5

—Sus Mensajeros, S. A. ¿En qué puedo servirle?

Los teléfonos sonaban con tanta fuerza que parecían a punto de salir disparados por los aires, y la dulzura que había en la voz de Allan Vasey era un puro asunto de rutina. Hay que ser amable con los clientes, tío, cueste lo que cueste. Hay que mantenerles contentos y felices. De hecho, esta misma mañana había colocado un memorándum falso en el tablero de avisos. El memorándum decía SEA CORTÉS O ACABAREMOS CON USTED, FIRMADO, LA DIRECCIÓN. Por lo menos dos de las personas que habían entrado en el despacho no estaban muy seguras de que fuese una broma.

—¡Cristo, nunca había visto tal aluvión de llamadas! —gritó Tony desde su asiento de encargado.

Parecía algo preocupado; pero Allan sabía que Tony estaba en la gloria, no habría podido sentirse más feliz ni aunque le hubiera ofrecido dos rayas de cocaína y un aumento de cincuenta dólares. El verano había sido terrible, y cuando llevas casi un mes contemplando una centralita muerta, verte inundado de llamadas es lo más agradable del mundo.

Sus Mensajeros, S. A. ocupaba un almacén renovado en la calle Spring del SoHo. No habían gastado mucho dinero en decorarlo, pero aun así el lugar resultaba agradable: grandes ventanales que dejaban entrar el sol, plantas en el alféizar y buena gente trabajando tanto en los teléfonos como en las calles. Los teléfonos estaban alineados a lo largo de la pared oeste, justo delante del mostrador destinado a los mensajeros, con el escritorio para atender a los clientes en el centro.

Chester y Jerome no daban abasto: llamadas de abogados, empresas de relaciones públicas, editores, diseñadores de modas, galerías de arte, agencias de publicidad… Parecía como si todos los clientes de la ciudad hubieran dejado pasar el verano esperando aquella mañana; el repentino volumen de llamadas era abrumador. Allan se había visto obligado a echarles una mano, dejando al pobre Tony solo ante el peligro.

Sólo había un mensajero presente, y era un tipo nuevo. Debía de medir como un metro ochenta, patines incluidos, y vestía un mono marrón claro que contrastaba estrepitosamente con su bolsa negra de mensajero. Observaba ávidamente todo aquel ajetreo, esperando recibir su tajada del pastel. Sus Mensajeros funcionaba según el sistema de comisiones: cuanto más trabajabas, más ganabas. Aquel tipo estaba dispuesto a ganar algo de dinero.

Allan colgó el auricular y se masajeó distraídamente la frente. No tardaría en tener dolor de cabeza; podía sentir como se iba acumulando detrás de sus ojos color castaño oscuro. Dejó que su mano se deslizara por su rostro y tirase durante unos segundos de su pulcramente recortada barba caoba. Lanzó una mirada al envase tamaño familiar de Tylenol que había junto al teléfono, decidió que sería mejor abstenerse de tomar ninguna pastilla por el momento y cogió un par de notas del mostrador, entregándoselas al mensajero de los patines.

—Dos para ti, Doug —dijo. El mensajero le sonrió, agradecido—. No está mal para ser tu segundo día aquí, ¿eh?

—Es magnífico —replicó Doug, cogiendo los dos papeles y copiando la información en la hoja de papel que llevaba sujeta a su maltrecha tablilla de anotaciones—. Me encanta.

Allan se volvió hacia el teléfono. De momento las líneas de los clientes habían dejado de sonar, gracias a Dios; las únicas luces encendidas eran las de las líneas de los mensajeros: siete botones parpadeantes indicando que las llamadas esperaban ser atendidas. Siete tipos que llamaban desde todos los puntos de la ciudad, esperando algún encargo que cumplir…

Cogió el auricular y apretó el primer botón.

—Sus Mensajeros —dijo—. ¿Con quién hablo?

—Soy Vince —respondió una vocecita desde el otro lado de la línea—. Oye…

—¿Dónde estás, Vince?

—Eh… Gran Central. —Vince parecía algo impaciente—. Oye, tío, ¿es que no tenéis ningún encargo o qué? Estoy empezando a hartarme de que me digáis que…

—Espera un poco, Vince —dijo Allan apretando el botón de espera.

Si había algo que no necesitaba era idiotas con los que pelearse. La luz de Vince empezó a parpadear tan alegremente como la bombillita de un árbol navideño. Allan apretó el botón de la línea contigua.

—Sus Mensajeros. ¿Con quién hablo?

—Hunter, en Columbus Circle.

—¡Eh, jefe! ¿Qué tal te va?

—Bien. —Joseph Hunter era hombre de pocas palabras incluso cuando hablaba por teléfono…, y casi todas las palabras que pronunciaba eran más bien hoscas—. Ponme con Chester.

—Todo tuyo, campeón. —Allan apretó el botón de espera y se volvió hacia el otro lado de la habitación—. ¡Eh, Chester! ¡Hunter en la siete cero!

—Espera hasta que haya terminado con este chiflado —replicó Chester apartando el auricular de su boca. Después se lo volvió a acercar y siguió hablando—. Vince, siempre tienes una excusa para todo, ¿lo sabías? Siempre tienes una jodida excusa…

Allan no podía oír la respuesta, pero sabía que Vince debía de estar poniéndose realmente pesado. Los anchos hombros de Chester estaban encorvados en una postura de resignación, y su cabeza iba y venía lentamente hacia atrás y hacia adelante; los ojos trazaban círculos en su negro rostro. Le lanzó una mirada de sufrimiento a Allan. Allan asintió y sus labios articularon las palabras «Ya lo sé, tío». Chester se irguió en el asiento y carraspeó para aclararse la garganta.

—¡Eh, tío, no me vengas con esas! —gritó Chester, exasperado—. Quiero saber por qué necesitaste dos horas para ir de Manhattan Harbor a la calle Cincuenta y Siete, ¿te enteras? ¿Qué hiciste, bajarte de la camioneta y dedicarte a empujarla durante todo el trayecto?

La respuesta de Vince casi pudo oírse desde el otro extremo de la habitación.

—No cuela, hermano —replicó Chester—. Eso es una gili…, no, tío. No tengo nada encima de mi escritorio… Yo…, escucha, amigo, si tuviera algo no te lo daría. ¡Eres el cabrón más lento y perezoso que he conocido en mi vida! —Jerome soltó el auricular, miró a Chester, luego a Allan y se echó a reír—. Y ahora…, eh. ¡No, tío! Ahora lo que debes hacer es pasarte por el despacho con la hoja de ruta. Quiero tener la seguridad de que la gente ha estado firmando esta mierda y que no te has limitado a echarla en el río o algo parecido.

—Hunter en la siete cero —le recordó Allan con amabilidad.

Chester asintió e irguió los hombros.

—Pásate por el despacho, Vince…, no. Que-Te-Pases-Por-El-Despacho-Vince. Eso es todo…, no, adiós, Vince… ¡Adiós, Vince! —Dejó caer el auricular sobre el soporte con un golpe seco y se volvió hacia sus compañeros de trabajo—. Tío, si hay algo de lo que puedo prescindir seguro que es Vince —gimió.

—Vince es el peor —dijo Tony, dejando de prestarle atención al teléfono durante un momento—. Es un auténtico saco de mierda.

—¿Sabéis qué me ha dicho? —preguntó Chester alzando las manos al aire—. ¡Me ha dicho que le hicieron transportar ataúdes! Lo que quiero decir es…, ¿qué coño de relación tiene eso con lo que yo le preguntaba? ¡Yo estaba preguntándole por qué necesitó dos horas para cruzar media ciudad! ¡Dos horas! ¿Podéis creerlo?

—Hunter en la siete cero —dijo Allan por última vez.

—En cuanto consiga otro conductor, Vince estará despedido —concluyó Chester como queriendo zanjar el tema—. Ese chaval está E-L-I-M-I-N-A-D-O. —Volvió a coger el auricular y apretó el botón de Joseph—. ¿Hunter? —preguntó—. Eh, amigo… No sabes cómo me alegra hablar con alguien que no está loco.

—Eso es lo que tú te crees —dijo una voz desde el umbral. Allan se volvió y vio a Ian entrando en el despacho. Sólo eran las diez de la mañana, pero Ian ya estaba empapado de sudor; la melena se le había quedado pegada a la cabeza y la camisa azul que llevaba puesta era todo un muestrario de manchas provocadas por la transpiración. La bolsa de mensajero colgaba fláccidamente junto a su cadera y ya tenía la tablilla en la mano—. Eh, ¿quién es el hombre del espacio? —bromeó mirando a Doug.

—¡Eh, Ian! ¿Qué tal va todo, hombre? —le preguntó Allan sonriendo, y después pasó a responder la pregunta—. Ése es Doug Hasken, el as de los mensajeros patinadores.

—Es un placer conocerte —dijo Ian sonriendo—. ¿Eres real?

—Puedes apostar a que sí —dijo Doug.

—¿Qué le ha pasado a tu tablilla? Parece como si la hubieran disparado de un cañón.

—La utilizo para dirigir el tráfico —replicó Doug recalcando sus palabras con un gesto—. Los taxis, sobre todo.

—Me cae bien —dijo Ian volviéndose hacia Allan. Le obsequió con una de sus habituales sonrisas enloquecidas y siguió hablando—. Eh, andaba por el barrio y mi busca empezó a sonar, así que pensé que podía pasarme por aquí.

—¿Dispuesto a trabajar un poco, amigo? —le preguntó Tony, enseñándole un puñado de anotaciones. Las pupilas de Ian se dilataron y asintió; el asombro le había dejado mudo—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…, siete encargos para ti, chaval. Te aseguro que hoy no damos abasto.

—Sí, no es broma —dijo Allan volviendo a darse masaje en la frente—, llevábamos todo el verano sin estar tan ocupados. Si esto continúa así…

—Podré comprarme ese apartamento en Florida en vez de comer gravilla cada día —le interrumpió Ian.

—Todo es cosa de la economía —siguió diciendo Allan—. Si quieres saber qué tal anda el país, echa una mirada a la cantidad de encargos que tenemos. Somos uno de los mejores indicadores económicos que existen.

—¿Quiénes? —quiso saber Jerome—. ¿Tú y yo?

Jerome era un negro apuesto de piel tirando a clara, con un aspecto decididamente afeminado. Para Jerome cada semana era la Semana del Orgullo Gay, y no le importaba que los demás se enterasen.

—Oye, Mary, nadie está hablando contigo —le informó Tony con voz hosca.

—Ya te he dicho que no quiero que me llames Mary. Me llamo Jerome.

—Lo que tú digas, Reina Mary.

—Si nadie gana dinero nosotros tampoco lo ganaremos —siguió diciendo Allan como si no les hubiera oído—, porque no habrá nada que enviarle a nadie.

—Bueno, no cabe duda de que alguien está funcionando a toda velocidad —dijo Ian mientras apuntaba los servicios en su tablilla—, porque os aseguro que hoy ganaré un poco de pasta.

—¿Lo suficiente para tomarte un par de docenas de cervezas la noche del viernes? —Allan se apoyó sobre el mostrador lanzándole una mirada de conspirador—. Quizá vuelvas a la mazmorra, ¿eh?

—¿Sabes una cosa? —le preguntó Ian con voz pensativa—. Fu el Bárbaro no ha cortado en pedacitos a nadie desde hace…

—Tres semanas —dijo Allan, encargándose de completar la frase por él—. Y he añadido un par de salas nuevas, unos cuantos objetos mágicos más…

—¡Ah! Has estado haciendo reformas, ¿eh?

—Ni tan siquiera reconocerás el sitio.

—¿De qué demonios estáis hablando? —Jerome fingía petulancia—. ¿Es que tienes una mazmorra en tu sótano o qué?

—Sí —dijo Ian—. Una mazmorra de paredes verdes y viscosas, y…

—¿La usáis para atar gente? —preguntó Jerome con una chispa de interés en los ojos—. ¿Les ponéis cadenas y todo eso?

—Te encantaría que te pusieran cadenas, ¿eh, Mary? —comentó Tony por encima de su hombro.

—Lo que me encantaría es ponértelas a ti y azotarte hasta que te volvieras mongólico —replicó Jerome.

—Apuesto a que te gustaría, perra. Sí, apuesto a que te gustaría… ¡Eh, Ian! ¿Piensas tardar todo el día en hacer esos servicios o qué? ¡Vamos!

—¡De acuerdo! —Ian volvió a escribir apresuradamente en su tablilla—. Así que Dragones y Mazmorras el viernes por la noche… ¿En mi casa?

—Ya parece un campo de batalla, así que no veo por qué no. —Allan le guiñó el ojo y los dos compartieron una sonrisa—. ¿Crees que podremos conseguir que el señor Hunter participe en el juego?

—¿Sigue en la línea?

Se volvieron simultáneamente hacia la centralita, pero Chester acababa de colgar el auricular.

—Ese tipo sí que es bueno —proclamó Chester—. Con Hunter nunca tengo que preocuparme de nada. Es un hombre de fiar y hace su trabajo. Pero el jodido Vince…

Todos los presentes pusieron los ojos en blanco. Chester iba a pasarse todo el día refunfuñando acerca de Vince, y sólo eran las diez y diez.

—No paraba de repetirme «¡Ataúdes, tío! ¡Ataúdes!». ¿A quién coño le importan los ataúdes?

Ian y Allan se miraron el uno al otro, dos mentes a las que les gustaba jugar con lo fantástico. Dos pares de cejas se enarcaron al unísono, acompañadas por dos sonrisas idénticas, tan obsequiosas como malignas.

—Nuestro amo —dijo Allan frotándose las manos con cara de satisfacción obscena.

—El Conde Vampiro —dijo Ian con una abyecta adoración en la voz.

—Mira que tener que trabajar con estos chiflados… —se quejó Tony encendiendo un cigarrillo—. Venga, tíos, dejaros de bromas.

—¿Es que estos tipos no trabajan nunca? —le preguntó Doug a Tony, y éste se encogió de hombros.

—No —dijo Jerome con su dicción más perfecta—. Están demasiado ocupados sirviendo al Conde Vampiro.

—Eh, Mary, nadie hablaba contigo… ¡Ian! ¡Sal pitando de aquí, tío! ¡Y tú también, Doug!

—¡Ya voy!

Ian cogió su tablilla, se la metió dentro de la bolsa y fue corriendo hacia la puerta mientras Doug le seguía a la máxima velocidad de que eran capaces sus patines. Allan les observó y sintió una extraña intranquilidad…, un miedo informe para el que no había ninguna causa identificable y que se alzó repentinamente en su interior como un monstruo surgido de su mazmorra imaginaria.

La sensación de que pronto ocurriría algo terrible.

Abrió la boca para decir algo, pero la puerta se cerró con un golpe seco detrás de Ian y Doug. Allan se quedó inmóvil, dejando que aquella sensación tan desagradable se fuera sedimentando en su pecho como un trozo de carne podrida. Clavó los ojos en la puerta cerrada y se preguntó si temía por ellos o por él mismo. Quizá no fuera más que un ataque de paranoia injustificada…

Oyó vagamente la voz de Chester, que seguía hablando y hablando a su espalda.

—¡Ataúdes, tío! —decía—. ¿Puedes creértelo?

Y un escalofrío se deslizó como una serpiente por su columna vertebral.