7

A las diez y media Danny Young estaba sentado en la primera fila del cine St. Marks esperando que empezaran a proyectar Nosferatu, vampiro de la noche, de Werner Herzog. Sólo la había visto nueve veces, y se moría de impaciencia.

—Ah, esto va a ser maravilloso —dijo sin dirigirse a nadie en particular, y movió sus flacas piernas con el entusiasmo de un niño subido a un columpio.

La pareja de negros sentada a su derecha había estado muy ocupada liando porros, pero interrumpió su labor para mirarle y echarse a reír. Danny les sonrió y ejecutó una complicada serie de pasos de baile sin levantarse del asiento.

—Oye, tío, ¿con qué te flipas? —le preguntó el negro sentado a su lado, blandiendo un grueso porro de lo que parecía ser hierba hawaiana de primera calidad—. Basta con verte para saber que debe de ser mucho mejor que esto.

—Oh, no sé —respondió Danny, aunque la verdad era que sólo se había fumado un poco de hierba colombiana bastante mediocre. «Lo importante es tomárselo con entusiasmo —pensó—. Después de todo, uno va al cine para divertirse, ¿no?».

No se fijó en la chica que se le acercaba por la izquierda hasta tenerla casi encima. Se dio la vuelta, impulsado por el sexto sentido típico del cinéfilo; pero cuando la vio algo más empezó a funcionar aceleradamente dentro de su cabeza.

«La he visto antes —pensó—, puede que en mi tienda. O quizá estuviera aquí la última vez que vi la película con Jay y Brenda. No estoy seguro… Pero sé que la he visto antes».

Una cosa sí era segura: no habría podido olvidar esa cara. Los ojos grandes y oscuros rodeados por grandes manchas de maquillaje negro con la forma de unas alas de murciélago, los rasgos acusados que una gruesa capa de polvos blancos y lápiz para cejas volvían casi cadavéricos; la frondosa cabellera negra surcada por mechones azules imitando el peinado de Magenta en The Rocky Horror Picture Show, el estridente color purpúreo de sus labios, arrogantes y opulentos… Jamás habría podido olvidar a esa chica eternamente vestida con un sinuoso traje rojo y negro que no lograba ocultar del todo sus curvas extravagantes.

«No, no cabe duda —pensó mientras la veía acercarse—, es ella». Y, de repente, se dio cuenta de que en la primera fila sólo quedaba un asiento vacío, el asiento donde había dejado su mochila y su chaqueta de pana, y que la chica iba a preguntarle si había alguien sentado allí. Se aclaró la garganta, preparándose por anticipado para responder y esperó a que llegara hasta él.

—¿Está ocupado? —preguntó la chica señalando sus pertenencias.

—No, no —se apresuró a responder Danny recogiendo sus cosas y poniéndoselas sobre el regazo—. Siéntate.

Su corazón había empezado a latir más deprisa, aunque no parecía haber ninguna causa que lo justificara.

—Gracias —dijo la chica antes de sentarse.

No le había ofrecido ningún torrente de gratitud eterna, pero Danny supuso que tampoco debía de haberse cabreado con él. «Quizá quiera compartir un porro conmigo cuando empiece la película», pensó hurgando con dedos repentinamente sudorosos en sus bolsillos en busca de los porros que sabía estaban allí. Y, de forma totalmente involuntaria, la pantalla de cine que llevaba dentro de la cabeza empezó a ofrecerle imágenes de una película porno experimental, con la chica y él como estrellas. Cerró los ojos e intentó detener la proyección, pero antes de conseguirlo se vio obligado a contemplar algunas secuencias bastante fuertes.

Danny corrió el riesgo de echar una rápida ojeada. La chica estaba inmóvil en su asiento, con los ojos clavados en la pantalla y el rostro inexpresivo. Supuso que no le habría leído la mente y se relajó un poco, pero haberla mirado bastó para que un nuevo chorro de imágenes invadiera su mente.

«No jodes lo suficiente —se recordó con irritación—, y eso no es bueno. De todas formas, así es como están las cosas. Qué se le va a hacer…».

Dejó que otra imagen tórrida desfilara por su mente antes de oír un grito a su espalda y ver como las luces empezaban a apagarse.

—¡Adelante! —gritó mientras el cine quedaba sumido en la oscuridad.

Y ése fue el comienzo del horror.

Cuando el tren procedente del norte abandonó la estación de la calle Ocho sólo quedaban dos personas en el andén: Louie, que estaba tumbado inconsciente en el suelo a unos veinte metros del extremo sur del túnel, y Fred, que se tambaleaba de un lado para otro sumido en un considerable estupor alcohólico buscando las monedas que se les podían haber caído a los usuarios. Durante los últimos ocho años ni Louie ni Fred habían tenido ningún empleo digno de ese nombre. Los dos olían igual que un montón de basura servido en un plato caliente. Los pasajeros del tren se llevaron una gran alegría al ver que Louie y Fred no iban a viajar con ellos.

Louie roncaba y Fred iba resiguiendo el suelo de cemento con los ojos. Daba la impresión de que el gran cazador blanco iba a tener una mala noche; si encontraba más de quince centavos ya podría considerarse afortunado. Quizá eso bastara para conseguir otra botella de moscatel, si podía convencer a Louie para que contribuyera, pero no estaba muy seguro.

Oyó un sonido procedente de la boca del túnel. Al principio Fred pensó que debía de ser su amigo que se estaba revolviendo en sueños, o algo parecido. Pero cuando volvió a oírlo estaba mirando a Louie, y le pareció que éste no había movido un músculo.

—¿Passsa? —farfulló, pasándose una mano mugrienta por los ojos.

Dio unos cuantos pasos tambaleantes hacia Louie y entonces lo vio.

Una cartera, justo al borde del andén. Incluso desde esa distancia, con los ojos tan enturbiados como el atleta que se dispone a hacer el último esfuerzo para ganar la medalla de oro olímpica, estuvo seguro de lo que era. Además, parecía bastante abultada; Fred no comprendía cómo podía habérsele pasado por alto.

—Chico, chico —dijo, y avanzó haciendo eses hacia aquella maravilla de cuero negro. Durante un segundo pensó en si debía despertar a Louie, pero enseguida descartó la idea. «Que le jodan —se dijo—. Me beberé toda la botella yo solito».

La primera oleada de miedo irracional le invadió cuando ya casi estaba en el borde del andén. Se encogió de hombros; hacía mucho tiempo que había aprendido a ignorar todo lo que no servía para emborracharse. La cartera tenía un cierre de oro y las luces del techo le arrancaban destellos tan seductores como el guiño de una prostituta.

Fred estaba fascinado. Tenía la cartera tan cerca que casi podía oler el cuero. Avanzó tambaleándose hasta llegar a la línea amarilla de seguridad, se dejó caer de rodillas y extendió lentamente un brazo tembloroso hacia la cartera.

—Chico, chico —dijo.

Y entonces la mano emergió de la oscuridad, y se movió tan deprisa que Fred apenas si tuvo tiempo de lanzar un respingo de sorpresa antes de que aquellos dedos helados le agarraran por la muñeca y le hicieran caer de cabeza a los raíles…

Dos porros y más de media película después una idea bastante extraña empezó a removerse en lo más hondo de la mente de Danny. Aunque la escena de la pantalla no tenía ninguna relación con eso, empezó a recordar el momento en que el barco de Nosferatu llegaba al muelle…

… su barco lleno de ratas…

… y pensó en los crímenes del metro de un par de días atrás, los que salieron en todos los periódicos. Le parecía recordar que en aquella historia también había algo sobre ratas; alguien había sido devorado vivo, y se especulaba con la posibilidad de que un grupo de satanistas chiflados hubieran metido una gran cantidad de ratas en el tren…

«Y si…», pensó, pero no llegó a completar la hipótesis. No, era una locura, desde luego. Ni tan siquiera valía la pena pensar en ello. Y, sin embargo…

Sin embargo…

Sentado en este cine rodeado de locos con los dos colmillos monstruosos de Klaus Kinski casi delante de sus narices, de pronto aquello le pareció tan poco extraño como el hecho de que James Watts hubiera llegado a ser Secretario del Interior. De repente, en una oleada de algo que casi se aproximaba a la más fría certidumbre, la respuesta al enigma le pareció ridículamente clara: el metro estaba lleno de vampiros que se alimentaban con sus indefensos usuarios.

Danny dejó escapar una risita nerviosa. Contempló el rostro de Nosferatu y se echó a reír. Los ocupantes de los asientos contiguos se volvieron hacia él para averiguar qué le divertía tanto, y Danny intentó tranquilizarles moviendo los brazos porque la risa le impedía hablar. «¡Oh, es tan obvio que resulta casi obsceno!», pensó, y nuevas risotadas histéricas brotaron de sus labios.

La chica con las alas de murciélago en la cara sentada a su izquierda le cogió por el brazo y empezó a sacudirle.

—¿Qué te pasa? —siseó.

Tenía los ojos enrojecidos y vidriosos a causa de los dos porros de Danny, por no mencionar todo lo que podía haberse tomado antes de entrar en el cine. En su rostro había una mezcla de diversión y enfado; quería saber por qué se reía, pero también quería que se callara de una vez.

—Lo siento —murmuró Danny—, procuraré no hacer ruido.

Y volvió a reírse.

—No, espera un momento… —La sonrisa se había adueñado definitivamente del rostro de la chica—. Quiero saber qué te parece tan divertido.

—Eh…

Las palabras se helaron cuando aún les faltaba media garganta por recorrer. «Pensará que soy un chalado —le informó la parte racional de su mente—. Dirá que sí, que de acuerdo, y se irá a la última fila del cine». Pero volvió a mirarla —fijándose no sólo en el aspecto físico, sino también en su forma de inclinarse hacia él, y en que sus ojos casi ardían en los dos estanques gemelos de maquillaje oscuro—, y cambió de parecer.

«Al cuerno… De un chalado a una chalada». Se encogió de hombros, sin reírse, y se inclinó hacia ella colocando una mano entre su boca y el oído de la chica.

—Puede que te parezca una estupidez —susurró—, pero estoy empezando a sospechar que hay un vampiro suelto por el metro.

La chica no se movió. Danny también se quedó inmóvil en aquella postura, con el rostro medio enterrado en su cabellera, y como no podía ver su expresión impresionada y casi beatífica no tenía ni idea de cuál estaba siendo su reacción. Permaneció durante unos segundos muy largos inmóvil en aquella tensa aprensión, deseando que hubiera alguna forma de saber lo que estaba pasando por la mente de la chica.

Y lo gracioso es que cuando la chica se volvió hacia él con los párpados a medio cerrar y una sonrisa astuta en sus labios color púrpura lo primero que le dijo fue:

—No te lo vas a creer, pero yo estaba pensando exactamente lo mismo.

Una corriente de muda comprensión pasó del uno al otro.

—Luego —murmuró la chica por fin, llevándose un dedo a los labios, y los dos se dieron la vuelta sonriendo mentalmente para concentrarse de nuevo en la película.

En la pantalla un actor fingía chuparle la sangre a una actriz que fingía morir; pero por primera vez en su vida Danny Young tuvo la impresión de que aquello estaba ocurriendo realmente. Como si fuera algo posible…

Y por primera vez en las diez proyecciones de Nosferatu a las que había asistido, se sintió realmente aterrorizado.

Al principio Louie no estuvo muy seguro de qué le había hecho salir del sopor en que caen los desechos humanos. Ocurrió de repente; no hubo ninguna transición onírica entre su pequeño mundo particular y el cosmos enorme que había fuera de su cabeza, ni una sola interrupción entre la inconsciencia y toda la atención que era capaz de ofrecerle a algo… Despertó de repente y clavó sus nublados ojos en el andén vacío.

Estaba solo.

—Uh —farfulló, limpiándose el líquido que rezumaba de su boca.

Licor y saliva. El líquido dejó una mancha reluciente sobre la suciedad que cubría sus dedos. Se limpió la mano en los mechones de cabello que le caían sobre los ojos, y volvió a examinar el andén.

Una parte de su mente le informó de que allí faltaba algo. No sabía qué era pero estaba allí…, no, mejor dicho, no estaba allí. Louie torció el gesto, perplejo, y se rascó distraídamente el cuero cabelludo intentando calmar los picores que le atormentaban. Su cerebro, reblandecido por años de alcohol, se negaba a cooperar.

Y entonces oyó el sonido que le había despertado. Unos ecos que rebotaban enloquecidamente en las paredes del túnel, unos ecos que se interrumpieron tan de repente como si alguien hubiera accionado un interruptor… Y que volvieron a oírse unos segundos después.

Un alarido.

Louie se arrastró durante casi un metro antes de conseguir ponerse en pie. Ahí estaba de nuevo: un grito horrendo, torturado y agónico que se interrumpió de repente. Alargó el cuello, se tambaleó y se cayó de narices. Durante un momento olvidó dónde estaba, pero enseguida volvió a recordarlo; sus orejas se irguieron en un movimiento tan brusco y convulsivo como el de un perro asustado, y sus tripas aterrorizadas amenazaron con liberar bruscamente todo lo que contenían.

Pero los gritos habían cesado.

—¿Fred? —murmuró.

Y entonces oyó una especie de gruñido ahogado que venía de algún punto de aquella oscuridad eterna; al principio sonaba débil, pero fue aumentando de potencia a medida que se acercaba a su cuerpo tembloroso caído sobre el frío cemento del andén. El gruñido se convirtió en un rugido semejante al trueno. Louie se orinó encima por segunda vez en ese día; pero ahora estaba despierto y gimoteaba, viendo como dos círculos resplandecientes le contemplaban desde el túnel igual que si fueran dos ojos infernales.

Y cuando el tren expreso pasó a toda velocidad por la estación de la calle Ocho, Louie no estuvo seguro de si los débiles gritos que acababa de oír eran un último eco agonizante llegado de las sombras que se perdían en el infinito, o si habían salido de su propia boca.

—Lo que no entiendo es por qué ha empezado a ocurrir ahora —dijo ella—. ¿Por qué ahora?

—¿Y por qué no? —replicó él—. Es un momento tan bueno como cualquier otro.

—No, lo que quiero decir es… ¿Llegó a Nueva York hace sólo dos días o lleva algún tiempo escondido en la ciudad?

—No lo sé. Cada día llegan aquí montones de personas. —Se rascó la barbilla, un gesto que en él indicaba la más profunda concentración de que era capaz—. Quizá no sea más que un turista.

—¿Un turista?

La chica rió y se apartó un mechón de cabello oscuro de los ojos.

—Sí. Llega a la ciudad, se busca una habitación debajo de la bodega del Hotel Plaza, se pasa todo el día durmiendo y se dedica a pintar la ciudad de rojo durante la noche.

—Oh, Cristo. —La chica meneó la cabeza y le lanzó una mirada que decía «No puedo creerlo, yo con este tipo…». Después volvió a reírse—. Pinta la ciudad de rojo. Cristo… Estás loco, ¿lo sabías?

Se llamaba Claire De Loon; o al menos eso era lo que quería hacerle creer.[1] Le dijo que vivía en la calle MacDougal, al sur de Houston, lo cual era una buena noticia para Danny; su dirección quedaba a sólo cuatro o cinco manzanas de su tienda.

Y otra cosa de la que Danny también podía alegrarse, si es que no se equivocaba, era que parecía haberle caído bien. ¿En qué se basaba para suponerlo? En su risa, en el brillo de sus ojos, en el que le hubiera contado tantas cosas acerca de ella…, incluso suponiendo que algunos de los detalles —como el apellido—, fueran falsos; y, por encima de todo, en el hecho de que ahora iban al Café Reggio para tomarse un «capuccino» juntos.

En resumen, que para Danny todo aquello eran buenas noticias porque no cabía duda de que Claire De Loon o como se llamara le gustaba mucho. «Es todo un personaje», pensó con cariño mientras la observaba caminar junto a él. La oscilación de sus pechos era digna de verse. Se movía con el inconfundible orgullo neoyorquino, un contoneo al que le faltaba muy poco para convertirse en pura fanfarronería.

Pero lo mejor de todo era su pequeño lazo psíquico. En la ciudad debía de haber como medio millón de chicas capaces de tumbarle de espaldas con su físico; pero muy pocas de ellas habrían sido capaces de pensar lo mismo que él en el mismo instante, y las que estarían dispuestas a hablar de ello…, no, más que dispuestas, las que anhelarían hablar de ello serían todavía menos. Especialmente cuando lo que les había pasado por la cabeza era algo tan raro…

—Bueno —siguió diciendo Claire—, puede que ya se haya largado. No ha habido más muertes, ¿verdad?

—No que yo sepa…, pero vivimos en una ciudad espantosamente grande.

—Ya lo sé. —Parecía pensativa—. Espero que no lo haya hecho.

—¿Que no haya hecho el qué?

—Que no se haya largado —dijo ella—. Espero que no haya cogido sus trastos para largarse a otra parte.

—¿Por qué?

Danny la contempló con una incredulidad que no tenía nada de fingida.

—Siempre he querido conocer a un vampiro —respondió Claire como sin darle importancia a lo que decía y, con una sonrisita enigmática, añadió—: Los encuentro muy sexys.

—¡Y tú opinas que yo estoy loco! —Se golpeó el nacimiento de su cada vez más escasa cabellera con la palma de la mano derecha. Claire fingió un mohín con los labios—. Mira, Claire, no estamos hablando de un vampiro educado, ¿comprendes? Alimenta a sus animalitos con personas.

—Bueno, ya sabes cómo son los monstruos…

Le sonrió.

—Sí, pero… —empezó a decir Danny, y acabó devolviéndole la sonrisa. La situación era demasiado ridícula, no podía tomársela en serio. Alzó las manos admitiendo que se había anotado un tanto, y se le ocurrió algo todavía más ridículo, una nueva vuelta de tuerca que añadirle a toda aquella locura—. ¿Cómo sabemos que es un vampiro? —le preguntó. Claire alzó los ojos, sobresaltada. Danny le lanzó una sonrisa de triunfo y siguió hablando—. Podría ser una vampira. ¿Cómo sabemos que no es una vieja marchita de dos mil años de edad con el cuerpo cubierto de verrugas?

—No, no —insistió Claire intentando contener la risa—. Los vampiros no envejecen y se mantienen eternamente hermosos.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué pasa con Nosferatu? No era muy guapo que digamos.

—Eso no era más que una película.

—Oh. Claro.

Ya casi habían cruzado la plaza Astor, que divide la Avenida Park Sur en la Cuarta Avenida y la calle Lafayette, y convierte la calle Ocho en St. Mark’s Place. En el centro de la plaza había un cubo enorme que se mantenía en equilibrio sobre una de sus aristas. Una pandilla de jóvenes punkies amantes de la aventura estaba dándole vueltas y más vueltas; en cierto sentido, el cubo estaba allí para eso. Arte Participativo.

En un lado del cubo alguien había pintado la palabra IMAGINA[2] con un aerosol. La palabra apareció poco después del insensato y patético asesinato de John Lennon. A nadie le había parecido correcto quitarla.

Nueva York ama a sus artistas de la pintada.

Cruzaron el resto de la plaza en silencio, vigilando los coches que pasaban velozmente sin preocuparse o preocupándose muy poco por la seguridad de los peatones. Un taxista singularmente enloquecido debía de ir a más de cien por hora, y daba la impresión de que venía a por ellos. Danny cogió la mano de Claire y echó a correr. Claire le siguió sin resistirse. El taxista falló por cincuenta centímetros escasos.

—¡CABRÓN! —le gritó Claire cuando estuvieron a salvo en la acera.

El taxista le respondió con un grito que fue engullido por el chirriar de sus neumáticos. Claire le hizo un gesto obsceno antes de que el taxi se alejara hacia la noche, se rió y se volvió hacia su compañero.

Danny le soltó la mano, sintiéndose repentinamente incómodo…, de hecho, hasta tuvo la sensación de que había llegado demasiado lejos. Necesitó un par de segundos para comprender que a Claire no le había importado; y cuando lo hubo comprendido ya era demasiado tarde para volver a cogerle la mano. «Eres un auténtico gilipollas», se informó a sí mismo en silencio, esperando encontrarse con montones de tráfico cuando llegaran a Broadway.

Siguieron por la calle Ocho hacia Greenwich Village. Caminaron un rato en silencio, absortos en sus propios diálogos internos. Ninguno de los dos estaba muy seguro de qué pasaba por la mente del otro. De haberlo sabido, les habría sorprendido lo fuerte que llegaba a ser su lazo psíquico.

Porque los dos estaban pensando en lo mismo: los vampiros de los túneles del metro y qué pasaría si se acostaban. En el caso de Danny las prioridades estaban invertidas, pero eso apenas tenía importancia.

Pero como ninguno de los dos podía saberlo, ninguno se atrevió a decir nada. Danny acabó teniendo la sensación de que el silencio había durado demasiado, por lo que intentó olvidarse de todo aquello y carraspeó ruidosamente.

Pero antes de que pudiera ocurrírsele alguna ridiculez que soltar, oyeron la voz que gritaba al final de la manzana, cerca de la entrada del metro. Era la voz pastosa de un borracho, y por su tono el borracho parecía más que considerablemente histérico. Fueron acercándose a ella, y los dos escucharon con mucha atención lo que la voz intentaba decir.

—¡… AHÍ BAJO! ¡TA AHÍ BAJO, SA CARGAO A FRED! ¡OH, DIOS, DIOS, SA…, TABA GRITANDO, Y YO…, OH, DIOS, AHÍ BAJO HAY ALGO!

Se detuvieron e intercambiaron una mirada de aprensión. Claire le preguntó en voz baja si había oído aquello. Danny asintió en silencio.

Y aunque la noche era bastante cálida se estremecieron, como si una mano muy fría hubiera surgido del Infierno para rodearles con sus dedos.