La observaba desde la oscuridad del túnel.
Era una mujer de mediana edad, gorda y fea, con una inmensa verruga peluda ostentosamente situada en el centro de su mejilla izquierda. Llevaba un traje ridículo: una masa informe de tela que en tiempos había sido de colores muy vivos, pero que los años habían ido apagando y desgastando hasta conferirle una deslustrada opacidad. La cabellera le colgaba como algo sin vida a cada lado del rostro, y los mechones tenían el mismo color que los excrementos de un perro sano.
No había nadie cerca de ella. En la parte central del andén había unas cuantas personas pegadas a la seguridad de los torniquetes, pero no le prestaban ninguna atención. La mujer había escogido ir hasta el final del andén, y su bolsa de la compra llena de adquisiciones recientes formaba un bulto a sus pies.
La mujer empezó a hurgarse la nariz con un dedo de fláccidas carnes, indiferente a las reacciones que su gesto pudiera provocar. Arrojó una hebra de mucosidades pálidas a las vías, con un ademán tan falto de gracia como carente de esfuerzo.
La criatura la observaba sintiendo una profunda repugnancia. Estaba apoyada en la fría pared del túnel con la mejilla pegada a la piedra húmeda, y una náusea despectiva burbujeaba en su estómago vacío. Si la repugnancia pudiera competir con el hambre se daría la vuelta ahora mismo y se olvidaría de esta mujer, dejándola abandonada a cualquier otro destino horrible.
Pero tenía hambre. Oh, sí. Estaba increíble y espantosamente hambrienta. Y esta mujer, por muy desagradable que fuera su apariencia, parecía tener muchísimo que ofrecer en el aspecto alimenticio…
Primero pensó en hacerla caer del andén, pero acabó desechando la idea. Había otras personas presentes —demasiadas—, y la criatura no quería que la vieran. Al menos, por ahora.
Todavía no.
Esperó y observó. Dos personas más bajaron la escalera para llegar al andén, y también se quedaron cerca de la entrada. La criatura apreció el buen sentido de que daban muestra, teniendo en cuenta todas las cosas horribles que habían estado ocurriendo últimamente en el metro. Dejó escapar una risita en la que había una más que considerable porción de locura.
Y esperó.
Un rugido procedente de la oscuridad que había a su espalda anunció la inminente llegada del tren. La criatura se movió hacia donde las sombras eran más espesas esperando a que el tren pasara, pensando en cuál sería el mejor momento para actuar.
Un minuto después la luz empezó a deslizarse por los raíles pregonando que el tren estaba a punto de llegar. La criatura retrocedió un poco mas y se metió en un nicho del túnel; y cuando el tren pasó velozmente a su lado la cosa de los túneles tuvo la seguridad de que no había delatado su presencia.
Esperó a que el tren se detuviera con un chirriar de frenos. Sólo entonces empezó a moverse y, aun así, lo hizo lo más silenciosamente posible. Cuando oyó que se abrían las puertas fue rápidamente hacia el final del tren y avanzó pegado a él hasta llegar al espacio que había entre los dos últimos vagones. Subió de un salto a la plataforma metálica. Se agazapó; nadie la había visto. Y esperó a que el tren volviera a ponerse en movimiento.
La espera sólo duró un instante.
Cuando el tren volvió a desaparecer en la oscuridad la criatura se puso en pie. Abrió la puerta que daba al último vagón, muy, muy despacio… Entró en el vagón. Cerró la puerta.
Y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, arrancó de cuajo la manivela de cierre.
Armond Hacdorian era un viejo caballero apacible y de aspecto elegante con antepasados rumanos. Su traje de fino corte y su bastón tallado le daban un considerable parecido al sir Laurence Olivier de Los niños del Brasil; tenía aquella misma buena apariencia algo frágil, no tanto marchitada como curada y endurecida por el paso del tiempo.
Había sufrido más horrores de los que la mayoría de personas conocerían si llegaran a vivir doscientos años. Pero Armond sólo tenía setenta y cinco años de edad, y esperaba pasarse los veinte años próximos, como mínimo, en una atmósfera provista de una cierta decencia y cordura. Tenía la impresión de que con eso sería suficiente. Eso compensaría lo que había en el otro platillo de la balanza.
Si había un horror más que Armond Hacdorian no estaba dispuesto a soportar, era el horror de estar sentado junto a un joven neanderthal con una radio que tenía dos veces el tamaño de su cabeza. Aquello no sólo ofendía su sensibilidad; no sólo le hería los oídos; no sólo era un intento de intimidar a cualquier otro usuario del metro que no fuese acompañado…; era algo todavía peor, podía hacer que se irritara.
Y Armond Hacdorian no quería sentir ira. Tenía la esperanza de haber superado aquella emoción, igual que el impulso hacia la crueldad o las ropas chillonas. Había visto cuál era el precio de la ira y de sus oscuros parientes. Había vivido las guerras, y los campos de concentración, y las purgas. Había perdido a sus amistades y a su familia bajo la brutal y arbitraria hoja del Destino. Y si volvía a presenciar otro acto de violencia, aunque fuera de la variedad más minúscula e insignificante…, bueno, quizá resultara demasiado para él.
Podría haberle dicho algo al chico, con lo que habría tenido que soportar cualquier cosa, desde palabras groseras hasta una agresión física, pero decidió cambiarse de vagón. El chico podía seguir escuchando su ruido rítmico hasta que se le aflojaran todos los dientes de la boca; a Armond eso le importaba un comino. Aunque el buen Dios sabía que Armond sólo deseaba lo mejor para aquellos pobres jóvenes desorientados.
Se puso en pie con cautela —por bueno que fuese su estado físico a un anciano siempre le costaba mantener el equilibrio dentro de un tren en marcha—, y fue hacia la parte trasera del tren. Avanzó lentamente hasta llegar a la puerta, paso a paso, sin dejar de agarrarse a las asas que colgaban sobre su cabeza. En un momento dado se volvió hacia el chico de la radio. Se encontró con la fría mirada de dos ojos que no comprendían nada y siguió avanzando.
Por suerte el tren apenas se sacudía. Armond logró llegar a la puerta sin ningún incidente.
«Ahora viene la parte más complicada —se dijo—, pasar al otro vagón con el tren en movimiento… Debo de ser un viejo estúpido para intentar algo tan peligroso».
Pero el tren casi no se movía; y aunque la plataforma con su hendidura era un tanto traicionera, ya que no paraba de agitarse y dar saltos, Armond pensó que las barandillas le permitirían cruzarla sin ningún problema.
Puso un pie sobre la plataforma y se quedó inmóvil en esa posición, como el surfista que espera la llegada de la ola. Bueno, todo parecía ir bien… Se agarró al marco de la puerta y movió el otro pie. Cuando tuvo los dos pies sobre la plataforma se agarró a la barandilla con la mano izquierda, se irguió y fue hacia la puerta del último vagón.
Era sencillísimo. Dejó escapar una risita y extendió el brazo para abrir la puerta, siendo agradablemente consciente del rápido latir de la sangre en sus sienes.
La puerta se negó a abrirse.
«¿Qué?», pensó oyendo los fútiles chasquidos del mecanismo; y sintió miedo por primera vez desde que había tomado la decisión de moverse. Volvió a accionar la manivela sin conseguir nada, y durante unos segundos tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse dominar por el pánico.
«No pasa nada —pensó—, siempre puedo volver».
Aquel pensamiento pareció calmar un poco las vocecitas que parloteaban en el interior de su cabeza, las vocecitas que tanto se parecían a las voces de las personas conducidas a los hornos crematorios en vagones de ganado.
Se detuvo ante el umbral durante unos segundos, recobrando el aliento y descansando. Cuando su corazón volvió a latir a la velocidad normal, echó un rápido vistazo a través de la ventanilla antes de volver al vagón del que había salido.
Y las luces se apagaron.
Un movimiento huidizo en algún punto de la oscuridad que tenía delante.
«¿Qué?», volvió a pensar. No tenía muy buena vista, por lo que apenas si podía percibir la silueta que había en el lado derecho del tren. Parecía estar agitándose en alguna especie de movimiento muy rápido, aunque Armond no estaba muy seguro de si todo aquello no serían sólo imaginaciones suyas. Clavó los ojos en aquella silueta, intentando distinguir algo en el luego de sombras que se desarrollaba ante él…
Y entonces las luces volvieron a encenderse y vio aquella silueta oscura y delgada inmóvil sobre la enorme masa de carne pálida que agitaba sus gordos miembros mientras la silueta oscura se inclinaba sobre ella y…
Las luces volvieron a apagarse.
—Dios mío —murmuró Armond.
Las siluetas volvieron a confundirse entre sí; Armond ya no podía distinguirlas. Vio como la silueta oscura se alzaba de entre los asientos, quedándose inmóvil durante un segundo, y después vio como se movía velozmente hacia un lado.
Y el sonido del cristal al hacerse pedazos llegó hasta sus oídos como si fuera el distante y delicado tintinear de una cajita de música.
Las luces volvieron a encenderse y vio como la silueta oscura tiraba de la garganta pálida hasta colocarla sobre el marco de la ventana, y chorros de sangre caliente se derramaron sobre la pared, y los asientos, y sobre el túnel que había más allá…
Y un grito se ahogó en la garganta de Armond Hacdorian y…
La oscuridad volvió a caer sobre él.
Parecía dispuesta a durar para siempre.
Armond Hacdorian se quedó inmóvil en el espacio oscuro que había entre los vagones, con el rostro pegado a la ventanilla de la puerta que se negaba a abrirse. Y allí, entre el viento y el rugir del tren, vio alimentarse al monstruo. Le observó, sin que éste se diera cuenta de nada, hasta que hubo terminado.
Mantenerse consciente en semejante situación resulta muy difícil para un anciano, por muy bueno que sea su estado físico; pero antes de perder el conocimiento Armond se las arregló para volver al vagón del que había salido, ir hasta un asiento libre y dejarse caer en él.
Quizá fuera porque había presenciado más horrores de los que la mayoría de las personas verían si llegaran a vivir doscientos años; y porque, tanto si le gustaba como si no, era capaz de sobrevivir a ellos.
Cuando hubo terminado con la masa apestosa desprovista de cabeza que tenía al lado, la criatura de los túneles se quedó inmóvil durante un segundo sintiendo el júbilo casi ebrio de la saciedad. Después recordó cuál era su situación, se puso en pie y miró por la ventanilla que daba al otro vagón.
Nada. Al parecer nadie la había visto. Y eso era estupendo, realmente estupendo.
Volvió a concentrar su atención en el terrible objeto muerto que había sobre el asiento. Sangre por todas partes… El maravilloso olor de la sangre ardió en sus fosas nasales haciendo que el hambre volviera a despertarse. Pero ya estaba lleno.
Y entonces tuvo una idea muy extraña, algo tan maravillosa y profundamente retorcido que le asombró no haber pensado en ello antes. Dejó escapar una aguda risita, se inclinó sobre el cadáver y metió un dedo en el destrozado muñón sanguinolento de su cuello.
Sacó el dedo empapado en sangre.
Sonrió.
Y empezó a dibujar.