9

A las once y ocho minutos de la mañana siguiente según el reloj del despacho, Allan recibió la llamada de Rosa, la mujer que vivía un piso por debajo de Joseph y cuidaba de su madre durante el día. Rosa hablaba muy mal el inglés, y el hecho de que estuviera llorando y sufriera recaídas esporádicas en el castellano no ayudaba demasiado, pero Allan acabó captando el mensaje.

Colgó el auricular sintiendo como si hubiera envejecido cien años en los últimos tres minutos. El desayuno que había tomado empezó a dar vueltas por su estómago; el sudor cubrió su frente como si fuera una delgada lámina de hielo; alargó una mano temblorosa hacia su bolsa de tabaco Capitán Black, llenó su pipa y la contempló en silencio durante un instante interminable, sintiéndose profundamente desgraciado.

Jerome fue el primero en darse cuenta de que algo iba mal. Unos momentos antes había estado haciendo el payaso con Allan y todo marchaba a las mil maravillas. Sólo podía pensar en una cosa que fuera capaz de causarle una depresión tan rápida a un hombre que trabajaba en el negocio de la mensajería.

—¿Han atropellado a alguien? —preguntó, recordando los chirriantes frenos del taxi que habían hecho terminar de forma tan poco gloriosa su carrera como As Mensajero de la Moto.

Allan se volvió rápidamente hacia él con el sello de la confusión grabado en sus rasgos.

—¿Qué? —dijo, y la frase que acababa de oír llegó por fin a su cerebro. Sonrió vagamente y meneó la cabeza—. No, no. Era…, bueno, no es que hayan atropellado a nadie, pero…, eh…, oye, hazme un favor y llama a Hunter, ¿quieres?

—¿A Joseph? —Jerome no entendía muy bien qué estaba pasando—. ¿Qué…?

—Llámale. —Allan encendió la pipa e hizo todo lo posible para que su voz sonara tranquila y firme—. Su madre acaba de morir. Tengo que decírselo.

Joseph Hunter estaba en una cabina telefónica, en la esquina de la Octava Avenida con la calle Cuarenta y Dos, y sus dedos seguían apretando el auricular silencioso. Sus ojos contemplaban el cristal sin ver nada de cuanto había al otro lado. Su mente estaba en otro sitio.

Su busca sonó cuando iba por la calle Ocho con la camioneta cargada de carteles para un festival cinematográfico de películas europeas. En aquellos momentos su cerebro estaba concentrado en lo que le rodeaba; al igual que ocurre en la mayoría de las ciudades, Nueva York exige que conduzcas como un maníaco implacable de dientes metálicos con ojos en los cuatro puntos cardinales de tu cabeza. Joseph intentaba cumplir las exigencias de la ciudad: esquivaba a los peatones, pasaba locamente de un carril a otro esforzándose salvajemente por rebasar a los demás vehículos y gritaba a todo aquel que no se apartase de su camino. Su mente no podía estar más alejada de la muerte.

Cuando oyó sonar el busca se imaginó que los chicos del despacho querían darle algún otro encargo urgente, algún paquete de última hora…

No era un paquete. Era algo mucho peor, e infinitamente más pesado.

«Está muerta», dijo una voz dentro de su cabeza, y la voz daba la impresión de que podía pertenecer a cualquier otra persona. Tuvo la sensación de que nada le relacionaba con aquel pensamiento. «Está muerta». Sí, tenía que ser una mera interferencia, la casualidad le había hecho enterarse de algo ocurrido en la vida de otra persona.

Su mano libre se metió automáticamente en el bolsillo de sus tejanos buscando un cigarrillo; se pasó casi treinta segundos intentando encender el filtro antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—¡AARRGH! —gritó, arrojando el cigarrillo al suelo.

Contempló el auricular como si fuera una cagada de paloma que acababa de caerle encima de la manga, lo colgó salvajemente del gancho y salió corriendo de la cabina.

Y se encontró en la acera, rodeado por todas las perversiones y miserias baratas de la calle Cuarenta y Dos Oeste: chicas en vivo, espectáculos para mirones, programas triples de películas porno a sólo un dólar con noventa y nueve centavos… Todas las marquesinas multicolores se encendían y se apagaban para atraer a la escoria de la Tierra. Joseph sintió un deseo abrumador de ponerse en acción y romper algo. Cualquier cosa, lo primero que le viniera a mano; por mucho que lo intentara, nadie habría podido reunir una colección de cosas más eminentemente dignas de ser destrozadas. Le bastaría con esperar una pequeña provocación que le hiciera ponerse en funcionamiento.

Normalmente no habría tenido que esperar mucho tiempo. Pero en aquel gigantesco joven barbudo que daba la impresión de estar a punto de estallar había algo que daba casi miedo. La luz de peligro empezó a parpadear. Los rufianes baratos que en circunstancias corrientes habrían intentado venderle drogas de pésima calidad, fotos de zorras desnudas…, hasta esas mismas zorras y el resto de la fauna callejera daban un amplio rodeo para esquivarle, y algunos incluso llegaban a bajarse de la acera para no entrar en contacto con él.

—Sí, hacéis bien —dijo en voz tan baja que nadie pudo oírle—. No os acerquéis.

Pero las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos apenas hubo pronunciado esas palabras. El temblor pareció iniciarse en su pecho y fue irradiando hacia el exterior, como las ondas de choque de una carga de profundidad que alguien había hecho estallar justo en el centro de su corazón. La fuerza de sus sollozos hizo que se doblara sobre sí mismo antes de que tuviera tiempo de comprender lo que le ocurría.

Y la voz volvió a hablar dentro de su cabeza, con la entonación de un perfecto desconocido pero, al mismo tiempo, comprendiendo la situación de una forma más clara que cualquiera de las partes involucradas. «Ha muerto —le repitió la voz—, pero eso es lo que tú querías, ¿verdad? Querías librarte de ella, querías vivir tu propia vida… Querías escapar de este maldito asilo para lunáticos».

La voz siguió hablando, insistiendo en que eso era lo que quería, y de repente Joseph tuvo la impresión de que pertenecía a un asqueroso fiscal del distrito enviado por el Estado para hacerle pedazos. Era la voz de su conciencia portándose lo peor posible, intentando conseguir que se retorciera abrumado por el remordimiento de crímenes que nunca había cometido.

«¿No es lo que querías?», repitió la voz, clavándole un dedo largo y huesudo en el pecho. A esas alturas Joseph ya estaba más que harto de ella.

—No —gruñó apretando los dientes. Se limpió las lágrimas de los ojos con un puño tan apretado que casi le dolía y repitió la palabra—. No.

Y la palabra siguió resonando dentro de su cabeza, como si acabara de hablar en la bocina de una máquina que fabricaba ecos, y siguió reverberando con una rapidez y una intensidad cada vez mayores, hasta que el tono se fue volviendo más y más agudo, y la palabra se confundió consigo misma, llegando a ser una cacofonía ensordecedora que hacía vibrar el interior de su cráneo…

Hasta que algo se rompió dentro de él.

Joseph Hunter se dio la vuelta y desconectó su mente con un chasquido casi audible. Empezó a ir hacia el este por la calle Cuarenta y Dos, dirigiéndose con un caminar lento y decidido hacia la camioneta aparcada que le esperaba. La multitud volvió a abrirle paso, y en las miradas de soslayo que le lanzaban había una extremada cautela.

Unos treinta metros por delante de él se estaba gestando una discusión delante del escaparate de una tienda de artículos para adultos. Los oídos de Joseph escogieron aquella conversación de entre el centenar que había disponibles, concentrando toda su atención en ella. Siguió avanzando.

—¡QUIERO MI DINERO!

Un blanco. Joven. Aspecto elegante y sofisticado, como si acabara de bajar del avión que le había traído de California. Pero estaba sudando, y tenía la cara muy roja.

—Eh, titi…, quieres doblar la apuesta, ¿verdad que sí?

Un negro. Joven. Muy, muy tranquilo y relajado. Con gafas de sol para que no pudieras verle los ojos cuando alargaba la mano hacia las tres cartas.

Entre los dos había una mesa improvisada para jugar a los triles: una caja de cartón sostenida por un cubo de la basura. Y, a su alrededor, el grupito habitual de primos y mirones que aprovechaban la pausa del almuerzo, turnándose en la contemplación del juego y perdiendo una parte de su paga muy superior a la que podían permitirse. En aquella partida debía de haber invertido un mínimo de trescientos dólares, y la mayor parte eran del californiano.

—¡NO, TÍO! ¡HE GANADO! —aulló «California» señalando las cartas, y su actitud dejaba bien claro que había escogido la carta correcta.

—Venga, venga, cálmate. ¿No…? —dijo el negro, que estaba empezando a ponerse bastante nervioso; y dio un paso hacia atrás sosteniendo el dinero en una mano y las cartas en la otra.

—¡DAME MI DINERO! —chilló «California», intentando quitárselo de entre los dedos.

Dos negros muy corpulentos empezaron a converger sobre él abriéndose paso por entre la multitud.

—La poli —dijo el negro de las gafas de sol, derribando el cubo de basura de una patada y girando rápidamente sobre sus talones.

El dinero ya casi estaba en su bolsillo y su rostro seguía medio ladeado, mirando por encima de su hombro. Dio un paso hacia adelante, volvió la cabeza y se dio de narices con algo muy grande y sólido.

Alzó los ojos.

—¿Cuánto dinero has robado hoy, chupapollas? —le preguntó Joseph.

Dos Joseph Hunter minúsculos le devolvieron la mirada desde las gafas de sol. El negro le obsequió con una sonrisa tan inocente como la de un bebé y empezó a retroceder. Joseph sonrió y le golpeó en la cabeza.

Unos dientes blancos muy grandes y unas gafas de sol salieron volando por los aires. El fajo de billetes de veinte se dispersó como un brillante despliegue de fuegos artificiales verdes, bailando en la brisa. «California» echó a correr. El negro cayó a sus pies.

Joseph giró rápidamente sobre sí mismo. Los dos amigos del trilero estaban algo aturdidos, al menos por el momento; se suponía que eran ellos los que debían surgir de la nada para armar jaleo. Cuando uno de los dos logró calmarse lo suficiente para echar mano de su cuchillo, un puño enorme ya se había puesto en movimiento.

El cuchillo jamás llegó a salir de la vaina. La nariz de su propietario se rompió con un crujido estrepitoso y dos géisers de color carmesí brotaron de las fosas nasales, dilatadas al máximo. El tipo no había perdido el conocimiento, pero estaba claro que el golpe le había dolido lo suyo; cayó de rodillas, se tapó el rostro con las manos y empezó a gimotear por entre sus dedos manchados de sangre.

Lo realmente deportivo habría sido dejarle en paz por el momento y volver un rato después para desarmarle. Joseph le atizó una patada en el estómago y se volvió para vérselas con el otro matón. Tardó un segundo más de lo que habría debido.

No vio como el gentío se dispersaba formando un amplio semicírculo. No vio como «California» caía de rodillas y empezaba a recoger los billetes esparcidos por el suelo. No vio al cuarto tipo que se le acercaba por la espalda, ni a los dos policías que por fin corrían hacia la escena del alboroto.

Lo que vio fue una borrosa y reluciente mancha metálica que avanzaba velozmente hacia una de sus sienes. Alzó un brazo en un gesto reflejo para detenerla, y una terrible punzada de dolor recorrió su antebrazo. Antes de que pudiera gritar, el trozo de cañería completó su giro y le golpeó justo encima de la sien. Sus ojos empezaron a verlo todo gris, como en un viejo televisor en blanco y negro con la imagen defectuosa.

Después algo le golpeó con mucha fuerza en los omoplatos. Joseph cayó al suelo. Oyó los gritos y el estrépito por encima de él como si vinieran de una gran distancia; unos segundos después ya había perdido el conocimiento.

—Está claro que es una reacción a lo que le ha ocurrido —dijo Ian dejando escapar un suspiro de cansancio.

—Ya lo sé —repuso Allan—. Pero ¿qué vamos a hacer?

Ian se encogió de hombros con los ojos clavados en el suelo y dio una calada a su cigarrillo. Estaban sentados ante la mesita de café del estudio de una sola habitación donde vivía Ian. Era la una y media de la madrugada, y Joseph Hunter por fin se había quedado dormido en el sofá; había bebido hasta perder el conocimiento por segunda vez en pocas horas.

Allan dejó su pipa de tabaco sobre la mesita y alargó el brazo para coger la otra pipa de latón que usaba cuando quería fumar marihuana.

—Aún queda un poco —dijo—. ¿Quieres? —Ian contempló la cazoleta metálica durante unos instantes y acabó asintiendo con una leve sonrisa—. La verdad es que en estos momentos no se me ocurre nada más constructivo —añadió Alan, pasándole la pipa.

Ian se llevó la pipa a los labios y los pegó a la boquilla sin decir nada. Allan le dio al mechero y durante unos momentos sus rostros se convirtieron en un conjunto de luces y sombras, como si fueran dos personajes que estaban haciendo un trato a la luz de una vela en una vieja tira dominical del Príncipe Valiente; Ian, con su enmarañada cabellera rubia y su frondoso bigote, producía una impresión casi bárbara; Allan, con su oscura cabellera pulcramente recortada a la altura de los hombros, su delgado bigote y su perilla, bien podría haber sido un adinerado comerciante de la antigüedad en el momento de hacer una oferta que ningún mercenario digno de tal nombre sería capaz de rechazar.

Ian chupó hasta que la pipa quedó bien encendida y Allan apartó el mechero. La ilusión desapareció; eran dos jóvenes del siglo veinte considerablemente flipados que intentaban hallar una solución a los problemas de otra persona.

Ian dio una calada y le pasó la pipa a Allan, quien aspiró profundamente conteniendo el ataque de tos que estuvo a punto de dominarle, y acabó meneando la cabeza con expresión sombría.

—¿Y bien? —preguntó Allan después de dejar que la droga hiciera su efecto.

Ian dejó escapar una gran nube de humo y se inclinó hacia adelante.

—Quinientos dólares —dijo por fin—. Ahora ya lo sabes.

Allan puso los ojos en blanco y asintió solemnemente. Sacar a Joseph de la celda adonde había ido a parar aquella tarde acusado de agresión había requerido la suma de quinientos dólares. «California» se esfumó después de que Joseph le hubiera ayudado, por lo que no había prácticamente ningún testigo que no fuera amigo del trilero negro y sus chicos o que no tuviera miedo de ellos. Los policías no habían tenido más remedio que meterle en chirona, pero le informaron confidencialmente de que las acusaciones no llegarían a los tribunales. Aun así, salir de la cárcel le había costado quinientos dólares.

—Gracias a Dios, Joseph disponía de esa suma —siguió diciendo Ian—. Yo no habría podido ayudarle.

—Yo tampoco… ¡Gana más en una semana que nosotros dos juntos! —Se rieron, agradeciendo aquella ocasión de olvidar un poco el aspecto sombrío de la situación—. Creo que la semana pasada ganó ochocientos dólares.

—Jesús.

Desde el sitio donde estaba sentado Ian aquella cifra parecía tan maravillosa e inalcanzable como el Santo Grial.

—Sí. Pero tiene montones de gastos que nosotros no tenemos: la gasolina, los neumáticos, las reparaciones de su camioneta, el seguro…

—Y el funeral —añadió Ian—. No te olvides de eso.

—No. Cristo… —Allan contempló el fláccido cuerpo tumbado en el sofá—. Creo que jamás podré olvidarlo. Yo fui quien tuvo que decírselo.

—Apuesto a que debió de ser muy divertido.

—Oh, sí, fue de lo más alegre.

—Ya me lo imaginaba.

—Fue desternillante.

—Oh, Dios. —Volvieron a reírse con el mismo tipo de carcajada que acollé los chistes sobre bebés muertos: nerviosa, culpable y absolutamente imposible de evitar—. Jesús, no puedo aguantarlo —dijo Ian en cuanto recobró la voz, y se puso en pie para ir tambaleándose hacia la nevera a coger otras dos latas de cerveza.

—Gracias —dijo Allan cuando Ian le entregó la suya.

Abrieron las latas al mismo tiempo, tomaron tragos igualmente abundantes de su contenido y se volvieron el uno hacia el otro con sonrisas más bien lúgubres en los labios.

Durante un minuto el único sonido audible en el estudio fue la débil mezcla de gruñido y ronquido borracho emitida por Joseph. Ian tomó otro trago de su cerveza.

—¿Quieres saber lo que pienso? —dijo por fin.

—¿Qué piensas?

—Pienso que debería hacer el equipaje y salir a toda pastilla de Nueva York lo más pronto posible. Le echaré de menos, entiéndeme, pero creo que sería mucho más feliz en cualquier otra parte.

—Sí. —Un breve silencio—. Creo que tienes razón. La verdad es que, dejando aparte nuestros lindos rostros, no hay nada que le retenga aquí, ¿verdad?

—No. —Otro breve lapso de silencio—. No que yo sepa.

Otro silencio más largo.

—¿Crees que lo hará?

—Dios, ojalá lo haga. —Ian aplastó su colilla en el cenicero—. Antes de que ocurra alguna otra cosa…

—¿A qué te refieres?

Las oscuras pupilas de Allan quedaban escondidas por las sombras del estudio, pero aun así Ian captó su brillo.

—No lo sé —respondió Ian, contemplando las cenizas como si buscara en ellas algo que pudiera darle una pista—. La verdad es que no lo sé —dijo volviéndose para mirar hacia donde estaban los ojos de Allan.