le vio gritar el nombre de Rudy en aquel andén; y la razón por la que, después de lo ocurrido con el chico del pañuelo, ya no le cupiese ni la más mínima duda sobre quién o qué era la cosa que andaba persiguiendo.

—Lo siento, chico —dijo por fin, señalando con un dedo algo vacilante a Stephen—. Pero después de lo que viste y de lo que yo te he contado que vi, no debería haber ninguna duda. Ha sido Rudy.

—No. —Stephen meneó la cabeza con los ojos medio cerrados y el rostro inexpresivo—. No —repitió, golpeando la mesa con su jarra—. No puedo aceptarlo.

—Es la verdad.

—No me importa… ¡Quiero decir que no lo sé!

La cabeza le daba vueltas y el mundo estaba girando a su alrededor. Soltó la jarra y se agarró al borde de la mesa con las dos manos, como si aquello pudiera detener el torbellino. Demasiada cerveza, demasiada información increíble.

Stephen había hecho todo lo posible para guardarse el máximo de información. Por ejemplo, se las había arreglado para callarse el hecho de que Rudy desapareció la noche de los crímenes. Aquello sólo serviría para reforzar la teoría de Joseph, una teoría que en aquellos momentos ya era tan fuerte que habría sido innegable, de no ser por lo absolutamente ridícula e increíble que resultaba.

De hecho, Stephen se encontró haciendo pequeñas alteraciones y retoques en casi todo lo que había dicho, y no estaba demasiado seguro del porqué. No cabía duda de que Rudy estaba comportándose de una forma extrañísima; y tampoco cabía duda de que había logrado aterrorizar a Stephen, aunque los detalles exactos ya se habían perdido en una neblina provocada por el miedo y el alcohol. «Y lo del pañuelo ensangrentado… ¡Cristo!», pensó, repasando lo ocurrido a cámara lenta en el vídeo de su mente mientras la estancia se inclinaba hacia la izquierda y empezaba a dar vueltas y más vueltas…

—No —jadeó.

El esfuerzo de seguir agarrado a la mesa hizo que los nudillos se le pusieran blancos. Sintió como la cena cobraba vida dentro de su estómago; parecía estar decidida a volver a Los Bistecs de Charlie. La mera idea de que iba a vomitar hizo que se sintiera mucho peor. Se tambaleó en la silla, tensó las mejillas y dejó escapar un gemido.

Joseph no lo vio. Estaba muy ocupado escribiendo en una servilleta, el cuerpo encorvado sobre la mesa.

—Mira, esto es lo que haremos —dijo, y se calló para terminar la línea que estaba escribiendo, sin apartar los ojos de la mesa—. Si ocurre algo raro, algo que te convenza de que tengo razón, llámame. Aquí tienes mi número… Dios. —Había alzado los ojos y vio a Stephen, pálido y sudoroso, con una mano temblorosa sobre la boca—. Eh, tío… ¿Te encuentras bien?

—No… —gimió Stephen por entre sus dedos.

Intentó levantarse y volvió a caer sobre su silla, faltando poco para que consiguiera tirarla al suelo.

—Oh, Cristo.

Joseph se levantó rápidamente y fue hacia el otro lado de la mesa. Cogió a Stephen por las axilas y le sostuvo. La silla cayó al suelo con un golpe seco. Todos los clientes del pub se volvieron para ver como Joseph llevaba a Stephen al lavabo lo más deprisa posible.

—¡Como vomite en el suelo tendrás que limpiarlo tú! —gritó Rita desde algún lugar situado a su espalda.

La respuesta de Joseph consistió en abrir de un empujón la puerta sobre la que había escrito HOMBRES, poner de rodillas a Stephen delante del retrete y encender la luz de un manotazo.

Un segundo después el aire vibró con los sonidos de unas náuseas muy violentas y el líquido chapoteo del vómito al caer sobre el agua del retrete. Joseph se quedó inmóvil en el umbral tambaleándose levemente, y contempló a Stephen como un idiota durante un momento antes de salir del lavabo y cerrar la puerta a su espalda.

Al salir oyó unos aplausos que venían del reservado de atrás. Joseph le lanzó una mirada feroz al payaso, quien se quedó inmóvil sin llegar a completar la nueva palmada y se dio la vuelta. Los únicos sonidos del pub eran los que salían de la televisión, nada menos que un anuncio de la cerveza Budweiser.

—Esta Bud es para ti —canturreó la voz gangosa del altavoz mientras Joseph volvía a su mesa, meneando la cabeza ante lo absurda que resultaba la situación.

Rita fue hacia él; también meneaba la cabeza, y luchaba por contener una sonrisa.

—¿Dónde has encontrado a ese tipo? —le preguntó—. ¿En el Ejército de Salvación?

Joseph lanzó una carcajada llena de amargura.

—Oh, sí, es una auténtica maravilla. Se ha pasado el rato mintiéndome como un descosido y luego… —Se calló. «No puedo contárselo»—. No es más que un chalado.

—Bueno, háblame de él. Eh, no pensarás dejarle aquí, ¿verdad?

—Llama un taxi. Tiene dinero. Yo pagué la cerveza.

Rita asintió intentando disimular la diversión que sentía.

—Así que has terminado por hoy, ¿eh? —dijo por fin.

—Sí —respondió Joseph, y entonces recordó la servilleta que seguía sobre la mesa, allí donde la había dejado caer al levantarse apresuradamente—. Casi —añadió, cogiendo la servilleta y volviendo al lavabo.

—¿Qué pasa, es que ya no queda papel higiénico? —le preguntó Rita.

Joseph no le hizo caso y fue hacia la puerta. La abrió y asomó la cabeza por el hueco.

Stephen daba la impresión de haber acabado. Su cuerpo ya no temblaba, y había dejado de jadear. Tenía los brazos cruzados sobre la taza del retrete, con la cabeza apoyada en ellos. Podría haber estado dormido.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Joseph.

—Sí. —Los ecos creados por la taza del retrete hicieron que la voz de Stephen sonara muy débil y bastante parecida a un suspiro—. Supongo que sí.

—Bueno, toma —dijo Joseph, metiéndole la servilleta en el bolsillo de atrás—. Mi número de teléfono. Llámame cuando hayas pensado un poco en todo lo que hemos hablado.

Salió del lavabo y volvió a cerrar la puerta a su espalda, dejando solo a Stephen para que meditara en lo que le había dicho. La verdad es que no estaba enfadado…, al menos, no todo lo enfadado que podría haber estado, teniendo en cuenta la cantidad de basura que había tenido que escuchar para conseguir un dato útil.

Pero lo había conseguido, y eso era lo que importaba. Había conseguido lo que quería.

Un nombre.

Rudy Pasko. Articuló las palabras y sintió un sabor desagradable en la lengua. Rudy Pasko… Casi podía notar el sabor del polvo.

—Eres un auténtico príncipe, ¿lo sabías? —le gritó Rita cuando pasó junto a ella en dirección a la salida del pub. Señaló el lavabo de hombres fingiendo indignación—. ¡Un auténtico amigo de los animales!

—Gracias, Rita —replicó Joseph saludándola con la mano—. Te veré luego.

—¿Qué, se supone que debo sentirme emocionada? —exclamó Rita, y sonrió, preparándose para devolverle el saludo.

Pero Joseph Hunter ya había salido del pub.

«De acuerdo, mi jodido señor Rudy Pasko —pensó mientras se alejaba del Piedra de Blarney internándose en la noche—, voy a encontrarte. Voy a seguir tu pista y te dejaré bien clavado en el suelo antes de que hagas daño a otras personas…».

La puerta se abrió.

—¡Y entonces me di cuenta de que esa gente no tenía ni la más mínima idea de modas! —exclamó Dorian, tirando distraídamente de la llave hasta sacarla de la cerradura—. Lo que quiero decir es que… ¡Bueno, eran unos ignorantes!

—Lanzó una carcajada maligna, dejó caer la llave dentro de su bolso y entró en el apartamento.

Rudy la siguió, asintiendo y sonriendo en silencio. Apenas si oía sus palabras; estaba demasiado absorto en el movimiento de su complejo peinado, el sonido de su blusa al resbalar sobre los hombros desnudos que había debajo y el aura de vitalidad que la rodeaba. Era asombroso. Era fascinante. Era…

—Eh, cierra la puerta, ¿quieres?

Dorian se dio la vuelta y miró a Rudy. Este no captó la leve irritación encerrada en las minúsculas líneas que surcaban el cálido azul de sus iris y que emanaban de las pupilas como los radios de una rueda. Se perdió en sus profundidades durante unos momentos, y las palabras que acababa de pronunciar no llegaron a su mente.

—¿Estás sordo? —le preguntó Dorian.

Rudy volvió a ser bruscamente consciente de… ¿De qué? ¿Su personaje? ¿Su circunstancia? Fuera lo que fuese al menos ahora la había oído; había comprendido lo que le estaba diciendo. Alargó la mano hacia la puerta y la empujó, dejando que girara sobre sus goznes con un chirriar que fue deslizándose a lo largo de su columna vertebral, haciéndole sentir lo mismo que si acabaran de frotársela con una esponjilla de aluminio. Una mueca contorsionó sus rasgos durante una fracción de segundo, y se desvaneció en cuanto oyó el chasquido del pestillo.

Dorian le estaba mirando de una forma rara.

—Todavía no he bebido lo suficiente —dijo Rudy a guisa de disculpa, y sonrió.

Dorian siguió contemplándole en silencio durante unos momentos, no sabiendo cómo responder, y acabó devolviéndole la sonrisa. «Bueno, es un poquito raro —pensó—. No importa, ya me ocuparé de eso».

Dorian había captado la aureola de peligro que flotaba alrededor de Rudy. Era parte de su atractivo. Había tantos hombres que se limitaban a ser guapos e interesantes, a poseer dinero, drogas o una imagen agradable… Pero Rudy era distinto; se había dado cuenta nada más verle. La diferencia irradiaba de su interior, como un perverso magnetismo que atraía y repelía simultáneamente.

La intrigaba. Hacía que todo su cuerpo sintiera leves escalofríos de excitación que le hacían cosquillas en todos los sitios adecuados. Se volvió hacia él y le sonrió, olvidando su irritación de hacía unos momentos.

—Deja que te enseñe el lugar —dijo, ofreciéndole la mano y obsequiándole con un guiño seductor.

Rudy entreabrió los labios. El latir de su corazón retumbaba dentro de su pecho y en sus orejas. Era un latir extraño, con una leve cualidad rechinante parecida a la de un motor al que le falta aceite. Dorian fue hacia él para cogerle de la mano, y a Rudy le pareció imposible que no lo oyera y que no captara la increíble emoción que le hacía temblar.

—¡Dios! —exclamó Dorian en cuanto le tocó—. ¡Cariño, tienes las manos heladas! Vamos a tener que hacer algo para calentártelas.

Rudy asintió con los ojos entrecerrados y una expresión soñolienta en el rostro. Dorian alzó la otra mano para dar masaje a la blanca carne de sus largos dedos con un lento y sensual movimiento circular.

Ahora los dos estaban respirando pesadamente, como si el contacto hubiera abierto unas compuertas invisibles permitiendo que la pasión quedara libre y avanzase en una oleada incontenible. Dorian alzó la mirada hacia sus oscuros ojos y vio una negrura infinita agitada por un continuo movimiento; Rudy bajó la mirada hacia los suyos y vio océanos iridiscentes, inmensas extensiones azules en las que palpitaba la vida, la vida, la…

Los carnosos y suaves labios de Dorian se separaron como si se dispusiera a hablar, pero ninguna palabra salió de ellos. Movió la lengua haciendo un ruidito parecido a un chasquido y las comisuras de su boca se alzaron en una mueca hambrienta. Sus manos soltaron los dedos de Rudy y fueron hacia sus mejillas, acunándolas delicadamente mientras avanzaba para pegar su cuerpo al de Rudy. Después, muy despacio, fue deslizando su lengua por la nuez de su garganta y la hizo subir hasta llegar al hoyuelo de su mentón, deteniéndose allí durante un momento antes de meterse el mentón en la boca dándole un leve mordisco juguetón.

Rudy dejó escapar un gemido gutural. Sus manos se cerraron sobre la espalda de Dorian, sintiendo el temblor de sus esbeltos músculos a través de la delgada tela de la blusa. Dorian estaba moviendo la pelvis en una continua e insistente embestida. Rudy cerró los ojos. Rojo, un rojo maravilloso…

No podría controlarse mucho tiempo más.

Josalyn estaba dormida y su consciencia temblaba en la frontera que separa la oscuridad de los sueños. Se removió bajo las sábanas y rodó sobre sí misma hasta quedar de espaldas, separando ligeramente las piernas. Sus labios se entreabrieron.

Su lengua se movió haciendo una especie de chasquido.

Nigel también se removió al pie de la cama, despertando del sueño que había estado teniendo. El suave vello blanco de su lomo se erizó un poco y arqueó la espalda. Sacó las garras, clavándolas en las mantas y dejándolas hundidas en ellas como si fueran unos dientes muy largos y afilados.

Nigel se incorporó. En su pequeña mente de gato estaba ocurriendo algo que se encontraba mucho más allá de su capacidad de comprensión. Se dejó llevar por aquel algo, como el danzarín que responde a un ritmo muy primitivo. Empezó a ronronear muy suavemente.

Después avanzó muy despacio hasta colocarse en el espacio que había entre las piernas de Josalyn. La contempló con ojos que brillaban en la oscuridad.

Ojos que ardían con un resplandor rojizo.

Después se instaló sobre su ingle, enroscándose como hacen los gatos, sin apartar los ojos ni un solo momento de su rostro.

El sonido de su ronroneo llenó la habitación.

Ahora estaban en la cama; Rudy yacía de espaldas y Dorian estaba encima de él. Se había desabotonado la blusa hasta la cintura y estaba pasando la lengua por su abdomen, yendo de vez en cuando a los pezones para morder, chupar y acariciar. Rudy se retorcía bajo ella, pasando los dedos por entre su cabello y lanzando gemidos de un placer enloquecido.

La boca de Dorian fue hacia su vientre y encontró la curva que llevaba hasta su ingle. Fue siguiéndola hasta llegar al comienzo de los pantalones y deslizó su lengua por debajo de la tela; después, estremeciéndose de anhelo, alzó las manos para bajarle la cremallera.

Rudy levantó las caderas. Las manos de Dorian se metieron por debajo de su trasero y le bajaron rápidamente los pantalones hasta la altura de las rodillas. Se apartó de él durante unos segundos y alzó una mano para apartar el mechón de cabellos que le había caído sobre la cara, y Rudy se irguió en la cama.

—Dios mío —dijo Dorian contemplando la blancura semierecta de su pene.

No parecía real. Nunca había conocido a nadie tan increíblemente pálido; tenía el mismo color que las paredes y las sábanas. Era asombroso.

Dorian rodeó el pene con sus manos. Sintió un leve palpitar y, complacida, notó que era la parte más cálida de su anatomía. Pasó una de sus afiladas uñas a lo largo de la abertura que había en el extremo y Rudy gimió. Dorian sonrió y se metió el pene en la boca.

—Ohhhh —jadeó Rudy.

Dorian empezó a chuparle. Los ojos de Rudy estaban muy secos y ardían con un resplandor rojizo. Su cuerpo empezó a temblar incontrolablemente. Abrió la boca y unos dientes muy afilados brillaron en la penumbra de la habitación; cuando cerró la boca los dientes se clavaron en su labio inferior, pero no brotó sangre.

Era como si la escasa sangre que aún quedaba en su cuerpo se hubiera concentrado en su polla. Se sentía mareado y la cabeza le daba vueltas, como si estuviera a punto de perder el conocimiento. Dorian le sujetaba el pene por la base mientras sus labios subían y bajaban rápidamente por él formando un tenso y experto orificio. Rudy sintió como el trueno se iba acumulando en sus pelotas, más intenso que cualquier orgasmo con el que jamás hubiera llegado a soñar.

Y, al mismo tiempo, sintió como el hambre le invadía, apoderándose de todo su cuerpo en una abrumadora marea roja como la sangre. El hambre le proporcionó una nueva fuerza, una lujuria más imperiosa que el mero impulso sexual y que se mezcló con él para crear algo que iba mucho más allá de éste.

Alargó el brazo para desabrocharle la blusa por detrás. Dorian cambió levemente de postura para facilitarle la operación, pero siguió chupándole el pene. Rudy la cogió por los pechos y la apartó suavemente, pero con firmeza. Sus labios hicieron un chasquido líquido cuando se separaron del pene y un instante después Dorian yacía de espaldas junto a él.

—Ahora —dijo con voz ronca abriéndole los pantalones.

Dorian alzó las caderas retorciéndolas en el aire. La prenda salió con un solo y fluido movimiento. Rudy la tiró al suelo y se volvió hacia ella.

Los ojos azul claro de Dorian estaban ligeramente velados. Un cálido y hermoso rubor se extendía por su cara, su cuello y sus pechos. Rudy pudo ver la sangre que avanzaba hacia la superficie, haciendo que su piel se volviera cálida al tacto mientras Dorian expresaba su deseo gimiendo. Acercó el cuerpo a su ingle, le cogió la polla con una mano y empezó a acariciársela.

Los sentidos de Rudy habían sucumbido a la confusión. No podía seguir conteniéndose ni un instante más. Dejó escapar un grito ahogado, le apartó la mano y se puso encima de ella, oyendo como chillaba algo que no comprendió. La penetró violentamente. Sus bocas jadearon al unísono, el cuerpo de Dorian se tensó y empezó a moverse siguiendo un ritmo frenético.

La tensión aumentó. Y siguió aumentando. Dorian cambió de posición y levantó las piernas, haciendo que la penetrara al máximo. Rudy se dejó caer sobre su pecho en lo que casi era un desmayo, mientras Dorian seguía embistiéndole con el abandono de un animal salvaje.

Y un instante antes de que la negrura le engullese alzó una mano temblorosa para ladearle la cabeza, cogiéndola por su hermosa cabellera para hacerle desviar el rostro, y le hundió los dientes en el cuello.

En el sueño Josalyn estaba haciéndole el amor a alguien. Su rostro estaba oculto por una capa de nubes, pero su cuerpo estaba sobre ella y sentía la inmensidad del miembro con que la penetraba mientras ella se movía al mismo ritmo de sus embestidas. Algo salvaje había cobrado vida dentro de ella, haciendo que la sangre corriera desbocada por sus venas, martilleando enloquecida en sincronía con las embestidas que hacían temblar sus caderas. Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y un gemido desesperado brotó por entre ellos. Josalyn le sujetaba la espalda con las manos. Las subió hasta sus hombros, su cuello, su nuca. Intentó atraerle hacia ella, verle, besarle… Y las nubes se separaron y vio que no era un hombre, y empezó a gritar

Y el rostro bestial bajó hacia ella con la sangre y la saliva brotando por entre sus labios contorsionados, los colmillos relucientes, las mandíbulas blancas como el hueso, que se separaron impulsadas por la lujuria y el hambre

Y Josalyn gritó, y gritó, y

Dorian tenía los ojos semicerrados. Era vagamente consciente de su cuerpo; el vigoroso coito en el que seguía participando, aquellos pinchazos en su yugular… Podía oír los lametones y el sonido de succión que vibraba en su oído, pero le parecía que llegaba desde muy lejos. Y el cuerpo de Rudy cada vez estaba más caliente mientras que el de ella iba enfriándose a toda velocidad.

Sus afiladas uñas estaban enterradas en la espalda de Rudy. Hilillos de sangre brotaban de la carne desgarrada. Dorian apenas si se daba cuenta de que era su sangre, la sangre que brotaba de sus heridas para esparcirse sobre las sábanas.

Dejó escapar un gemido casi inaudible. Apenas si le quedaba aliento con el que hacer ruido. Su cuerpo había dejado de moverse por voluntad propia, y ahora rebotaba contra el colchón porque era Rudy quien la embestía, quien entraba y salía de ella con una potencia aterradora, con la energía que había obtenido de su garganta bajo la forma de las cálidas gotas de líquido carmesí que Dorian podía ver por el rabillo del ojo.

La habitación estaba demasiado iluminada. Sintió un sordo dolor de cabeza, una fría banda de presión acerada que se iba tensando implacablemente alrededor de sus sienes. Sintió como los dientes bajaban por su garganta abriendo una herida de diez centímetros de longitud. Al ser hendida la carne hizo el mismo ruido que unas cortinas al desgarrarse, como si alguien hubiera roto un velo para dejar que la oscuridad llegara volando con alas de cuero reseco, con un ahogado y omnipresente batir que latía en sus sienes mientras sentía como iba perdiendo el conocimiento…

Y entonces la mano de Rudy, que seguía agarrando su hermosa cabellera cubierta de sangre, se movió violentamente hacia un lado. Y le rompió el cuello. Y Dorian entregó todo su ser a la oscuridad.

—¡NO! —gritó Josalyn, saliendo del sueño para emerger a la más completa y terrible lucidez.

Se irguió en la cama con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas. Contempló el dormitorio sumido en la oscuridad, siendo consciente del rugido que invadía sus oídos y un agudo dolor en la ingle.

Necesitó unos segundos para comprender qué era.

Nigel seguía enroscado en el espacio que había entre sus piernas, con la cabeza apoyada en su monte de Venus y las patas a cada lado de éste. La habitación estaba demasiado oscura para ver la sangre, pero Josalyn sabía que sus garras se habían abierto paso a través de las sábanas y se habían hundido profundamente en la blandura de su vientre.

Y sus ojos rojizos estaban clavados en su rostro. Y ronroneaba.

¡Nigel! —gritó.

Extendió los brazos hacia él y Nigel arqueó la espalda, lanzó un bufido y clavó las garras todavía más hondo. Josalyn soltó un chillido de dolor y le golpeó con la mano. El gato maulló y las garras salieron de su carne con un sonido mezcla de chapoteo y desgarrón. Josalyn gritó, se inclinó hacia adelante impulsada por los reflejos y le agarró del cuello. Le arrojó al otro lado de la habitación antes de que pudiera responder, y Nigel se estrelló contra la pared.

—¡Oh, Dios, Nigel! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —Se dejó caer hacia adelante, enroscándose como un feto, y se llevó las manos a la cara intentando ahogar los gritos salvajes que salían de su boca—. ¡Oh, Dios, no puedo creerlo! —gimió, y un instante después perdió la capacidad de articular palabras.

Nigel se había quedado acurrucado en una esquina del cuarto. Tenía los músculos tensos. Respiraba de una forma entrecortada y temblorosa. Dejó escapar un gruñido gutural, un sonido terrible. Y la observó, al acecho, como si estuviera aguardando una orden.

¿N-N-Nigel? —gimoteó Josalyn contemplándole por entre la neblina de sus lágrimas. Nigel volvió a gruñir y le enseñó los dientes—. Nigel…, tú…, ¡no eres tú!

El gato bufó y se encogió todavía más sobre sí mismo.

—¡No eres tú, Nigel! —gritó Josalyn, irguiéndose hasta quedar medio sentada en la cama—. No eres…, no eres… —Llegó al punto de la histeria y lo dejó atrás con la velocidad de un tren expreso—. Dios Mío, NIGEL, ¿QUÉ TE ESTÁ PASANDO?

Y entonces Nigel gritó; era el sonido que habrían podido emitir unos bebés torturados, bebés en cuyos ojos alguien estuviera aplastando colillas de cigarrillo. Era el sonido más ultraterreno y horrible que había oído en toda su vida. El sonido fue brotando de su cuerpo, haciéndole echar la cabeza hacia atrás como si fuera un coyote, volviéndose cada vez más y más agudo hasta que amenazó con reventarle los tímpanos e hizo brotar sangre por entre los dedos que ahora le apretaban las sienes, intentando eliminar aquel sonido mortífero, intentando defenderla de aquella locura que estaba a punto de engullirla y de la que sólo la separaba una delgada membrana.

—¡BASTA! —gritó—. ¡BASTA! ¡BASTA! BASTA…

Rudy despertó repentinamente del trance. Durante un momento no recordó quién era. Después bajó los ojos hacia el cadáver ensangrentado que tenía debajo y todo volvió a su mente.

El cuello de Dorian estaba retorcido de tal forma que su rostro quedaba pegado a la almohada, aunque seguía yaciendo debajo de él con la espalda sobre las sábanas. Su garganta era un desfiladero hecho de carne cruda, abierta hasta tal punto que se veía asomar el hueso roto que parecía una cañería de desagüe destinada a vaciar sus desperdicios en el río de sangre que por fin había dejado de fluir.

Su piel estaba muy blanca…, tan blanca como lo había estado la de Rudy. Le sorprendió ver que ahora su carne tenía un color más cercano a la normalidad. Y, con una extraña mezcla de horror y diversión, se dio cuenta de que seguía embistiendo el cuerpo de Dorian y de que seguía teniendo una erección.

«¿Cuánto tiempo he estado así? —se preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevo… haciendo esto con ella?». Se quedó quieto, lo cual requirió un auténtico esfuerzo de voluntad, pues su cuerpo había adoptado un ritmo que probablemente habría sido capaz de mantener eternamente. Salió de ella y retrocedió hasta el pie de la cama, alejándose del cadáver.

Rudy fue tambaleándose hasta el centro de la habitación, desnudo salvo por los pantalones alrededor de los tobillos; su pene estaba cubierto por una costra reseca producto de los lubricantes de la pasión, y señalaba su horrenda obra como si fuera una varilla de las que usaban los zahoríes. Cada poro de su cuerpo parecía haberse abierto al máximo, gritando de vida. Empezó a frotarse por todas partes para aliviar el cosquilleo que sentía.

No cabía duda, éste era el más horrible de todos los crímenes que había cometido. Y sin embargo…, y sin embargo…

—Me siento estupendamente. —Lo dijo en voz tan baja que apenas pudo oírla por encima del rugir de sus sienes y el cálido latir de la sangre en sus venas—. Me siento estupendamente —repitió, como para convencerse a sí mismo de que era cierto.

Pero no necesitaba hacerlo. No había duda. Se sentía lleno de vigor y no experimentaba ni el más mínimo remordimiento. Sentía lo que siempre había creído que debería sentir cada vez que metía la polla en el coño de alguna estúpida; lo que debería haber sentido con Josalyn, y con todas las demás.

Josalyn… Su mente volvió al pasado, atraída con una intensidad nada natural hacia aquella palabra. Josalyn. La palabra resonó dentro de su cabeza con los límpidos y dulces ecos de un repicar de campanas. Recordó la noche en que le había echado de su casa, insultándole, intentando conseguir que se arrastrara por el suelo gracias a la ferocidad de sus palabras… Recordó como había intentado hacer que se sintiera minúsculo y miserable, menos que un hombre: un chucho sin raza, un perro faldero, un fardo de Disposición A Servir provisto de un cerebro ínfimo, ladrando y moviendo su estúpida cola cada vez que ella deseara afecto, comprensión o…

«Menos que un hombre». La frase le irritó, haciéndole sentir un odio tan insondable como los cielos. «¿Menos que un hombre? ¡Ahora soy MÁS que un hombre! ¡Soy MÁS que cualquier patético y babeante ser humano! ¡Soy MÁS que eso! Y estoy decidido a demostrártelo, perra».

Mientras se vestía, su mente siguió pensando en Josalyn. Esa zorra, esa ramera, esa asquerosa putilla universitaria… Se subió los pantalones y la cremallera viendo su imagen: de rodillas ante él, con las dos heridas de su cuello destacando en un agudo relieve mientras se la chupaba con el abandono de los condenados al infierno. Se puso la camisa viendo su imagen, su carne marchita reflejando la roja luminiscencia de sus ojos de no muerta mientras le cubría con una túnica real, convertida en su eterna sirvienta, su bolsa de los trastos, su esclava… Y vio su imagen mientras se ponía las botas, el tacón sobre su rostro y Josalyn retorciéndose en el polvo suplicando perdón, suplicando la oportunidad de ir con él, de alimentarle…

«Ah, sí —pensó riendo en silencio—. El derecho a alimentarse. Una nueva causa de la que Gloria Steinem podrá convertirse en campeona cuando ella y el resto de esas fulanas feministas sean mías». Rió en voz alta, una ondulación de sonidos malignos que rompió el silencio. Rió, rió y volvió a reír.

Cuando hubo reído hasta expulsar aquella imagen de su mente echó una última mirada a la cosa del lecho antes de dar media vuelta para salir de la habitación. La tentación de volver a escribir algo y hurgar en la herida hasta hacer brotar el líquido suficiente para componer palabras con él era muy fuerte, pero acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo. «No quiero que establezcan ninguna conexión —pensó—. Quiero que crean que su “Psicópata del Metro” sólo mata en el metro».

Estaba a punto de marcharse cuando tuvo otra idea: «¿Y si vuelve a levantarse? Me ocurrió a mí; podría ocurrirle a ella». Era un pensamiento desconcertante. Por una parte, era hermosa y muy buena en la cama; sería una excelente adición para la corte de cualquier hombre. Por otra parte, tenía el cuello roto; no estaba demasiado seguro de querer ver a nadie, hermoso o no, caminando por ahí con el cuello en esa posición.

Rudy fue lentamente hacia ella. Tomó la cabeza entre sus manos y trató de volver a colocarla en la posición correcta. Sus vidriosos ojos de muerta acabaron encontrándose con los suyos, y Rudy no pudo contener un estremecimiento involuntario.

Y se quedó con la cabeza entre los dedos.

—¡Ah! —chilló, dejándola caer como si fuera un ascua al rojo vivo.

La cabeza rebotó en la cama y cayó al suelo con un golpe ahogado. Rudy retrocedió, asqueado, y salió corriendo de la habitación.

Cuando iba hacia la puerta principal vio que había otra puerta abierta en el apartamento. Un rápido vistazo por el hueco reveló un rostro de pesadilla tan pálido como familiar que le hizo reír. Se quedó inmóvil en el umbral —las risitas estaban empezando a convertirse en risotadas que casi parecían aullidos—, y acabó entrando en la habitación.

Las paredes estaban repletas de carteles de vampiros. El primero, Bela Lugosi, le lanzaba una feroz mirada en blanco y negro con su ridícula pose de monstruo depredador dotado de muñecas fláccidas. Rodeando a Bela había imágenes de Frank Langella, Christopher Lee, Klaus Kinski, Max Schreck y Lon Chaney. Además, había media docena de carteles de David Bowie, todos los cuales dejaban bien claro por qué se le había escogido para interpretar el papel de John Blaylock en El ansia.

Y también había una foto en un marco muy caro. La luz arrancaba destellos al cristal. Rudy fue hacia ella para verla mejor.

Sonrió.

«Si supiera lo que se siente…», pensó contemplando la imagen de aquella chica tan atractiva vestida de negro y rojo, con las alas de murciélago pintadas sobre su rostro. Nunca había visto a Claire, pero sabía muy bien qué estaba intentando ser.

De hecho toda aquella habitación era una especie de altar al vampirismo adornado con objetos sacados de la mitología popular. Sus estantes estaban atiborrados de novelas sobre el tema: Soy leyenda, Confesiones de un vampiro, El misterio de Salem’s Lot, Drácula, toda la serie de Fred Saberhagen… Había una vela que tenía la forma de una calavera humana. Había un gran espejo cubierto por un paño negro, y una cómoda sobre la que se amontonaban artículos de maquillaje, tanto normales como destinados al teatro.

Había un crucifijo invertido colgando sobre la cama; pero en vez de Jesucristo quien estaba clavado en él era Bozo el Payaso, con sus rojos cabellos apuntando en todas direcciones.

«Esto es tremendo —se maravilló Rudy, aplaudiendo con una alegría infantil—. Esto es realmente increíble. Me gustaría conocer a esta chavala, sea quien sea… Puede que hasta le permita reinar a mi lado».

Sí, era una gran idea. Hasta ahora había estado limitándose a pensar en términos de esclavos. Pero la idea de esta amante vampira dio origen a toda una cadena de razonamientos nuevos que fue repasando en su mente, cada vez más excitado.

«¿Por qué no? —pensó—. ¿Por qué no una reina? En Nueva York hay ocho millones de personas…, más que suficientes para mí. Y con tantos sirvientes me resultará imposible controlarles personalmente a todos…».

Fue hacia el estante y examinó los libros que contenía. Confesiones de un vampiro le resultó particularmente llamativo; en el título había algo gratificante, como si le prometiera un toque de fama que añadir a lo que ya sabía era un estado superior.

—Bueno, Johnny, pues sí, he matado a más de diez mil personas —dijo en voz alta, imaginándose en «El show de esta noche» con el cuerpo destrozado de Ed McMahon a sus pies—. Y tú vas a ser la próxima.

Cogió el libro y empezó a pasar las hojas distraídamente. Sus ojos se detuvieron en la página 83, atraídos por un pasaje que había casi al final de la página. Lo leyó:

—Los vampiros son asesinos —dijo—. Depredadores. Esos ojos suyos que todo lo ven fueron concebidos para distanciarles de los demás. La capacidad de ver una vida humana en su totalidad, sin ninguna pena sensiblera sino con la excitante satisfacción de hallarse al final de esa vida, de tomar parte en el plan divino…

«Precioso —pensó Rudy—. No tengo ni idea de qué es esa gilipollez del “plan divino”, pero es realmente precioso. Me gusta». Pasó más páginas para ver qué otras joyas de sabiduría le reservaba la autora…

Y oyó un sonido que venía de la puerta principal.

«¿Qué es eso?», pensó, y el corazón empezó a latirle frenéticamente.

Y en ese instante, totalmente en contra de sus propios deseos…

Sufrió una transformación.

Claire vaciló durante un momento en el umbral, aguzando el oído. No le habría sorprendido poder escucharles follando desde la escalera. Por lo menos, esperaba encontrarse con la música muy alta, algunas risas, algunos de los característicos gritos que Dorian soltaba cuando estaba borracha.

Pero no oía nada. Absolutamente nada. Y la ausencia de sonidos la sorprendió. No sabía qué pensar.

«Quizá hayan ido al apartamento del chico», pensó, pero eso no parecía muy propio de Dorian. Dorian siempre quería exhibir sus nuevas conquistas, y le gustaba hacer entrar a Claire para que les echara un vistazo antes de decirle que saliera a cambiar el disco o algo parecido. «No, estoy segura de que le ha traído aquí —se confirmó a sí misma moviendo la cabeza—. Entonces, ¿dónde están?».

Claire metió su llave en la cerradura, luchó durante unos momentos para hacerla girar, empujó la puerta…

Algo pequeño, oscuro y achaparrado pasó corriendo junto a sus pies con un chillido. Claire respondió con otro y retrocedió, aterrorizada, siguiendo a la criatura con los ojos.

Era la rata más grande que había visto en toda su vida.

—Oh, Dios mío —jadeó.

Se llevó una mano a los pechos de una forma totalmente involuntaria, y vio como la rata desaparecía en la oscuridad de la escalera. Se apoyó en el marco de la puerta.

—¡Dorian! —gritó con voz nerviosa, retrocediendo hacia el apartamento—. Dorian, ¿has visto esa…?

Entonces se dio la vuelta.

Las palabras se helaron en su garganta.

La puerta se cerró a su espalda, olvidada.

Y Claire se derrumbó, inconsciente. La cabeza de Dorian la contempló desde los tablones del suelo con sus ojos azul claro que ya nunca verían nada.