13

Stephen se removía nerviosamente en su asiento del andén sur de la estación de la calle Cuarenta y Dos, línea de la Sexta Avenida. Aquella noche el lugar estaba repleto de personajes desagradables que le hacían sentir un leve temor de bajo voltaje, una especie de entumecimiento. No quería ser la siguiente víctima del Psicópata del Metro, y tampoco quería ser víctima de ningún otro chalado.

En el asiento contiguo había un negro con un traje muy elegante que leía el Post. Stephen reprimió con todas sus fuerzas el impulso de atisbar por encima de su hombro. Siempre había odiado aquellos periodicuchos sensacionalistas y, en su opinión, durante la última semana había desperdiciado tanto tiempo y dinero en ellos que ya había cumplido para el resto de su existencia.

Especialmente teniendo en cuenta que le recordaban a Rudy, el Desperdiciador de Tiempo Número Uno de esta semana. Cada vez que pensaba en Rudy la ira se encendía en su interior con la intensidad de un carbón al rojo vivo. ¡Cuando pensaba en todo el trabajo que podría haber hecho si no estuviera corriendo de un lado para otro y muriéndose de preocupación por él…! Era realmente irritante, no cabía duda. Era intolerable e imperdonablemente irritante.

Ésa era la razón de que se hubiera pasado la tarde en la Biblioteca Pública de Nueva York, ostentosamente enfrascado en las investigaciones necesarias para escribir un nuevo relato de ciencia ficción. Y por eso había decidido obsequiarse con una buena cena en Los Bistecs de Charlie y una entrada para la sesión de las siete y cuarto de Cristal oscuro; la velada había sido cuidadosamente calculada para relajarle y servirle de recompensa a todos sus esfuerzos infructuosos.

No había funcionado. Naturalmente su estancia en la biblioteca no le había servido de nada; cenar en Los Bistecs de Charlie resultaba mucho menos divertido cuando estabas solo; y la proyección de Cristal oscuro había dejado su cabeza llena de imágenes extremadamente inquietantes. Las escenas donde se absorbía la esencia vital, en particular, estaban cargadas de un horror que no había esperado encontrar en semejante película. No lograba quitárselas de la cabeza, aunque no sabía por qué.

«Me gustaría que el tren se diera prisa y llegara de una vez», pensó clavando los ojos en las vías, que llevaban quince minutos vacías. El andén estaba empezando a llenarse lentamente de gente, y Stephen no conocía a nadie. «Ojalá no estuviera solo», se dijo como corolario a su primer deseo.

Un ruidoso grupo de latinos bajó por la escalera riendo y gesticulando como locos mientras uno de ellos contaba a gritos una historia en castellano. Stephen se volvió hacia ellos, y vio la peluda montaña de ira que había a su izquierda.

Bastaba con verlo para darse cuenta de que aquel tipo estaba chalado, y por su aspecto tampoco cabía duda de que sería capaz de matar. El hombre se dio la vuelta de repente cuando Stephen estaba mirándole; y Stephen se encontró contemplando el par de ojos más gélidos con los que jamás se había topado. El hombre acabó desviando la mirada para fijarse en algo o alguien que había en el otro extremo del andén, y Stephen sintió un estremecimiento de alivio.

«Gracias a Dios —pensó—. Ese tipo daba auténtico miedo».

Y entonces, casi ahogado por la ruidosa charla de los latinos al principio pero cobrando potencia rápidamente, oyó el ruido del tren que se acercaba. Necesitó unos momentos para averiguar de qué dirección venía. Stephen se encontró mirando hacia los dos lados, como si sus ojos fueran capaces de localizar la fuente de aquel rugido; después, con una lenta sonrisa de comprensión, se dio cuenta de que el tren que se acercaba iba en su dirección.

—Estupendo —dijo poniéndose en pie.

Dio unos cuantos pasos hacia las vías, echó un vistazo a las otras personas que empezaban a avanzar y…

Vio a Rudy en el centro del andén, sus pálidos rasgos formando un agudo contraste con su eterno atuendo negro.

—¡Oh, Dios mío! —jadeó, casi incapaz de creer en lo que le mostraban sus ojos—. ¡RUDY! —Rudy miró distraídamente a su alrededor, como si el grito de Stephen hubiera sido un eco oído en un sueño—. ¡RUDY! —volvió a gritar, y entonces el tren llegó a la estación ahogando cualquier otro sonido.

Stephen gritó una maldición que sólo él pudo oír. Empezó a abrirse paso apresuradamente a fuerza de músculos por el andén. Algunas personas no se lo tomaron demasiado bien; Stephen murmuró una serie de disculpas que no fueron oídas, salvo por una persona.

El tren se detuvo con un chirriar de frenos. Stephen se dio cuenta de que no tenía tiempo suficiente para recorrer la distancia que le separaba de Rudy. Las puertas se abrieron con un siseo. Fue rápidamente hacia la más cercana, y después aguardó con extremada impaciencia a que las cinco o seis personas que tenía delante movieran el trasero y entraran en el vagón.

Había olvidado por completo al hombretón de aspecto irritado que tanto le atemorizaba hacía sólo unos momentos.

No sabía que aquel hombre había empezado a seguirle.

Stephen subió al tren y fue hacia la parte delantera del convoy. Avanzar por el interior de los vagones no resultaba nada difícil —casi todos los pasajeros se habían lanzado sobre los asientos disponibles, dejando los pasillos desiertos—, y cuando las puertas se cerraron y el tren volvió a ponerse en marcha ya había logrado recorrer dos vagones.

Llegó a una puerta. La abrió. Puso un pie sobre la plataforma que había entre los dos vagones y se quedó inmóvil durante un momento, temiendo perder el equilibrio. Le pasó por la cabeza que antes nunca había avanzado por un tren en movimiento —siempre había pensado que era una estupidez temeraria—, y el darse cuenta de lo que estaba haciendo le puso todavía más nervioso.

De niño Stephen Parrish nunca había tenido muy buena fama. Se había pasado los años anteriores a la adolescencia encerrado en su casa leyendo cómics, mientras los demás niños se zurraban entre sí aprovechando la excusa ofrecida por los deportes y otras variedades de la violencia infantil, o se lanzaban osadamente al aire en columpios de cuerda y lugares elevados como los trampolines. Cuando llegó el momento de entrar en la secundaria el juego duro se fue volviendo cada vez más duro y arriesgado; y Stephen se fue desviando en un curso tangencial que le llevó hacia los mundos de la ciencia ficción y la fantasía.

Ahora estaba en la universidad y se había graduado en los reinos de la filosofía más elevada, la cultura de la Nueva Ola y el uso moderado de las drogas. Las cosas que le habían fascinado antes seguían conservando su poder…, de hecho, éste había aumentado; y lo mismo había ocurrido con su temor a sufrir cualquier clase de daño corporal y su recalcitrante negativa a meterse en situaciones donde pudiera haber el más mínimo peligro potencial. El vivir en Nueva York había hecho que se esforzara todavía más por escapar a los terrores de la mortalidad utilizando su intelecto.

«Y aquí estoy», pensó, inmóvil sobre las oscilantes láminas metálicas que unían los dos vagones. Su situación actual le hizo recordar un pasatiempo infantil con el que nunca había querido tener nada que ver: cruzar un arroyo caminando sobre un tronco de madera. Era algo que siempre le había producido un miedo mortal.

De la misma forma que le estaba asustando el estar de pie encima de aquellas láminas metálicas.

«Entonces, ¿por qué lo hago? —se preguntó a sí mismo—. ¿Por qué estoy haciendo algo tan contrario a mi naturaleza? ¿Cuál es la razón de que Rudy se merezca el que corra esta clase de riesgos?».

Y mientras seguía inmóvil en el hueco que separaba los vagones, Stephen se encontró examinando la naturaleza de su extraña amistad con el conocido e inimitable Rudy Pasko. Su mente repasó algunas de las escenas más típicas que habían representado entre los dos: Rudy soltándole una parrafada que era mitad conferencia mitad delirio enloquecido, parrafada que era absorbida pasivamente por Stephen; Stephen admirando la última poesía gráfica de Rudy, que podía estar sobre la pared de un edificio o sobre un cartel del metro; Stephen prestándole el dinero que le enviaban sus padres, sabiendo muy bien que Rudy jamás se lo devolvería; Stephen ruborizándose cuando Rudy le presentaba a personas que le eran totalmente desconocidas dando muestras de su ingenio cáustico y burlón; Stephen envidiando la indomable confianza en sí mismo de Rudy, la facilidad con que conquistaba a las mujeres y su relativo éxito en el campo artístico que había escogido, mientras Stephen apenas si lograba sobrevivir en la soledad como «dilettante» literario que casi no había empezado su obra, por no hablar de terminarla; Rudy, asombrosamente apuesto a la tenue luz de algún café de la calle Bleecker, mientras Stephen intentaba resistir el impulso de alargar la mano hacia él para tocarle…

—¡Oh, Dios! —gimió, sintiendo repentinamente un odio hacia sí mismo que jamás había conocido en toda su breve vida dedicada a la autocompasión.

Ahora lo veía todo muy claro. Se dio cuenta de que había desempeñado el estereotipo del papel femenino, sumiso y servicial; quería ser dominado por una voluntad más fuerte, y absorbía las humillaciones que llovían sobre él de la misma forma que una jovencita insegura se tragaría el semen del macho con quien salía en cuanto éste se lo exigiera. No cuando se lo pidiera, sino cuando se lo exigiera.

Comprendió que durante todo ese tiempo sólo había deseado una cosa, y esa cosa era el mismo Rudy, y que había estado dispuesto a creerse todas las horribles mentiras que Rudy le había contado sobre Josalyn sólo porque estaba celoso de ella.

Aquello le hizo sentir deseos de llorar.

De repente la plataforma que había entre los vagones empezó a parecerle monstruosamente asfixiante; era como una jaula suspendida en precario equilibrio al borde de un acantilado, y el viento aullaba a través de ella como todos los demonios del Infierno unidos en un cántico horrendo. Intentó contener el débil grito que temblaba en su garganta. No lo consiguió. Hizo un último esfuerzo desesperado y abrió de un tirón la puerta que tenía delante.

Y entró en el vagón.

De las treinta o cuarenta personas que había en el vagón sólo una docena escasa se volvió hacia la puerta en cuanto ésta se cerró con un golpe seco a espaldas de Stephen. Ninguna de ellas tenía el rostro de Rudy; la confrontación no se había producido. Stephen acogió aquel nuevo retraso con una mezcla de alivio y decepción.

El tren entró rugiendo en la estación de la calle Treinta y Cuatro, reduciendo la velocidad de una forma casi espectacular. El maquinista hizo funcionar los frenos con tal brusquedad que Stephen se tambaleó y tuvo que agarrarse al asa más cercana. Unas cuantas personas se levantaron de sus asientos para colocarse delante de las puertas, y durante unos instantes Stephen consideró la posibilidad de unirse a ellas, salir del tren y dejar que Rudy desapareciera de su vida para siempre.

Pero algo en su interior, una de las voces más sabias de su mente, le dijo que se quedara allí. «Encuéntrale —le dijo—. Pregúntale con mucha calma qué le ha ocurrido y dónde ha estado. Si se pone arrogante limítate a dar la vuelta y marcharte. Si se disculpa, o si tiene alguna excusa válida, perdónale. Pero hagas lo que hagas no pierdas la cabeza. No permitas que te manipule. Sé fuerte… Por una vez».

El tren se detuvo y las puertas de los vagones se abrieron. Stephen volvió a esperar que el umbral quedara despejado y se asomó al andén para ver si Rudy había bajado del tren. Por lo que pudo ver, no parecía que lo hubiese hecho. Decidió aprovechar que el tren estaba parado y reanudó su avance hacia la parte delantera del convoy.

A su espalda, en el extremo del vagón, alguien esperó que Stephen llegara hasta el vagón siguiente, abrió la puerta y le siguió, lenta y cautelosamente.

Stephen entró en el vagón contiguo justo cuando las puertas se cerraban aislando el convoy de la estación de la calle Treinta y Cuatro. Cerró la puerta que separaba los dos vagones. Una considerable cantidad de ojos se volvió nuevamente hacia él para inspeccionar al recién llegado; pero esta vez Stephen sólo se fijó en un par de ellos.

Dos ojos tan enrojecidos que casi daban la impresión de estar infectados y que se alzaron hacia él para contemplarle, al principio distraídamente, después iluminándose con un agudo destello de reconocimiento.

—Ah —dijo el propietario de aquellos ojos, y una leve sonrisa se abrió paso por sus flacos rasgos, tan blancos como el hueso—. Stephen…

—Rudy —dijo Stephen.

La palabra apenas si llegó a ser un murmullo. El corazón parecía habérsele subido a la garganta, ahogando el sonido.

El tren empezó a moverse. Stephen se tambaleó hacia adelante y faltó poco para que tropezara con el maletín de un ejecutivo. Rudy le observó con la cabeza inclinada hacia un lado y una fría sonrisa en los labios, como la boa constrictor de una tienda de animales a la que se le acaba de echar un ratón vivo en la jaula. Era una sonrisa reptilesca, la sonrisa de un depredador divertido…, y que controlaba totalmente la situación.

—Siéntate, Stephen —dijo Rudy—. Adelante…

Rudy extendió los brazos señalando los asientos libres que había a cada lado del suyo. Stephen sintió un escalofrío tan intenso que casi le dejó paralizado. «Nadie quiere sentarse demasiado cerca de él —decía el escalofrío—. No soy yo solo, todos los demás también le tienen miedo».

—Siéntate —repitió Rudy, dando unas palmaditas en el sitio libre que había a su izquierda.

Pero esta vez no se trataba de una petición, aunque la sonrisa seguía presente en sus labios. En sus ojos había una fuerza extrañamente irresistible; un fuego que antes no había estado allí, y tras sus pupilas se ocultaba un poder que parecía atraer a Stephen pese a todos los esfuerzos que hizo por resistirse.

Y, lentamente, Stephen obedeció.

Rudy le observó en silencio y asintió. Su sonrisa se hizo más ancha, como si acabara de ocurrírsele algo maravilloso que jamás le había pasado por la cabeza. Stephen vio como sus labios se movían articulando una palabra que fue incapaz de descifrar.

Sintió como se le ponía la piel de gallina. El vello de su nuca se erizó de golpe y el escalofrío siguió fluyendo a través de su cuerpo. Acababa de darse cuenta de que Rudy no sólo estaba pálido, sino que su piel había cobrado una blancura cadavérica; y la oscuridad que había alrededor de esos ojos horribles no era su acostumbrada capa de maquillaje, sino una auténtica decoloración de la piel. El espectáculo casi bastó para hacer que Stephen se detuviera.

Casi…

Stephen se sentó junto a Rudy y nada más hacerlo captó el olor: la pestilencia de la humedad y el moho, y una levísima traza de olor a cloaca que permeaba los demás olores abriéndose paso a través de ellos, como si el cuerpo de Rudy hubiera sido introducido en una fosa séptica. Stephen arrugó la nariz, pero no se apartó. Descubrió que no podía hacerlo, y eso le horrorizó.

—Me alegra verte, Stephen —dijo Rudy sonriendo—. ¿Qué tal te han ido las cosas últimamente?

Stephen se encogió de hombros. Era como si alguien le tuviera suspendido de unos hilos invisibles; si sólo hubiera dependido de él no habría sido capaz de realizar ni el más mínimo movimiento.

—Estupendo. —Rudy pronunció aquella palabra como si estuviera saboreando el más delicioso de los vinos—. Supongo que te habrás estado preguntando dónde me había metido.

Stephen asintió, esta vez voluntariamente; pero el movimiento fue lento y débil. Rudy sonrió, le miró a la cara y se rió.

—He estado viajando, Stephen. El viaje más increíble que te puedas imaginar… —Dejó escapar una risita y se frotó aquellas manos blancas como el hueso—. Ha sido un viaje soberbio y lleno de misterios —dijo.

Sus rasgos se retorcieron en una mueca burlona y despectiva. Sus ojos agujerearon los últimos vestigios de autocontrol que le quedaban a Stephen. Sonrió.

—Antes me gustaba imaginar que estaba familiarizado con la oscuridad. Creía haberlo visto todo, de veras… —Una expresión de algo casi parecido a la humildad se extendió por su rostro y desapareció en una fracción de segundo—. Toda la gama de las depravaciones humanas. ¡El monstruo que hay tras el delgado barniz de la civilización! ¡El cráneo que hay detrás de la máscara! Creía saberlo todo sobre esos temas. Creía saberlo todo… —Los ojos de Rudy se iluminaron con un oscuro resplandor de locura y su voz se convirtió en un murmullo enronquecido—. Pero ahora sé que no era así. He…, he cambiado, Stephen. —Volvió a reír con la aguda y penetrante carcajada de un lunático—. Durante los últimos días he visto cosas que no podrías creer…, no las creerías, Stephen. A menos que te las mostrara, claro.

Stephen se estremeció sin poder apartar la mirada de los ojos de Rudy. Era como contemplar las llamas rugientes de un horno. En el interior de aquellos ojos estaba ocurriendo algo que inspiraba ese mismo terror respetuoso; era la danza de un poder destructivo tan intenso que su majestad se imponía al dolor que provocaba el ser testigo de ella. Stephen notó que le ardían los ojos, pero se sentía incapaz de apartar la mirada.

Alguien entró por la puerta de corredera que separaba los dos vagones y se quedó inmóvil, observando. Stephen ni tan siquiera se enteró.

—He recorrido todo el trayecto, Stephen. —La voz de Rudy poseía la misma cualidad hipnótica que el siseo de la cobra, coronado por la fría mirada de sus ojos entrecerrados—. He recorrido toda la distancia que nos separa de la oscuridad, Stephen. ¿Y sabes qué encontré allí? El otro lado… —Cuando pronunció aquellas palabras, en el rostro de Rudy había una expresión terrible—. La proverbial luz que hay al final del túnel, amigo mío, un lugar que no habrías podido imaginarte ni en tus sueños más enloquecidos. Y creo que me gustaría llevarte allí.

Rudy alargó la mano hacia el brazo de Stephen. Sus dedos estaban extremadamente fríos.

De repente el tren empezó a reducir drásticamente la velocidad. Ninguno de los dos se había dado cuenta, pero ya estaban llegando a la estación de la calle Cuatro Oeste. Rudy alzó los ojos, sobresaltado, y el hechizo con que dominaba a Stephen se rompió.

La mente de Stephen volvió bruscamente a la normalidad. El sudor brotó de sus poros y le dejó empapado en una cosquilleante capa de humedad. Dejó escapar el aliento y se encogió en el asiento, apartándose de Stephen como si fuera un cachorro apaleado, con las pupilas dilatadas y llenas de terror.

—Oh, Dios —graznó—. Oh, Dios, Rudy, yo…

Rudy giró velozmente sobre sí mismo con los labios fruncidos en una mueca de disgusto. Abrió la boca para decir algo.

Y entonces todo empezó a ocurrir muy deprisa.

El tren se detuvo. Las puertas se abrieron. Una pareja de jóvenes había estado sentada todo el rato delante de Stephen y Rudy, casi al lado de la puerta, observando la escena que se desarrollaba entre ellos en un nervioso silencio. La chica llevaba una cadenilla de oro alrededor del cuello.

Un joven muy musculoso se plantó en la entrada del vagón. Le echó una mirada a la cadenilla de la chica, alargó el brazo sin la más mínima vacilación y se la arrancó del cuello. La chica gritó.

—¡Eh! —chilló el joven que la acompañaba, medio levantándose del asiento.

Y el tipo que le había arrancado la cadena a la chica volvió a actuar sin la más mínima vacilación, asestando un puñetazo en la nariz del chico. Se oyó un crujido seco y el chico volvió a caer en su asiento; la sangre fluía de sus fosas nasales. El ladrón huyó corriendo a toda velocidad.

—¡Oh, Dios bendito! —gritó el chico.

Se inclinó hacia adelante con las manos pegadas a la nariz; las palmas se le estaban llenando rápidamente de sangre. Metió la mano libre en el bolsillo trasero y cogió un pañuelo que se llevó a la nariz. Para aquel entonces todos los ocupantes del vagón tenían los ojos clavados en él.

Pero Rudy estaba encorvándose hacia adelante, con sus rojas pupilas muy dilatadas y casi vidriosas. Entreabrió la boca y su lengua emergió velozmente para lamer sus labios temblorosos. La atmósfera que le rodeaba chisporroteó como si se hubiera cargado de electricidad estática. Un estremecimiento agitó todo su cuerpo, y dejó escapar un gemido ultraterreno.

Rudy se levantó casi corriendo de su asiento y sus dedos se cerraron sobre las ensangrentadas manos del chico. Hubo una lucha tan breve como curiosa. La chica volvió a gritar. Una vez. Y otra.

—¡RUDY! —chilló Stephen estirándose las mejillas con las manos, la boca y los ojos contorsionados en un rictus de horror y aturdimiento.

Rudy giró sobre sí mismo apartándose del chico. Sus dedos sujetaban el pañuelo ensangrentado. Se lo llevó a los labios como para ahogar un grito y empezó a retroceder hacia la entrada del vagón. En su rostro había una expresión que iba más allá de la rabia y de la locura, más allá de cualquier emoción humana concebible.

Estaba justo en el centro del umbral cuando las puertas se cerraron de golpe, atrapándole por los dos lados. Gritó como un animal y luchó con ellas intentando liberarse. Las puertas retrocedieron durante una fracción de segundo, como si sintieran dolor, y volvieron a cerrarse sobre él. Rudy se retorció, se debatió y se contorsionó hasta que logró liberarse.

Las puertas se cerraron.

Y Rudy desapareció en la estación de la calle Cuatro Oeste, dejando tras él un vagón sumido en el más perplejo silencio.

—Oh, mierda —gimió el chico, se derrumbó en los brazos de su acompañante y se echó a llorar.

Stephen les contempló en silencio. Contempló la sangre que había en el suelo. El tren se puso en marcha con una sacudida y Stephen contempló las columnas que desfilaban tan lentamente como las nubes en un día ventoso. Se miró las manos, que temblaban incontrolablemente y se anudaban entre sí como dos arañas sorprendidas en un torpe apareamiento.

La vocecilla de la razón llegó hasta él débilmente, como desde una gran distancia, y le informó de que estaba perdiendo la razón.

Entonces una mano fue hacia su hombro. Alzó los ojos y contempló el rostro de aquel hombretón que le había asustado en la estación de la calle Cuarenta y Dos, cuando el miedo tenía un significado distinto y mucho menos terrible. El hombretón dijo algo. Stephen no comprendió ni una palabra.

El hombretón le sacudió y la mente de Stephen empezó a despejarse.

—Te he preguntado que si conoces a ese tipo.

Ahora sí había comprendido las palabras. Y, como si estuviera moviéndose en sueños, sintió que su cabeza se ponía en marcha para hacer un gesto de afirmación.

—Nos bajaremos en la siguiente estación y tomaremos algo juntos —dijo el hombretón, y esta vez Stephen comprendió sus palabras con toda claridad—. Y me contarás todo lo que sepas acerca de él. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Stephen mientras las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas.

Joseph Hunter asintió, le apretó el hombro en un gesto tranquilizador que resultaba casi paternal y se dio la vuelta para contemplar los túneles de la noche eterna que se extendían al otro lado de la ventanilla.