En el sueño volvía a estar ante la tumba de Glen. Una neblina húmeda descendía del gélido y grisáceo cielo otoñal carente de sol. Josalyn fumaba un cigarrillo, protegiéndolo con la mano mientras contemplaba el ataúd que yacía en su agujero de barro y sombras informes, viendo como las pellas de tierra caídas sobre la fibra de vidrio de la tapa iban perdiendo sus contornos y se disgregaban lentamente erosionadas por el aguacero que las iba disolviendo poco a poco.
Tenía frío, tanto por fuera como por dentro: el frío de la lluvia, el frío del cielo y de la tumba… No lloraba. No sentía pena. No sentía nada salvo una vaga impresión de lo estúpido y brusco que era el final de todo; la vida era una serie de complejas figuras carentes de significado, dibujadas con tiza sobre la pizarra de un matemático, y de repente las figuras desaparecían bajo los torpes movimientos de un pedazo de madera y un poco de fieltro.
«Qué estupidez», pensó contemplando los charcos fangosos que se deslizaban sobre la tapa del ataúd. Sí, todo era estúpido y cruel, y no servía de nada… Le habría gustado saber qué había hecho para merecer esto, cuál era ese crimen suyo tan nefando que exigía aquella bofetada en pleno rostro, este golpe a su creencia de que la vida era buena, hermosa y justa.
Pero apenas se planteó la pregunta supo cuál era la respuesta. Nada. No había hecho nada, dejando aparte el haber nacido en un mundo que había perdido el rumbo y que llevaba mucho tiempo lanzándose hacia la locura y el vacío…; puede que eso hubiera ocurrido cuando la Manzana, o quizá antes.
Sus ojos dejaron de ver lo que tenía delante y su mente se concentró en aquellos pensamientos confusos. Una parte muy pequeña de su cerebro fue consciente de que algo se agitaba en el hoyo que había ante sus pies, pero no le prestó toda su atención hasta no oír el seco chasquido de la madera que se rompía. Algo se abrió paso a través de la tapa del ataúd.
Josalyn contempló la tumba, paralizada por el horror. El cigarrillo se deslizó por entre sus dedos y cayó, girando sobre sí mismo en un movimiento a cámara lenta que pareció durar toda una eternidad.
Un brazo esquelético y putrefacto salió de la tumba arañando el aire como si quisiera desangrar el cielo abriéndole agujeros. Un grito ahogado escapó de la garganta de Josalyn y la mano medio podrida se quedó quieta, los dedos curvados como las alas de una inmensa ave de presa. Después fue girando sobre sí misma muy, muy despacio hasta que el dorso de la mano quedó ante ella. El dedo índice, con la punta colgando de unas cuantas hebras de carne verdosa, se irguió y fue flexionándose hacia la palma. El dedo repitió el gesto. Y volvió a repetirlo.
Estaba haciéndole señas para que se acercara.
«¡No!», gritó Josalyn en silencio, sintiendo que sus pulmones no encontraban el aire necesario para funcionar. Giró sobre sí misma cerrando los ojos en un acto reflejo y se encontró con algo, algo cálido y consolador que envolvió su cuerpo abrazándola con fuerza. Se estremeció, aterrorizada, sin ver lo que la rodeaba; un gemido gutural nació en lo más hondo de su garganta; se apoyó en la figura que la abrazaba, comprendiendo de una forma vaga y nebulosa que esa figura era un hombre. Un hombre bueno y amable… Dejó que sus músculos se fueran relajando y unos sollozos desgarradores brotaron de su boca, desvaneciéndose en el calor que le ofrecía aquella silueta protectora.
Una voz dulce y bondadosa le aseguró que todo iba bien, que ahora la cosa ya no podría tocarla, que no podría hacerle daño; y aunque aún podía sentir la presencia de aquel brazo esquelético que intentaba abrirse paso por el hueso de su nuca y apoderarse de ella, consumiéndola, Josalyn también sabía que la criatura muerta estaba perdiendo su poder. Sabía que la voz no estaba mintiendo. Sabía que se encontraba a salvo.
Le dio las gracias con un murmullo, apartando su rostro del pecho de aquel hombre, y abrió los ojos para verle…
Y se encontró a solas en su apartamento, con la máquina de escribir zumbando suavemente sobre la mesa que tenía delante mientras escribía algo en su cuaderno de notas con un lápiz del número dos provisto de una punta perfecta. «La vida es buena —escribió con una letra elegante y delicada—. La vida es hermosa. La vida es justa…».
Oyó sonar el teléfono. Dio un salto y el lápiz salió disparado de su mano. Vio como giraba por el aire igual que el cigarrillo cuando caía hacia la tumba, y sintió como las mandíbulas se le aflojaban dibujando la misma expresión de horror que su rostro había adoptado entonces.
Vio como la punta del lápiz se clavaba en la dura madera del suelo, y el cilindro quedó asomando del tablón como la aguja de una brújula que apuntara hacia el norte. Tembló durante un momento, y acabó quedándose completamente inmóvil…
Y un negro charco de sangre empezó a extenderse por el suelo, lentamente al principio, después cada vez más y más deprisa…
Y una voz burlona e inhumana que venía de algún punto de la habitación jadeó en su oído las palabras «¿Esperabas compañía?», y unas carcajadas horrendas hicieron vibrar la atmósfera y…
Josalyn despertó gritando en la, por lo demás, silenciosa oscuridad de su dormitorio. Estaba sola.
Ese fue el primero de los sueños, y el más suave.